El
chorro de la orina se le proyectaba a menos de un metro de su cuerpo,
saliéndole atolondrado, apremiado entre las manos, que torpemente procuraban
encausar la punta de su miembro para dirigirlo hacia el piso arenoso bajo sus
pies, destino final de aquel incontenible caudal espumoso. El hombre, en
elemental reacción higiénica, o en ejercicio malabarístico que aún podía
permitirse, había logrado zarandear sus piernas con rapidez a fin de evitar que
la meada le empapara el pantalón, como usualmente ocurre con los borrachos
incapaces de controlarse en momentos como estos. Arriba, en el cielo, el manto
de estrellas sembradas en el fondo opaco del universo, titilaban incesantes en
la madrugada, como si aquellas le guiñasen con su incandescencia lejana alguna
gracia indescifrable. Aquellos luceros se encendían y apagaban como siguiendo
el compás de algún acorde misterioso. “Llevan el ritmo de la melodía
indescifrable de los confines del universo”. Llegó a ocurrírsele primero, y,
enseguida, casi al mismo tiempo, balbuceante, bajaba su semblante en dirección
a su sexo y, como si pretendiera contarle alguna revelación, apuntaba
tembloroso sus labios a él. “Llevan el ritmo de la melodía indescifrable de los
confines del universo... ¿¡qué te parece?!”. Le repitió en la oscuridad. Luego,
extasiado, en cierta manera embobado, el hombre volvió su mirada hacia aquella
inmensidad espacial sintiendo que a veces el infinito le daba vueltas sobre su
cabeza, mareándolo a tal punto que casi le hacía perder el conocimiento, de
seguidas, y bajo el mismo influjo subyugante del licor, comenzaba a tararear
una de las últimas canciones que había escuchado minutos antes.
La
secuela de la bebida por varias horas seguidas, hacía rato que ya había
comenzado a estropearle sus movimientos, logrando que su cuerpo apenas pudiera
sostenerse en pie cada vez que intentaba levantarse del asiento. Un rato antes
hubo de ensayar su compostura urgido como estaba por el hormigueo que
experimentaba en el bajo vientre. En dos ocasiones, una vez que lograba
erguirse, rápidamente se orientaba hasta la salida del lugar; una puerta
grande, de dos hojas anchas ubicada en la fachada del edificio, a través de la
cual se empujaba trastabillando camino a la parte posterior. Nadie comprendía
por qué escogía ir hasta allá en vez de dirigirse a los sanitarios del
establecimiento. “¡No me esperen!”, era lo único que atinaba a gritarles al
retirarse, exclamación que repetiría un buen rato después, ya por tercera
oportunidad, cuando definitivamente no regresaría jamás. Así, entonces, iba dejando atrás al resto de
los compañeros, alejándose toscamente para meterse entre las sombras que
precariamente lo distinguían tambaleándose en el trayecto. En sus labios se iba
mosconeando alguna de las melodías clavadas en su mente, al tiempo que un
fuerte olor a níspero rodeándolo, envolviéndolo con ese tufo tan característico
del licor, perfumaba el ambiente. A ratos se acariciaba la nuca, apacible y
lentamente, como calmándose del vahído que por momentos sentía en sus
alrededores, cuando precisamente todo le giraba moviéndose en círculos como un
carrusel. Así, una y otra vez, iba desplazando su diestra delicadamente sobre
el cogote, guiándosela en caída libre de arriba hacia abajo, desde las
fronteras superiores, en los bordes del occipital, hasta la base del cuello
sudoroso, quizás queriendo apaciguar el turbamiento etílico con cada masaje
sosegado. Siempre hizo lo mismo durante las tres ocasiones en que dejó plantado
a sus compañeros, como si fuese el surco de un disco rayado repitiéndose por su
cuenta.
Cuando
por última vez llegó al sitio donde apresurado se detendría, algo diferente le
rondaba entre las sienes, ya no se masajeaba la nuca igual que antes, sino que
se palmoteaba mansamente el centro de su cabeza, mientras con otra de sus
manos, se desabrochaba el pantalón para agarrar su miembro. A duras penas
conseguía apuntar la cascada amarillenta cayendo oscilante al suelo, al tiempo
que intentaba recobrar el aliento, aspirando hondo para llenar de un solo tirón
sus pulmones con todo el aire que le rodeaba. Luego, pausada y
parsimoniosamente, expulsaba aquel torrente, dejándose llevar relajadamente
sintiéndose flotar en el vaho saturado del aguardiente que le envolvía.
Porfirio flotaba entre las sombras de su mente. Después, al cabo de unos
segundos fugaces, en el albur imprevisible del comportamiento de los borrachos,
contra toda previsión convencional de la conducta humana, nuevamente le daba
por canturrear una de aquellas canciones tantas veces escuchadas durante la
noche; la llevaba tan sembrada en el juicio, que el discernimiento racional se
hallaba distraído de manera delirante bajo los efectos del alcohol. Así,
mientras tarareaba toscamente, como inspirado por el nimbo de una alborada
eterna, convencido en que las saetas del reloj se detendrían para siempre esta
madrugada, alza su rostro sudoroso al cielo sin ya prestar más atención al
chorro que urgente se las arreglaba solo. Durante varios minutos permaneció
alelado, flemático, desconectado de su entorno, mientras a su espalda, a varios
metros, los acordes del estruendo musical se unían a la sofoquina persistente
del verano, pareciendo a veces que fuera la exhalación canicular de una bestia
lanzando sus bocanadas al compás de lejanos arpegios melancólicos. A su
costado, bajo el disimulo de las horas opacas, desde un cobertizo donde se
apilaban sillas, mesas y demás enseres destartalados del Singapur, un gato
negro encaramado en el techo, con la cola en alto, deambulaba taciturno explorando
sus dominios. Por unos instantes, al notar la forastera presencia, hinca sus
pupilas ambarinas sobre el hombre meando con el rostro levantado al cielo, lo
observa fríamente por unos segundos, con esa indiferencia tan propia de los
mininos, moviendo apenas su semblante para distinguir inofensivamente un
espejismo. Nada particular hay en aquello que observa para despertar
especialmente su interés, y, por tanto, casi de inmediato, dobla en el techado
y continúa su camino hundiéndose en la penumbra. Quizás, si Porfirio hubiese
llegado a verlo con alguna nitidez, a percatarse de su presencia mirándolo
displicente, algunas de las ideas que pasaron por su mente, quién sabe sí se le
habrían esfumado rápidamente. Aunque pensándolo bien, con la reputada creencia
que existe sobre los gatos negros, en su lugar, probablemente habría terminado
actuando irremediablemente de la misma manera; reafirmándole de ese modo la
creencia que sobre su destino venía asechándole como bestia desde sus más
reservadas cavilaciones. Visto los hechos, sólo quedaría pendiente por
determinar, si el efecto pernicioso del licor sobre su proceder inusitado tuvo
algo que ver en su decisión, o ella simplemente fue el fruto de su larga
pendencia con la fatalidad. Los borrachos, es verdad, suelen ser tan tercos y
obcecados, que por eso algunos inesperadamente tuercen el camino yendo a sus
casas, marchan a contravía, o son capaces de hacer aquellas cosas que nunca
harían sin los efectos alucinantes del alcohol taladrándoles el buen juicio.
Únicamente él podría saberlo, tal vez lo supo antes del instante final, cuando
ya su suerte estaba echada por fuerzas superiores a él. En ese caso, esa
conjunción fatídica de azares en que se transforma a veces el futuro, incluso
el más próximo, se había iniciado hacía rato, bastante antes en que el felino
se posara imperturbable sobre el techo del cobertizo, y, hasta muy
anteriormente, quizás, cuando el animalito, acurrucándose mansamente entre los
senos de la mujer, Porfirio observaba impasible aquella escena. Los hechos que
condujeron a su determinación fueron anunciándose tan premonitoriamente como
graduales y sigilosos, ninguno de quienes lo circundaban podría haberlos
percibido ni aun aguzando sus más perceptivos instintos. Es la felonía de la
psiquis abordando las horas inciertas de algunos mortales, recreándose
miserable en las corrientes incomprensibles de la fatalidad tantas veces
eludida.
Sobre
la mesa, después que fueron apilándose las primeras botellas, el resto fue
poniéndose a un lado, en el piso, justo a un costado de cada uno de los
asientos que ocupaban los cuatro individuos. Detrás de ellos, a muy poca
distancia, en otra de las mesas del recinto, una mujer grande, joven, casi tan
negra como la noche allá afuera, y con unos senos enormes, se entretenía
lanzando cartas sobre el mantel, organizando el mazo de ellas en varias
secciones de similar altura, y, posteriormente, en riguroso orden, conforme al
sentido en que corren las agujas de un reloj, las depositaba en el centro de la
mesa. A veces tomaba un cigarrillo que llevaba rato encendido posado en una de
las esquinas de la mesa, y se lo plantaba entre sus labios gruesos, aspirándolo
con vigor, como extrayéndole el alma mientras ardía en su boca. Cada vez que
servía una ronda de bebidas, retiraba las botellas sobrantes, les limpiaba la
mesa a los clientes, y amigaba con ellos a través de una sonrisa generosa
cerrando la rutina del momento. Sus labios, así, en sentencia automática, se
estiraban tan alegres como distraídos durante aquella despedida transitoria, dejando
ver espontáneamente su relumbrante dentadura tan blanca como la leche. Luego,
siguiendo con aquella representación deliberadamente planificada, giraba su
cuerpo de hechizo enseñando el volumen de sus nalgas con su tongoneo sensual,
dirigiéndose pausadamente a su asiento en espera de la siguiente petición. Rara
vez intercambiaba palabras con los clientes, eventualmente, algunos monosílabos
intrascendentes respondiendo quizás cierto requerimiento preciso. Sin embargo,
esta vez, el azar se atrevió a trastocar el libreto de costumbre.
–¿Cómo
te llamas? –le preguntó inusitadamente uno de los hombres de la mesa, justo
cuando la joven ya se retiraba.
–¡No
te imaginarías jamás mi nombre! –contestó sin descongelar la sonrisa
lactescente– ¿Para qué quieres saberlo? –agregó sin dejar de mirarlo, mientras
Porfirio observaba callado el duelo verbal.
–Pues,
¿para qué otra cosa podría ser sino es para no tener que hacerte señas con las
manos?... Para eso son los nombres, ¿no es así?
–Sí.
Es verdad. Pero cuando una mujer da su nombre a quien muestra interés, ¿acaso
no debe saber igualmente el nombre del interesado? ¿O han perdido los hombres
la cortesía? –respondió dándole la espalda rumbo a su puesto.
Todos se carcajearon al escuchar la ocurrencia, menos Porfirio, quien dejando correr su vista sobre el derrière voluptuoso que se alejaba, prefirió conservar su mutismo de toda la noche. Varios metros más adelante, un par de sujetos observaba la escena, sólo percibían la gesticulación que acompañaba el trivial altercado; una combinación de gestos ahogados en el estruendo musical viniendo de un recodo. Uno de ellos percibiendo en los ademanes de la mesalina y los del compañero de Porfirio, una disputa, intuye una cierta controversia que el licor se encargaba de acentuarle obtusamente. En algún momento las miradas vidriosas de Porfirio y él se cruzaron sin tener porqué; el uno sumido en su laberintico soliloquio, y el otro atrapado por los celos enardecidos figurándose el germen de la traición, de pronto se encontraron desafiándose fugazmente en la atmósfera soliviantada por el aguardiente. Sin embargo, el conato de refriega no pasó de ser un simple amago, en realidad no había razones para una trifulca, para una contienda por algo de tan poca monta, pues se trataba de un fútil duelo de palabras de esos que se alargan más por necedad que por otra cosa. Al poco rato, entonces, todo regresó a su rutina ordinaria, a la normalidad acaso imperceptiblemente alterada para el resto de los integrantes de las mesas, y, también para la propia mujer, quien ya ocupaba su asiento jugando como antes con el mazo de cartas entre sus manos. No obstante, aun siendo así, y amparados por una endeble calma, la semilla de la discordia, igualmente quedaría sembrada.
El
gato llegó raudo persiguiendo las piernas de su ama, metiéndose entre ellas con
la cola izada como una espiga, mientras se acariciaba mansamente su cuerpo
fornido. Aquel roce repentino, rápidamente hizo que ella soltara las cartas y
se agachara para abrazarlo, llevándoselo entre mimos a su regazo. Es un
ejemplar grande, tan hermoso como un peluche de esos que se regalan a los niños
para dormirse que, si no fuera por su color intimidante, de acuerdo con la
extendida creencia según la cual los gatos negros son portadores de augurios
fatídicos, ninguno de los presentes habría notado su presencia entrelazándose
primero en las piernas de la mujer, y luego contra sus pechos enormes, justo
entre la depresión lujuriosa de aquellas dos cumbres turgentes. Todos llegaron
a notarlo inmediatamente, intercambiando de seguidas sus miradas fascinados.
Porfirio, por su parte, se había quedado embelesado contemplando la intimidad
que unía a la cortesana con su gato. Ahí, a escasa distancia de él, se
consentían tiernamente, al tiempo que ella eventualmente atrapaba en sus ojos
la mirada delirante del hombre que apenas había dicho unas cuantas palabras
durante la noche.
La
cola del animal era tan dócil entre sus dedos, que a veces parecía un juego
pactado entre dos amantes, una excepcional curiosidad en el ambiente que los
rodeaba, dejando a Porfirio distraído viendo como repetidamente, de principio a
fin, después de extender la mujer sus manos por todo el lomo del felino,
finalmente, abrazaba el rabo, asiéndolo seductoramente con una de sus palmas anchas.
Poco después, por unos breves minutos, la cara del gato, permanecía recostada
en el naciente de aquellas cúspides lascivas, apuntando sus ojos de canica
hacia aquel semblante de ébano, como admirándolo con la quietud de un hechizo.
Se diría que ambos estaban como embrujados en su arrebato mimoso sin prestarle
atención al entorno. Al cabo de una de esas incursiones empalagosas, de
jugueteo seductor con claro propósito hacía Porfirio, la mujer nuevamente
despacha una de sus miradas tentadoras buscando encontrarla con las pupilas
ansiosas de éste. Es entonces cuando aquel, afirmando sus manos en la mesa para
tomar impulso, se levanta del asiento sorprendiendo a sus amigos para
encaminarse hacia ella. Fue una reacción súbita, ejecutada en un santiamén, pese
a la torpeza de sus movimientos dominados por el efecto de la ingesta etílica;
un tris irreflexivo que de inmediato lo lleva hasta el lugar encantado sin que
Circe, desde la caverna de sus meditaciones, pudiera prevenirlo.
–A
mí sí me dirás tu nombre… ¿Verdad? –le dice acercándole su cara, volcando su
aliento en su oído izquierdo, en tanto le despacha una sonrisa angulosa
afilándole sus pómulos de asiático ajado.
–¿Y
eso por qué? –responde ella, devolviéndole la misma risita tenaz de hace un
rato–. Después de todo, un nombre entre tantos anónimos no significa nada, ¿por
qué habría de representar el mío algo para ti? –expresa con su cordial acento.
Los
ojos de Porfirio, hialinos por la ingesta tóxica, se fueron ocultando cada vez
más mientras la escuchaba, achinándose como dos rayas horizontales cubiertas
por unas pestañas ralas. La observaba desde el misterio de su mirada escondida
como si con ellos magreara su cara; besucara sus labios carnosos y aquietara
los pensamientos encerrados en aquella frente morena. Así, una cierta serenidad
se fue retratando en su semblante, germinándole de pronto un aire gracioso que
fue apoderándose de todo el conjunto de su rostro, para gradualmente asemejarla
a la de un chino viejo. Si alguien le hubiera preguntado en aquel trance sobre
lo que contemplaba de aquella mujer, no habría sabido expresar exactamente qué
le cautivaba de ella; qué le tenía atrapado en aquella faz ovalada sembrada por
dos ojales tristes de grandes pestañas. Si hubiera querido manifestarlo, sólo
habría podido hacerlo, como ahora lo hacía, con esos gestos de fruición
dibujándose en su fisonomía aguzada. A veces, el instante más insignificante de
una persona, puede llegar a ser la semilla de un delirio; el germen inocente de
un deslumbramiento desmesurado; el numen sensorial que, atacando sigiloso el
discernimiento, nunca llega a ser percibido en su momento sino después,
justamente, en las consecuencias que de él se desprenden.
La
bullaranga del Singapur a estas horas, ya descolgándose la madrugada, no solamente
flotaba aturdiendo su ambiente neblinoso, agitaba principalmente los enconos
viejos y nuevos fraguados por las cavilaciones etílicas del trasnocho; especie
de incontenibles lucubraciones procreándose gradualmente en los torbellinos de
bajas pasiones que todos llevaban dentro. Si Cortázar las describiera, quizás
diría de ellas que son esos ríos metafísicos desbocándose ofuscados en el
interior de las personas. Así, muy cercanos al recodo musical desgañitándose
con furia, soliviantando con su letra la saña de algunos, los dos sujetos de
hace un rato no quitaban su atención de la pareja. Uno de ellos, el mismo que
antes cruzara su mirada con Porfirio, entona de pronto un estribillo
pendenciero en dirección a estos. Ninguno de los dos lo toma para sí, sobre
todo ella que, a pesar de notar las intenciones de aquella hostilidad, sin
embargo, actúa con desentendida naturalidad, dejando pasar la inquina celosa,
como quien se hace a un lado abriendo paso a un viento pasajero. Conoce bien
este tipo de atrevimientos, los ha eludido constantemente desde hace mucho en
su vida, ahora hace lo mismo, mientras que Porfirio, ausente de este mundo, ni
siquiera percibe el desafío belicoso. “El hombre que a ti te toque / tiene que
estar dispuesto / a venirse aquí conmigo / a joderse en el infierno”. Recitaba
aquel, camorrista, apuntando su rostro hacia ambos. Así estuvo haciéndolo por
varios minutos, entre trago y trago, sosteniendo su mirada insolente, al tiempo
que sus manos repiqueteaban grotescamente los acordes de la estrofa sobre la
mesa. El resto de los presentes, hombres y mujeres, como locos, poseídos por el
alma impúdica del recinto, hablaban, gritaban, cantaban y bailoteaban amparados
en las sombras fortuitamente urdidas de la madrugada.
–A
ver, ¿dime qué dicen las cartas sobre mí ya que no quieres darme tu nombre? –le
pregunta sin apartar sus pupilas de ella, como jugueteando con las intenciones
que adivina en ella–. Tal vez revelen mis secretos más ocultos… ¿No te parece?
–dice finalmente.
El gato, súbitamente ha dado un brinco para escabullirse debajo de la mesa, apresurándose como suelen hacer los felinos en impetuosa carrera de rumbo desconocido. Porfirio, de un impulso sorpresivo, en respaldo a su petición, ha tomado el mazo de cartas reposando en el centro de la tabla, mientras el animal que, no volverá por lo que resta de madrugada, como comprendiendo su impertinente presencia entre su dueña y el hombre que la ambiciona, se aleja a toca carrera. Para él, también es la hora de su ronda; trance ceremonioso que conduce a la captura de alguna presa, como igualmente lo hace ahora su benefactora. El alelado pretendiente, abanicando en sus manos el manojo de naipes, apenas se ha percatado de la fuga del minino, en realidad no reviste interés para él, sus ojos están posados únicamente en la joven, persuadiéndola melosamente de la pesquisa esotérica, aunque en verdad por su mente son otras las ideas que le dan vueltas, es el rio metafísico de sus entrañas corriéndole desbocado.
–Una
vez que te los diga dejarán de ser secretos, ¿no crees? –le dice ella.
–¡Serán
tuyos y míos, entonces! –le respondió animado, casi encima de la pregunta que
le han hecho. En la cabeza del hombre únicamente se agita una idea.
–¡Ah!...
¡¿Sí?!... Pues será mejor que vayamos a un lugar más íntimo... –sugirió la
mujer–. Aquí son muchas las personas pendientes de ambos… –concluyó
levantándose, sin esperar aprobación, al tiempo que toma a Porfirio de la mano
sin abandonar su gesto encantado de siempre.
El
sujeto endemoniado por los celos, entonando el estribillo cada vez con más
fuerza, al verlos en movimiento, igualmente se retira del asiento, apartándolo
violentamente, como quien se dispone a entablar contienda, sin dejar de
salmodiar los versos estrafalarios que enseguida acompaña con un palmoteo retador.
Poco a poco se les fue acercando intentando cerrarles el paso. Era evidente su
propósito provocador, ya no sólo advirtiéndose en la canción que salía de su
boca plena del tufo etílico de una ingesta prolongada, sino del arrebato con
que su cuerpo hablaba. Aquí los gestos eran más elocuentes que sus palabras.
Sin embargo, pese a su impulso pendenciero, y al vigor con que les desafiaba,
su figura se movía quizás tan torpemente como la de Porfirio, yéndose de lado a
veces, y vacilando en sus pasos sin poder contenerse. Así, con sus palmas
chocando entre ellas con el desacierto del beodo, procuraba contenerse,
fingiendo, como todo borracho, tener el control de la situación, al final,
lucía necio y propasado. La cortesana, con su corpulencia, además de la energía
de su juventud, y la habilidad desarrollada para tales desafíos, viéndolo
acercarse se le adelantó dos pasos, colocando rápidamente su diestra grande y
firme sobre su pecho, como conteniéndolo para apaciguarle aquel frenesí de
sospechas, de celos fustigados por la bebida. Al atajarlo, lo hizo sin
deshacerse ni por un segundo de aquella expresión carialegre que
invariablemente mostraba. Enseguida lo detuvo, amable, pero categóricamente en
su proceder, en tanto lo abordaba hasta casi juntar sus cuerpos y posarle su
cara a un costado, a la altura de su oído derecho, para musitarle algo que de
inmediato le cambió el semblante. “Por ti daría la vida entera”, le murmuro
bajito, de un modo tan apocado, que habría de escribirse en tan mínima letra
para poder figurarse una idea de la verdadera inflexión de aquellas palabras.
Entretanto, Porfirio, todavía de la mano de la mujer, como si aquel conato de
trifulca no fuese con él, observaba distraído la escena; extraviado quién sabe
por cuáles confines, dejándose llevar dócilmente al lugar escogido por ella,
como lo haría el párvulo camino a la escuela.
“¿Por
qué, a ciertas horas, es tan necesario decir: «Amé esto?» Amé unos blues, una
imagen en la calle, un pobre río seco del norte. Dar testimonio, luchar contra la
nada que nos barrerá.”. Escribió Cortázar en el laberíntico cosmos de Rayuela,
quizás no lo sepa Porfirio, y tal vez jamás haya conocido aquella interrogante
existencial del escritor. Ni siquiera tendría por qué haberla escuchado, para
que, ahora, en la penumbra, llegase a formulársela con igual introspección
ontológica, haciéndola suya bajo similares códigos de razonamiento. Hablaba en
solitario mientras se miraba el sexo, y se refería a él como a una persona
independiente de su cuerpo, como si aquella tuviera vida propia y pudiese
experimentar el mayor de los prodigios humanos: razonar. “Amé aquellas horas,
aquel instante umbrío y profano, tan callado como desbocado amando aquella
mujer brillando como un pantera en la oscuridad...”. Se dijo balbuceante,
soltando seguidamente la sentencia meditabunda que como un rayo se le ocurrió
al levantar su semblante al cielo estrellado cobijándole: “Llevan el ritmo de
la melodía indescifrable de los confines del universo...”.
Los
acordes de una de las últimas canciones que escuchara en el distante recinto
bullicioso, igualmente seguían tronándoles en el sentido, como sí en efecto
fuese una banda sonora andando sin parar. “Un hoyo profundo abriré / En una
montaña lejana / Para enterrar las noches y las mañanas / Que entre tus brazos
pasé...”. Nada la hacía detener, ni siquiera el desorden de cavilaciones
recurrentes embistiéndole desde el mundo subterráneo donde le yacían
agazapadas. Todo en su interior era como un torbellino desbocado de ideas, de
imágenes, olores, sensaciones y recuerdos, todos mezclándose alucinadamente
para sólo manifestarse en lo que apenas salía de su tartajeo embriagado,
sintiendo al mismo tiempo que la música estaba allí haciendo las veces de fondo
inspirador. De este modo, el hombre recitaba su soliloquio sin percatarse del
gato contemplándolo indiferente. No lo habría notado aun teniéndolo de frente;
le era invisible, mimetizado en las tinieblas, y, también solapado por la
cantidad de voces en su mente. Después de unos instantes, entonces, frota su
nuca buscando alivio, apartando el sudor, y, quizás, procurando algo del
sosiego interior que tanto le era esquivo. El alcohol a estas horas le salía
por sus pupilas vidriadas, por los poros con sus emanaciones frutales, mientras
las imágenes de aquel cuerpo encendiéndose en sus manos en una danza
silenciosa, se le plantaban etéreas como una película en blanco y negro,
reviviendo el éxtasis de aquellos momentos en que finalmente iban anudándose
impacientes, jubilosos en la calidez de aquella habitación de amantes furtivos.
Porfirio desafiaba el transcurrir del tiempo, como si desde ya supiera que habría de llegar el momento en que nada importara. A ratos, persiguiendo el aire seco de la madrugada, dilataba las aletas de su nariz para inspirar hondo, profundo, quizás pretendiendo alcanzar el lugar donde se ocultaba su insondable propósito, entonces, pausaba el soliloquio que se le escapaba de todo aquel alboroto interior. Finalmente, al cabo de unos minutos, poco a poco, pesadamente intenta retomar el camino de vuelta a sus compañeros, moviéndose como contando sus pasos en oscilante trayecto hasta detenerse a la altura donde el cobertizo se aprecia mejor entre las sombras. Ahí, sorpresivamente, volteando su mirada turbia al escuchar un ruido que claramente no viene ya de su mente, gira su rumbo dirigiéndose instintivamente en pos de aquellos sonidos inesperados, orientándose hacia ellos, para así intentar identificarlos, como si quisiera testearlos con algún sonar imaginario al balancear su cabeza. Era el micifuz que antes no percibió, quien ahora levantaba aquella confusión repentina corriendo presuroso tras su presa penumbra adentro. Porfirio, una vez que precisa el aspaviento, una sonrisa traviesa le alza sus pómulos angulosos, achinándole aún más sus ojos negros, y, en el centro de ellos, se le asoma súbita una chiribita alegre al distinguir claramente la construcción que le hace frente. Debajo del techado, de la viga que lo soporta, cuelga una soga inútil atada en macizo nudo, pendiendo generosa en relajada caída sobre los trastos arrumados en el viejo cobertizo. Porfirio la observa al instante con la chispa encendida entre las cejas iluminando su propósito; destacaba sugerente con su color blanco perlado. Brevemente la contempla examinando quizás su longitud, o el lazo que la amarra al travesaño, o su diámetro, ponderando tal vez su resistencia, o evaluando probablemente todos estos atributos al mismo tiempo. En el piso, a la vista ordinaria, sillas, mesas y enseres abandonados, colman el interior del desamparado lugar, igualmente los advierte a primera vista, entrándoles impertinentes por sus pupilas cuando intenta retomar su camino. Pero, como poseído por una determinación de último momento, paralizado, alelado por aquella estampa de conjunto que descubre, se enfila rápidamente hacia ella. La idea recurrente que ha dominado hasta entonces, nuevamente se le escapa de la gruta donde ha intentado confinarla desde siempre.
La mujer desnuda en el borde de la cama, lentamente fue apoyando sus manos sobre el jergón para levantarse, irguiéndose sin prisa, como niebla encumbrándose apacible en el aire. Poco a poco, así, fue extendiendo sus brazos en el vacío, aligerando su cuerpo en el umbrío aposento, y como quien ha cumplido su tarea, comenzó a tomar parte de su ropa, al tiempo que lanzaba una mirada de extremaunción sobre Porfirio abandonado en el lecho. Todavía embriagado en la curva de aquel cuerpo firme, se negaba aletargado a retirarse, mientras la espléndida figura femenina se erguía frente a él despidiéndose hasta siempre con el único lenguaje que conocía aquel cuerpo ardiente: "la vida sigue su curso". Entonces, mirándose en aquella sonrisa inmortal de toda la noche, Porfirio le ofreció un “te quiero” tan agonizante como placentero. Dormiría ahora el sueño eterno si no fuera porque aún aquel duende confinado no toca su puerta.–¿Por qué hay que llenar de palabras un amor fortuito? –le respondió la joven.
Porfirio guardó silencio.
De
regreso al alboroto, el bravucón, al verla venir, se retira abruptamente del
lugar buscando la salida, no sin antes fulminarla con un centellazo de ira de
sus pupilas. Trastabillando se fue orientando al exterior con la prisa de quien
tuviera una urgencia impostergable; alejándose rápidamente de la vista de los
compañeros de Porfirio, y despreciando el gesto conciliador de la mujer
queriendo agasajarlo. La cortesana, resignada, vuelve así a su ocupación, ahí
retoma su mazo de cartas y, como siempre, con su finura habitual, extrae el
último aliento del cigarrillo jugando entre sus labios. “Qué te importa que te
ame / Si tú no me quieres, ya / El amor que ya ha pasado/ No se debe
recordar…”. Ensordece, aturde en el Singapur.
Dejando
atrás el tronar melodioso invadiendo incluso las afueras del Singapur, el
sujeto apura sus pasos y se coge del vientre mirando a todos lados. La única
luz disponible a su encuentro es el resplandor del lugar y la refulgencia
estelar de un cielo limpio. Así, andando bajo el fragor de un trote
tambaleante, un desnivel precario, tan modesto como ridículo para ocasionar una
caída, le hace perder el equilibrio y rueda por el suelo terroso, apenas se ha
dado cuenta cuando se encuentra besando la tierra seca. Una vez que reacciona,
retomando sus fuerzas, logra sentarse en el piso y enfoca su vista hacia el cobertizo
que le queda a un costado.
–¿¡Qué
vaina es esa!? –exclama sorprendido.
Se
frota rápidamente los ojos para sacudirse el espejismo que cree lo enfrenta,
pero no logra espantarlo, sigue ahí, mirándolo con una mueca pareciendo risa,
con sus brazos abiertos ofreciendo el amparo que nadie querría, mientras de sus
pantalones, cayendo al suelo perezosamente, gotea la última emanación vital de
aquel cuerpo. Con el miedo doblándole las piernas, se incorpora con dificultad
y, lentamente, fue acercándose al hombre colgando exánime del techo.
–¡Coño!...
–gritó trastornado–. ¡Se llama Blanca y el gato Cristalino, cabrón! –agregó con
el mismo tono de espanto, en ocurrencia insólita que sólo el alcohol es capaz
de alumbrar ante semejantes circunstancias. Lo hizo con tanta fuerza, con tanto
terror, que su voz se escuchó nítidamente en el Singapur. Se apagó entonces el
estruendo musical.
FIN