“La paz sobre la tierra empieza en el vientre de la madre”. Lo dice Evania Reichert, psicoterapeuta brasileña, autora del libro Infancia, la edad sagrada, quien recientemente visitó Colombia para presentar su trabajo sobre educación en el ser y educación para el alma.
Su libro, dedicado a llamar la atención sobre ese periodo clave de la vida, invita, desde una interesante perspectiva, a reflexionar sobre los orígenes de nuestra insatisfacción y hasta de nuestra violencia. Orígenes que tienen sus bases en la infancia, en los modelos aprendidos desde el vientre de nuestra madre, y más tarde durante la crianza, representados en escenas de violencia intrafamiliar, miradas de hielo, palabras cortantes, poder y respeto impuestos a la fuerza…
¿Cuántos de nosotros no crecimos bajo estos amenazantes parámetros? De niños, nos habituaron a una legislación basada en la intimidación antes que en la confianza, y en el temor generalizado a las figuras de autoridad: nuestros propios padres.
¿Fuiste un niño deseado, o no planificado pero aceptado? ¿Tu génesis significó la vergüenza para la familia? ¿Fuiste escondido en una faja para ocultar el embarazo? ¿Realmente fuiste bienvenido? Todo esto deja una huella en la memoria celular, marcando para bien o para mal la manera como te relaciones contigo mismo y con los demás.
Wilhelm Reich, el controvertido inspirador del movimiento bioenergético, hablaba de esta memoria celular, de estas primeras y perversas huellas, marcadas en el inconsciente como modelos y respuestas que no solo usamos ahora de manera culta y educativa con nuestros hijos, sino con nuestras pareja, nuestros colaboradores, nuestros compañeros, expresando de manera “legal” nuestro veneno. Reich decía: “Las violencias consentidas como modelos en el hogar fraguan niños inseguros que no solo no valorarán sino que tenderán a maltratarse o maltratar, como si este fuera el sentido de su vida”.
Complejos por inyección
La cadena del maltrato termina en las mascotas, pero antes pasa por los niños. Los adultos, incapaces de confrontar a sus pares, suelen desquitarse con sus hijos, ya sea por la frustración de haberse vuelto padres sin haber conquistado su libertad, o por todo lo que significó ser niño. Quienes de niños no fueron incluidos ni tomados en cuenta, reflejarán ese tipo de comentarios y tratos en sus hijos, y los harán sentir inoportunos, no valiosos, incómodos.
Una de las primeras palabras que escucha el niño es “NO”. No toques, no alces la voz, no experimentes, no respires, no te atrevas, no te arriesgues, no investigues, no rías, no goces y –sobre todo– no seas tú mismo. El niño, golpe a golpe, grito a grito, mirada a mirada, irá inhibiendo su voz, su risa, hasta casi desaparecer dentro del adulto que aún no es pero que, cuando lo sea, no solo olvidará su frescura, sino que será incapaz de reconocerla y de protegerla. La violencia legalizada es la manera en que elegantemente rompemos el corazón de nuestros niños.
Aun hoy escuchamos posturas sociales polarizadas y excluyentes, nacidas de una crianza y una educación basada en la obediencia y en el castigo, que son las bases del miedo, del control y de la sumisión. Sin pensar que el movimiento de atracción y repulsión provocado por esta postura, se replicará en los modelos de pareja, en el trabajo y en todo su entorno, fraccionándolo en un campo de dominados y dominantes, sumisos y rebeldes. Así, quedarán eclipsadas las habilidades y los talentos de los niños, quienes tan solo soñarán con ser amados, aceptados y, con suerte, comprendidos.
Contención versus represión
Los límites son las orillas del puente que nos dan seguridad al cruzar una etapa de la vida. Los límites dan contención, que es la seguridad psicológica para la crianza. Los límites conscientes son parte del amor y de la buena crianza. La represión aplasta los talentos del niño, corta sus alas. Suele suceder que todo niño aplastado se convierta en un adulto represor que exija obediencia y sumisión y que ofrezca premio o castigo. De esta manera, su descendencia queda atrapada de generación en generación en un largo y oscuro laberinto de violencias reiterativas, como si la identidad de nuestro hogar (y por ende de nuestro país) nos la diésemos a través del dolor y no de la vida.
Evania Reichert afirma en su libro: “De los 1,5 a los 3 años, el neocórtex infantil es incapaz de procesar más de dos o tres prohibiciones. Si dirigimos 30 ¡noes! al niño, nos parecerá que nos desobedece 27 veces. ¡Y no es eso!”.
Más adelante, la capacidad del niño para grabar órdenes aumenta, pero es importante regular el cómo, el cuándo, y el dónde se imponen estos requerimientos, y así acompañarlos de manera más sabia y amorosa, gestándolos en una autorregulación, más que en unas reglas y formatos aprendidos. A nuestros hijos no solo le heredamos una nacionalidad, les imponemos una religión, un idioma y una manera a veces limitada y violenta de ver la vida.
Contra la depresión
Los niños tienen un espíritu curativo que siembra en nuestras almas la semilla del cambio. Muchos de estos niños aplastados “por su bien” son las víctimas de la depresión infantil. Cada vez son más y más pequeños los niños que caen rendidos frente a los poderosos padres, marchitándose ante la sombra gigante de sus progenitores dominantes. ¿En dónde están los parques? ¿En dónde las jornadas humanizantes de trabajo de los padres? ¿En dónde la historia y la identidad como país?
Los niños no solo son el presente, son los que reciben toda la carga de frustraciones y maltratos. Los tratamos a ellos como nos tratamos a nosotros mismos. Si no nos amamos, ¿cómo amarlos? Si no nos acompañamos, ¿cómo acompañarlos? Si nos castigamos a diario, ¿cómo dejar de castigarlos? Si bien no se trata de juzgar la dificultad que aún supone para muchos administrar sus emociones, ni mucho menos pretender vivir un embarazo o una crianza perfectas y de emociones absolutamente equilibradas, sí se trata de tomar con más responsabilidad el proceso de gestación, de crianza y de acompañamiento para que este proceso refleje la paz, el amor y la salud que merecen nuestros hijos.
La verdadera reconciliación de nuestro país comienza en el alma de cada ser humano, y no en un efímero deseo de Navidad. Muy dentro está esa luz, en ese pequeño que corre feliz lleno de risa. Cambiar nuestro país es cambiar nuestra educación, nuestra crianza, ir más allá del castigo y la represión; es cortar con la cadena de maltratos, dejar atrás las heridas y permitir a los niños ser solo niños. Los niños no solo necesitan los mejores colegios. Necesitan adultos sanos, curados, que puedan abrazarlos y decirles: “Eres solo un niño, un niño, mi niño, mi divino niño interior: te quiero”.
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