Un viaje sin retorno
Crónicas perdidas
Por: Edinson Martínez
@emartz1
"Nuestra vida
cotidiana es bombardeada por casualidades, más exactamente por encuentros
casuales de personas y acontecimientos a los que se llama coincidencias".
Milan Kundera
Nada
es más parecido a un caballo que una moto, briosa cuando el piloto apenas
conoce su talante, desbocada cuando el torrente de hormonas del conductor la
hace volar sobre el pavimento, jubilosa cuando la destreza del jinete sobre el
volante –las riendas– arranca las cabriolas festivas que exhibe a eufóricos expectantes.
Aquella tarde frente al último semáforo de la avenida, aquel que marca el
límite entre las parroquias Alonso de Ojeda y Venezuela, se posó en segundos a
mi derecha aquel animal metálico, rojo escarlata, con su jinete al mando. Sin
advertirlo, como procedente desde alguna puerta invisible que ocasionalmente
conecta el destino con el presente, se me apareció resonando sus escapes a
golpes estridentes de monóxido. Durante unos breves segundos en giro de
autómata poseído, el hombre sobre la motocicleta proyecta su mirada en
derredor, me mira sin verme, apenas tiene atención para el cambio de luces del
semáforo. Es Alberto, me dije, mientras
recordaba algunas escenas del colegio donde estudiamos los primeros años de la
primaria. La memoria suele ser caprichosa –ya lo he dicho antes–, a veces como
una película nos conecta con el pasado remoto en instantes; sin embargo, en
otros momentos no podemos recordar el nombre de alguien que nos ha sido
presentado horas antes. Recuerdo que eran dos hermanos, apellidados con el
nombre de la capital de España, detalle inolvidable para cualquier muchacho
aprendiz de las capitales del mundo en aquellos días. Eran dos estudiantes como
tantos otros si no fuera por el hecho de que uno de ellos tenía dificultad para
hablar fluido, se le “pegaban los platinos”, así se decía entonces de todo
aquel que presentaba algún grado de tartamudez, limitación, por cierto,
superada con creces por su habilidad excepcional para jugar a las metras. Alberto, en cambio, era ágil y maromero,
particularmente dotado para los deportes. Después del tercer grado les perdí la
pista, supe de Alberto porque eventualmente, ya en edad adulta, participaba en
competencias de ciclismo, deporte que por mucho tiempo tuvo en nuestra ciudad
gran cantidad de seguidores. Era frecuente los fines de semana observar las
vías cerradas al tráfico común porque los pedalistas tomaban su lugar para
competir entre ellos a propósito de alguna convocatoria ciclística. A varias de
estas justas deportivas asistí como ocasional espectador para entretener el
ocio dominguero.
Cuando enciende la
esperada luz verde, el motociclista acelera con fuerza toda la cilindrada que a
cuatro tiempos desarrolla el portento de doble ruedas, los cauchos chillan en
el asfalto y levantan como niebla diabólica el humo azul resultante de la fricción
desmesurada. Las bicicletas son parientes cercanos de las motos, especie de
primos hermanos de un mismo tronco genealógico, por cuanto es apenas la
combustión la que los separa. De modo que no es de extrañar que alguien con
afición por el ciclismo, también termine siendo un apasionado por las
motocicletas. Tal vez ese haya sido el caso de Alberto Madrid. En el colegio
donde estudiamos, una única maestra velaba por nuestro aprendizaje, y también,
por nuestras travesuras que eran muchas, inocentadas bobas –valga la acotación
generacional– al tenor de las que a medio siglo o más son frecuentes en
nuestros centros educativos. No había pupitres, sólo bancas de madera, pesadas
y pulidas. Debajo de grandes matas y en una especie de porche estrecho de una
vieja casona color verde desteñido recibíamos clases en grupos. Era una
construcción antigua, con mis ojos de infante la veía como un castillo viejo en
medio de un pueblo que comenzaba a crecer.
Era el colegio Nuestra Señora del Valle ubicado en el lugar en que años
después se establecería un centro clínico con el mismo nombre. Desde ese mismo
colegio, cuando me dirigía a casa con el bulto escolar a medio cerrar y la
algarabía que suele ser una fiesta cuando los escolares dejan las aulas, escuché
de una radio encendida a todo volumen de una de las viviendas vecinas, la
noticia que sacudió al mundo: ¡El presidente John Kennedy había sido asesinado!
Una vez que inicié la
marcha, en la siguiente intersección, decidí regresar, opté por dar la vuelta
en “U” a la altura del antiguo cementerio municipal, el lugar donde nadie debe
hacerlo por prohibiciones expresas de ley, y, asimismo, por el sentido común
que habría de privar en una vía que es de tan alto tráfico en ambos sentidos. Hecho este, que, reconociéndose, sin embargo, nadie le presta atención, sino en
poquísimas y raras excepciones. Esta vez, por fortuna para este relator,
no tuve nada que lamentar, giré con habilidad de infractor furtivo y regresé a
la ciudad. Algo del presente que ya era pasado me impulsó a último momento a
desechar el propósito de continuar hasta mi destino original. Siempre me ha
sorprendido la magia que significan los planos temporales en que discurrimos;
el pasado, el presente y el futuro. El presente está lleno de pasado y el futuro
un espectro que cabalga indescifrable sobre el presente.
A toda velocidad vi
perderse en la distancia de la larga avenida la moto con el antiguo compañero de
aulas. De la boca del escape, el chorro de humo se aventaba con furia a
espaldas del piloto, mientras su imagen borrosa iba ondeando en el viento que contracorriente
aturdía con delirio su camisa, su cuerpo luchaba con la aceleración de la
máquina que devoraba en segundos el tiempo que le restaba en este mundo. Desbocado
ante mis ojos, se alejaba de la vida sin saberlo. Nadie es testigo de su muerte,
de ese viaje sin retorno que sólo tiene un protagonista: uno mismo. Al día siguiente, El Regional del Zulia, diario local, registraba en su habitual página de sucesos, la muerte trágica del conocido
corredor amateur de ciclismo del municipio. Allí lo leí en un presente que ya
era pasado.