Del techo colgaba durante el invierno
una gota que, olvidada en verano, se hacía insoportable en los días de lluvias,
una olla improvisada la recibía, paciente y tenaz, junto a las sombras de la
noche durante toda la temporada. La gota de agua siempre es la misma, se suelta
del techo siendo una y otra vez aquella que antes ha caído. Sobre la nada, una
película de figuras humanas y semihumanas se proyectaba hasta la madrugada en
el cielo interior que miraba caerla en persistente silencio. Los perros de la
calle, hacían coro junto a Kalimán en el ladrido colectivo que, en comparsa
fortuita, azoraban el misterio de aquellas horas nocturnas, entre todos
ladraban las figuras que el azar iban construyendo con los brazos de los
árboles que se batían contra el viento mojado.
De vez en cuando aparecía sobre las ventanas algún destello de luz que
se perdía en el techo de la habitación, renovándose cada vez que surgía otro
fogonazo inesperado desde la calle. Así pasaban de rato en rato, entre la noche
y el amanecer, los resplandores que daban nuevas formas a la película
imaginaria que le mantenían despierto en la hamaca. Por su mente antes que, por
otro lugar, personajes de otros mundos iban dibujándose sobre las paredes,
trenzados en el mutismo de la madrugada cuando se desprendían de los faros de algún
vehículo solitario extrañamente circulando por aquella calle angosta.
En una de las ventanas, una imagen, esta
vez claramente humana, acercaba su cara tratando de mirar el interior de la
habitación, iba esforzándose a través del vidrio turbio, que por las muchas
otras manos que antes lo habían tocado, apenas permitía apreciar, de modo
borroso y fantasmal, la intimidad que protegía. Posando suavemente su palma abierta
sobre el cristal, como evitando alertar con algún ruido innecesario la paz que
dentro se adueñaba de sus inquilinos, aproximaba su mirada mientras pulía el
vidrio allanando mejor vista entre la menguada claridad que nublaba el ambiente.
Luego de unos instantes, extiende uno de sus brazos, el izquierdo, como bien
pudo notarse, desde la mirada pasmada que le hacían de entre el calor húmedo de
la hamaca, para mediante tres toques ligeros sobre la puerta anunciar su
presencia. La persona no pronunciaba
ninguna palabra; nada salía de su boca para destacar su presencia, había sido
esa siempre su costumbre, de modo que esta vez sería igual que todas las
anteriores. Tampoco era necesario que lo hiciera, pues sólo él solía sonar la
puerta de ese modo, y así lo identificaba, mediante ese lenguaje sin palabras
que suelen ser los gestos y las costumbres, la abuela de quien abriendo los
ojos del sobresalto, los fijaba atentos sobre él desde el tejido abierto de la
hamaca.
–¡Ya voy, ya voy!… –dijo la anciana, con un tono de voz muy bajo,
casi en sigilo, pretendiendo evitar que el resto de las personas se
despertaran. En efecto, nadie más escuchó el llamado ni su respuesta diligente.
Caminando a paso lento, firme, se orienta en medio de la penumbra, buscando a tientas
la tranca que sirve de seguro a la puerta sin cerraduras. Era mama, abriéndole paso para que junto al viento
de la madrugada, ingresara apremiado hasta la cálida intimidad de la
habitación. El hombre se tocaba inquieto el cabello húmedo, con ambas manos se
lo llevaba hacia atrás, empujándolo junto a las gotas de agua que, cayendo
sobre sus hombros, resbalaban hacía su camisa empapada. De pie, ahora, ante la
vista de ella, su figura lucía esbelta, espigada como una palmera, metida entre
la luz menguada de la sala que desde el exterior venía perseguida por la vista atenta
del muchacho. Con un ademán calmado, una vez que fue restableciéndose de la
agitación inicial, comenzó a sacudirse suavemente la ropa, apartando inútilmente
los restos de la lluvia que todavía llevaba encima. Las bocanadas de aire frío que se colaron con
la misma rapidez en que lo hizo el hombre, se esparcieron en toda la estancia,
llegando a través del reducido espacio en que consistía un pasillo central, hasta
los confines de la modesta cocina de la vivienda. El mismo que ambos tomarían
para ir hasta donde finalmente descansarían. Ahí, el olor a tierra mojada
asociado al frio, invadió en generosa presencia, el ambiente alimentado por un
precario fuego que horas antes levantaba el hervor de la cocción responsable de
la mezcla de aromas que reposaban allí imperturbables, alquimia exótica de
toronjil con yerbabuena perfumando con hechizo de pócima, los linderos apaciguados de aquel
lugar. Sobre una mesa redonda, extravagancia decorativa que alteraba el rigor
del resto del área, un ejemplar de «Puerto soledad», mostraba marcando unas páginas
distraídamente abiertas, alborotadas en agite espontáneo y desganado por
el paso de una brisa suave, la lectura en espera de la ocasión que vendría luego para recomenzarla, como si antes se hubiese interrumpido deliberadamente. Travesura inocente del azar, impulsada por el misterio de las
horas.
–¿De dónde vienes?...
–Del mundo, mama… del mundo. Estoy bien, ya lo ves.
¿Cómo están por aquí?...
–Todos estamos bien. Seguimos igual…
como siempre, nada ha cambiado por estos lados… Hemos cambiado tan poco que
ahora dudamos si somos los mismos de siempre. ¿Qué te habías hecho? ¿Dónde
andabas?...
Un silencio repentino detrás de una
mirada evasiva, daba paso a una sonrisa que mostraba unos dientes blancos bien
alineados, haciéndose más evidentes que de ordinario en la oscuridad. Era
suficiente aquella sonrisa, y el gesto que la acompañaba, para abrir un corazón
detenido en el tiempo que no necesitaba de palabras esperando noticas de él.
Confundido entre las horas, mirando
desde el catre las figuras del techo y las sombras de la noche, apenas
escuchaba en susurros una conversación venida desde la cocina, una travesía de
palabras que llegaban a ratos como navegando sobre una corriente de aguas en
remanso. Las voces que se perderían con los primeros fulgores del alba, se
irían a su vez con el invierno persistente de aquella madrugada de junio; mitad
del año en que los vapores calientes de la temporada, se mezclaban con las
diluviales precipitaciones que enlodaban el pueblo sin descanso. Su mayor
angustia la representaba la gota pendiendo del techo, cayendo sobre el
recipiente que la esperaba en cronométrica precisión. Aquel año las lluvias
habían sido más fuertes que de costumbre, la calle y, en especial, la esquina
antes de llegar a ella, mostraba en toda su magnitud el efecto del agua sobre
la tierra; un charco enorme que impedía el paso a todo aquel que lo quisiera;
salvo, claro está, de aquellos que estuvieran dispuestos a cruzarlo por causa
particular, o no les importara las consecuencias de hacerlo. De noche no había
manera de saber cómo transitar y menos qué esperar al atravesar la esquina que
obligatoriamente habría de vadearse para llegar a la vivienda.
–Mama, que mal
está la calle, apenas se distingue en la oscuridad el tamaño del lodazal, no hay
forma de caminar por ella sin atascarse en el barrial. ¿Cómo es posible? ¡Está
peor que antes!… ¡Qué calamidad!
Desde hacía mucho tiempo el sueño se le
había desterrado más que de sus ojos, del ánimo e interés por éste. Sin
embargo, no podía moverse a voluntad, su cuerpo le pesaba como si estuviera
sujeto a una carga de plomo. Abría y cerraba los ojos observando todo cuanto la
vista le alcanzaba bajo las tinieblas. El parloteo lejano le mantenía atento, escuchándolo
a retazos mientras inútilmente intentaba acomodar su rostro para distinguir a
quienes conversaban. Una sensación de
tullimiento le trastornaba sin poder quitársela de encima.
–Las lluvias han sido muy fuertes
durante este año, y, esta calle, ya sabes, nunca ha tenido dolientes. Desde
siempre ha sido así, es como si aquí no viviéramos personas, nadie se acuerda
de nosotros.
–Donde ahora vivo, cuando se anuncia
un temporal, nos alegramos por las bondades del cielo sobre la tierra. La vemos
caer como un regalo al que se espera ansiosamente. El campo cambia de colores
mientras la mar se encrespa con sus olas que luego buscan refugio en la
serenidad de la costa. Las personas nos dejamos mojar con la promesa de
felicidad que hace el chaparrón sobre los cultivos que aguardan por él.
Más que en otras ocasiones, la noche
había sido muy larga, por lo menos así le parecía, percepción de las horas que
siendo todas iguales, no siempre se cuentan del mismo modo cuando los latidos
del corazón se agitan por la angustia. Sentía que el aire frío del invierno se
hermanaba con la penumbra nocturna para paralizarle el sueño que, en lugar de
vencer su tediosa vigilia, como usualmente sucede durante la conjunción mágica de
ambos, sin embargo, ahora, lo obligaban a mantenerse absorto mirando la
oscuridad y las sombras que de ella se desprendían. No buscaba nada, pero se
sentía perdido, entumecido en todo su cuerpo. En la olla, la gota de lluvia que
tenazmente había venido cayendo desde su firmamento particular; sobre su borde
opaco, de metal viejo y apachurrado de tanto cucharearse sobre el fuego, toda
el agua acumulada en la víspera se asomaba derramándose dentro de la
habitación, justo debajo de la hamaca.
Las voces iban y venían por momentos,
en pausados ratos, como en un juego de palabras liado en el viento ligero. A
veces el silencio entre ambos se prolongaba, y entonces un coro desafinado de
varias aves madrugadoras, cuyo reloj biológico no admite dilaciones, se
escuchaba jubiloso anunciando el nuevo día. A través del tejido de diminutos
trozos marrones que como un negativo de película tenía la hamaca, podía mirar su
entorno, sus ojos se metían entre ellos y husmeaban en derredor, siempre
impedido por las fantasías que poblaban su imaginación, y también, por las
certezas que su vista limitadamente percibía, se esforzaba con desesperación.
El olor del café llenaba la habitación mientras el humo de la vieja cafetera iba
dibujándose en el aire como un volcán diminuto. De ese modo se figuraba el
ascenso humeante del vapor, no sólo ahora, cuando advierte su aroma, sino,
igualmente, desde cuando muy niño fantaseaba con profusión con cada detalle en
derredor; extasiándose con el recorrido marcial de las hormigas; con el vuelo acrobático
y preciso de las libélulas que en imitación de ellas hacen los helicópteros, y con el
anestésico acto, que como atisbo de sesión de hechicería, unas plantitas a ras de tierra, cuando apenas se le rozaba, sus hojas se aquietaban en sueño efímero. En aquellos días se
quedaba alelado viendo como tomaba cuerpo la nube de humo que salía resollando
de la cafetera encumbrándose sobre el fogón.
El área de la cocina vista a través
de los cuadros de la trama, se veía más pequeña de lo que era, lucía semejante
a la perspectiva que se tiene cuando se encogen los dedos y se forma un cañón con
ellos a modo de telescopio; al final de la mira, dos personas compartían sentadas
una frente a la otra, sus palabras y silencios intermitentes en encuentro aplacado
en el que los gestos suaves y pacientes de sus manos se expresaban obsequiosos sustituyéndose las voces por momentos. Mientras se hablaban, ese rumor apagado como un rosario
de entonaciones, se alzaba pretendidamente bajito para que fueran los sonidos del
alba quienes tomaran lugar en el sosiego de las horas. Parecía un sueño traído
por la lluvia. Intentaba moverse y no podía, una y otra vez sus ojos escrutaban
con impaciencia en derredor sin poder emitir sino su parecer que quedaba
atrapado en las fantasías que le dominaban. Miraba como la gota de agua todavía
se dejaba caer en el perol, derramándose indolente sobre el piso, no sería la
primera vez que esto sucediera y por eso le exasperaba. En efecto, en tiempos lluviosos era más o menos
común que el agua pasara del techo a la olla y de ésta al cemento opaco del
piso. Aun siendo de este modo, no dejaba de angustiarle porque ésta vez a
diferencia de las anteriores, miraba la secuencia de llenado desde temprano, había
notado el momento en que sobrepasaba el borde del recipiente, y desparramándose
en el piso, debajo de la hamaca, comenzaba a correr deprisa como un río
desbocado abriéndose cause entre los enseres de la casa.
A tragos de café, pausaban su conversación,
y en la mesa, sobre un mantel de cuadros verdes y blancos, las tazas despedían
un hilillo de humo que perfumaba la sala y la cocina entera, parecían sorberlos
en cámara lenta mientras hablaban a retazos mientras el agua seguía su curso
molesto, siendo inevitable que ya inundara toda la intimidad amodorrada de la
vivienda. En momentos como estos la idea de ir al colegio bajo el temporal, dejaba
de atormentarlo, comprendía que no habría modo de cruzar las calles bajo el
asedio invernal y el lodo atascándolas cuando amainara el diluvio tropical. De
nuevo abría los ojos verificándose su vigilia, se sentía despierto, cabalmente
despabilado, sin embargo, apenas podía moverse. Escuchaba, olía, y veía con la
certeza misma de sentirse vivo. Dirigía su mirada a la ventana, el techo, la
cocina y el resto lo imaginaba. Quería levantarse y cambiar la olla para
aliviar la angustia de sentir anegarse toda la casa. Pero apenas podía pestañar,
descubrir sus pupilas en un esfuerzo supremo para verificar la certeza de su
conciencia. Antes había evitado delatar su interés por la conversación que
llegaba desde la cocina, eso pensaba, creyendo la causa que reprimía sus
movimientos, ahora no estaba seguro si habría podido moverse a voluntad. Cuando
el agua, tocando en desmedida el borde de la cacerola para descargarse generosa
sobre sus límites, ondulando como ola su contenido con cada gota descolgada de
las alturas; con la penúltima de ellas, a cuyo desplome el recipiente tremaba sobrepasado,
el muchacho rompe el velo de la inconsciencia que le figura la verdad a la que se
resiste. Abre bruscamente sus ojos y se mueve a voluntad. En la cocina, al
mirar entorno a la mesa, no había nadie, el susurro entrecortado de palabras
que flotaba en el ambiente, también se disipa. Y el olor a café que inspiraba su
olfato con alucinantes comparaciones, igualmente se esfuma.
–¡Mama!... ¡El
agua se bota! –grita, y sus palabras se quedan todavía enredadas entre la
espesa manta que forma la tela de la hamaca– ¡Mama... el
agua de la olla! –vuelve a decir con desesperación. Una vez que tuvo
libertad para moverse, al desplazar su torso, el resto de su cuerpo se sintió
en plenitud de estirarse, su rostro enfoca su mirada y, ahí, al costado
impasible en el que antes figuraba las fantasías que le convencían de su realidad,
Mama dormía. Un ronquido suave salía
de sus labios como un silbido similar al resoplido del viento cuando se escapa
por un orificio. La puerta estaba cerrada y la cacerola tenía el agua por la
mitad. Hacía rato había dejado de llover. En la mesa de la cocina, «Puerto soledad»,
tenía sus páginas cerradas, en su parte posterior, una reseña breve concluía:
«Algunas de sus cartas
esporádicas, llegadas de lugares diferentes, daban cuentas de él, eran largas y
bien escritas. Había en ellas una nostalgia indescifrable, apenas perceptible.
Eran escritas como quien escribía más para sí que para otros. Abrazadas con la
lluvia y el viento, nos trasladan a los confines interiores de quien bordea los
límites entre la fantasía y la realidad; de alguien que, no encontrando los
senderos del regreso, ha de conformarse con vivir en el puerto de la soledad»
Nota: Relato corto publicado en el libro "Una historia por descubrir". Edinson Martínez. Editorial A todo calor. Maracaibo. 2016