San Sebastián de Las Tasajeras
Por: Edinson Martínez
Al
subir la cuesta de la carretera, desde el flanco derecho, cuando fui girando en
la curva sobre un ángulo discreto que apenas torcía el volante unos cuantos
grados, el sol agazapado entre un grupo de nubes blancas como las motas de un
enorme algodonal, fue invadiendo progresivamente con su resplandor ambarino, la
cúspide árida de una pequeña loma coronada por una vivienda solitaria. Era la
primera de una hilera de casas rusticas esparcidas en la tímida hondonada, como
si ella hubiese sido sembrada ahí para ejercer el mando comarcal sobre el resto
de aquellas ruinas resistiéndose al olvido. Desde la atalaya agreste que
ocupaba, la vista se desplegaba generosa sobre la pendiente, oteándose
claramente una ringlera de casas espectrales; cabras empecinadas hurgando el
suelo, mientras van soltando lacónicos berridos; árboles sobreviviendo en el
terreno pedregoso, rodeados de una vegetación dispersa aferrándose a la superficie
arcillosa; arbustos oponiéndose al viento que, cayéndoles encima, desde
cualquiera de los puntos cardinales, se mecían impacientes aguantando los embates
antojadizos de las corrientes. La
carretera angosta por la que ahora transito divide el macizo semidesértico como
una larga franja negra y sinuosa, viniendo desde muy lejos para continuar
perdiéndose en el horizonte, como si fuese a encontrarse con el astro rey
descansando entre las nubes. Llevo horas viajando, desde muy temprano en la
madrugada, cuando todavía en el cielo refulgían atolondrados los incontables puntitos
de luz apaciguando la oscuridad, pese a ello aún no me siento cansado, de modo
que detenerme ahora ha sido verdaderamente un contratiempo que no esperaba
encontrarme. Girando sobre el lomo de la carretera, uno de los neumáticos
delanteros, repentinamente ha lanzado aquel estallido tan propio de las
pinchaduras de un caucho. De inmediato, el volante acusando la avería, comienza
a vibrar atropelladamente obligándome a orillarme rápidamente. Poco a poco fui
llevando el vehículo hacia la estrecha calzada hasta que fue desmayándose para
aplicar los frenos. Estaba detenido en un camino solitario por el que según
parecía, circulaban muy esporádicamente vehículos. En realidad, desde hacía
rato, no había visto transitar a nadie en cualquiera de los sentidos de la
vía; no venían, ni tampoco iban carros. Es decir, para mejor expresarlo, ni
bajaban, ni subían personas o automotores de ninguna clase. Tal vez sea la hora,
incluso el día. Los domingos en las mañanas, muy temprano, suele haber poca
afluencia de conductores en las vías, se me ocurre pensar. Durante unos minutos
aguardé sentado dentro del auto sin el menor propósito de salir a establecer
cuál era el verdadero alcance del percance. Afuera, un silencio sólo perturbado
por el rumor del viento bajando desde las colinas, colmaba el ambiente apacible
como si allí nada tuviera prisa más que el aire levantando el follaje de los
arbustillos famélicos desperdigados en las laderas terrosas. A veces, el
berrear de alguna cabra arrancando del suelo agreste el monte ralo adherido con
firmeza en el pedregal, se escuchaba lejano perdiéndose como un lamento que va desfalleciéndose
en la inmensidad. De pronto, veo venir a un muchacho en una bicicleta, a varios metros de
donde me encuentro, viene pedaleando con la habilidad de un malabarista,
sosteniendo en una de sus manos, un cartón de huevos con tal naturalidad, como
si éste formara parte de su anatomía. Antes de llegar a toparse conmigo, vira a
su izquierda y toma el camino arenoso que conduce hasta la meseta, enfilándose a
través de un paso rastrillado por las aguas que durante el invierno descienden
aturdidas por la pendiente. Llegan, según las marcas de la trocha, desembocando
en raudal persistente hasta la carretera, precisamente, hasta el costado en que
ahora me encuentro contemplando el paisaje. Sobre la senda, las huellas
registradas sobre el terreno desértico como grandes arrugas serpenteando el
trayecto, retratan el poder lacerante de las aguas durante los aguaceros
inclementes de la estación pasada. También es probable que alguna lluvia
atemporal sobrevenida fortuitamente, como a veces ocurre por estas tierras,
haya dejado sus rastros en la superficie. A paso lento, el ciclista, fue
remontando el escarpado sinuoso hasta posarse en la última de las viviendas
coronando el cerrito. Cuando el adolescente al fin llega, quizás exhausto, por
la lucha que ha significado sortear los escollos del camino equilibrando el
cartón de huevos, decido, entonces, salir del vehículo.
La rueda derecha, la delantera, yace completamente
achatada sobre el asfalto, desinflada y estropeada, dando la impresión de una
nave escorada yéndose a pique en medio de la inmensidad. En uno de sus
extremos, una rajadura larga, corta diagonalmente el caucho, como si un objeto
filoso hubiese sajado la gruesa armazón negra hasta sacar de sus entrañas el
vacío que la sostiene. Examinando por unos instantes la llanta, en cuclillas,
paseo por su superficie mis manos para apreciar la magnitud del daño. No hay
nada qué hacer, no tiene arreglo, y en seguida pienso en el contratiempo, en la
contrariedad, en todo aquel engorro que significa disponerme a cambiar un
caucho en plena carretera. Sin embargo, reponiéndome casi enseguida, respiro
hondo para tomar impulso, mientras el sol pegando a mi espalda, trae consigo la
quemante sensación de una mirada espiándome desde algún lugar del rellano. Es
aquella extraña percepción a veces sentida sobre el cuerpo a través de una
acuciosa observación; una inexplicable presencia que nos sigue con sus ojos
hasta que, en el albur de las reacciones humanas, finalmente, se intercepte con
disimulado gesto. Ya de pie, volteando automáticamente hacia el camino que
minutos antes tomara el ciclista, miro en ambos lados de la ruta polvorienta,
busco en sus alrededores el origen de aquella sensación que, de pronto, quizás,
resultara más bien fruto de la imaginación, del recelo que me posee hallándome
desamparado frente a tan desafortunado percance; un sentimiento que me acoquina desde
las entrañas mismas sin poder evitarlo. Paseo mi vista fugazmente sobre el caserío,
son cinco o seis viviendas dispersas, con patios extensos remontándose sobre la
austera cuesta que conduce a la meseta, y noto en una de ellas, la primera del
ala derecha del camino, a dos mujeres, ambas jóvenes, en el umbral del humilde
pórtico, hablándose mientras señalan el lugar en que varias cabras arrancan del
suelo el pastizal reseco. Un perro de patas blancas, bate su cola empinando el
hocico con la lengua suplicante hacia ellas; alguna promesa le han hecho que
ahora se las está reclamando lanzándoles dos o tres ladridos mendicantes. No
parecieran haber notado mi presencia, incluso ni siquiera me miran. En el
extremo opuesto, tal vez diagonal a ellas, subiendo la pendiente, otra de las
casas luce desocupada; ventanas y puerta, la única que se aprecia, cerradas.
Sobre el dintel de la entrada, un bombillo pegado en la pared, todavía está
encendido con su luz incandescente diluyéndose entre los fogonazos amarillentos
del sol disparándose desde atrás de la colina. A su lado, varios metros más
arriba en el camino, separándose en el terreno que ambas comparten por un
camellón de alambre de púas que las divide, otra vivienda, igualmente, parece
vacía.
Un árbol cubre parte de su fachada con largos brazos envolviendo el
techado, detrás de ella, varias filas de arbustos floreados forman un precario
jardín multicolor con plantas de la estación. Otra vez, los seres más comunes
del paisaje, se pasean indiferentes, impasibles, por la estepa soleada,
ensimismados, como siempre, en la única tarea que sus cerebros les prescribe en
su existencia: rebuscar entre el matojo de la tierra, el alimento que les sirve
de sustento mientras van berreando. Desde
el frente, una casa más baja, con el resto de sus dimensiones asimismo
recortadas, el ruido apagado de una radio que sale de sus entrañas, se pierde
entre los rumores sordos que forma el viento bajando por los cerros. La
cháchara del hablante acompasada por una música de fondo, sube y baja de
intensidad en el ambiente según quiera la caprichosa fuerza del viento, quedándose
flotando en la atmósfera, como si estuviese penando en el limbo creado por los
pliegues topográficos de la zona. A un costado, de un tendero de ropa, cuelgan
prendas de vestir masculinas y femeninas; pantalones, faldas, camisas y blusas.
Ondean sujetas a las cuerdas bajo el imperio de la exhalación furiosa de la
hora. Si hay alguien ahí, seguramente estará dentro ocupándose de las tareas
del día, cronometrando rigurosamente el paso del tiempo, mientras va afanándose
en aquellos menesteres que han esperado el fin de semana para atenderse con
disciplina de ama de casa. No viene de allí observación alguna y, enseguida, levantando
la mirada un poco más arriba, como sobando la planicie sobriamente encumbrada, en
la siguiente casa, mi vista se posa sobre un hombre mayor junto a un niño entreteniéndose
con unos pollitos amarillos a los que van lanzándoles los granos de maíz desde
un recipiente que sostiene el viejo en su regazo. El niño brincotea agarrado al
pantalón de quien parece su abuelo, aunque, también, pudiera ser su padre. A
medida que los polluelos los van cercando con el picoteo alborotado, el infante
se ríe con la risa nerviosa de un chiquillo repartiendo su gozo entre el recelo
y la alegría. Ambos sólo tienen atención para el regocijo dominguero. Esta es
la penúltima de las viviendas de la ruta pedregosa que va asentándose hasta la augusta
colina.
Una confusión de trinitarias rojas,
moradas y blancas, formando un nudo esplendente de flores sobre un cercado,
antesala el fin de la pendiente. A un costado, en su flanco izquierdo, como
abriendo paso al camino áspero que se introduce en la meseta, bajo la sombra de
un araguaney en flor, en el margen derecho de la última de las viviendas del
caserío, mis ojos se posan sobre la figura de un anciano sentado con una manta
sobre sus piernas, encima de las cuales descansan sus manos, sujetándose una
palma dentro de la otra mientras se acoda en los apoyabrazos del asiento. Su
semblante apunta su mirada directamente hacia mí, como si desde la espléndida
atalaya en que moraba no pudiera otearse ninguna otra presencia. Cuando
finalmente, en la imaginación que acorta la distancia para el encuentro franco
de nuestras pupilas, logramos alinear nuestros rostros, ambos supimos que
estábamos mirándonos. Yo lo descubría en el vuelo rasante de unos segundos
extendidos sobre el paisaje ocre y, él lo hacía descolgando su mirada desde aquella
fisonomía tostada, de barba rala y blanca, en la contemplación muda sobre la
campiña que de allí dominaba desde hacía rato.
El sol de cuarenta y cinco grados sobre la
superficie baña jubiloso la comarca, su exhalación luminosa la tengo de frente
azotando inclemente mi rostro. Levanto mi mano para escudarme de él mientras
cubro parte de mi cara. La opongo con la palma derecha abierta escondiendo el
disco dorado que azorado se yergue entre un montón de nubes blancas. El
anciano, en gesto inesperado, sin los centellazos que le molestasen porque
nacen a sus espaldas, alza, igualmente, su mano. Lo ha hecho al propio tiempo
en que elevo la mía, también con su palma abierta, como respondiendo a mi
ademán protector con similar movimiento. Me toca dudar. Me acodo sobre el auto
y de seguidas sacudo indecisamente la mano, como haciendo con ella un saludo
tímido sin esperar nada a cambio. Para mi sorpresa, el anciano igualmente me responde. Esta
vez no hay dudas, no se trataba de un espejismo, ni de mi imaginación cuando
supuse el efecto de una mirada sobre mi espalda al examinar la rueda, sino de un hecho tangible. Allí estaba aquella figura, una y
otra vez haciéndome señales amigables a través de una oscilación
pausada de su mano. Tenía rato observándome.
Una cabra lanzando un nuevo berrido desde
el solar opuesto donde se ubica, enseguida es respondido por el grupo disperso
en toda la planicie, como si pretendiesen transar una conversación en el
vecindario. El perro patas blancas, ladrando juguetón suplicando atención, recibe
el grito irritado de una de las muchachas espantándolo de su lado, empujándolo
hastiada al patio soleado de la casa, el lugar habitual de los animales. El
viento, descendiendo por la depresión de las colinas cercanas, atraviesa sedoso
las laderas, manifestando sus huellas invisibles en el repentino alborozo del
precario follaje que ha sobrevivido a la sequía. Es un aire perfumado
golpeándome el rostro en ráfagas discretas, acariciándome con tanta calma, con
tal placidez que, por un instante, el apremio que ha hecho detenerme, deja de
tener la urgencia que hace unos minutos me abrumara; sin embargo, apurándome instintivamente
por las horas que corren, me dirijo, entonces, a la maletera para retirar el
caucho de repuesto. Al levantar las herramientas y el equipaje descansando junto
a otros objetos en la cajuela, descubro enseguida el nuevo imprevisto: ¡el
caucho no tiene aire!... ¡Está desinflado!... ¡¿Qué vaina! ¡¿Y ahora qué hago?!...
El corazón me palpita tan fuerte que ya no era el viento quien estremecía mi camisa,
sino una crepitación azorada saliendo del costado izquierdo de mi pecho. Sudaba
frio mientras golpeaba desesperado el lomo del caucho aferrado a la estéril
idea de suponerlo en condiciones de hacer su trabajo. ¡No hay nada que hacer!...
¡Es inútil! Al sacar mi rostro de la maletera, lo giro a la derecha, persiguiendo
la mirada fija del anciano allá en su aposento, como si fuese en ese instante
la única tabla de salvación a mi traspiés. Nuevamente la consigo, igual que
antes; impávida, imperturbable, contemplando, diría yo, el paisaje, y, no al acecho,
como podría pensarse, de todo aquel fortuito transeúnte que por cualquier causa
cruzara por estos caminos. Alza otra vez una de sus manos y, torpemente, con la
palma abierta, como ya antes lo había hecho, me saluda enseguida.
Desde que llegué a este lugar, ningún otro
vehículo había cruzado la vía, podría desnudarme y plantarme en medio del
asfalto y nadie se enteraría. Es, en efecto, una carretera desolada, ya ni
siquiera es que tiene muy poco tráfico, como en cierto momento pensé, sino que
verdaderamente no tiene tránsito alguno. ¿Me habré equivocado de ruta?... Recuerdo
haber girado a la izquierda varios kilómetros atrás, justo como indicaba el
letrero en la autopista señalando la indicación. Estoy seguro de haber tomado la vía correcta…
Pero, bueno, no es ese realmente el problema que ahora tengo. El asunto apremiante consiste en reparar la
avería de la rueda, o, en su defecto, reponer el aire al caucho de repuesto. Ninguna
de las cosas a simple vista puedo hacerlas. Lleno de aire con lentitud mis
pulmones y trato de pensar. La radio seguía sonando con su mismo fragor, y las
mujeres que hace apenas unos segundos viera interesadas en las cabras del solar
contiguo, ahora se han ido. La casa con la bombilla colgando en su fachada,
aquella que estuvo encendida minutos antes, se observa apagada. El perro,
quizás después del grito de alguna de sus amas, ha desaparecido del lugar en
que se desvivía por la atención de ellas. El viejo con el niño, da un manotón
inesperado, y rápidamente hace correr despavoridos a los alegres pollitos por
el patio baldío que rodea la casa. Sacude el recipiente con el resto del
alimento pegado en el fondo, mientras va golpeándolo a modo de tambor hasta que
no queda nada en él. Al ciclista del cartón de huevos, lo veo venir esta vez de
regreso, viene sorteando con su manifiesta habilidad, las arrugas del terreno
yermo del camino, tal vez ha retornado por algún otro encargo hasta un
vecindario cercano. Quizás pueda ayudarme, decirme al menos, dónde podría reparar
la rueda. Es un alivio verlo acercarse.
El anciano seguía allá arriba como si nada
le importunara. Cada vez que volteo a mirarlo, enseguida encumbra su mano y me
saluda. A medida que el sujeto se aproxima, su fisonomía va haciéndose más
nítida. Al principio pensé que se trataba de un muchacho, tal vez, un
adolescente, sin embargo, mirándolo ahora de frente, puedo notar que se trataba
de un hombre que hace rato dejó la pubertad. Tiene un rostro reseco, como la
extensa superficie agostada que nos rodea; de cabello negro, abundante, agitándose
con sus mechones para todos lados según prefiera el azote de la ventisca. Lleva una
camisa a cuadros y un pantalón de un azul desteñido. Es delgado, enjuto, pero con
un cuerpo firme, aferrado al manubrio con la destreza de un jinete sujetando
las riendas de un caballo brioso. Por la orientación que trae su andar, viene
hacia mí. Las ruedas vienen enfilando conforme a la intención que su semblante
marca con la brújula invisible de sus gestos. ¿Vendrá a ayudarme?... Quizás. Lo
he visto subir antes hasta la meseta llevando el cartón de huevos, vi cuando
entraba en el patio de la última de las viviendas, pasando a un costado del
anciano, del celador impertérrito desde su alcor rastreador. Tal vez ha notado
mi necesidad de socorro. Me sacudo el polvo que creo me ha cubierto la camisa y,
de inmediato, renovando mi optimismo, espero a que el ciclista se acerque.
En el margen opuesto de la carretera, la
que ahora tengo a mis espaldas, no se divisan viviendas, ni fincas con animales
pastando, ni personas andando; en cambio, un bosque marchito de arbustos arrugados
y verduzcos, xerófitas abundantes, araguaneyes en flor, y otros árboles
dispersos que no sabría nombrar, componen la vastedad desolada y árida del
paisaje. El viento pegaba en leves ráfagas, aupando una polvareda momentánea
que rápidamente se disgregaba etérea, metiéndose igualmente entre los arbustos
y el follaje ralo del resto de las plantas. De allí surgía un chiflido
integrándose al silencio atrapado en la vega desolada. ¿Cómo podrán vivir
personas aquí?... Supongo que se habitúan del mismo modo que lo hacen los animales
y la vegetación…
El ciclista, a escasos metros, alza su
cara, sacándola del suelo arenoso del que venía pendiente, y me mira. Sin dudas,
tengo ahora, la certeza de que viene hacia mí. Una sonrisa discreta confirma
mis conjeturas, cuando observo que distiende sus labios al mismo tiempo en que me
dirige sus ojos sembrados en unas cavidades ojerosas. Son unas pupilas verdes
como un par de metras alegrándose junto al rostro que, entonces, se arrebuja con
una súbita expresión afable.
–Le manda a decir el abuelo que suba hasta
allá –me dice enseguida que se detiene frente a mí. El hombre ha frenado la
bicicleta con la planta de un zapato polvoriento rozando la rueda trasera. Con
el burro entre las piernas, como
también se le llama al tubo superior que une las dos secciones de la bicicleta,
el sujeto se planta delante de mi mientras me recita el mensaje del anciano.
Una vez que comunica su recado, instintivamente, giro mi rostro hacia la meseta.
Desde allí, el viejo alza su mano y vuelve saludarme, oscilando su mano como si
fuese una marioneta a quien le hacen andar su extremidad.
–¿Y qué desea el señor?...
–Ah, pues… No sé… Siempre ha estado
esperando por alguien. A lo mejor es usted, por eso quiere que suba.
De la cavidad oscura, delgada y chupada
como una ciruela deshidratada que tiene por boca, le sale cada palabra con
desgano, como si las masticara antes de finalmente pronunciarlas asociadas a un
aliento horrible. El hombre no tiene dentadura.
–¿No se ha dado cuenta que estoy
accidentado?...
–Sí, él lo sabe. Todo el que aquí se
detiene no lo hace por su gusto. Nadie viene por su cuenta… Él lo sabe. Por eso
quiere que suba.
–¿Dónde puedo reparar la avería de mi carro?
¿Pueden ayudarme? –le pregunto ya inquieto ante la absurda insistencia.
–Ah, pues, no se preocupe por eso, amigo…
El sujeto me responde con la misma
llaneza de siempre, con tal desparpajo, como si, en efecto, el percance de la
rueda no significara mayores inconvenientes. Han transcurrido ya varios minutos
desde que llegara a esta planicie, miro entonces mi reloj y preciso la hora,
las agujas en la esfera permanecían en la misma ubicación de la última vez en que
lo consulté. Me doy cuenta porque la saeta más delgada, la que va indicando los
segundos, se encuentra detenida sobre el diez, mientras las otras señalaban las
ocho y cuarenta y cinco minutos. Me parece raro, algo confuso porque quizás es
la misma hora desde hace mucho tiempo. Sacudo mi muñeca intentando reanimar el
reloj, pero las agujas no responden, continúan en su misma posición. ¡Qué
extraño!
–Está bien, voy a subir, pero, enseguida
que vuelva, me ayudas a reparar el caucho –le digo al ciclista–, necesito seguir mi camino cuanto antes –le preciso
finalmente.
–Ah…pues, pierda cuidado, a lo mejor no le
hará falta reparar nada… Adelántese usted que ya me llego hasta allá…
Mis zapatos ya no soportaban más polvo
sobre ellos, a medida que voy subiendo el modesto escarpado, me tropiezo con la
espesa arenilla del camino y con unas piedritas parecidas a las que descansan sobre
el cauce de los ríos. El perro de hace un rato, el patas blancas, porque en
otra de las viviendas, un orejón color tierra, descansa impasible bajo uno de
los pocos árboles, me mira apuntándome su hocico como si oliera en el aire un
aroma conocido, hace un par de intentos en ladrarme, pero al final desiste
meneando la cola. ¡Éste es de lo nuestros, quizás dictamina! El sol radiante
brilla sobre mis brazos, alzo uno de ellos cubriéndome vanamente el rostro, y
siento un inusual dolor en él, sin embargo, no le presto atención, respiro
hondo y tomo impulso para seguir la marcha. En realidad, el trayecto luce más
largo del que en efecto es, tal vez sea una especie de ilusión óptica producida
por los rayos del sol, o la misma pendiente que lleva hasta el rellano donde se
encuentra el anciano, quizás sean ambos hechos a la vez, dando en consecuencia la
idea de una ruta muy extensa. Es un caserío semiabandonado, un pueblito que fue
progresivamente deshabitándose, a lo mejor por la ruda vida del campo. Se le
preguntaré al anciano de la colina.
El niño con el viejo que alimentaba a los
pollitos, me ve pasar parado en el umbral de su vivienda, con sus ojos de
infante curioso persigue mi andar. Tiene una mirada intensa, bruna como una
noche sin estrellas, como si en ellos no habitara la chispa de luz que
abrillanta las pupilas. De su rostro no sale expresión alguna. Quizás sea ciego
y me sigue por el ruido que hacen mis zapatos estrujando el suelo. De la casa
de la bombilla recién apagada, apenas se escucha el bisbiseo de una
conversación de un hombre y una mujer, por el tono, se recriminan alguna cosa. La
radio, en la siguiente casa, sigue sonando igual que antes, las personas que
ahí habitan tendrían que levantar sus voces muy alto para poder entenderse. A
simple vista no se ve a nadie dentro de ella pese a tener la puerta abierta. Tal
vez estén en alguna de las habitaciones, o en la cocina ocupadas en sus
deberes. «¡Jesús es el camino, la verdad y la vida!... ¡No te apartes de él!...
¡Él viene pronto!». Se oye vociferar apasionadamente al locutor a través de los
parlantes chillones de la radio. De todos los animales, es probable que las
cabras sean las que menos consciencia tienen del mundo que les rodea. Sólo se
limitan a hundir instintivamente sus trompas para arrancar del terreno
pedregoso y tacaño la comida que silvestremente se reproduce. Cuando paso a un
costado de ellas, ni uno solo de los berridos de minutos antes sale de sus
cuerpos enjutos. El celador ha seguido con atención cada uno de mis pasos, me
ha visto mirar a los lados indagando el vecindario arruinado, y levantar mis
brazos, uno primero y el otro después, para cubrirme de la refulgencia impetuosa que se encumbra detrás de la colina, justo a sus espaldas
amparadas por la sombra del araguaney floreado y varios de los árboles que
desde la carretera se divisan.
Llegando a la cima, puedo ver ahora con
absoluta nitidez el semblante del anciano que me ha estado haciendo señas. Es
un hombre delgado, seco, enteco, mucho más que el ciclista. Como lo he visto
siempre sentado, sólo moviendo sus extremidades superiores, presumo que tiene
algún impedimento físico con sus piernas, sobre todo en este momento cuando
noto la manta que las cubre, tal vez no pueda caminar. Una barba blanca, rala, pero extendida, le envuelve parte del rostro, como una grama creciendo
silvestre hasta el cuello. Su cabello, igualmente blanco, liso,
escrupulosamente peinado hacia atrás, despeja una frente ancha tostada por el
sol. Sobre ella, destacan unas cejas grisáceas, profusamente pobladas, como
similarmente le sobresalen al ciclista. Del entrecejo, se le desprende una
nariz larga, ganchuda, descansando sobre un prominente Arco de Cupido que le dibuja
meticulosamente el bigote, también en eso se asemeja al hombre de la bicicleta.
A pocos metros, tomo impulso y me dirijo hasta él. Entre las sombras que los
árboles entregan generosamente, aprecio su mirada fija escrutándome. Son unos
ojos grandes, asimismo verdes, sembrados en unas cuencas abrazadas por unas
ojeras oscuras, sombrías. Apenas se sonríe cuando me voy acercando. A un
costado, ya en la meseta, de la casita modesta que pobremente se observa desde
la carretera, se escucha un bullicio ahogado, como el murmullo de muchas voces
hablando a un mismo tiempo. No logro comprender qué se hablan unos y otros; se
oyen mujeres, hombres y niños a tono no sé si de reclamo, o tan sólo de parloteo
sin trascendencia. Supongo que es ahí donde el hombre, balanceando la caja de
huevos, la ha llevado minutos antes. Desde aquí, la vista a la carretera y al
resto del valle, es admirable, nada que ocurra en el perímetro escapa a la
contemplación embelesada del ojo rastreador del anciano, como tampoco, de
cualquier otro que se dispusiera desde este mismo sitio a ejecutar su misión de
celador de la hondonada. Me presento ante el viejo extendiéndole mi mano, él, a su
vez, estirando la suya, balbucea su nombre: Faustino Perales.
–Tengo años esperándolo… –agrega enseguida–.
Hace mucho que nadie pasa por estos lados. Siempre me siento aquí a esperar
éste día –dice finalmente.
El hombre me observaba como si buscara en
mí el parecido con alguien, me examina angostando sus parpados para agudizar
sus pupilas en la pesquisa que detenidamente hace. Comienzo a sentirme
incómodo. Como un autómata, incluso sabiendo que mi reloj se ha detenido inexplicablemente,
levanto mi brazo nuevamente para consultarle la hora.
–No se inquiete por la hora, sigue siendo
la misma… –me dice con una leve sonrisa
atizándole el rostro. Comprendo que quiere decirme que no debo preocuparme por
el paso del tiempo y, no literalmente lo que acaba de ocurrírseme. ¿Cómo sabe
que mi reloj se ha parado?
–Sí, claro… Es que no quiero…
–¡¿Perder mucho tiempo!?... ¡¿Cierto?! –me
precisa cabalgando sobre mis palabras, lo hace con un tono vigoroso que antes
no había percibido. ¿Qué broma es ésta que me está pasando?...
–Pues, no precisamente, es que, como se ha
dado cuenta, a mi auto se le ha estropeado una de las ruedas, y el repuesto,
tampoco me sirve… Quisiera…
–No se preocupe por eso, ya no le hará
falta –vuelve a hablarme en unos términos en que, para no tomarlo fielmente,
debo, como antes, sortear una interpretación de lo dicho. Sin embargo, esta
vez, decido ir directo al grano.
–Dígame usted, ¿en qué puedo serle útil?
El hombre de la bicicleta, sin mediar
palabras, pasa a nuestro lado, llegando desde la carretera, de algún otro de
los caseríos en las cercanías, supongo, trae consigo otro cartón de huevos, igualmente,
columpiándolo en una de sus manos para evitar que se estrellen en el piso.
–Juvenal, ¿hasta cuándo traes huevos?...
¡Ya te he dicho que no nos hacen falta más huevos! –le reclama Faustino cuando
el ciclista va ingresando a la casa–. No sé cuándo llegará a darse cuenta del
lugar en donde se encuentra… –me dice directamente a mí–. ¡No puede seguir
haciendo siempre lo mismo eternamente! ¡Qué contrariedad! –exclama molesto, dirigiendo
sus palabras al vacío que nos separa, al tiempo que una lagrima gruesa sale de
uno de sus ojos rodándole presurosa por la mejilla derecha.
–¡Bien!… ¡Dígame usted! –le insisto,
soslayando el asunto de su turbación, para retomar enseguida nuestro diálogo.
–Sí, correcto. Verá…, ¿puedo tratarte de tú?
–Sí, desde luego.
–Desde este lugar, teniendo esta
majestuosidad a disposición –el viejo abre sus brazos abarcando el paisaje–, es
una tentación para todo hombre no soñar a ser Dios. Puedo uno ver cuánto quiera
y, sin interferir, dejamos que cada quien haga su propósito, como bien haría el
Creador. Llevo años esperando por alguien que, tomando este camino, se
detuviera justo ante mis ojos, para luego sin las dudas de la razón, llegase hasta
mí, como tú lo has hecho. Has escogido mi misión, la que llevo tanto tiempo
queriendo legar, porque me corresponde ahora otro destino...
Mientras lo escucho voy haciendo un inevitable
juicio sobre éste anciano: ¡Es un condenado chiflado alojado en esta soledad!
–Don Faustino, ¿cómo se llama éste lugar?
–le
pregunto, sacándolo del hilo que delirantemente va tejiendo.
–¡San Sebastián de Las Tasajeras! –responde
en el acto, cortando así la sarta de desvaríos que venía diciendo.
Después de conducir durante horas por una
recta que parecía trazada como una larga raya sin término, hago memoria ahora
sobre el trayecto de la troncal dividiéndose inesperadamente. Se abría ante mí en
dos vertientes como el cauce de un rio partiéndose en sendos canales. En ambos
márgenes de la carretera, se elevaban, sobreponiéndose unas sobre otras, una
cantidad formidable de colinas, de cerros altos y bajos cubiertos por una vegetación
rala, de xerofitas en su mayoría, dando el aspecto de un manto agreste
cubriéndolas con esmero. Sus superficies exhibían una gradación vistosa de
tonos escarlata, anaranjados disimiles, ocres, y rojizos, dando la idea de ser unas
montañas ferrosas, cuyas texturas, en efecto, se componen de arcilla. Finalizando abril,
los araguaneyes de estas angosturas, se visten del amarillo extravagante que
transforma el paisaje en una acuarela impresionista. Un deleite para la vista
de cualquier paisajista. Recuerdo haber tomado la ruta de la izquierda, dejándome
llevar por un aviso indicando el lugar de mi destino. El lomo del asfalto a
esta hora de la mañana luce de un tono opaco, de un matiz oscuro que va
abrillantándose a medida que el sol va remontando en la bóveda celestial. Cuando viré, un rayo de luz matinal, entró por
mi flanco derecho, froto mis ojos, comenzando a fatigarse por el trayecto, miro
mi muñeca para ver la hora, y de pronto, desde el mismo costado, la sombra de
una persona brinca sobre la vía… Es lo último que recuerdo de ese instante. Ya
no tengo memoria sobre lo que sucedió entonces.
–Curioso nombre… Supongo que era un
caserío próspero años atrás, con más población que ahora, digo.
–No vayas a creer, mientras viví aquí,
siempre fue un pueblo humilde y desamparado, pero es cierto, poco a poco fue
despoblándose hasta desaparecer. Ya ni siquiera figura en los mapas viales, ni
en los avisos de la vía señalan su proximidad.
–Por eso, justamente, le pregunto, porque
en ninguna parte noté indicación alguna sobre San Sebastián de Las Tasajeras.
–¿Y cómo vas a verla?... ¿Acaso no
comprendes?... ¿Quién se molestaría en anunciar un espejismo?
De nuevo interpreto el modo figurado con
que se expresaba Faustino Perales. Cada vez que habla, tras aquello que debería
ser una elemental respuesta, en su lugar, hay toda una inspiración reflexiva,
una disquisición meditabundamente estrafalaria.
–Es cierto, el vecindario es lo más
parecido a un pueblo fantasma.
Un aroma a flores mustias se alza intempestivo, es el mismo que en la carretera flotara de repente viniendo de
algún lugar impreciso. Inspiro buscando la corriente que lo trae, pero no hay
manera de rastrear su origen; inunda sutilmente todo el ambiente.
–Parece un caserío espectral –vuelvo a
decirle.
–De San Sebastián de Las Tasajeras a Las
Trincheras, apenas hay unos cuatro kilómetros, quizás hasta menos –comenta de
pronto el anciano– Sin embargo, por una prisa que nadie le impuso, Juvenal decidió
cortar camino atravesando las laderas de las colinas cercanas, ahorrándose de
esa forma el trayecto por el asfalto –continuó diciendo. No quise interrumpirlo
para culminar cuanto antes nuestra entrevista–. Aquella mañana salió temprano a
buscar un cartón de huevos.
No tenía un porqué para haber tomado esa ruta, pero
ese era su destino. Puede uno errar en la vida y siempre culmina atracando en
el puerto que tiene seguro. A poca distancia de la bifurcación de la troncal,
aprovechando el collado de las superficies próximas, embalando con fuerza su
bicicleta, intentó cruzar la carretera. Un vehículo lo arrolló en el acto. Sin
embargo, todavía Juvenal no acaba de entender qué le sucedió. Aún sigue yendo a
cada rato a buscar los huevos como aquella mañana –culmina Faustino, esbozando
una sonrisa, que no sabría decir sí es una mueca irónica, o, un gesto nervioso
después de contar semejante historia. Una fila de dientes amarillentos,
precariamente escondidos entre el pelambre de barba blanca, le sobresalen largos
y separados. De aquel hueco oculto que parece su boca, emana una fetidez que
pronto se mezcla con la fragancia de flores marchitas.
–¡Carajo!... ¡¿Y cómo es eso?!...
Cuesta abajo, la radio de la casucha continuaba
emitiendo su algarabía ardiente, de vez en cuando el hablachento animador
cesaba en su prédica vehemente y, entonces, la música de los intermedios se
disparaba con similar estridencia. El aire, batiendo entre el follaje de los
árboles, aproximaba o distanciaba el aspaviento radial, dejándose escuchar con
relativa nitidez todo cuanto se mencionaba a través del vibrante parlante. A
veces, inexplicablemente, arreciaba tanto el viento, que todo aquel ruidaje se
perdía entre los confines del claustro topográfico del valle. «…A la señora
Josefina, en La Pedregosa, le manda a decir su comadre Martina, que puede venir
a buscar los pantalones, que ya los tiene listos…». «…A Víctor Médina, se le
informa que su esposa dio a luz un niño varón en el hospital, que se acuerde de
venir a buscarlos el fin de semana temprano…». «…De parte de Carlota Naveda, se
informa a la comunidad de Las Trincheras, que las personas interesadas en el San de productos pueden pasar por su
casa después de mediodía…».
–¡Cuesta comprender!... ¡Cuesta
comprender!... ¡Ya lo entenderás! –exclama Faustino. Responde mirándome fijo a
los ojos con una sonrisa templada. Es una mirada opaca, sin brillo, sin aquella
chiribita tan propia del halo luminoso de la vida. Impaciente, me dispongo a fulminar el
encuentro, miro de nuevo mi muñeca derecha, y ahí tenía el reloj, marcando
precisa la misma hora de hace un rato. Bajo la sombra de la fronda del
araguaney y el resto de los árboles, la esfera del viejo Seiko se aprecia ahora
sin el brillo que el fragor soleado de la mañana encandilaba, mientras
remontaba la cuesta a la meseta. Percibo claramente, en el lado izquierdo del
cristal, la discreta partidura que explica su avería. No recuerdo haberme
golpeado. Sin embargo, un moretón, en el envés del brazo, entre el codo y el
dorso de la mano, para mi sorpresa, se manifiesta nítidamente con las señales
de una contusión. Enseguida, instintivamente, me llevo la otra de mis manos a
la nuca, advirtiendo, entonces, una quebradura irregular… ¡Una herida!
El anciano se ríe al ver mi desconcierto,
sus ojos, como unas canicas cambiando de color, se le achinan entre las ojeras
negruzcas. No dice nada, sólo ríe mientras el marfil de sus dientes se asoma
por el agujero tenebroso que la barba le rodea.
Las primeras ráfagas presagiando las
lluvias de mayo, estremecen con brío las hojas suplicantes de la vegetación atormentada
por el verano. «…Hace unos minutos, en las cercanías de Las Trincheras, en la
carretera vieja que conducía a San Sebastián de Las Tasajeras, acaba de ocurrir
un accidente fatal con saldo de un fallecido. Las autoridades proceden ahora a
levantar el cuerpo del occiso… ¡Que el Señor lo acoja en su seno!». «…La señora
Mechita le manda a decir a doña Matilde que no se olvide de llevarle los
botones de las camisas antes del miércoles…». «…!Arrepiéntete de tus pecados!
¡Arrepiéntete, aún estas a tiempo!».
Edinson Martínez