Río Blanco
Crónicas perdidas
Por: Edinson Martínez
@emartz1
“… Pero qué es la memoria si no es el lenguaje del
sentimiento, un diccionario de caras y días y olores que se repiten como verbos
y adjetivos en un discurso…”.
Julio Cortázar
Para
bajar la peña, había que sortear una bien edificada cerca de alambres y bloques
de cemento, construida varias generaciones antes que la mía. Descubrir el mundo
allende al enorme paredón, era uno de los deleites preferidos de cada cohorte
de estudiantes. Imagino que posterior a los arriesgados y aventureros pioneros
que hallaron la forma de evadirla, sólo sería cuestión de tiempo –como, en
efecto, lo fue en nuestro caso– encontrar el boquete en la fortaleza que en
ejercicio de la perspicacia infantil había sido abierto en años anteriores. Traspasado su umbral, con el frio corriéndonos
por el espinazo, se ingresaba en el espeso bosque que rodeaba al colegio cual bastión
protegido de extraños por la sólida muralla. Siempre ha sido así, en todos los
tiempos y lugares, nada tiene la suficiente resistencia para esquivar la
sagacidad traviesa que durante esos años se experimenta para transgredir
aquello que con vehemencia se prohíbe. Para impedir, por otra parte, saborear con
fruición alocada la tentación que ha significado la veda imperiosa de los
adultos. Entre la frondosidad de la vegetación que dejaba a salvo un camino
pedregoso, se descendía zigzagueante montaña abajo hasta las orillas del
menguado río que durante el verano se convertía en un arroyo inocente. Hasta
allí, en desbocada carrera, el grupo de muchachos nos despeñábamos con el
aliento contenido en el pecho y el miedo pegado en las espaldas, para en goce
pleno de la seducción por el riesgo que la aventura entrañaba, atrevernos una y
otra vez a escondidas en aquella travesura, por el simple placer de meter los
pies en el agua fría de la corriente mansa del río, ese que años después, para
trágico destino, sería el torrente contaminado que serpentea las montañas de una
parte de la geografía andina. Cada quien, a su modo, conforme a los primeros
rasgos de la personalidad que sólo el tiempo consolidaría en el devenir de su
vida, se lanzaba jubiloso a la corriente de agua. Unos, descalzos, con el
pantalón a media pierna y el torso desnudo; otros en franelillas, y con un short
improvisado ante en la urgencia de la ocasión, mientras los más desaprensivos, impasibles y, en garrulería precoz, como Dios los trajo al mundo, ahorrándose con ello las
formalidades innecesarias en momentos como aquellos. Presurosos, más tarde, en
retirada, ésta vez cuesta arriba, con la fatiga expresada en la boca seca y el
corazón trepidante como tambor de guerra, regresábamos al galope cuidando cada
paso para no levantar sospechas en las autoridades escolares. Tanto iba el
cántaro al agua hasta que, con evidente desafío a las leyes de las probabilidades, de retorno, luego de ingresar por el hueco del cercado, desde el otro
lado, nos esperaban quienes por tanto tiempo habíamos burlado. Hasta ese
instante llegaron nuestros cruceros colegiales. Nunca más pudimos repetirlos. Ese
río, era el Motatán.
Esta deferencia, especie de concesión afectiva a los recuerdos, en licencia que me he otorgado en abuso que espero perdonen mis lectores, la comparto a propósito de Río Blanco, en Ciudad Ojeda, el lugar donde vivo, en el que curiosamente no hay ríos. En casi todas las ciudades o pueblos hay un río o un lugar donde meter los pies bajo el agua. Son varias las ciudades en el mundo conocidas por los ríos que las atraviesan que, muchas veces, dividiéndolas en dos mitades casi perfectas al acariciar sus topografías, dan origen a singularísimos conglomerados urbanos. En otros casos, van trazando un delineando caprichoso únicamente explicable por el andar atribulado de las aguas hacia su destino final. Río Blanco, en mi ciudad, es tan sólo una de sus calles, tiempo atrás una vereda o ruta polvorienta, similar a otras que había en la ciudad inicial, rodeada de la vegetación rala y agreste del clima predominantemente cálido de la zona. Un camino pleno de matas de ciruelas que cuando los muchachos del vecindario les permitían, maduraban hasta lograr un color de rojo intenso, con un dulzor exquisito cuya semilla servía de proyectil a las hondas o chinas de caza infantil. Probablemente en los días en que a hurtadillas junto a mis compañeros de escuela peña abajo corría al Motatán, un adolescente de cachetes coloraos y melena castaña, atendiendo la indicación de su padre de origen cubano, en un pedazo de madera improvisado clavado en el tallo de un árbol a la vera del camino, escribía el nombre de aquella angosta carretera que parecía extraída de las Casas Muertas de Miguel Otero Silva o del Macondo que habita en tantos de nuestros pueblos.
–Armando…
¡Ponle Río Blanco!
El
nombre que surgió espontáneo de boca del jaruqueño*, sin alcabala en el lóbulo
frontal, como directo desde el corazón, como si éste, además, de las conocidas
funciones de bombear la sangre a todos los confines de nuestra humanidad,
también pensara, tiene su origen en la isla de Cuba, en un modesto poblado que
curiosamente tampoco tiene río y pertenece al municipio Jaruco. Por las vueltas
de la vida, como ha ocurrido con tantos otros que han quemado sus naves en
estos parajes, la familia Meza llega a nuestra pequeña ciudad a comienzos o quizás
mediados de la década de los sesenta del siglo pasado. En esos años y durante
un lapso más o menos igual, Ciudad Ojeda se convierte en un pintoresco centro
urbano integrado por muchas personas venidas de diversos rincones del mundo, bastaría
examinar una guía telefónica de aquellas fechas y, de ahora también, para
comprobarlo sin mucho esfuerzo. El
mismísimo Gabriel García Márquez, a finales de los años cincuenta alguna vez
dedicó unos breves comentarios a esta condición de albergue fortuito, casual o
causal, que destacaba por sobre cualquier otra característica de nuestra ciudad.
Río
Blanco, era una carretera de tierra, polvorienta y esmirriada que, al azar y al
subconsciente que nos gobierna, debe su peculair nombre. Hoy ya no es aquel sendero
arenoso que unía las descampadas porciones de tierras semibaldías, de maleza
amarillenta y árboles silvestres en donde abundaban ponsigués junto a unas
florecillas amarillas que a ras de tierra se extendían por todas partes sin que
nadie supiera exactamente cómo se llamaban. De frondosas matas de mangos y
ciruelas con sus cargas de frutos verdosos implorando un poco de tiempo a los
muchachos para enrojecer a plenitud. Río Blanco es ahora una vía urbana
importante, integrada al entramado vial de la ciudad y a la nomenclatura que ha
surgido al temple de sus ochenta años de fundada, lugar desde donde escribo la
presente crónica.
*. - Natural del
municipio Jaruco, Provincia de Mayabeque en Cuba. Situado a unos 30 km al
sudeste de La Habana.