“La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir”.

Camilo José Cela

jueves, 10 de marzo de 2016

Magüe

Magüe
Edinson Martínez
@emartz1

El texto que acompaña estas breves líneas de presentación, es un artículo publicado en los ahora lejanos días de comienzos de los años noventa del siglo pasado. Lleva un titulo curioso que en este momento confieso uso como seudónimo en algunos relatos de obligatoria presentación con esta formalidad.  No tengo por tanto, si es que debiera tenerla, explicación racional para argumentar por qué decidí transcribirlo de aquel, mi primer libro publicado en 1995, con el titulo de Mural de papel, a este blog. Mientras lo transcribo, un torbellino de recuerdos vienen a mi encuentro, imágenes de niño que hace un rato cuando releía Magüe, cruzaron mi mente. 
Recuerdo aquella mañana cuando  inclinándome sobre la cama, alcancé a mirar la lluvia que caía con fuerza desde temprano, miraba a través de la ventana de mi cuarto.  Las romanillas permanecían cerradas para evitar la lluvia, y apenas una hendija horizontal permitía la vista al exterior dado que las piezas de madera que las conformaban se acoplaban entornadas. Un pequeño frasco de medicinas, de pastillas, con su tapa de goma a presión, impedía el cierre hermético de aquellas rusticas hojas de madera, colocado a propósito para ver el patio de la casa, en su interior guardaba el tesoro más preciado para  mi entonces; un trío de metras de colores azules y verde mar que esperaban por el alivio de mis dolores y fiebre de varios días. Al mover las  romanillas, el aire fresco con el aroma de la lluvia, tocaba libre mi cara mocosa mientras miraba decepcionado  el campo de juego lleno de agua y lodo,  era el patio de mi casa que días después sería el terreno seco y polvoriento  que todo jugador de metras anhela.

Magüe

Cuando la avenida Bolívar no era entonces lo que es hoy, tampoco la Alonso de Ojeda, y la calle Vargas, mucho menos, a Ciudad Ojeda podía recorrérsele en unos cuantos minutos. En esos tiempos solía acompañar a mi abuela con bastante frecuencia en sus menesteres como vendedora a domicilio de mercancías diversas. Era su compañero inseparable en su actividad diaria por diferentes partes de Lagunillas, Cabimas y Ciudad Ojeda. Sus marchantes, como acostumbraba decir, eran también los míos. De hecho, me tocaba llevar las cuentas en una libreta pequeña con cada uno de los detalles. Era a veces un esfuerzo grande para mí porque a penas estaba aprendiendo a escribir y memorizando las tablas de matemáticas que la maestra Josefalina, con mano firme,  y amable, a la vez, se esmeraba en enseñarnos en la escuela. La vida era sencilla entonces.

Con la simplicidad que van dando los  años –eran tantos que con el tiempo perdió la cuenta sobre su edad, y cuando se la recordaba, me volvía niño otra vez al encontrar la misma mirada de siempre– resumía las cosas en  un antiguo dicho popular, tal vez, del siglo pasado por la referencia que hacía sobre personajes de la época. 
Servir para merecer
ninguno lo consiguió;
y lo vino a conseguir
aquel que menos sirvió.
De sus conversaciones me quedan cientos de nombres que, por la frecuencia con que los mencionaba, se nos fueron haciendo familiares. Historias de piel morena de sierra coriana que no están en ningún libro ni en ningún lugar. No le conocí a mi abuela resentimiento alguno hacia nadie, su larga vida estuvo llena  de muchas adversidades que estoy seguro habrían hecho a cualquiera rencoroso y envidioso de la dicha ajena. Sin embargo, nunca le escuche resentir de nadie. Creo que su tenacidad fue una de sus mayores virtudes, tanto que aún a los noventa y dos años aspiraba vivir por lo menos cien más... Y hasta me parecía que cada año cumplido la hacía más joven. 
De campesina serrana a manumisa de los Arcaya fue su adolescencia en Falcón. Llegó a ser lavandera de los campos petroleros cuando recién comenzaba el aturdido y afiebrado mundo de la industria petrolera, y  vendedora a domicilio de ropa, lencería y cosméticos recorriendo los pueblos y caseríos que se erigían al amparo petrolero.
Pocas veces llegué  a ver algo que la doblegara o afligiera seriamente. Una de ellas fue separarse de la amiga con la que por más de cuarenta años había compartido desvelos y anhelos desde los tiempos menesterosos de la explotación petrolera. Así, cada mañana debajo de las matas de mango valenciano que nunca vi crecer porque siempre fueron grandes, Ruperta atendía a mi abuela en su ritual visita, y sus conversaciones fueron variando con el tiempo desde el dulce de piñonate hasta ya en el ocaso de la vida, sobre los achaques del cuerpo que se resiste al tiempo: los dolores de espalda, rodillas, piernas, brazos y manos eran los temas avanzando el ocaso de sus días. Una tarde de mayo vio partir para siempre a Ruperta Subero de esta tierra rumbo a Margarita sin que Magüe  mi abuela pudiera despedirla por una confusión de horarios. Tiempo después nos enterábamos de que había muerto en la isla. Mi abuela siempre llevó en su pensamiento la tristeza por no haberla despedido.
Cuando en 1984 me tocó  ser candidato a concejal por el MAS y los resultados tampoco nos favorecieron, supe después que buena parte de su tiempo lo había dedicado mi abuela, tarjetón electoral en mano, a hacerme campaña. Qué razones daba para que votaran por mí, en verdad no las sé. No creo que ella entendiera mucho de estas cosas y pienso que la única, y la mejor razón para mí, es que sencillamente era su nieto. Y me dijo luego de conocidos los resultados: la vida no vale nada si no hay adversidad. Toda cara tiene su cruz  y toda derrota su victoria. Algún día será…

En el proceso que recién finalizó no tuve a Magüe en mi campaña. Los estragos del tiempo la vencieron finalmente a mitad de año. Pero estoy seguro que de haber estado presente, su conclusión habría sido la misma de 1984. No hay derrota sin victoria.

Ciudad Ojeda, 30/12/1992

No hay comentarios: