La penúltima vez que salí disparado de un cañón fue cuando Odelia se marchó con el niño. Trabajaba yo entonces limpiando las jaulas del circo rumano que acababa de llegar a la ciudad. Las jaulas de los leones las hacía en media hora, lo mismo que las de los osos, mientras que las jaulas de los elefantes eran una verdadera pesadilla. Me dolía la espalda y el mundo entero olía a mierda. Mi vida estaba destrozada, y la mierda era lo que más le pegaba. Un buen día sentí que necesitaba hacer una pausa. Busqué fuera de la jaula un rincón donde armarme un cigarro. Ni siquiera me lavé antes las manos.
Después de unas cuantas caladas oí a mis espaldas una tosecilla fingida. Era el director del circo. Se llamaba Ijo y había ganado el circo en una partida de cartas. El dueño original del circo, un viejo rumano, tenía tres reinas, pero Ijo sacó póquer. Me había contado la historia el día que me contrató.
—¿Quién necesita suerte cuando sabe hacer trampas? —me dijo, guiñándome un ojo.
Estaba convencido de que Ijo me iba a echar bronca por haberme tomado un descanso mientras trabajaba, pero ni siquiera parecía enfadado.
—Dime —me propuso—: ¿quieres ganarte mil varos sin mucho esfuerzo?
Asentí con la cabeza y él continuó:
—Acabo de estar en la caravana de Istvan, nuestro hombre bala. Está completamente borracho. No logré despertarlo y la función empieza dentro de un cuarto de hora…
La mano abierta de Ijo dibujó en el aire la estela de un cohete que terminó cuando sus rechonchos dedos me golpearon la frente.
—Te doy mil al contado si lo sustituyes.
—Nunca me han lanzado desde un cañón —le dije, dándole otra calada al cigarro.
—Sí que lo han hecho —replicó Ijo—, cuando tu ex te dejó, cuando tu hijo te soltó que no quería volver a verte más porque eres un cero a la izquierda, y cuando se escapó el gordinflón de tu gato. Y además comprenderás que para ser hombre bala no tienes que ser ni ágil, ni rápido, ni fuerte, sino ser lo suficientemente desgraciado y estar solo.
—Yo no estoy solo —protesté.
—¿No me digas? —exclamó Ijo en tono burlón—. Sin contar las relaciones sexuales, ¿cuánto hace que una chica ni siquiera te sonríe?
Antes de la función me pusieron un traje plateado. Le pregunté a un payaso viejo con una nariz roja enorme si no debería pasar por un mínimo entrenamiento antes de que me lanzaran.
—Lo más importante —masculló él— es que relajes el cuerpo por completo. O que lo tenses. Una de las dos cosas. No lo recuerdo bien. Y hay que poner mucho cuidado, también, en que el cañón esté orientado muy recto hacia delante, para no fallar el blanco.
—¿Y ya está?
Hasta con el traje plateado puesto notaba que apestaba a caca de elefante. Llegó el director del circo y me dio una palmada en el hombro.
—Recuerda —me dijo— que después de que te hayan lanzado hacia el blanco, vuelves enseguida al escenario y saludas muy sonriente. Y si, por lo que sea, esperemos que no, sientes algún dolor o te has roto algo, tienes que mantener la forma y disimular, para que el público no se dé cuenta de nada.
El público parecía realmente feliz. Animaba a los payasos mientras estos me metían a empujones dentro de las fauces del cañón, y el payaso alto, el de la flor que salpica agua, me preguntó, un segundo antes de prender la mecha:
—¿Estás seguro de que lo quieres hacer? Todavía estás a tiempo de echarte para atrás.
Como asentí, él insistió:
—Supongo que sabes que Istvan, nuestro último hombre bala, está internado en el hospital en estos momentos con doce costillas rotas.
—Nada de eso —le dije—; solo está un poco borracho y lo han dejado dormido en su caravana.
—Lo que tú digas —replicó el payaso de la flor que salpica agua, y, suspirando, encendió el cerillo.
A todo pasado tengo que reconocer que el ángulo del cañón era demasiado abierto. En lugar de dar en el blanco, volé hacia arriba, abrí un boquete en la tensada lona de la carpa y seguí volando hacia el cielo, alto, bien alto, solo por debajo de la cortina de nubarrones negros que lo ocultaban. Volé por encima del autocinema, que ahora está abandonado y en el que Odelia y yo tantas películas habíamos visto; por encima del parque infantil por el que unos pocos dueños de perros daban vueltas estrujando las bolsas de plástico, y entre ellos vi al pequeño Max, que casualmente estaba allí jugando a la pelota y que al pasar yo por encima de él alzó la mirada y me dijo adiós con la mano; y sobre la calle Hayarkon, donde, en el espacio que queda detrás de los cubos de basura de la Embajada de los Estados Unidos, vi a Tiger, mi rechoncho gato, intentando cazar una paloma. Unos segundos después, cuando aterricé en el mar, el puñado de personas que había en la playa se quedaron allí aplaudiéndome, y al salir del agua, una chica con un piercing en la nariz me ofreció su toalla con una sonrisa.
Cuando regresé al circo, todavía tenía la ropa mojada y todo estaba ya a oscuras. La carpa se encontraba vacía y en el centro, junto al cañón desde el que me habían lanzado, estaba sentado Ijo, contando el dinero de la caja.
—Fallaste el blanco —me espetó furioso— y no volviste para saludar al público, como habíamos quedado. Así que te descuento cuatrocientos séqueles.
Me tendió unos cuantos billetes arrugados, pero, al darse cuenta de que yo no los cogía, me dirigió su torva mirada típica de los de Europa y me dijo:
—¿Qué prefieres, hombre, coger el dinero o arreglártelas conmigo?
—Déjate de dineros, Ijo —le dije, guiñándole un ojo mientras me dirigía hacia la boca del cañón—, anda, haz el favor de volverme a lanzar.
*Este es el cuento completo que da título al libro más reciente del israelí, publicado por Sexto Piso / Siglo del Hombre.
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