El mural más grande
Crónicas perdidas
“Una crónica es un relato que parece una mentira”
Leonardo Padrón
Por:
Edinson Martínez
@emartz1
Por
estos días de agosto, una avería de importantes proporciones en la red de
suministro de agua potable, nos ha mantenido en algunas partes de la ciudad sin
el preciado líquido por un lapso de unos cinco días. En otras zonas, y
municipios aledaños menos afortunados, los cinco días se han convertido en el
doble del tiempo citado. La verdad, es un mal endémico al que nos hemos
habituado sigilosa y subrepticiamente por décadas, hoy es frecuente ver por
doquier tanques plásticos, construcciones subterráneas y dispositivos de
cualquier variedad, emplazados masivamente para prevenir la ausencia cada vez
más prolongada del agua. Sólo recuerdo en mis tiempos remotos de niñez, aquellos
días en que abrir el grifo no era un acontecimiento excepcional, en ese
entonces, ver salir por el tubo el festivo chorro transparente del apreciado
fluido, era una obvia cotidianidad que rara vez se ha repetido luego.
Posteriormente, todo ha sido una calamidad en crecimiento hasta nuestros tiempos.
A mediados de 1990 –tal vez durante el mismo mes de agosto– un grupo numeroso
de personas se citó ante las autoridades del gobierno municipal, en una especie
de cabildo abierto, para expresar a viva voz su queja colectiva por la falta
perenne del agua, eso ocurrió en la sede del entonces Concejo Municipal de
Lagunillas, a una cuadra de donde poco después –un año para ser precisos– sucedería la trágica explosión del local comercial conocido como tiendas ALF.
Pues bien, en medio del barullo de inconformidades, una persona, como suele
pasar siempre en estos tumultos, gritó su malestar y a renglón seguido sugirió
la puesta en servicio del antiguo tanque del INOS de Las Morochas. Mole de
concreto edificada en los días finales e iniciales de las décadas de los sesenta
y setenta del siglo pasado, precisamente para atender la demanda de agua
potable de la pujante ciudad. Habían
transcurrido para aquel momento unos treinta años de culminada su construcción,
tres décadas de emerger como un coloso de hormigón equivalente a un edificio de
trece o catorce pisos que con seguridad llegó a convertirse en la edificación
de mayor altura de la ciudad. Nunca se puso en servicio, jamás se vertió agua
en él para que cumpliera la función para la cual fue fabricado, suponemos, como
hemos dicho antes que, para aquellas fechas de construcción, el crecimiento de
la población comenzaba a generar una demanda considerable del preciado líquido,
y, por tanto, era menester disponer de su almacenamiento adecuado y posterior
distribución en la red de tuberías locales. Sin embargo, nada de eso ocurrió,
el Titán de concreto comenzó a formar parte de nuestro paisaje urbano y la
vista citadina se fue acostumbrando a verlo. A fuerza de mirarlo, como según
parece sucede con todo aquello que apaciblemente se posa en nuestras vidas, se
nos fue haciendo invisible, mimetizado en la somnolencia colectiva que fija sus
ojos sobre la cotidianidad sin percibir la excepcionalidad.
Intrigado
por aquella ocurrencia del anónimo personaje salí de la asamblea rumbo al
mentado tanque. En efecto, era macizo y grande, imponente al verlo a pocos
metros, nunca estuve allí antes, quiero decir, tan cerca como en aquella
ocasión. También, como para el común de los habitantes, nos habituamos por
décadas a ver dicha estructura del modo tan corriente, que su figura no
significaba nada para nuestra vista. Una pequeña puerta de metal en uno de sus
ángulos, era lo único que interrumpía la continuidad de toda la superficie de
concreto que se levantaba hacia las alturas del cielo. La puerta se apreciaba a
simple mirada desde la calle lindante. Junto a un par de amigos nos acercamos a
ver los detalles de su interior, a curiosear lo que mal protegía el
destartalado acceso ferroso. A medida que franqueábamos la distancia entre la
calle y el futuro mural, notamos su entorno exterior, un perímetro rectangular
abandonado, descuidado, con una vegetación baja, de esas que con el olvido se
fortalecen y se entremezclan con unas florecillas amarillas, rebeldes y tercas
a nivel de tierra. Abrimos la puerta sin ninguna dificultad, y todo su interior se
desplegó ante nuestros ojos. El eco avasallante del más modesto de los sonidos
hacía ininteligible cualquier conversación. En medio de la oscuridad, sólo
aliviada por la luz del exterior que entraba desde las alturas a través de unas
claraboyas o tragaluces que, hemos de
apuntar, todas ellas bien dispuestas y, diseñadas a la misma distancia unas de
otras para cumplir la función de hacer entrar la luz solar; en adicional sortilegio de aquella que naturalmente permitía la desvencijada puerta metálica, pudimos notar una enorme
cantidad de papeles y muebles de oficina en el suelo, entre los que destacaban
mesas, archivos metálicos rotos y diferentes artefactos del mismo género, todos ellos en apariencia inservibles, o en muy
mal estado. Era una gran acumulación de basura de toda laya que nadie jamás
habría imaginado. No había dudas de que el interior de esta construcción se
había convertido en un depósito de cosas inútiles y albañal improvisado de sus
alrededores. Tiempo después, cuando decidimos entrar oficialmente para iniciar
los trabajos relativos a la obra –El mural más grande–, logramos desalojar de
allí unos nueve volteos repletos de escombros y chatarra de toda clase. En
efecto, algo trágico –mejor sería decir grotesco–, había sido el destino de
esta edificación; un vertedero de mugre oculto a la vista pública. Nuestra
visita de aquella tarde nos dejó más preguntas que respuestas, en especial, una
que aún nos sigue inquietando: ¿Cuál fue la verdadera razón por la que nunca se puso en
funcionamiento? Ha sido ésta interrogante la que con los años ha dado lugar a
todo tipo de leyendas urbanas, comentarios disímiles, y naturalmente, consejas
de inspiración para la imaginación popular, dando con ello fuerza a esa
abundante y espesa fábula colectiva que todos los pueblos construyen en su
devenir.
Un
par de meses después, durante una de esas tertulias que no tienen otro
propósito que matar el tiempo, en Caracas, posterior a una reunión de la
Dirección Nacional del MAS, adonde acudimos con Manuel Vargas por ser ambos
integrantes de la misma, conversamos sobre el tanque del INOS. Manuel, es un
reconocido artista plástico del estado Zulia, conjuga de manera poco frecuente,
un desbordante talento con una humildad enmarañada, ascética, adversa al
arribismo, que en el mundo del arte prende como la verdolaga. No imaginé, en
honor a la verdad, y siempre lo he comentado, que Manuel a los pocos días, de
improviso –acoto que para aquellos tiempos en Venezuela los teléfonos celulares
aún no habían hecho su debut masivamente–, me sorprendería con su visita en
horas del mediodía en mi oficina de entonces.
–¡Listo,
ya tomé las fotos del tanque!… –me dijo sonriente, sudado, y con el pelo
encrespadamente embarullado, como una de esas figuras que delirantemente dibuja
en sus cuadros y que alguna vez suscitara el comentario bromista de Luis Hómez:
“ya sé porque Manuel Vargas pinta gallos, ¡son autorretratos!”. Allí comenzó
todo. La aventura de El mural más grande y, también, la sólida amistad entre
ambos hasta nuestros días.
Con
el primer boceto, especie de abrebocas que principiaba la idea de la propuesta
plástica, y que aún conservo entre mis haberes de mayor afecto, se dio inicio a la fase preliminar, a los elementales pasos formales a que habría de sujetarse la obra. El primero de ellos consistía en lograr la
autorización legal para disponer del Tanque del INOS para los fines artísticos
que nos animaban. Hubo de requerirse de Hidrolago, el ente público propietario
de la estructura, la conformidad con el proyecto, para ello fundamentamos con
el mayor detalle posible nuestro interés; una carta explicativa con los
aspectos técnicos desde el punto de vista plástico; el cronograma de ejecución
y las fuentes de financiamiento de la obra. El ingeniero Hugo Socorro,
representante de la Hidrológica en el Zulia, procedió de acuerdo con lo
pautado, y conforme habíamos estimado, a darnos por escrito la respectiva
autorización, no sin antes expresar con su comportamiento gestual su parecer
interior. Este cronista recuerda aquel momento como una viva muestra de
escepticismo –no era para menos– difícil de disimular. Una idea algo alocada
como ésta, no podía suscitar sino descreimiento. Esta correspondencia la guarda
entre sus archivos la Fundación Cultural Ojeda 2000, institución sin fines de
lucro que hubo de registrarse para acometer la ejecución de lo que hoy es el
icono de Ciudad Ojeda.
Una
vez habilitados formalmente, entre las primeras iniciativas que se emprendieron
fue la de elaborar una perspectiva de la obra y la respectiva maqueta a escala
de dos metros de altura, a cuyo cargo estuvo, el también, artista plástico
zuliano Roberto Rincón. Su buen juicio –hemos de anotar– en los aspectos técnicos
y abordaje posterior durante la ejecución, fueron fundamentales para la
culminación exitosa del innovador emprendimiento artisitico. En el lobby del
Hotel América de nuestra ciudad se exhibe la perspectiva del mural realizada
por Roberto. Un bello cuadro, elegantemente enmarcado de más de metro y medio
de ancho, que plasma la visión del artista interpretada por éste perspectivista
de manera glamorosa. Este primer trabajo artístico fue vendido al hotel para
cubrir parte de los muy elevados costos de la aventura que recién
comenzaba. Fue una verdadera ordalía
obtener recursos económicos para llevarla adelante. A Manuel Vargas y Roberto
Rincón se les ocurrió la brillante idea de convertir en cuadros, debidamente
enmarcados y firmados en original por el autor, algunas de las fotografías de
varias partes o secciones que conformaban el mural. Con estas piezas artísticas
realizamos la primera exposición abierta al público. Allí, una treintena de
cuadros fueron presentados a los interesados, siendo la mayor parte adquiridos
por buenos y leales amigos compenetrados con nuestro propósito. Recuerdo de
manera muy particular el caso de un norteamericano que asistió a la exposición
y amablemente adquirió dos de esos cuadros. Fue el primero que tomó la iniciativa,
su nombre era Bill Rohr o algo parecido.
Aquellos
días fueron realmente tormentosos en el país, el conato de golpe del 4 de
febrero de 1992 nos impactó enormemente, en algún momento sentimos estancado el
proyecto. En los meses siguientes a la rebelión militar, en medio de todo ese
torbellino, comprendimos que sólo con apoyo gubernamental sería posible llevar
adelante la obra. Apenas habíamos podido realizar el diseño, retirar escombros
del interior del tanque, construir la cerca para demarcar el área perimetral
del futuro mural, además, de alguna que otra parte del diseño. En uno de esos
días extraños que sólo se nos aparecen en medio de la angustia, decidimos hacer
maletas para tocar las puertas del CONAC y del Ministerio de la Cultura, bajo
dirección entonces del doctor José Antonio Abreu, quien era, sin duda, toda una
personalidad en el medio, sin embargo aún no tenía la consagración que por
estos días ha cosechado con el Sistema Nacional de Orquestas y Coros, Juvenil e
Infantil de Venezuela. Allí fuimos con
un portafolios improvisado, hecho a mano, de cartón de ese que llaman doble
faz, para llevar sin dañar las perspectivas de la obra hechas por Roberto, las
fotografías y descripciones técnicas en planos, junto a demás detalles que no
podíamos doblar so pena de malograr el material. Rodrigo Cabezas, justo es
reconocerlo, sirvió de interlocutor, entonces. Un lunes de un mes posterior a
la rebelión militar, que no recuerdo ahora con precisión, bien temprano estaba
haciendo filas en el despacho del ministro Abreu en el Teresa Carreño. No sé
bien por cuales motivos, la cita previa no se había concretado, de modo que el
alto funcionario no me atendería… Allí me quedé en la antesala del despacho ministerial,
sentado con mi portapapeles en las manos, y la cara de provinciano desesperado
que imagino tenía en esas horas ingratas.
–Señorita,
pero es que yo vengo de Ciudad Ojeda, ¿usted sabe dónde queda esa ciudad?...
Tengo cita con el ministro para hoy, no puedo irme sin que me atienda… –le
manifesté a la joven asistente, una vez que con toda su bonita sonrisa me hacía
saber que el doctor Abreu no me recibiría.
–No,
no sé…, ¿será en Ciudad Bolívar? –me contestó en tono dubitativo, con la misma
sonrisa congelada de toda la mañana. Era evidente que ese nombre sonaba por
primera vez en sus oídos.
–No,
señorita, queda en el estado Zulia, en la costa oriental del Lago de Maracaibo…
–Caramba,
que contratiempo; pero, en verdad, el ministro no podrá atenderlo. Tendrá que
regresar en otro momento, y antes debe confirme su cita… –su expresión facial,
finalmente, mostró la intención de poner fin a esos breves minutos de
conversación. Levanté mi portafolios ligeramente apoyado en el piso, miré en
derredor y me dirigí a uno de los asientos de la antesala. Ahí con una
determinación surgida del enojo, la impotencia, la frustración y las entrañas
de la amargura, le dije:
–Muy
bien, señorita, no me iré hasta que el doctor Abreu no me atienda, voy a
esperarlo aquí sentado, tengo todo el día, no tengo otra alternativa. La mujer
no respondió.
En
Valencia, Pinturas Montana, nos recibió con un equipo de técnicos para evaluar
nuestra petición de patrocinio del mural, comunicación que semanas antes
remitimos para formalizar la solicitud. A su sede, también llegamos con el
mismo portafolios de anteriores gestiones. La conclusión de la sesión de
trabajo fue muy alentadora. Días después, varios ingenieros de la empresa
visitaron el tanque, hicieron sus pruebas en la superficie a efectos de medir
la porosidad, el pH, y condiciones ambientales, para sugerir finalmente el tipo
de pintura que habría de emplearse; el protocolo de aplicación y los aspectos
técnicos que debían considerarse. Fue en ese momento cuando comprendimos que el
mural no podía pintarse como habíamos imaginado, era necesario un tratamiento
especial y un tipo de pigmento capaz de mantenerse por largo tiempo bajo
condiciones severas de corrosión, salinidad y las inclemencias del astro rey.
La recomendación técnica, en ese sentido, fue concluyente: habría de emplearse
poliuretano en dos componentes, luego de cubrir a modo de fondo o base, toda la
superficie con una película de poliuretano transparente y fondo antialcalino.
Menudo problema nos habíamos comprado, previamente a esto, era imprescindible
el lavado con agua y jabón de la superficie completa del tanque. Nada más y
nada menos que… ¡¡cuarenta y dos metros de altura de una superficie
cilíndrica!!
Por
si fuera poco, en el diseño de la pintura, Manuel Vargas había planteado la
construcción de sendos arcos que simulaban inmensos ventanales virtuales. Pues,
esos arcos, debían construirse a unos treinta y cinco metros de altura, en lo
que con la rutina de trabajo llegamos a definir como la corona del tanque
debido a su forma y elevación. Doce arcos en total, con sus respectivas
curvaturas para su pretendida integración visual y estética a toda la
superficie, aparentando, como era su propósito, grandes ventanales en el cielo.
–¿¡Coño,
y esos arcos son muy importantes!? –llegué a preguntarme en momentos de
exasperación, pues, ello significaba el requerimiento de equipos especiales
para subir y trabajar en altura, además del manejo de materiales y técnicas de
construcción, que, desde luego, significaban una complicación adicional al tema
de la pintura. Luego de ensayo y error, los arcos se pudieron construir de
acuerdo con las sugerencias de un arquitecto amigo y el ingenio de Roberto
Rincón, para lo cual hubo de perforarse
cada veinticinco centímetros el área donde se plantarían los engañosos
ventanales –sólo imaginen la cantidad y calidad de mechas de concreto usadas
para poder perforar la pétrea pared del tanque–, incrustar trozos de cabillas a
modo de anclajes en cada uno de los agujeros, después unirlos con alambre dulce para conformar una especie
de lecho alambrado. Posteriormente colocar láminas de anime sobre dicho lecho,
seguidamente, cubrirlas con una malla metálica y, finalmente, aplicar la capa
de cemento debidamente frisada. Una vez superado el tormento de los arcos, se
procedió con el fondo antialcalino a toda la superficie, luego de lo cual
aguardamos durante una paciente espera, varias semanas para que dilatara el
concreto de la nueva estructura sobre la antigua superficie para corregir las
grietas que hubieran surgido.
El trabajo de transferencia de las imágenes a la escala real fue abordado directamente por Manuel y Roberto. A efectos de la crónica, detallo algunos de sus pormenores. En primer lugar, fue necesario levantar un registro fotográfico de todo el diseño, haciendo una especie de división del mismo en cuadros a modo de rompecabezas para ensamblar por piezas el mural en su escala real. Cada una de esas piezas fue calcada en papel bond a través de la proyección fotográfica sobre éste en unas dimensiones de tres metros de ancho por dos de altura. El propósito de ello era ubicar a dos personas sobre cada guindola de trabajo para “confrontarlas” con cada una de las partes o «muralitos» que debían transferirse del papel bond a la superficie del tanque. Todo el conjunto de imágenes copiadas, tenía una codificación de colores que el autor de la obra había realizado previamente con el interés de garantizar la mayor fidelidad posible entre el diseño plasmado en la maqueta y el resultado final en la superficie. Las labores de dirección y supervisión en el momento de la transferencia de imágenes y aplicación de colores, exigieron de Manuel una dedicación obsesiva al trabajo. Recuerdo las exigentes jornadas bajo los efectos inclementes de nuestro ardiente sol, y la emoción que significó para todos ver plasmada la primera figura en las alturas de la mole que ya dejaba de ser tanque para transformarse en El mural más grande, icono de la ciudad hasta nuestros días.
Pinturas
Montana nos donó cien galones de pintura de los casi cuatrocientos que se
emplearon. De aquellos días recuerdo la desagradable ocasión en que fueron
sustraídos cuarenta y cinco de ellos de manera inexplicable, y al amparo del
mayor de los sigilos. Eso fue un sábado que pertenece a la antología de malos recuerdos
que todas las personas acumulamos en nuestras vidas. Hecha la denuncia en los cuerpos policiales,
y pese a mi insistencia por dar con los autores, nunca supimos nada de los
responsables. Nos tocó pasar la página, ser más previsivos y continuar con el
proyecto.
En
medio de toda la tormenta política de 1992 y 1993 –lapso en el cual ocurrieron
dos intentos de golpes de estado, la renuncia del presidente de la república y
las elecciones regionales y municipales previstas en el cronograma electoral
del país–, el estado Zulia vivía una situación muy particular. Como se
recordará el gobernador electo en los comicios regionales de 1992, vencedor
para segundo periodo, fue Oswaldo Álvarez Paz. La nación estaba contagiada de
una gran efervescencia electoral. El expresidente Rafael Caldera y Andrés
Velásquez despuntaban en el panorama presidencial, y el recién electo
gobernador del Zulia, luego de un proceso de primarias en el partido Copei,
obtiene la nominación para optar a la presidencia de la república. Este hecho
político determinó que en nuestro estado se efectuara una nueva consulta
electoral para escoger por segunda vez al mandatario regional. Pues bien, en
diciembre de 1993, los venezolanos elegimos al nuevo presidente, y los zulianos
al gobernador sustituto de OAP. Los resultados dieron ganadora a Lolita Aniyar
de Castro.
Pasadas
las tres la tarde cuando las tripas afinan su concierto metabólico por el
retraso de las casi tres horas del almuerzo de rigor, la puerta de fondo que
celosamente custodiaba la asistente ministerial, se abrió con suavidad, casi
con timidez, si alguna emoción habríamos de atribuirle a la simple acción de
girar una manigueta. No era ésta una puerta cualquiera, detrás de ella la
figura pequeña de un hombre de anteojos gruesos y traje gris se asomaba, apenas
se percibía su presencia. Discretamente avanzaba unos pasos en dirección a su
asistente y levantando delicadamente la manga de su traje, mira su reloj, preguntándole enseguida a la joven atenta a sus gestos.
–¿Tenemos
alguien más, pendiente? –la mujer me mira. Un bolígrafo, entre sus dedos índice
y anular, se agita acelerado al compás inquieto de sus estilizados miembros.
Finalmente, y casi al mismo tiempo en que mi reacción de levantarme del asiento se produce,
le contesta al ministro Abreu.
–Realmente,
no, doctor. El joven lo espera desde esta mañana, pero él no tiene cita para
hoy, sin embargo, decidió esperar… –con una curiosidad expresada en el gesto de
bajar ligeramente la cabeza, dirigiendo aquellos ojos de serenidad que se advertían
tras los cristales transparentes de sus anteojos, me observa con el portafolios
que sostengo en mi mano izquierda. Enseguida, me incorporo acercándome diligente hasta él, con mi otra mano libre extendida a modo de presentación.
–¡Mucho
gusto, doctor, un placer conocerlo! Edinson Martínez, yo vengo de Ciudad Ojeda –esta
vez me aseguré de dejar claro dónde quedaba la ciudad que tanto mencionaba, y
obviar por innecesario el asunto de la cita previa–, estado Zulia… –una mano
suave, pequeña, recibe con calidez la mía, y una repentina sonrisa se le dibuja
en el rostro, como si al momento recordara conocerme o puntualmente alguna idea
le iluminara la ocasión.
–¡Ah,
sí, sí, por supuesto!... Mucho gusto, el diputado Cabezas me habló hace unos
días sobre su propuesta. Venga, pase adelante, ¿qué le trae por aquí?…
–entusiasmado por la acogida, supongo que la expresión de irritación, de
desasosiego, de hace unos minutos, había desaparecido de mi rostro. En efecto,
me sentía mucho más tranquilo. Al tomar el asiento que amablemente me ofrecía,
tomé el curioso portafolios y lo coloqué discretamente justo a mi lado. Era un
despacho amplio, como se supone ha de ser el lugar que ocupa un ministro, una
personalidad, además, del mundo de la cultura del calibre del doctor José Antonio
Abreu, quien para esos años ya tenía un gran prestigio que décadas después se
consolidaría por su dedicación, como ya hemos dicho, al Sistema Nacional de
Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela.
–Entonces,
tú vienes del Zulia… –en este momento el importante funcionario cambió del
formal, pero acostumbrado uso del “usted” entre los andinos, al menos distantes
y circunspecto “tú”, y casi sobre su afirmación, le ratifiqué.
–Sí,
del Zulia, de Ciudad Ojeda, ¿usted conoce Ciudad Ojeda?
–No,
sólo conozco Cabimas, hace algunos años que estuve allí, y a Maracaibo que he visitado muchas veces
–el tono de la conversación era muy cordial, además, el ministro y presidente
del CONAC (el gobierno del presidente Pérez había fusionado ambos despachos, la
verdad confieso no recordar si exactamente se trató de una fusión, o, en su
lugar, quien asumía la conducción del ministerio de la cultura, a su vez,
también, ejercía la presidencia del CONAC), era un hombre cuya fisonomía lo
revelaba como una persona de una gran modestia. Lucía como alguien muy
discreto, comedido, atento. Estas circunstancias facilitaron el abordaje de la
petición que nos había llevado hasta el Teresa Carreño.
–A
ver cuéntame, ¿qué te trae por acá? –dijo finalmente, mientras enfocaba su
mirada hacia el artilugio que minutos antes había colocado a mi lado.
Emocionado lo tomé apresurado, y sobre un escritorio, tal vez, mesa de trabajo,
ubicada en un extremo perfectamente integrada al decorado del despacho, abrí el
misterioso equipaje. Una a una fui sacando de su interior la docena de
fotografías que, en dimensiones de sesenta por cuarenta centímetros, mostraban
partes de la obra. Un par de planos, un dossier explicativo, y la respectiva
carta-solicitud de apoyo financiero para ejecutar el mural más grande. Todo el
material lo fui colocando sobre la mesa, y brevemente –quizás como una
ametralladora sin hacer pausa explicativa– detallaba el concepto y propósito
del trabajo artístico. Hacía especial énfasis en la condición de una estructura
cilíndrica construida como tanque de agua que nunca se había utilizado y, a
tales efectos, mostraba un par de fotografías del coloso de hormigón “como Dios
lo trajo al mundo”. En fin, un torbellino de explicaciones y definiciones que
el ministro escuchaba con atención mientras repasaba las fotos. En una pausa de
mi explicación, éste se sonríe y me pregunta:
–¿Tú
eres artista plástico? –en ese momento quise serlo, estaba tan enajenado por la
obra, tan devorado por ella, hablaba y me explicaba como un artista plástico,
pero no lo era, soy absolutamente incapaz de hacer una línea recta. En algún
instante recordé mis días de infancia en que mi casa tenía cuadros por todos
lados. No eran de nadie reconocido, eran fotos de revistas enmarcadas, y en la
sala un mural en una de sus paredes que una amiga de mi mamá, con cierto
talento para la pintura, había dibujado ante la mirada expectante de todos
nosotros.
–No,
doctor, yo soy economista… –el rostro de mi interlocutor se iluminó como si
descubriera que de verdad yo era un dedicado artista plástico, como si no
hubiese escuchado que no lo era, que en su lugar pertenezco a esa especie de la
que se dice que todo lo que vaticinan nunca lo aciertan, en donde lo más
cercano a un trazo pictórico son las gráficas y curvas estadísticas que exigen
el oficio predictivo.
–¡Caramba,
qué sorpresa, yo también soy economista! –la verdad no lo sabía, lo suponía
abogado, o, de cualquier otra profesión, menos economista. Esta circunstancia
definitivamente nos acercó en esos momentos con un feeling muy oportuno para el propósito de nuestra entrevista. Luego
de examinar el material presentado y leer la correspondencia, me dijo:
–Mira,
de verdad es muy interesante tu proyecto. Es la reconversión de una estructura
en una obra de arte urbano de gran formato. Te vamos a ayudar en tu iniciativa,
pero eso depende de un informe que voy a pedirle a Juvenal Ravelo que haga
sobre tu propuesta. Pero sólo tenemos un pequeño detalle, Ravelo no reside en
Venezuela, él vive en Paris, cuando venga en el curso del presente año, voy a solicitarle
que haga una evaluación con sus respectivas recomendaciones. Entonces podré
tomar una decisión. De eso dependerá el apoyo que podamos darte por el CONAC
–con cierta desazón recibí la explicación, nuevamente sentía que no sería
fácil, que era poco probable obtener de alguien que ni siquiera vivía en el
país una valoración oportuna del proyecto. Además, una nación que estaba “patas
arriba” y donde no se sabía qué diablos pasaría en futuro cercano, en verdad no
era como para sentirse en aquellos momentos pleno de optimismo. Así, en medio
de todo ese torbellino de pensamientos fugaces, apreciaba el porvenir del
propósito que nos había estimulado llegar hasta el despacho del conocido
funcionario.
–Doctor,
muchas gracias por todo su apoyo, ¿cómo podríamos saber en qué momento vendrá
esta persona y cuándo hará el informe? Nos gustaría mucho poder conversarle y
así ofrecerle toda la explicación de su interés, de ser posible, que nos visite
en Ciudad Ojeda, para que conozca directamente la estructura donde se pintará
el mural.
–Sí,
desde luego…, naturalmente, ¿en la solicitud están tus teléfonos?... –el
ministro ojea rápido el encabezado de la misiva y se percata del par de números–
Ah... ¡correcto, aquí los tienes!... Déjalos
de todos modos con mi asistente. En cuanto Juvenal llegue a Venezuela, él los
contactará con toda seguridad. Así nos despedimos y conforme a su petición
entregué a la joven que no sabía dónde quedaba Ciudad Ojeda, la información que
podría serle útil al atento personaje.
El
colombiano que se había ofrecido para trabajar en el mural, el único que aceptó
hacerlo asumiendo los riesgos de trabajar en alturas; lavar el tanque con agua
y jabón; construir los arcos que caprichosamente Manuel Vargas había plasmado
en su diseño para complicarnos la vida y, por último, pintarlo, fue detenido
por la PTJ como sospechoso del robo de parte de las pinturas recientemente
donadas por Pinturas Montana. Una enorme decepción luego de la confianza y el
buen ritmo de trabajo, sentimos, entonces. En ese trance descubrimos que su
verdadero nombre no era aquel con el cual se presentaba y se hacía llamar, que
su cédula, por tanto, no le correspondía. Sin embargo, nunca se pudo comprobar
su autoría luego de varios días detenido, días en los que
después supimos, recibió los generosos tratamientos que todos conocemos aplica
nuestra policía a los sospechosos de algún delito. Pese a ello, no lograron,
más allá de precisar su verdadera identidad, revelar ningún indicio sobre su
culpabilidad en el caso de las pinturas. A las pocas semanas no tuvimos más
remedio que volver a contratarlo. Esta vez, con su verdadero nombre, el cual nunca
usamos para dirigirnos a él porque ya estábamos acostumbrados al anterior.
El
agua seguía siendo un problema grave para la ciudad, y la campaña electoral de
1993 apretaba en toda su intensidad. De vez en cuando recordaba el compromiso
del destacado hombre del ámbito cultural. En Venezuela para aquellas fechas los
teléfonos celulares eran una novedad, sólo unos pocos los poseían –no era mi
caso–, recién salía al mercado un aparato enorme de color gris que exigía abrir
la mano completa para sujetarlo y que la chispa popular bautizó como el bloque
por su parecido al monolito de cemento gris que se usa en la construcción. Visto
en la distancia del tiempo, el hecho de que alguien de un ministerio, en medio
del hervidero que era el país, se tomara el tiempo para discar el número
telefónico de un anónimo, como, en efecto, era mi caso, de, por otra parte, una
ciudad del interior, y, además, se ocupara de una petición más o menos
atolondrada de ese desconocido, he de reconocer que fue una verdadera suerte
que haya ocurrido. Es, sí se quiere, un acto similar a ganarse la lotería.
Tendría que admitir que tiene casi la misma probabilidad de ocurrencia. Y,
ciertamente, ocurrió.
–Edinson,
tienes una llamada –me dijo un domingo imborrable en mi memoria, entre las diez
y once de la mañana, mi esposa con el teléfono entre las manos.
–Aló,
buenos días, dígame –dije, al momento de acercar el aparato a mi oído, mientras
pensaba sobre quién podría llamarme un domingo en la mañana.
–Buenos
días, mire por aquí le habla Juvenal Ravelo, le estoy hablando de parte del
doctor José Antonio Abreu, quien me pidió lo contactara personalmente para
conversar sobre un proyecto que usted tiene pendiente por evaluación… –el genio
había salido de la botella, nunca me lo imaginé. Juvenal Ravelo es uno de
nuestros artistas plásticos más destacados, junto a Jesús Soto y Cruz Diez
integra el importantísimo movimiento plástico conocido como arte cinético, género que tanto
prestigio les ha dado en todo el mundo. El ministro había cumplido su promesa.
–Sí,
sí, como no, mucho gusto, a la orden, usted me dirá… –apenas pude contestar,
admirado de la sorpresa de la llamada.
–El
ministro me hizo mucho hincapié sobre el proyecto, que evaluara su factibilidad
y le rindiera informe, para eso, debo ir hasta… ¿Ciudad Ojeda…?
–Sí,
sí, Ciudad Ojeda, estado Zulia –remarqué sobre sus palabras, comprendiendo el
tono de duda que expresaban sobre el lugar dónde debía efectuar la inspección.
–El
asunto, es que yo no conozco Ciudad Ojeda, no sé cómo llegar hasta allá, tengo
previsto viajar el próximo sábado, me iría por avión hasta Maracaibo, en el
primer vuelo de la mañana.
–No
se preocupe, yo lo busco en el aeropuerto y lo traigo al sitio donde pensamos
hacer el mural.
–Muy
bien, muchas gracias, entonces no se hable más, de surgir algún cambio,
inmediatamente le aviso. De todos modos, el viernes estoy confirmando mi salida
–así culminó la conversación de escasos dos o tres minutos que fueron el punto
de inicio del apoyo del CONAC al mural más grande. El sábado acordado, muy temprano estaba
parado con un cartel en mis manos que decía JUVENAL RAVELO en la puerta de
llegada de los vuelos nacionales del aeropuerto de La Chinita, allí conocí
personalmente a esta importante figura de la plástica nacional. Era un hombre de
baja estatura, de un bigote canoso, con una guayabera celeste que rápidamente reconoció
su nombre de entre el grupo de personas que siempre se arremolina esperando el
arribo de amigos o familiares.
Una
tarde de un mes que no recuerdo de 1993, en pleno desarrollo de la campaña
regional para escoger el gobernador del Zulia. Lolita Aniyar, aspirante
postulada por el MAS, y a quien apoyé con todo mi empeño, estaba de gira por el
municipio Lagunillas, en un momento previo a la visita pautada para Las
Morochas, mientras nos dirigíamos al compromiso proselitista, nos detuvimos
frente al tanque, tal como habíamos acordado informalmente un rato antes, poco
era lo que para entonces habíamos avanzado en el proyecto, y eso era lo que
podía apreciarse. Allí estacionados, sin testigos de por medio, entre las dos o
tres de la tarde, bajo la intensidad de los rayos del sol que a esta hora
escogen el tanque desde la mira del lago de Maracaibo, le dije:
–Si
llegamos a ganar, que es muy probable que así sea, sólo quiero pedirle que nos
ayude a culminar esta obra… –saqué de la guantera de mi carro una fotografía
tipo postal de la perspectiva que Roberto Rincón había preparado para promover
el mural y, se la mostré. La futura gobernadora tomó la foto entre sus manos,
la miró detenidamente, y sus ojos grandes entre las cejas pobladas que luego
aprendí a descifrar cuando algo no le gustaba, voltearon hacia el tanque que
nos vigilaba en toda su desnudez, y sonriendo me dijo.
–Edinson,
tú como que te volviste loco… –el gesto de complicidad, de identidad al
mirarme, aún lo conservo como un gratísimo recuerdo en mi memoria, seguidamente
agregó:
–Es
un mural inmenso… Vamos a ganar primero y, entonces, lo haremos –sentenció, con
la foto en sus manos.
En
la Fundación Ojeda 2000 teníamos gran angustia por el estancamiento de la obra,
para 1993 no lográbamos cristalizarla. Habían transcurrido desde su etapa
inicial dos años y aún, a pesar de las promesas, no teníamos nada en concreto.
Por sugerencias del profesor y amigo Raúl Briceño, integrante de la directiva
de la fundación cultural, decidimos contactar a la señora Julieta Arriechi,
conocida empresaria local, para presentarle el proyecto, y en similares
términos que antes se había hecho con Pinturas Montana y el CONAC, mostrar los
detalles del inmenso propósito. Un miércoles muy temprano nos recibió en su
casa. Asistimos con la solemnidad del caso, Roberto Rincón, Manuel Vargas y
Mercedes Marcano, integrante de la directiva de Ojeda 2000. Luego de las
presentaciones de rigor, las explicaciones que se hicieron fueron de mucho
detalle, en esta ocasión, la presencia de los autores de la propuesta reforzaba
enormemente la relevancia del encuentro. A media mañana, cuando era muy poco lo
que restaba por argumentarse, la anfitriona de la reunión, toma la palabra para
expresa su satisfacción, y seguidamente nos dice.
–Bueno,
yo los voy a ayudar, les voy a dar una cantidad que es mi número de suerte… –la
mujer nos miraba complacida, sonriente, al tiempo que cada uno de nosotros
celebrábamos en nuestro interior la buena hora.
Por mi parte, intentaba, en esos breves segundos previos al conocimiento del
enigmático número de su suerte, descifrar el acertijo que jovialmente nos había
lanzado.
–¡María!… ¡María!... Tráigame la cartera roja que tengo dentro del carro... –gritó a su
empleada puertas adentro de la soberbia vivienda, escojo el nombre de María
para contar lo sucedido aquella mañana, pero en realidad, no fue ese el que pronunció, en verdad, no lo recuerdo –el
tiempo no pasa en vano, se suele decir en momentos como estos–, se trataba de
una empleada doméstica que diligentemente, en muy poco tiempo, entregó a la
empresaria la elegante cartera que antes le había pedido.
–Mi
número de suerte es el siete, les voy a dar siete millones de bolívares, ¿a
nombre de quién hago el cheque? –nos dijo, calmada y contenta. Una vez que nos confesó su predilección
numérica, no sé cómo opera el pensamiento de modo tan veloz, pero en
nanosegundos –si acaso vale el término–, antes de que dijera la cifra del
cheque, ya me había paseado por varios montos en orden creciente de setenta a
setecientos mil… ¡No alcancé a llegar a los siete millones!
–Hola,
tú eres Edinson, ¿supongo? –me consultó el hombre, cuando entre el grupo de
personas que venían a su alrededor se dispersaban buscando a quienes les
aguardaban.
–Sí,
sí, encantado de conocerlo –le dije muy contento al recibirlo. Como creo haber
escrito antes, Juvenal Ravelo, es un hombre de baja estatura, de piel morena y
pelo pegao, el típico venezolano, de buen trato y sumamente riguroso en su
oficio. Enseguida de presentarnos nos dirigimos a mi carro para viajar hasta
Ciudad Ojeda.
–Yo
no conozco Ciudad Ojeda, nunca he estado allí –volvió a decirme en un tono que
delataba su condición de oriental.
–Ciudad
Ojeda es la capital del municipio Lagunillas, estamos a una hora más o menos de
distancia, es una región petrolera, como casi todo el estado Zulia –le expliqué
al emisario del ministro de cultura mientras iniciábamos el trayecto hacia
nuestro destino.
–Mira,
Edinson –las formalidades a este tiempo, ya se había desdibujado y el trato era
de mayor familiaridad–, el doctor Abreu me insistió mucho en esta inspección,
tuve que sacar tiempo de dónde no tenía para poder venir, debo regresar a Paris
dentro de poco, así que ando en carrera con tantos asuntos por atender.
–¿Pero,
si tendrá tiempo de hacer el informe para el ministro? –le pregunté, algo
preocupado puesto que de ello dependía el aporte financiero del CONAC.
–¡Claro!...
Es un compromiso que no puedo eludir –contestó enseguida.
Cuando
llegamos a Ciudad Ojeda, en el mural nos esperaba Lucido Maureira, integrante
de la directiva de la fundación, y centinela eterno de la obra desde sus
inicios, amigo que consagró veinte años de su vida a su cuidado sin paga
alguna. Fue un sábado en la mañana, no me pregunten de cuál mes porque sería
una exigencia de muy alto calibre para este minicronista accidental.
–¡Caramba,
es alto! ¿Cuánto mide? –fueron las primeras interrogantes del reconocido
artista plástico.
–Cuarenta
y dos metros y medio de altura, casi al equivalente a un edificio de trece
pisos –le dije al instante, lo había dicho tantas veces que mi respuesta la
daba como en piloto automático. El hombre caminaba en derredor de la estructura
y la observaba con detenimiento, como seguidor de Hamelin, no le perdía pisada,
lo seguía a todas partes presto a sus interrogantes.
–¿Tú
dices que esto era un tanque de agua?
–Sí,
eso es, fue construido hace unos treinta años, pero nunca se usó… –a cada
pregunta las respuestas, como dije, eran automáticas. Era una rutina tantas
veces que casi era un guión con muy pocas variaciones de un interlocutor a
otro.
–Chico,
que interesante…
Al
culminar la inspección del hasta entonces tanque del INOS dimos una vuelta por
la ciudad, quería mostrársela en sus partes más destacas, le hablaba un poco de
su historia, en una suerte de punto y aparte después de agotar en cierto modo
el tema del mural más grande. La conversación, entonces, fue girando sobre la
ciudad, y al final del recorrido, que como se comprenderá fue bastante corto y
elemental, decidí llevarlo a uno de los edificios de mayor altura para ofrecerle una vista aérea de su casco central y periferia. Una vez instalados frente a un
gran ventanal a quince pisos, cortesía improvisada de mi madre, Juvenal Ravelo,
en inspiración inadvertida, como si sus palabras salieran de las profundidades
de su alma de artista, me dijo regodeado en su placidez.
–¡Qué
ciudad tan bella, es redonda! –eso expresó, sólo eso, como en amor a primera
vista. Que éste extraño personaje, visitante fortuito a nuestro lar, y
residente habitual de una de las ciudades más bellas del planeta, expresara
este maravilloso halago, ha sido para mí un obsequio extraordinario que siempre
recuerdo con gran afecto.
Juvenal
Ravelo hizo su informe para el ministro y regresó a París. Al poco tiempo desde
el CONAC me comunicaron que había sido aprobado un aporte especial para
ejecutar la obra. Lolita ganó la gobernación y al año siguiente, el trece de diciembre
de 1994, inauguramos El mural más grande, aquella locura que comenzó una tarde
calurosa para modificar para siempre el paisaje urbano de Ciudad Ojeda. De Lolita
tuvimos su apoyo entusiasta y decidido, jamás habríamos podido culminarla sin
su aval moral y financiero. El trece de diciembre fue un momento feliz para
todos los que estuvimos involucrados en esta idea, sin embargo, la obra no se
limitaba a la ejecución del mural sobre la superficie de la inmensa mole de
concreto. Una vez finalizada esta etapa nos planteamos la idea de convertir el espacio interior de la estructura en un salón de uso múltiple, y su área
circundante en una modesta plaza con caminerías, áreas verdes y un módulo de
servicios con sanitarios y oficina. En
1997 con el apoyo de la Asamblea Legislativa culminamos todo el proyecto, tal
como fue concebido por los artistas plásticos. Manuel Vargas hizo un mural
interior de unos ciento veinte metros cuadrado de superficie y, Roberto Rincón,
diseñó la estructura metálica que soporta el techo, además de la respectiva
iluminación artística que lo tiñe en festiva policromía. Dicho salón lleva
por nombre Julieta, por aquella, la de Romeo, y también, por la nuestra, por esa
generosa dama que durante la mañana de un miércoles, cuatro años antes, abriera su
cartera, pero antes su corazón, para apoyarnos en esta maravillosa aventura que
desde aquellos días es el icono de la ciudad.
–Hola,
¿cómo está usted? –le dije al hombre de guayabera blanca que conversaba con una
joven durante la exposición.
–Muy
bien, gracias… –era evidente que no me recordaba, sin embargo, por esa cortesía
que no sé sí es exclusiva de los venezolanos, o de todas las personas que
cuando no recordamos a alguien, por lo general, la premiamos con una leve
sonrisa para suplir el olvido, le advertí, entonces, que me miraba con unos ojos de curiosidad afectiva. En
efecto, no me recordaba, habían transcurrido tal vez quince años o más desde la
única vez que nos vimos. Como supuse antes de visitarlo en el MACZUL, que no me recordaría, había decidido preparar un sobre de manila con una secuencia fotográfica a full color del
mural y varias tomas áreas de la ciudad para obsequiárselas. Las saqué de
inmediato del paquete, se las mostré y le devolví la sonrisa.
–¡Claro!...
¡Sí, sí, ahora te recuerdo! Mira, yo le entregué el informe al ministro –me
dijo entusiasmado.
–Sí,
yo lo sé, ya concluimos la obra, se llama El mural más grande.
–¡Qué
maravilla, cuanto me alegro! –me dijo, levantando ambas manos, casi tocándose
el pelo pegao que las nieves del tiempo, como dice el viejo tango, ahora tiñen
de blanco. Era evidente su alegría. Allí volví a verle brillar aquellos ojos
negros. La expresión extasiada de la gloria del artista, el numen jubiloso de
quienes con su mirada pueden descubrir detrás de la cotidianidad más ordinaria
de los humanos, el mundo sublime del que estamos hechos.
Nota: El agua aún
sigue siendo un severo problema para la ciudad, ahora cuando culmino la
crónica, tres días han transcurrido desde la última vez que el grifo ha
celebrado la excepcionalidad de su presencia.