“La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir”.

Camilo José Cela

domingo, 30 de junio de 2019

Antes que amanezca

Antes que amanezca
Crónicas perdidas

“Entre el gobierno que gobierna de forma errada y el pueblo que lo permite, hay una solidaridad que da vergüenza”.
Víctor Hugo
Por: Edinson Martínez
@emartz1

Estiré el brazo buscando con mi mano sobre la mesa de noche, el lápiz con la libretica que, cuando me acuerdo, coloco ahí para hacer las anotaciones que en algún momento pudieran ocurrírseme. Aún dormido, y bajo los efectos oníricos de un sueño que trataba de quitarme desde sus efectos anestésicos, tocaba a tientas en la penumbra densa de la madrugada, el borde de la mesita para orientarme. Me fui despertando apremiado por mi propia voz que en el sueño me decía repetidamente: «voy a escribir esto para que no se me olvide, voy a escribir esto para que no se me olvide, voy a escribir esto para que no se me olvide…». Eso me rogaba con insistencia, sabiendo que al despertar se me olvidaría todo aquello como en infinidad de veces me había ocurrido. Me hablaba a mí mismo desde la voz interior que no responde a la voluntad consciente, sino a las profundidades indescifrables del mundo de los sueños que tiene cada persona. Mientras me repetía esa determinación, le hablaba al grupo de muchachos que se encontraban a orillas del lago, me contemplaba desde la somnolencia como un espectador de mi propia película. Eran varios adolescentes que jugaban a no sé qué cosa teniendo como paisaje la costa del Lago de Maracaibo, un pedazo de playa de arena negruzca, de aspecto baboso y embarrialado sobre la que caían las olas apaciguadas del estuario. A una distancia discreta, una línea de mangles enmarañados se divisaba como vigías misteriosos, tenían un aspecto tan tenebroso que parecían sembrados como escenografía para uno de esos filmes en los que acecha un animal dispuesto a acabar con todo ser viviente. «Aquí en estas aguas descarga la mierda mía tanto como las de ustedes». Le explicaba al grupo en modo casi pedagógico, con una formalidad tan notable, que contrastaba con el tono grotesco de la disertación, y de la cual yo mismo me sorprendía, no obstante, la frecuente y usual expresión de aquello que nos es tan común a los humanos.
A las dos de la mañana, religiosamente, se interrumpe el servicio eléctrico, se cumplen las seis horas reglamentarias en las que se dispone de electricidad. Un silencio repentino se apropia de la ciudad, los únicos puntos de luz que se aprecian son los del firmamento, una vastedad alucinante que esparcida en una infinita cantidad de puntitos luminosos, van titilando junto a la luna plenilunar que corresponde a su puntual fase de la estación, y al comienzo impetuoso de las lluvias de mayo.  Dando vueltas sobre la cama, con los ojos metidos en la espesa lobreguez de la hora, el calor comienza a abrazarme inclemente; el sudor corriéndome por el cuello y detrás de las orejas, va enfriándome el cuerpo mientras la sensación pegajosa de la humedad me impulsa a extender los brazos buscando el socorro del ambiente calmo. El canto de un gallo se escucha lejano, seguido del ladrido ronco de un perro que nunca se sabe de dónde sale, pero siempre se oye. El rumor de unas voces como un cosquilleo sobre el viento se percibe pausado en una atmósfera en que ahora da paso a los sonidos que ordinariamente no se escuchan, son como ráfagas viajando indefensas en el sopor nocturno. Las palabras se advierten a retazos entre un hombre y una mujer desde uno de los pisos contiguos. Se sienten en tono de lamento enojado, de queja noctámbula que a otras horas pasarían desapercibidas.

La primera vez que fui a la playa, las aguas del lago eran de una tonalidad más o menos indefinida de entre los verdes, quizás un verde claro, mateado, como el que llevan algunas metras en su interior. En la arena, como en un manto suave, pequeñitos cangrejos corrían desprevenidamente arrastrados por las olas que los arrojaban indefensos sobre los granos amarillentos de la orilla; una y otra vez se reponían de la furia del agua, y como tercos empecinados, se regresaban buscando nuevamente el marullo que los expulsaba de nuevo a la costa. Luego pude comprender que es el instinto el que los mueve a repetir aquello que los humanos inferimos de inmediato. Una gran cantidad de cocoteros se alzaban por el aire con su aspecto distinguido y elegante a lo largo de toda la ribera. Se mecían festivos con sus largos tallos firmes a la tierra, mientras sus hojas como coronas caóticas bailaban al compás frenético del viento. Nunca aprendí a nadar, cuando mis pies no alcanzaban a tocar estables el suelo lacustre, enseguida retrocedía buscando la seguridad que me daba tener mis extremidades sobre terreno sólido. Era también el instinto el que me impulsaba igual que a los cangrejos a buscar la seguridad. Pocas, poquísimas, veces me arriesgaba a un poco más allá en la altura de las aguas; respetaba la profundidad del remanso acuoso porque conocía mis limitaciones, pivote inconsciente de una personalidad que elude el riesgo de buenas a primeras sin tener garantías tangibles para tomarlo. Sin embargo, siempre fueron ocasiones felices, de travesuras inocentes que le sacaban el entrenamiento a cualquier instante. Nada recuerdo con mayor gusto de esos lejanos tiempos de la infancia, que aquellos días de playas junto a mis primos. Si algún reclamo tendrían que hacerle los zulianos del presente –estos quienes ahora han perdido la fortuna de disfrutar de aquellas playas de mis días–, a mi generación y sobre todo a varias antes que a la mía, es haber dejado convertir al Lago de Maracaibo en ese gran pozo séptico que hoy representa. No hay en la región ni una sola planta de tratamiento de aguas residuales que funcione. ¡Ni una sola! Evidencia incontestable de la gran irresponsabilidad con la que se ha tratado el asunto.
Todas las aguas servidas, que como ríos desbocados de inmundicia llegan de las ciudades ribereñas y, de más allá, descargan impunes su contenido en el lago. El estado venezolano ha sido extremadamente negligente con su planificación en el ámbito ambiental. Ni siquiera ha sido capaz de cumplir los imperativos de las leyes de saneamiento que él mismo ha promulgado.
Desde finales de siglo pasado se tenía previsto construir el sistema de plantas de tratamiento de aguas servidas de las principales ciudades de la cuenca del lago, una vez que se iniciaron, ninguna de ellas se culminó, y aquellas que previamente existían al régimen acordado, habiendo funcionado a duras penas durante un lapso relativamente corto, hace ya tiempo dejaron de prestar servicios. Es una calamidad enorme, un crimen ecológico de proporciones colosales lo que ha ocurrido con el Lago de Maracaibo. 
Hace algunos años, pero ya en el nuevo siglo, durante una tarde anaranjada en que los flameantes rayos del sol arrecian sin piedad, mientras visitaba las instalaciones de una de aquellas, ahora fantasmales, empresas de servicios lacustres a la industria petrolera, observando el grupo de lanchas, remolcadores y toda clase de embarcaciones que en grandes cantidades yacían sobre el pedazo de costa convertido en muelle; a nuestra izquierda, lago adentro, en una extensión de varios metros entre las aguas, un rugido repentino rasga el rumor sordo que llegaba desde la orilla golpeada por las olas. Enseguida, un torrente asqueroso de aguas negras, brotaba con presión desmesurada desde un enorme tubo de varias pulgadas de grosor, descargándose inclemente sobre el lago, en repugnante trasiego de porquería cayendo encima del remanso de aguas que en otrora concitara las más bellas expresiones de ternura de nuestros poetas. Casi en el acto, el aire que respirábamos, se trastoca en hedor nauseabundo, en desagradable podredumbre inimaginable para cualquiera que alguna vez escribiera loas al reservorio de agua dulce. Nos retiramos apresurados del lugar, impactados por el espectáculo horripilante, expresando a viva voz nuestro asombro sobre el hecho. El propietario de la empresa, según me cuentan, en algunas ocasiones refería indignado sobre el particular: «toda la mierda de la ciudad se descarga en el patio de mi empresa». 

Para los meses finales de dos mil seis, el entonces presidente Hugo Chávez, agendó en su programa de inauguraciones previas a la celebración de las elecciones presidenciales, la puesta en servicio de la planta de tratamiento de aguas servidas de la ciudad. Bien entrada la mañana del día previsto, el equipo técnico a cargo de la obra realizó las primeras pruebas, aguardando, como suele ocurrir en este tipo de eventos, por el visto bueno del protocolo presidencial; para aquel toque oportuno, noticioso, en que el primer mandatario con sólo oprimir un botón en medio de atronadores aplausos, encendería el sistema que acabaría con esa vergüenza de recitar panegíricos sobre el lago, al mismo tiempo que le lanzamos nuestros excrementos. El comandante, es decir, el presidente, ese que un día decidió hacerse llamar como un jefe cuartelarlo, y no como servidor público, llegó tarde. Atareado entre el gentío que le esperaba, y su séquito inveterado, apenas se atuvo al protocolo elemental, hecho éste que no era nada extraño en él, porque como bien ha quedado registrado en nuestra historia patria, el personaje no era muy respetuoso de estas formalidades reglamentarias. Con su muy particular estilo, en medio de sonrisas, algarabía, gritos de seguidores y desesperados intentos por tocarle, el programa se desarrolló como atropelladamente sólo podía resultar.
  
Con dificultad tomé el lápiz, hice tres o cuatro garabatos encima de la libretica, adivinando la superficie sobre la que anotaba esos jeroglíficos que ahora estaba seguro no olvidaría. La expresión que recordaba luchando contra el olvido, me ayudaría a situarme en la idea, en el propósito de la narrativa, y por ello mi interés apresurado en registrarla. Despierto, ya no pude conciliar más el sueño sino hasta después de un buen rato, mientras tanto, socorrido por la tenue luz natural que entraba por la ventana de la habitación, me dirigí a ella para abrirla, desplegando la hoja rectangular en que consiste el ventanal. Un olor a gasoil me pegó en la cara súbitamente, se respiraba flotando sobre aquella parte de la ciudad que divisaba a media luz.  Cuando la electricidad se suspende, las plantas eléctricas se encienden automáticamente, de ellas se desprende, entonces, el humo del combustible que queman para mantenerse funcionando, esa era la causa del saturado olor en el ambiente. Como el sonar de los murciélagos, me dejé llevar por el oído, y con relativa facilidad, logré determinar la ubicación de varias de ellas en el paisaje oscuro de la madrugada. Ociosidad noctámbula cortesía de Corpoelec. Todo estaba como suspendido y el tiempo parecía no iba a ninguna parte. Temprano, para usar alguna expresión como medida temporal cercana a las dos de la mañana, una lluvia imprevista hizo elevar un vapor lerdo de las calles calientes hasta la altura media de la ciudad, como imagino sería el efecto de una lluvia ácida de esas de las que tanto se habla en la literatura ecológica cuando cae sobre la tierra. A ras del asfalto, seguramente a una distancia discreta de éste, se fue alzando como una bruma débil e informe, liberándose despacio desde el suelo de modo gaseoso y etéreo, para que la ciudad adquiriera un toque espectral bajo la precaria luz de la iluminación pública, conformando una panorámica de pueblo abandonado al que sólo le faltarían los rollos de paja dando vueltas en las calles como los viejos western de nuestra infancia. Contemplando la escena mientras adivino en las distancias los sectores que aún tienen electricidad. Una, dos o tres canicas a la vez se estrellaron sobre el piso superior donde habito, mi techo; sonando nítidamente con su inconfundible rebote sobre el cemento. Pese a que no habita nadie ahí, eventualmente, se ha venido escuchando desde hace cierto tiempo, un ruido similar al que genera la caída de unas canicas saltando encima del piso. Enseguida se recogen y no vuelven a oírse hasta la siguiente oportunidad. Desde hace más de dos años el propietario del inmueble, una vez que falleció su madre, abandonó la propiedad junto a su pareja, y desde aquellos días no se sabe de él. Un sujeto hosco con cara de vinagre del que nadie tiene conocimiento. Quienes viven contiguamente, igualmente manifiestan su desconcierto cada vez que se toca el tema de las metras sonando en la madrugada. Sólo se oyen en un instante, por unos segundos veloces en que puede durar un sonido semejante, como justamente ha sucedido hace unos minutos.
Desde un lugar impreciso de uno de los niveles superiores, la charla pausada de un par de vecinos, un hombre y una mujer, ambos jóvenes, por el tono de sus voces, se percibe como un rumor distante y apagado, probablemente sean los inquilinos recientes que apenas se conocen; no duermen, como ahora le ocurre a otro de los residentes que desgrana las horas con un cigarrillo entre los dedos que se asoman descansando sobre el marco de la ventana lindante a la mía. Es uno de los viejos del par de jubilados que se disputan, además de los cigarrillos, las sobras de felicidad que les entregan Mateo y Rocco, dos gatos esquivos que se esconden perennemente evitando los mimos de ambos achacosos. Un piso más abajo, dos niñas y un varón en edad escolar que viven con la abuela y sus padres, duermen a plenitud después de alborotar durante todo el día las escaleras y pasillos del edificio con sus risas y juegos indiferentes, como en una vacación permanente porque casi nunca hay clases en la escuela. El niño, es aquel que lloraba incesantemente cuando bebé, mientras llegaban en aquella ocasión al apartamento de Marila, la vecina que aún habita en la planta inferior, precisamente debajo de ellos, los dos hombres que buscaban afanosamente al publicista desaparecido desde entonces. Marila y Leandro no alcanzaron a tener hijos. Sólo la niña de la mujer divorciada, que vive enfrente, permanece despierta. Cada vez que baja las escaleras tomada de la mano de su madre, se queja de no haber dormido, ambas lucen ojerosas y, en el trayecto, cuando la llevan a la escuela durante los días en que la restricción eléctrica lo permite, manifiesta su enfado resistiéndose a ir a clases. Quizás ahora ambas entregan sus abatimientos a la penumbra que se extiende sobre la ciudad, luchan contra el peso fatigoso de las horas por la porción de sueño que la madrugada calurosa les arrebata como a todos.  

Cuando se encendió el dispositivo de energía que alimenta el sistema, un ruido atronador indicó la puesta en servicio de la flamante estructura que acabaría con la descarga de aguas turbulentas al lago. Risas y alegrías colmaron el importante logro, sentimientos de labor cumplida y satisfacción animaron a los responsables de semejante obra pública. El presidente cumplió, destacaría la nota periodística del siguiente día. Inflamando sus pulmones en muestra plena de regocijo, escogió su amplia sonrisa para despedirse. Un torbellino de seguidores, acosados por el sol y la larga espera, se desmelenaba intentando acercársele para susurrarle en segundos sus penas; para tocarlo aun cuando fuere por causa de algún empujón, y forzar efímera su vista para hablarles en la intimidad que quizás sólo sería posible durante esa única oportunidad de sus vidas. Gritaban su nombre con las manos en alto, y entre ellas, un papel arrugado para entregárselo ahora por virtud de la suerte que a cada quien le asistiera.
Posterior a un lapso no mayor al de un par de horas, en otro lugar, la sección de una de las vías de la ciudad, se hunde inexplicablemente, un boquete grande, inmenso, se abre en el asfalto, y obliga a los vehículos a tomar una calle alterna. En otra parte, en un perímetro cercano, ocurre lo mismo. La red de tuberías de aguas residuales recién culminada para integrar el sistema que se inauguraba, colapsa abrupta e imprevisiblemente. Su flujo se detiene y embrolla de tal modo que el novedoso ingenio de saneamiento ambiental, se desmorona súbitamente en decepcionante propósito. Nunca más el gobierno se ocupó del caso. Ese mismo día, el presidente se marchó de Ciudad Ojeda con las atribuladas correspondencias que sus asistentes pudieron recoger de entre el gentío, mientras la flamante apuesta de ingeniería ambiental inaugurada, se apagó casi al mismo tiempo en que el comandante tomaba vuelo con destino a la siguiente parada de su periplo proselitista.

Un grillo solitario canta intermitente al amparo del sigilo crepuscular, su runrún suena durante el intervalo tedioso del amanecer en que pareciera detenerse el tiempo. Su timbre se escucha como el repique de algunos teléfonos móviles; un estrafalario ruido brillante en el que un acompasado fondo ronroneante le proporciona la armonía de un bajo, como cuando un músico rasga en desánimo las cuerdas de aquel melodioso instrumento. En realidad, el animal se frota escondido sus extremidades, seduciendo con su canto a la pareja metida en otro agujero del edificio, al tiempo que la ciudad se va desmayando en espera rendida hasta los fulgores del nuevo día.  
 –¡Acuéstate! –me dice mi mujer, desde la penumbra aliviada por la luz estelar– Engañemos nuestro desvelo antes que amanezca.
Terco, adelantándome sobre el discurrir inexorable de la aurora, me limito, entonces, a garrapatear sobre la libretica, unos versos repentinos que no podrían resistir el agobio del olvido.
Si alguna vez brilla en la oscuridad,
no te asustes, no es fantasma, ni espectro alucinante,
es la ciudad con su traje intimidante.
Somos dos los trashumantes,
ángeles perdidos siguiendo caminantes,
veladores de sueños que se esfuman vacilantes.
Si alguna vez lo supieras,
que en tu mirada penetrante,
dos lunares se dibujan en un destello distante,
hechizo afortunado que la noche va ganando,
en este azar rutilante de abstraídos navegantes.
Si alguna vez brilla en la oscuridad,
no te asustes, no es dislate, además de la ciudad,
también deslumbran tus ojos adorables

viernes, 28 de junio de 2019

El doctor Dávila

El doctor Dávila
Crónicas perdidas
Edinson Martínez
@emartz1

“... Así, marchamos un poco como sonámbulos, pero con la misma seguridad de los sonámbulos, hacia los seres que de algún modo son desde el comienzo nuestros destinatarios…”.

Ernesto Sabato


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Cuando entré a la casa tuve la sensación de que el tiempo se había detenido en ella. El piso, las paredes, incluso, sus colores de entonces, y hasta las mismas grietas que en un tiempo surgieron en el techo, lucían iguales que a comienzos de los años ochenta del siglo pasado cuando dejamos de vivir en ella. Con la vista logré recorrerla en segundos al ingresar con la mente llena de recuerdos, pude apreciarla en aquellos detalles mínimos que todavía conserva mi memoria, y que parecieran imperturbables con el paso de los años mientras caminábamos por sus entrañas. En la habitación donde la encargada nos indicó había encontrado aquella mañana el cuerpo inerme del doctor Dávila, las paredes conservaban el tono rosado pálido que alguna vez exhibieran mientras fuera el cuarto de mis hermanas. Una telaraña como un fino manto en tono marfil desteñido se había extendido generosa en uno de los recodos del techo colindante con la ventana. Unos metros más adelante, en el otro extremo de la misma estancia, con una sala sanitaria dividiéndolas en dos secciones de similares dimensiones, nos recibía la habitación que compartíamos mi hermano menor y yo hasta que nos mudamos. Allí también, nuestra abuela tejía sus sueños junto a nosotros en un trio de confraternidad que de vez en cuando recuerdo con nostalgia. La cocina, amplia y colorida como entonces, permanecía intacta, como si ninguna persona se hubiese atrevido a trastocar aquel lugar de celosa dedicación de la abuela y mi madre. La luz tenue que penetraba por la ventana aligeraba la oscuridad del interior sombreándolo con un aspecto de museo para simple contemplación. El consultorio donde el facultativo atendía a sus pacientes, se había instalado a mano derecha de la sala, en el dormitorio principal de la casa. Allí entré aquella mañana de un lunes ordinario de un mes que no requiere precisión, acompañado por la encargada de la casa y quien por años fuera la asistente del conocido oficiante de galeno. Tenía las mismas características del resto del interior, un trozo del tiempo congelado para admiración de quienes lo visitaran. Volver a la casa después de tanto tiempo, fue un acto de curiosidad impulsado por mi madre y una de mis hermanas, porque en cierto momento pasó por nuestras mentes, intentar comprar de nuevo la casa que fuera vendida a este personaje muchos años atrás. Un escritorio modesto, una prehistórica máquina de escribir portátil, marca Brother, y un par de sillas plásticas era todo el mobiliario del despacho. Un lugar austero que emparentaba absolutamente con la personalidad asceta del sujeto. Un hombre de baja estatura con una poblada barba blanca que se alargaba hasta cubrirle el cuello semejando una gran mota algodonosa. Tenía los ojos claros y una tez blanca, algo curtida por el sol inclemente al que se exponía en su diario trajinar de caminatas relajantes antes de emprender sus menesteres curativos. En su rostro, unas largas arrugas le circundaban los ojos, se le extendían hasta perderse entre la densa espesura de los cabellos canosos que dibujaban sus patillas. Esa imagen de místico oriental le concedía un halo de sabiduría etérea que, supongo, por virtud de los estereotipos instalados en nuestra psiquis, era lo que mayormente inspiraba la confianza de sus pacientes. El oficio, según parece, nos va cincelando como el escultor que moldea a su obra, a tal punto que nos parecemos a lo que en efecto practicamos. Este hombre no era médico de profesión, era un curandero que a través del iris de los ojos podía diagnosticar el mal que aquejaba a las personas. No les recetaba ninguno de los fármacos o remedios conocidos por la ciencia; ni tampoco, se explicaba en términos terapéuticos convencionales cuando precisaba la causa de la enfermedad que afectaba a quienes acudían en su ayuda. Sus diagnósticos eran sencillos, breves, lapidarios en ocasiones, y sin divagaciones que dieran lugar a otras suposiciones patológicas, porque, en efecto, resultaban de la auscultación que con su mirada penetrante de ojos azulados hacía sobre la de aquellos sufridos demandantes de sanación. No había, por tanto, una vez hecho el dictamen, duda alguna entre sus pacientes en torno a la causa que ocasionaba la afección de salud que los había llevado hasta él. Posteriormente venia la terapia curativa que a veces se remitía a indicarles se pusieran de pie con vista a la salida del sol, al Levante, en el decir de algunos, y cerraran los ojos, mientras les posaba su mano abierta sobre el cuello por unos relajados segundos en los que musitaba una ola serena de palabras que sólo él conocía. Un murmullo inaudible que como una brisa mansa rozando las arenas de un desierto, va dejando sus huellas sobre la superficie indefensa. Después de unos instantes, los hacía sentar y les escribía unas indicaciones que, por lo general, consistían en preparados a base de hierbas, frutas y alimentos naturales. Con una serenidad instruida desde las profundidades de lo desconocido, desde el halo enigmático de su andar, las teclas amarillentas de su trepidante Brother, saltaban prestas sobre la hoja de récipe insertada en el carrete atormentado por el uso, en ella cada letra dejaba su registro impreso en una secuencia que luego serían las frases de una oración completa; leyenda escueta del sortilegio de la cura anhelada. 
Este hombre era un ser ermitaño, vegano consumado y consagrado con devoción a su oficio. De él no se conocía nada más. Durante algunos años estuvo ausentándose y viniendo a la ciudad con relativa frecuencia, eran viajes rodeados del mismo misterio con que se alimentaba su presencia cuando se encontraba en ejercicio de su profesión. Todo en su derredor tenía una proyección mística, de esas que les da sentido y justificación a cada evento con el que se tropieza en la vida. Un día apareció interesado en comprar la vivienda, en una fecha en la que mis padres no bien se habían decidido en venderla; ya no vivíamos allí, tiempo hacía en que nos habíamos mudado; sin embargo, aparte de los rodeos sin fundamento sobre su porvenir, nada había en concreto sobre su venta.  El caso es que el doctor Dávila terminó comprándola cuando realmente no estaba en nuestros planes venderla con la inmediatez con la que se hizo. Casi tres décadas pasaron para que volviéramos, y cada rincón nos hablaba desde nuestros recuerdos de toda una vida construida entre sus paredes. Cuando la asistente nos iba mostrando aquello que ya conocíamos, muchos de los días que vivimos en aquel lugar desfilaron como una ráfaga de imágenes por nuestro pensamiento. La joven, sin percatarse de ese torbellino de evocaciones que poblaban nuestra mirada puesta en el pasado, nos iba indicando con entusiasmo cada una de las secciones de la casa. También para ella, era un lugar lleno de afectos y recuerdos, en fin de cuentas, había estado familiarizada con la vivienda por muchos años. Al llegar a la habitación de aquel rosado pálido que se negaba a esfumarse, su rostro se quebró en evidente muestra de pesar.
–Aquí lo encontré esa mañana. Estaba acostado en la cama mirando hacia el cielo, con los ojos abiertos y las manos sobre el pecho –dijo, finalmente, señalando un desgastado colchón que se mostraba sin sábanas en medio del cuarto. Un olor a destierro, a humedad con mezcla de abandono flotaba en el ambiente. La mujer descubrió el cadáver del doctor después de un fin de semana al despedirse de él la tarde del viernes anterior.
–¿Murió solo? ¿No había nadie más en la casa? –recuerdo haberle preguntado.
–Nadie más… Él vivió siempre solo. Nunca quiso que se le acompañara –respondió, y en fracciones de tiempo inestimables, agregó la cantidad de años que el finado había acumulado en su vida.
–Según su cédula tenía ciento tres años cuando murió…
–¡Carajo! ¡Larga vida! –dije, sorprendido. Mi madre me miró con los mismos ojos pardos que nos emparentan, y una sonrisa se le dibujó prístina en sus labios.
–¡Cónchale! La verdad, no los aparentaba. Lucía de mucho menos edad… –expresó a media voz, en tono que evidenciaba su similar asombro con el mío. Observando la habitación como quien pasa revista en giro de trescientos sesenta grados, no pude evitar franquear la distancia que la separaba de aquella que por años fuera la mía. ¡Estaba igual! Semejante al resto de la casa. A veces he soñado con ella, me he visto dentro como en aquellos tiempos adolescentes en que la ocupaba. Nunca imaginé que tendría la ocasión de regresar y menos conseguirla como reliquia de museo detenida en el tiempo. Recuerdo que una madrugada, ya en los albores del nuevo día, tres golpes sentí en el cristal de una de las dos ventanas, tres llamadas seguidas una de las otras, como quien toca una puerta para entrar con el esmero intencionado de espaciar cada uno de los toques. Me desperté enseguida, miré a mi alrededor y todos dormían. Armado de valor salté de la cama y salí corriendo hasta el exterior, hacia el lugar de donde provenían las llamadas a un costado de la casa. No había nadie allí, un silencio absoluto llenaba aquel recodo del patio mientras la luz de una luna llena aún permanecía rebelde en el cielo de esa hora.  Le conté a mi abuela horas después, y con su particular modo de decir las cosas, me dijo:
–Eso es alguien que se está anunciando…  
Días más tarde, un familiar de parentesco relativamente cercano, falleció. Aquella asociación excéntrica de la muerte con las tres llamadas sobre la ventana, ha quedado para siempre impresa en mis recuerdos como una singularidad de esas que jamás se olvidan.

El doctor Dávila estuvo haciendo su trabajo hasta los días finales de su vida. A veces cuando por alguna razón debía pasar por esa calle donde se encuentra la casa, una cantidad notable de vehículos se veían estacionados frente a ella. En el porche, asimismo, varias personas colmaban a título de paciente espera la atención médica que les dispensaba. Es la calle Lara de esta ciudad, una de las más céntricas de ella, cuyos linderos nacen en la propia plaza Alonso de Ojeda, epicentro de su vida urbana, y culminan en intersección con la Piar, algunos metros más delante del curalotodo. Esta fue una de las primeras vías construidas en aquella ciudad primaria que caprichosamente se concibió de forma concéntrica. En sus tiempos iniciales, era una callejuela que de noche se transformaba en una boca de lobo plena de terrenos baldíos y enmontados a ambos lados, donde se ocultaban los fantasmas que el alumbrado público hizo desaparecer años después, y que ahora pudieran retornar por su progresivo deterioro. Por años fue la calle del barco porque muy cerca de donde se estableció el personaje citado, una embarcación, de esas que luego he conocido como una lancha común y corriente, seguramente de dimensiones modestas, pero como suele ocurrir con las apreciaciones de la niñez, aquello que se observa gigante, resulta, entonces, la más ordinarias de todas las cosas cuando nos llega el discernimiento adulto. No sé, ni sabo –como dice Joaquín Sabina en una de sus canciones– cómo se remolcó hasta el patio grande de una de las pocas casas de la calle y, por años, debajo de un enorme árbol de Caimito, permaneció encallada para disfrute andariego de la muchachada durante el día, y de espanto sobrecogedor por las noches, con piratas, malhechores, un ahorcado y la mujer sin cabezas como habitantes noctámbulos.  

Corriendo los meses finales del dos mil doce una mujer de edad superior a los sesenta, blanca y de baja estatura, en compañía de un hombre de unos cuarenta años, se acercaron a mi bufete recomendados por el familiar de una de mis colegas en la ciudad de Cúcuta –me cuenta otra de mis hermanas–. Las personas venían a San Cristóbal en busca de un asesoramiento legal en Venezuela debido al reclamo que se veían precisadas a realizar sobre unos bienes dejados por un pariente difunto. Una vez que despejamos las formalidades iniciales de la presentación –continúa diciéndome–, el hombre, un sujeto, también de talla pequeña, que sin habérnoslo dicho inicialmente a mi colega y a mí, saltaba a la vista que eran madre e hijo. Nos expone los detalles de su pretensión. Nos explica que su padre había fallecido en el estado del Zulia, lugar donde nunca ellos habían estado, y al parecer dejaba un par de propiedades. Una de estas en el sur del Lago de Maracaibo, y la otra en Ciudad Ojeda, una casa. Cuando el individuo menciona éste último lugar, enseguida me sobresalto –sigue refiriéndome mi hermana–, y de inmediato le pregunto en qué parte de Ciudad Ojeda. En la calle Lara… Me dice con absoluta precisión. Sorprendida, le insisto; ¿en la calle Lara?, ¿y cuál es el número de la casa? Y éste me responde: Sí, en la calle Lara, casa número 42. ¡Pero, si allí viví yo! ¡Esa era mi casa!, le dije impresionada. Asombrada por el albur que esto ha significado, una casualidad de las que con acuerdo a las estadísticas ocurrirían en poquísimas ocasiones.  Madre e hijo resultaron tan impactados como yo, y esto sirvió para que formalizáramos en un clima de mayor confianza una asesoría que finalmente no pudo ejecutarse porque estas personas no acudieron nunca más después de esta primera entrevista. Jamás supimos de ellos –me dijo finalmente mi hermana–.

Cada vez que doblo en la esquina donde aún permanece la casa, mi mirada inevitable se posa sobre ésta. En aquel lugar, como el célebre poema de Antonio Machado, lejos del hogar, cubriéndole el polvo de un país vecino, murió sin pretender la gloria ese extravagante personaje; depositario estoico de la fe de muchos, y clavo ardiente de aquellos desahuciados aferrados a su última esperanza. Algunos creyeron encontrarla, y el placebo de la fe prolongó sus vidas más allá de lo que hubiera sido posible sin ella. Otros, cuando inexorable era su fin, experimentaron, al menos, el consuelo de haber intentado posponer con el último de sus alientos la hora predestinada.    

miércoles, 26 de junio de 2019

Al otro lado de la ventana

Al otro lado de la ventana
Crónicas perdidas

“Nunca hubo una muerte más anunciada...”.
Crónica de una muerte anunciada.
Gabriel García Márquez

Por: Edinson Martínez
@emartz1

Cuando cruzamos la última sección de aquella tenebrosa cárcel para ir directamente al área de visitas, en el patio interior que entorno a ella se conformaba, el tremedal de personas parecía una ciudad tras las rejas. En efecto, era eso, un tránsito sin rumbo fijo en el que los presos se movían entre los extremos del recinto con un propósito incierto. Así recuerdo aquel lugar cuando al asomarme por la única ventana de la recepción de reos, increpado por una voz desesperada que venía desde lo profundo de la adversidad pronunciando mi nombre con insistencia, pude verlos deambulando erráticamente. Era una voz sin fuerza, como apagada, algo ronca, pero claramente perceptible entre el rumor de aquella mañana ruidosa, caliente, como todas las de ese infierno, y pegajosa por el calor húmedo de la estación, en cuyo sopor se alzaban los olores pestilentes del desaseo y los humores ácidos del desamparo.  Probablemente haya sido un lunes, o un viernes, poco importa, todos los días podrían ser iguales allí, salvo aquellas horas en que casi al filo del mediodía, los custodios, presos y visitantes se congregaban en un tumulto que rezongaba, entonces, como un rumor colectivo parecido al zumbido sordo de un enjambre de cigarrones tensando el ambiente con su aleteo vigoroso. Flotando sobre éste las personas apresuradamente se expresaban las intimidades que ambas caras de un mismo mundo –el averno del encierro, y la ilusión de libertad del exterior– se reservaban para la ocasión.  Esta cárcel era un sitio descuidado a extremo de olvido del que, por cualquier causa, no necesariamente punible a niveles severos, se ingresaba y no se sabía si se tendría la suerte de salir con vida algún día. Era prácticamente una condena a muerte la que sufrían quienes allí estaban recluidos. Como, ciertamente, a los pocos meses de nuestra visita, sucedió para muchos de los que aquella mañana pude ver caminando en una suerte de romería sin sentido.

Días antes habíamos quedado, mi amigo y yo, en ir hasta la Cárcel de Sabaneta para ofrecer nuestra ayuda a un viejo compañero de labores que infelizmente había caído preso. Conocía bien a su familia y, a él mismo, desde hacía muchos años. Por los detalles que sus familiares me habían comentado y por saberlo una buena persona, sentí que debía poner a su orden la ayuda que me fuera posible, y así lo hicimos. Esa era, entonces, la razón por la cual en horas cercanas al mediodía, estábamos en la sala de visitas para reclusos de aquella horripilante cárcel. Por él esperábamos mientras a la ventana se asomó éste otro individuo. 
–¡Edinson! ¡Edinson!... –gritaba el hombre, desde el interior del martirio. Estiraba su mano curtida a través del precario espacio que dejaba la ventana semiabierta para enfatizar con sus gestos el clamor del llamado. Apenas podía verse una parte de su cara; sus ojos de un negro intenso sostenían el brillo luminoso de un destello de alegría. La nariz delgada que se desprendía de la frente angosta tramada de cabellos crespos, me resultaba familiar, sin embargo, no podía precisar claramente de quién se trataba. El abogado que me acompañaba, sorprendido, me mira con curiosidad, y enseguida me interroga.
–¿Tú lo conoces? ¿Es la persona que venimos a ver?
–No, él no es. No sé quién es ese…, pero su rostro me recuerda a alguien… –le respondí con dudas. «¿Serán figuraciones mías?», llegué a preguntarme durante un brevísimo instante de exploración de mi memoria en el que buscaba aquel semblante extraviado. Tenía esa vaga sensación de haberlo visto antes. A todas estas, el hombre seguía ahí intentando atraernos hasta su lugar, continuaba moviendo los dedos de una de sus manos haciéndonos señas, y a la vez procurando abrir el tramo de la ventana para revelarse con mayores detalles. Su mirada sonriente se fue mostrando diáfana como quien va descubriendo entre el infortunio una miga de aliento para aferrarse a ella con ilusión. Aquella expresión arrugada de todo el rostro tostado que alguna vez tuvo la frescura de la juventud, se esforzaba por exponerse a nuestra vista; mi amigo y yo tuvimos la impresión de un ser humano que buscaba desesperadamente arrebatarle a esos instantes efímeros e inaprensibles de un tiempo que ya no le pertenecía, una mínima porción de alborozo por encontrarse con alguien conocido que habitaba allende los linderos del cautiverio. Podría, incluso, pensarse que era una forma de acariciar a través de otras personas la libertad perdida. Ahí lo recordé, casi en el acto, detrás de la costra del sufrimiento que lacerante había venido devorando sus entrañas, marchitándole inclemente aquella figura del joven trabajador que tiempo atrás conocí. Claro que lo conocía, me dije enseguida, mientras intentaba acercarme hacia la ventana. 

Nuestro amigo fue trasladado en pocos minutos hasta nosotros. Un saludo muy afectivo nos dimos, nunca imaginó que iríamos por él intentando socorrerle en su lamentable circunstancia.  Agradeció nuestro gesto que, según nos comentó, era al momento innecesario, pues su causa estaba a punto de resolverse satisfactoriamente –y, afortunadamente, así fue– en pocas semanas, antes de la tragedia de la que pudo salvarse al salir en libertad. No quisimos comentarle nada sobre el encuentro inesperado con el hombre de la ventana para no entrar en detalles, y también porque nos apremiaba el corto tiempo de que disponíamos. De vez en cuando me lo encuentro en la calle, a más de veinte años de aquella fecha, ha conservado el mismo comportamiento ejemplar que siempre tuvo antes de ingresar a Sabaneta. 

En enero de mil novecientos noventa y cuatro un horrible siniestro asoló el centro penitenciario conocido como la Cárcel de Sabaneta, ciento cuatro presos perdieron la vida en un incendio provocado por los enfrentamientos entre bandas rivales dentro del recinto carcelario. Una masacre de la cual se destacó en todos los medios impresos y radioeléctricos del país, la crueldad humana en su máxima expresión, contándose entre aquellos deleites perversos, la escena diabólica de una disputa futbolística con la cabeza de una de las víctimas en macabro despliegue de entretenimiento para algunos de los que originaron en días previos el conflicto. Es hasta el presente, la mayor tragedia de esta naturaleza que ha sucedido en Venezuela. Muchas veces se comenta de modo fatídico la circunstancia por la que en ocasiones las personas nos encontramos en el lugar y momento equivocados, es el destino quien decide, según el decir de algunos, toda vez que ningún ser humano puede discernir con anticipación su hora final. Es el azar corriendo con todas sus leyes aleatorias quien lleva el control, «¿será siempre así?», me pregunta mi voz interior, esa que surge espontánea desde el mundo subterráneo de las cavilaciones y nadie tiene modos de acallar.

–¡Edinson!… Soy yo, Furruñao, el mecánico…  –me dijo el sujeto que repetía mi nombre, alzaba su voz por entre las dos hojas rectangulares en forma de romanilla de la ventana. Había notado nuestro desconcierto inicial, por lo que de inmediato agregó lo que él pensó era para mí mucho más familiar; su apodo en el taller mecánico donde trabajaba como ayudante. El área que ocupaban los cristales de la solitaria ventana, había sido rellenada por una especie de láminas de madera, probablemente de contrachapado, en previsión de la razonable seguridad que debería tener un lugar como aquel. Por este motivo el sujeto que se esforzaba en mostrarnos su rostro, intentaba con afán desplegar las tres o cuatro primeras secciones a fin de ganar visibilidad ante nosotros. Cuando pronunció su remoquete, ya lo había identificado con claridad, era aquel muchacho largo, de cara angulosa, siempre sonriente que se desempeñaba como ayudante de mecánica automotriz, donde con cierta regularidad, siempre que mi carro lo ameritaba, acudía a efectuar las reparaciones de rigor. Su propietario y yo hicimos una gran amistad. Era, también, un hombre muy jovial, de comentarios ocurrentes cuando menos se le esperaba. Él mismo fue quien le colocó el apodo al muchacho, surgido, quizás, de algunos de sus desplantes humorísticos durante uno de esos días de faena precaria. ¿Qué significaba? Nadie lo sabía, parecía la contracción arbitraria de unas vocales y consonantes para generar una expresión graciosa. Su nombre realmente era César. Con cautela me acerqué a la ventana y pude verlo con absoluta precisión. Me sorprendió su estado, y antes que ello, el que estuviera recluido en dicha cárcel. 
–¡Dame un cigarro!... ¡Dame algo…, lo que puedas, lo que tengas!… –exclamó aturdido, movía nerviosas sus manos, apoyando con sus gestos el petitorio desesperado. Intranquilo giraba su rostro calavérico hacia los lados, volteándolo diligente en acción mecánica a su espalda, tenía la inquietud de quienes han sido abandonados por el sosiego a fuerza de mantener alerta sus sentidos. 
–No tengo, César, yo no fumo…, pero toma, quédate con esto… 
Saqué varios billetes de baja denominación que llevaba perdidos en uno de mis bolsillos del pantalón y se los entregué apenado. Sentía que no era la mejor forma de tenderle una mano, de socorrerlo en su dramática condición. No tuvimos tiempo de hablar nada más. Apresurado tomó los billetes y raudo salió del recodo desde donde nos había divisado, y en el que cada vez que podía se apostaba en espera de una cara conocida, como quien aguarda la visita del cartero con la misiva que nunca llega. Se fue desplazando con el recorrido azaroso de una bala perdida; como ahora recuerdo desde aquella precaria vista hacia el interior del recinto, parecían todas esas personas de flacuras extremas privadas de porvenir. A zancadas largas y ligeramente encorvado lo vi alejarse mientras las ropas se le agitaban en volandas por el viento caliente de la hora. Nunca más supe de él sino hasta los primeros días del mes de enero de mil novecientos noventa y cuatro.

–Señorita, ¿quién ha estado buscándome? –pregunta el dueño del taller, cuando regresa de una de sus ausencias pasajeras durante las mañanas. La intimidad del lugar lucía raramente ordenada para tratarse de un taller de reparaciones mecánicas. Sus paredes compartían dos tonos de colores en delicada armonía de gris y blanco que se extendían a lo largo de toda la construcción.
Naiden, señor Monche… –responde la joven, en perfecta sincronía entre una sonrisa de dientes asombrosamente blancos y una mirada centelleante de pupilas oscuras. 
–¿Cómo dijo? –interroga, nuevamente el hombre.
–¡Na-i-den…! ¡¿Usted como que está sordo?!  –contesta la secretaria, en giro enfático de cuidadosa separación silábica para despejar las dudas del propietario del establecimiento. Monche se ríe, y unas arrugas entorno a sus ojos se aprietan delicadamente achinando su expresión facial. De inmediato, haciendo uso de su buen humor, la corrige con la inflexión socarrona que acostumbraba usar.
–No se dice na-i-den, se dice: ¡nadie! Repítalo conmigo… ¡Na-die!
En esa labor se encontraba el dueño del taller de mecánica automotriz, el doctor en motores, como rezaba un flamante diploma colgado en una de las paredes, cuando fui a visitarlo días siguientes al encuentro con Furruñao. No se sorprendió al comentarle sobre el caso, sabía de la terrible adversidad que había padecido su antiguo trabajador.
–¿Lo viste?... ¿Cómo está?... –me increpó con un cierto dejo lastimero.
–¡Mal! ¡De qué otro modo podría estar! –le respondí sin rodeos mientras caminábamos en dirección al área donde se reparaban los vehículos. En aquel taller, el espacio de labores mecánicas siempre estaba bien atendido, era una de las cosas que especialmente me llamaban la atención del establecimiento. Cada herramienta tenía su lugar preciso, los carros debidamente estacionados, y el piso, con sus naturales muestras de aceites y grasa en algunas de sus partes, pero nunca en condiciones de higiene deplorables, fuera de lo común, como ocurre con frecuencia en donde este tipo de oficios se llevaban a cabo.
–¡Que vaina!... Es un buen muchacho que tuvo la mala suerte esa noche de quedarse en casa de su hermano. Jamás lo hacía, pero cuando las cosas van a pasar, nadie te salva de ellas… –comentaba Monche, en tanto se inclinaba debajo de uno de los automóviles para ver el desempeño del nuevo ayudante–. Pareciera una ley de la vida, al pobre lo persigue siempre la adversidad–continuó murmurando, proyectando su voz bajo la intimidad mecánica del auto–. Decidió dormir allí, y a medianoche, una comisión de la policía judicial allanó la vivienda buscando al hermano que, en efecto, sí tenía cuentas pendientes con la justicia. Lo acusaron de complicidad en delitos cometidos por el otro. Todos hemos hablado en favor de él, pero, a la fecha, ya lleva varios meses en Sabaneta, y no creo que pueda salir hasta un largo tiempo –comentó finalmente, al levantarse del ras del piso.
Apenados por el hecho, nos despedimos con un par de palmadas apostando a que el muchacho pudiera sortear prontamente el terrible desenlace de su vida.
Allá lejos, un par de nubes negras escoltan un ave solitaria que entre el aire caliente de las alturas, esquiva las miradas borrosas de los hombres. Se mueve sigilosa en el horizonte mientras me retiro del lugar y lanzo una mirada descuidada al cielo plomizo del mes. Es el invierno de octubre cerrando su ciclo semestral.

Los detalles noticiosos de la tragedia del cuatro de enero de mil novecientos noventa y cuatro, dieron cuenta de una barbarie que con toda justicia se le denominó: la masacre de Sabaneta. Ahí, un grupo de reclusos en el paroxismo de su máxima crueldad, patearon en el  interior de la prisión que estos ojos vieron aquella mañana varios meses antes, la cabeza decapitada y sanguinolenta de un hombre, exhibición sádica de un macabro juego de fútbol en el que la parte superior del cuerpo degollado de aquel pobre diablo se iba chutando como una pelota entre los reos. En su rostro aparecía registrada la expresión siniestra del terror, huella inenarrable de aquellos últimos instantes de su vida martirizada. Sus desorbitados ojos hacía rato habían perdido esa chispa de energía que nos muestra vivos. Destello que aun en los peores momentos del dolor; sin embargo todavía, pueden expresar el hálito vital de la existencia que, tercamente en su lucha contra la muerte, intenta vencerla con las restantes fuerzas de la sobrevivencia. César Ocando, era su nombre, el mismo que asomara su vista desesperada pidiendo un cigarrillo, o cualquier cosa con sabor a libertad durante esa agobiada mañana en que nos saludamos. Era, él, Furruñao, el joven mecánico –y no me lo podía creer– de aquella tarde inocente en que, por una determinación de última hora, sin que mediara razón alguna, escogiera pasar la noche en casa de su hermano al salir de la jornada laboral, y no en la suya, como bien habría querido la suerte que a cada quien en algún instante se le esconde, para que sea, entonces, el infortunio que sin piedad tome su lugar. Son los dados del azar con el que juegan las invisibles fuerzas del destino que, lanzados desde el aleatorio capricho de las incertidumbres, se imponen detrás de cada acto inadvertido de los humanos. No hay modo de evitarlo, lo sabemos, lo ignoramos, ¿acaso importa?
La intervención de las autoridades militares después de varias horas, se abren paso entre los cadáveres a fin de tomar el control del penal, destaca la crónica. La masacre de Sabaneta ha culminado, y con ella la vida de aquellos seres que alcancé a mirar fugazmente como antesala del espectro que ahora son. El tiempo, y el olvido con el que se trenza cada instante, los va dejando atrás en el triunfo que la muerte va teniendo sobre la vida.

domingo, 16 de junio de 2019

Ahora que soy padre

Ahora que soy padre


Ahora que soy padre, 
y lo he sido, para tenerte siempre conmigo.
No sé por qué ahora lo digo,
después de tanto invertido,
en este oficio que, una vez emprendido
no hay manera de dejarlo al olvido,
como no deja su canción al cantante,
y la yunta al buey andante, 
el aroma a la flor, o el vuelo a las alas del pájaro en el cielo abundante.
Ahora que soy padre, 
y lo he sido, para intentar lo nunca aprendido,
como cuando se camina por vez primera erguido,
o, también, inicia escuela, el párvulo expectante,
con su mirada chispeante.
Nada sabemos, si no es con cada paso vencido,
que con el miedo prendido,
vamos por todas partes abriendo caminos. 
Es en este sentido,
la historia de cada padre querido,
que adivinando el camino,
con acierto y desatino, 
va armando el destino. 
No sé por qué ahora lo digo, 
después de tanto cariño contigo, 
que con el tiempo en testigo, 
vivirá siempre conmigo. 
Ahora que soy padre, 
y lo he sido, sea entonces, el amor por los hijos, 
que una vez conocido, 
nunca se da por perdido, 
y, sea también, ese amor escondido, 
por el hábito extendido, 
de no mostrar lo sentido, 
que ahora he querido, 
escribir para ti estos versos sencillos. 

Edinson Martínez

viernes, 14 de junio de 2019

Entre el Ecuador y el Trópico de Cáncer


Entre el Ecuador y el Trópico de Cáncer
Por: Edinson Martínez
@emartz1

Me hormiguean los pies, siento como si corrieran muchos de esos diligentes y ocupados animalitos entre mis piernas y pies cansados; mis manos parecieran hincharse, las siento pesadas, en ocasiones torpes mientras las abro y cierro para ejercitarlas. Hoy es viernes, el mismo de cada semana, lleno de sol, y mucha gente en la calle aguardando la noche para sus rituales ocupaciones de fin de semana. Los viernes son por costumbre una especie de fiesta colectiva. Es la una y treinta minutos de la tarde, en mis manos, que a cada rato estiro, sostengo el trozo de papel con el número 348, indica el lugar que me corresponde en la caja del banco para ser atendido. Espero el turno para hacer efectivo el pago del cheque de mis honorarios. Hace rato que voy desgranando las horas de apremio que todos compartimos; inevitables, se han ido dibujado en nuestros rostros a modo de hastío indisimulable. Al pie de la numeración del trozo de papel que hace tiempo acaricio, la leyenda indica que tengo cuarenta y siete personas por delante.  Levanto la mirada de la pequeña hoja rectangular con la que juego y, miro en derredor, al hacer un conteo mental de la cantidad de personas dentro del banco, noto entre ellas a toda clase de gente. Las hay jóvenes, viejas, morenas, blancas, feas, bonitas, mal humoradas, y chistosas que juegan sacando cuentas al azar con sus papelitos. Algunas de estas personas sonríen cuando piensan en la lotería, asocian el número del tique de espera con los sorteos de la lotería; se imaginan apostando a los tres dígitos que marcan el lugar de atención en cada caja.
En una de las esquinas del salón cuadrangular que conforma la entidad bancaria, una pantalla de TV intenta distraernos la tarde con una programación que se repite cada tres minutos, lo hace a modo de secuencia, y en una especie de sinfín. Las imágenes que desfilan a vista de todos, destacan los servicios que ofrece el banco: “Tu Punto de Apoyo”. Es la leyenda principal de las imágenes publicitarias que observamos. El audio de respaldo apenas se escucha. También, en honor a la verdad, es que nuestros oídos se llenan de las conversaciones de todos los que estamos en la angustiosa espera. Se escuchan todo tipo de charlas en voz baja, flotan en el aire en una atmosfera de coros disimiles, son palabras sueltas que van y vienen acompañadas con los gestos de cada quien.
Así transcurren las horas, aun con toda nuestra atención en los números que reflejan las pantallas digitales de cada caja, es imposible no atender a lo que hablan las personas. Son como retazos individuales de la intimidad de cada una de ellas que van compartiéndose entre todos nosotros. Un aviso ubicado al lado derecho de uno de los cubículos donde opera una de las cajeras más activas del banco, en realidad, todas se observan diligentes, pero ella destaca, o así me lo parece, sobre las otras, sin saber exactamente por qué. Salta a la vista llamando la atención por sus grandes letras rojas y negras, acosándonos de modo imperativo y reglamentario, con el lema: “Prohibido usar celular”. 
La empleada, es una chica morena, bastante joven, con un pequeño lunar debajo de su ojo izquierdo, como una suerte de mancha diminuta aún perceptible a distancia sobre su rostro bien cuidado. De vez en cuando levanta su mirada para observar la cantidad de personas dentro del recinto. La escogí al azar, porque ya he dicho no tener fundamento racional para fijarme en ella, para imaginarla atendiéndome en un ejercicio de ocio inevitable a estas horas. Reconozco que es el fruto de la angustia insoportable. Me figuro el instante en que le entrego en sus manos el tique 348, visualizando el hecho con precisión, como sugieren quienes hablan de este tipo de técnicas, en las que a través de la imaginación se crea la realidad deseada.  No importa si es pura fantasía o ilusión, igual me da consuelo. Con los ojos abiertos miro hacia ella, evitando atender a mi entorno. Quiero irme pronto de aquí, hace mucho tiempo que espero y las piernas me duelen por la dilatada atención aguardando de pie.  Imagino el teclado de la computadora que opera la chica morena, sus manos hábiles que se mueven precisas sobre cada tecla. En este momento sólo quiero ver mi número en la pantalla digital que los registra para entonces acudir presuroso hasta ella. En el monitor de la empleada vuela mi imaginación, ahí observo el número que llevo en mis manos.
El aviso de prohibición de usar teléfonos celulares, es visible en distintos lugares dentro del banco. Debería estar claro para sus clientes la restricción expresa de usar teléfonos en sus instalaciones; sin embargo, a mi lado, una mujer de cabello corto, con anteojos de sol que inexplicablemente le cubren los ojos cuando no se expone a él, se entretiene con una llamada que lleva varios minutos cosquillándole en su oído derecho. Nadie presta atención a ese detalle, seguramente a mí me pasaría inadvertido si no fuera por el agobio de esperar por cuarenta y siete personas que deben pasar por caja antes de mí. La mujer se esmera en hablar en voz baja a su interlocutor. No obstante, de vez en cuando sube el tono y se le escapa algún pormenor revelador de la conversación.
Nuevas personas entran al banco, como hace rato lo hicimos muchos de nosotros, vienen apresuradas, inquietas, expectantes. Al entrar las invade la atmosfera interna de todas las conversaciones que incoherentes se mezclan entre sí.  También los cajeros aportan su parte; se intercambian comentarios, frases sueltas, diretes de todo género y divagaciones sólo comprensibles para quienes comparten el mismo oficio durante horas. La mujer de las gafas oscuras, todavía mantiene su conversación telefónica, como si aquel aviso que tanto lo prohíbe estableciera una excepción con ella.
Cuando llevo casi dos horas y media de espera, la chica bronceada que escogí desde las probabilidades de un albur inocente, levanta su mirada y se encuentra con la mía. Una mirada de ojos negros con una chispa brillante en el medio como figuro tienen los míos. La pantalla digital ha cambiado su numeración y de inmediato los dígitos del tique que llevo en las manos aparece en ella. Verifico enseguida el papel y compruebo que efectivamente se trata de los mismos.  Presuroso avanzo hacia la cajera del lunar y me planto frente a ella con cédula de identidad, cheque y documentos en mano. Mientras le hago la entrega de rigor, me dice:
–Buenas tardes, tienes rato esperando, me di cuenta de tu angustia, siempre hay que esperar en un banco, son muchos los detalles que deben tomarse en cuenta...
Sorprendido por su comentario, mis labios secos de modo automático le retribuyen una sonrisa discreta, algo apenada por creer que de tanto mirarla se había dado cuenta de mi tontería, enseguida me repongo y le devuelvo el saludo con una cortesía ceremoniosa.
–Buenas tardes, sí, claro, un poco cansado por la espera...
Su atención se posa sobre los documentos que le entrego; observo de cerca su lunar, es como un detalle coqueto sobre su rostro, un puntito oscuro que se mueve a capricho de unos ojos negros achinados. Cuando extiende su mano para retirar los papeles, su cara se inclina ligeramente, el lunar me recuerda una compañera de clases extraviada en mi memoria. Son los gestos, y a veces los aromas que, por sus similitudes, nos hacen mirar a las personas de hoy como si fueran las de ayer. La selección de la cajera no la hice yo, tampoco fue el azar, la hizo el lunar desde el escondite de mis recuerdos.
Detrás del cubículo que ocupa, se observa en letras grandes el mismo lema comercial de la pantalla de TV. “Tu Punto de Apoyo”.  Mientras ella revisa la documentación que recién le entregaba, observa el cheque, y lo lee por ambas caras; a través del cristal del lugar que la separa de los clientes, a modo de espejo donde se reflejan las personas que aguardan en el banco, noto que la mujer de las gafas oscuras ubicada detrás de mí, ya ha dejado de hablar por teléfono. Sentada, espera su turno.
–Señor, tiene que esperar un poco más mientras confirmamos la emisión del cheque, tenga el tique y aguarde a que le llamemos. Decepcionado, es inevitable que no lo estéextiendo mi mano derecha, y retiro nuevamente, el mismo papel de hace un rato. Desganado termino por decirle:
Si no hay más nada que hacer… Bueno, esperaremos de nuevo, gracias, señorita…
Del monitor de la TV, ahora cuando estoy más cercano al aparato debido a la escasa distancia que tiene con el cubículo de la joven que acaba de atenderme, observo las mismas imágenes que se han repetido por horas, muestran la cara sonriente de un empleado bancario en pulcra camisa blanca y corbata azul entregando un fajo de billetes a un cliente contento. Esta vez, escucho con claridad el slogan bancario: “Al alcance de tus manos. Banco Confianza. Tu punto de apoyo”
La mujer que hablaba por el móvil aún tiene puestas las gafas oscuras, sentada en el mismo sitio, como atornillada, espera su turno. En todo este tiempo he ido venciendo la incomodidad de estar parado, el hormigueo en mis piernas, aunque todavía presente, lo noto menos intenso. De nuevo con mi tique, regreso a la ubicación original, al lado de la mujer de anteojos negros. Observo en ella un rostro familiar, algo me dice que su cara redonda y nariz larga, pertenecen a una no sé quién que da vueltas en mis recuerdos sin poder atraparla. Me acerco a ella y le pregunto: 
Disculpe, ¿qué número le tocó?
El 438 me responde secamente.  
Son los mismos dígitos del papel que tengo desde temprano, pero en orden inverso, lo noto enseguida. La mujer apenas voltea a mirarme, no tiene interés en continuar la conversación. Sin embargo, me atrevo a forzar un comentario adicional. 
Yo tengo el 348, estoy esperando la confirmación del cheque… con toda esta gente por delante, seguro debo esperar un buen rato más. Usted, probablemente, también tendrá que esperar mucho, hasta es posible que deba venir el lunes, son muchas las personas por atender… Insisto y, en efecto, trato de extender vanamente la charla repentina. Su semblante me era tan familiar que buscaba el modo de poder precisarla físicamente y en sus ademanes, pretendía por ello alargar la plática. Pero, sus lentes opacos no sólo me lo impedían al evitar el contacto visual, sino que, además, le conferían un aspecto de intriga junto a su negativa a entablar afinidad. “¿Por qué no se quitará las gafas?”. Me interrogaba mientras me fugaba por mis recuerdos tras su búsqueda.
A la entrada del banco, un sticker pegado en la puerta, indica entre otras figuras de prohibición, un rostro que lleva gafas atravesado por una raya roja en diagonal. Es evidente que no se está permitido usar anteojos oscuros en el interior del establecimiento.
La mujer no responde a mi comentario. No tiene ningún interés en prolongar un intercambio verbal, en su lugar, de modo más o menos tranquila, sin muestras de mayor apremio, mira a ratos la pantalla del teléfono. Su foco de atención es evidente que se encuentra sobre el aparato, despreviniéndose del papel que con el número suscrito en él conserva en una de sus manos. Detrás de esos anteojos se aprecia ligeramente el contorno de unos ojos tranquilos que parecieran no importarle la espera, como quien mira a todos y no ve nada porque sencillamente está en otra parte.  Es una mujer joven y delgada con una expresión nostálgica que contrasta con el torbellino bancario de un viernes de fin de mes por la tarde. Viéndola en detalles descubro el rostro familiar que hace rato persigo en la memoria. ¡Es el rostro de ella!... ¡claro!... ¡Mi maestra de cuarto de grado! Me quedaba alelado con ella. La recuerdo con cariño a pesar de su genio terrible, nunca sabíamos qué esperar de ella, su carácter se escondía en una mirada serena e indescifrable de ojos chiquitos. Siempre usaba unas gafas oscuras, de montura gruesa que, incluso, en plena clase jamás se quitaba.

Después de varias horas de espera, me acerco hasta el supervisor en procura de información sobre mí caso. Debo agregar que desde mi llegada al banco hasta que finalmente fui atendido por la chica del lunar, transcurrieron dos horas y treinta minutos, a esto debo sumar una hora adicional de espera, hasta que finalmente decido acudir al supervisor.  Un hombre de edad madura, de corbata azul y camisa blanca, tal como lo exige el banco. Para abordar al empleado tuve que decidirme entrar a su oficina sin anunciarme, era necesario hacerlo de este modo, obviando el protocolo de rigor si quería conocer el estado de mi operación bancaria.  
Buenas tardes, licenciado, ¿podría atenderme un par de minutos? Tengo mucho tiempo esperando, me gustaría saber qué ha pasado con mi cheque –le digo, apenas asomándome a su despacho.
¿Cuál cheque? –me responde, sin que mediara saludo alguno. El hombre contesta con una pregunta, ante lo cual, enseguida, muestro el papel con la secuencia numérica y agrego la explicación requerida: El cheque que entregué a la cajera del cubículo uno hace poco más de una hora. Desde entonces espero por el llamado para recibir el pago.
Ah… Ok. déjame ver si está en este lote…
El supervisor revisa diligente, busca entre varios papeles dentro de una carpeta destinada para estos fines. Luego de unos exasperantes minutos responde.
Muy bien, aquí está. Tienes que esperar un poco más. No tenemos línea telefónica disponible en el momento, por eso no hemos podido confirmar la emisión.  
¿Cuánto tiempo? Hace ya más de tres horas que estoy en el banco… replico de inmediato. Pienso al mismo tiempo, sin atreverme a expresarlo a viva voz por temor a complicar las cosas, el lema principal del banco: “¡¿Tu punto de apoyo!?”. Mi rostro con seguridad lo dijo sin que saliera de mis labios palabra alguna. Aun así, el empleado bancario responde con su usual desenfado.
 No sé…debes esperar.
A través de la puerta principal del banco: dividida en dos hojas de vidrio, se observa una larga cola de personas que aguardan con paciencia sus turnos frente a un local de víveres para comprar jabón de tocador, pasta dental y pañales. Es frecuente verlo en distintos puntos de la ciudad en estos días. La causa es muy sencilla: la escasez de productos es un hecho cotidiano, todos lo saben y cada quien busca tener ventaja sobre otros para obtenerlos; la ventaja es el lugar en la cola que cada quien tiene sobre la otra persona. En realidad, nunca alcanzarán para todos. También todos lo saben. En la extensa fila destacan principalmente mujeres, su tamaño tiene una forma irregular por las curvas que doblan en varias esquinas. A mi derecha, como la veo, a vista de mirada rápida desde el banco, parece un prolongado trazo predominantemente amarillo determinado por el color de las prendas que usan las señoras y jovencitas. Es una especie de larga pincelada en movimiento, matizada por el tono de piel de las personas.  Cuando llegué al banco, ellas estaban bajo los lacerantes rayos del sol de abril, el mes más caluroso y húmedo del año. En cierto modo, me consideré afortunado al contemplarlas desde la estancia acogedora de “Tu punto de apoyo”.
Mientras espero por el supervisor que agiliza mi asunto, las pantallas digitales han continuado su curso ascendente en la numeración. Para este momento la cantidad de personas pendientes para ser atendidas, ha disminuido considerablemente. A las cinco y diez minutos de la tarde, cuando el propósito de mi visita al banco por instantes parecía olvidárseme, el supervisor me llama a su oficina a fin de explicarme las dificultades para confirmar la emisión del cheque que aguardo por cobrar.
Debido a la hora y al día, no podemos cancelarle hoy. Tendrá que venir el lunes, ha sido imposible confirmar la emisión del cheque… –me dice, con un cierto tono apenado mientras me extiende los documentos. Mi molestia, inocultable, la manifiesto de inmediato. Algo me impulsaba a querer romperle la cara al hombre, pero, en verdad no era su culpa, tampoco podía romper los cristales del banco, porque en ese caso habría de ir preso. No pudiendo articular palabras, que seguro no han sido necesarias, extiendo mi mano para recibir los papeles mientras lanzó el tique sobre su escritorio. Sin despedirme me dirijo hacia la puerta principal.

Cuando camino a la salida del banco, en la pantalla digital de la cajera a quien había dedicado parte mis pensamientos aquella tarde, noto registrado desde hace unos minutos el número 438, nuevamente y por última vez, miro a la empleada del lunar, y en ese momento delante de ella, la mujer de las gafas oscuras, que esta vez, se las ha levantado y colocado sobre su cabeza, recibe un grupo de billetes a modo de pago. Los toma rápidamente y coloca en su bolso, despidiéndose con un “gracias” soltado al aire, y presurosa camina en dirección a la calle. En el trayecto, apenas unos metros, tal vez ocho o nueve, otra vez se coloca sus anteojos, encontrándonos justo cuando el vigilante abre la enorme puerta de vidrio para abrirnos paso. Afuera, con la cola de personas de fondo esperando sus pañales, en esta tierra entre el Ecuador y el Trópico de Cáncer, alguien en un vehículo está esperándola, antes de subirse al auto, cuando ya es evidente que se marcharía, voltea para mirarme, gira como si de pronto tuviera algo pendiente que a último momento recuerda, se quita los anteojos y me dice:
Yo no soy tu maestra de cuarto grado…