“La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir”.

Camilo José Cela

miércoles, 13 de mayo de 2020

San Sebastián de Las Tasajeras


San Sebastián de Las Tasajeras
Por: Edinson Martínez

Al subir la cuesta de la carretera, desde el flanco derecho, cuando fui girando en la curva sobre un ángulo discreto que apenas torcía el volante unos cuantos grados, el sol agazapado entre un grupo de nubes blancas como las motas de un enorme algodonal, fue invadiendo progresivamente con su resplandor ambarino, la cúspide árida de una pequeña loma coronada por una vivienda solitaria. Era la primera de una hilera de casas rusticas esparcidas en la tímida hondonada, como si ella hubiese sido sembrada ahí para ejercer el mando comarcal sobre el resto de aquellas ruinas resistiéndose al olvido. Desde la atalaya agreste que ocupaba, la vista se desplegaba generosa sobre la pendiente, oteándose claramente una ringlera de casas espectrales; cabras empecinadas hurgando el suelo, mientras van soltando lacónicos berridos; árboles sobreviviendo en el terreno pedregoso, rodeados de una vegetación dispersa aferrándose a la superficie arcillosa; arbustos oponiéndose al viento que, cayéndoles encima, desde cualquiera de los puntos cardinales, se mecían impacientes aguantando los embates antojadizos de las corrientes.  La carretera angosta por la que ahora transito divide el macizo semidesértico como una larga franja negra y sinuosa, viniendo desde muy lejos para continuar perdiéndose en el horizonte, como si fuese a encontrarse con el astro rey descansando entre las nubes. Llevo horas viajando, desde muy temprano en la madrugada, cuando todavía en el cielo refulgían atolondrados los incontables puntitos de luz apaciguando la oscuridad, pese a ello aún no me siento cansado, de modo que detenerme ahora ha sido verdaderamente un contratiempo que no esperaba encontrarme. Girando sobre el lomo de la carretera, uno de los neumáticos delanteros, repentinamente ha lanzado aquel estallido tan propio de las pinchaduras de un caucho. De inmediato, el volante acusando la avería, comienza a vibrar atropelladamente obligándome a orillarme rápidamente. Poco a poco fui llevando el vehículo hacia la estrecha calzada hasta que fue desmayándose para aplicar los frenos. Estaba detenido en un camino solitario por el que según parecía, circulaban muy esporádicamente vehículos. En realidad, desde hacía rato, no había visto transitar a nadie en cualquiera de los sentidos de la vía; no venían, ni tampoco iban carros. Es decir, para mejor expresarlo, ni bajaban, ni subían personas o automotores de ninguna clase. Tal vez sea la hora, incluso el día. Los domingos en las mañanas, muy temprano, suele haber poca afluencia de conductores en las vías, se me ocurre pensar. Durante unos minutos aguardé sentado dentro del auto sin el menor propósito de salir a establecer cuál era el verdadero alcance del percance. Afuera, un silencio sólo perturbado por el rumor del viento bajando desde las colinas, colmaba el ambiente apacible como si allí nada tuviera prisa más que el aire levantando el follaje de los arbustillos famélicos desperdigados en las laderas terrosas. A veces, el berrear de alguna cabra arrancando del suelo agreste el monte ralo adherido con firmeza en el pedregal, se escuchaba lejano perdiéndose como un lamento que va desfalleciéndose en la inmensidad. De pronto, veo venir a un muchacho en una bicicleta, a varios metros de donde me encuentro, viene pedaleando con la habilidad de un malabarista, sosteniendo en una de sus manos, un cartón de huevos con tal naturalidad, como si éste formara parte de su anatomía. Antes de llegar a toparse conmigo, vira a su izquierda y toma el camino arenoso que conduce hasta la meseta, enfilándose a través de un paso rastrillado por las aguas que durante el invierno descienden aturdidas por la pendiente. Llegan, según las marcas de la trocha, desembocando en raudal persistente hasta la carretera, precisamente, hasta el costado en que ahora me encuentro contemplando el paisaje. Sobre la senda, las huellas registradas sobre el terreno desértico como grandes arrugas serpenteando el trayecto, retratan el poder lacerante de las aguas durante los aguaceros inclementes de la estación pasada. También es probable que alguna lluvia atemporal sobrevenida fortuitamente, como a veces ocurre por estas tierras, haya dejado sus rastros en la superficie. A paso lento, el ciclista, fue remontando el escarpado sinuoso hasta posarse en la última de las viviendas coronando el cerrito. Cuando el adolescente al fin llega, quizás exhausto, por la lucha que ha significado sortear los escollos del camino equilibrando el cartón de huevos, decido, entonces, salir del vehículo. 

La rueda derecha, la delantera, yace completamente achatada sobre el asfalto, desinflada y estropeada, dando la impresión de una nave escorada yéndose a pique en medio de la inmensidad. En uno de sus extremos, una rajadura larga, corta diagonalmente el caucho, como si un objeto filoso hubiese sajado la gruesa armazón negra hasta sacar de sus entrañas el vacío que la sostiene. Examinando por unos instantes la llanta, en cuclillas, paseo por su superficie mis manos para apreciar la magnitud del daño. No hay nada qué hacer, no tiene arreglo, y en seguida pienso en el contratiempo, en la contrariedad, en todo aquel engorro que significa disponerme a cambiar un caucho en plena carretera. Sin embargo, reponiéndome casi enseguida, respiro hondo para tomar impulso, mientras el sol pegando a mi espalda, trae consigo la quemante sensación de una mirada espiándome desde algún lugar del rellano. Es aquella extraña percepción a veces sentida sobre el cuerpo a través de una acuciosa observación; una inexplicable presencia que nos sigue con sus ojos hasta que, en el albur de las reacciones humanas, finalmente, se intercepte con disimulado gesto. Ya de pie, volteando automáticamente hacia el camino que minutos antes tomara el ciclista, miro en ambos lados de la ruta polvorienta, busco en sus alrededores el origen de aquella sensación que, de pronto, quizás, resultara más bien fruto de la imaginación, del recelo que me posee hallándome desamparado frente a tan desafortunado percance; un sentimiento que me acoquina desde las entrañas mismas sin poder evitarlo. Paseo mi vista fugazmente sobre el caserío, son cinco o seis viviendas dispersas, con patios extensos remontándose sobre la austera cuesta que conduce a la meseta, y noto en una de ellas, la primera del ala derecha del camino, a dos mujeres, ambas jóvenes, en el umbral del humilde pórtico, hablándose mientras señalan el lugar en que varias cabras arrancan del suelo el pastizal reseco. Un perro de patas blancas, bate su cola empinando el hocico con la lengua suplicante hacia ellas; alguna promesa le han hecho que ahora se las está reclamando lanzándoles dos o tres ladridos mendicantes. No parecieran haber notado mi presencia, incluso ni siquiera me miran. En el extremo opuesto, tal vez diagonal a ellas, subiendo la pendiente, otra de las casas luce desocupada; ventanas y puerta, la única que se aprecia, cerradas. Sobre el dintel de la entrada, un bombillo pegado en la pared, todavía está encendido con su luz incandescente diluyéndose entre los fogonazos amarillentos del sol disparándose desde atrás de la colina. A su lado, varios metros más arriba en el camino, separándose en el terreno que ambas comparten por un camellón de alambre de púas que las divide, otra vivienda, igualmente, parece vacía. 


Un árbol cubre parte de su fachada con largos brazos envolviendo el techado, detrás de ella, varias filas de arbustos floreados forman un precario jardín multicolor con plantas de la estación. Otra vez, los seres más comunes del paisaje, se pasean indiferentes, impasibles, por la estepa soleada, ensimismados, como siempre, en la única tarea que sus cerebros les prescribe en su existencia: rebuscar entre el matojo de la tierra, el alimento que les sirve de sustento mientras van berreando.  Desde el frente, una casa más baja, con el resto de sus dimensiones asimismo recortadas, el ruido apagado de una radio que sale de sus entrañas, se pierde entre los rumores sordos que forma el viento bajando por los cerros. La cháchara del hablante acompasada por una música de fondo, sube y baja de intensidad en el ambiente según quiera la caprichosa fuerza del viento, quedándose flotando en la atmósfera, como si estuviese penando en el limbo creado por los pliegues topográficos de la zona. A un costado, de un tendero de ropa, cuelgan prendas de vestir masculinas y femeninas; pantalones, faldas, camisas y blusas. Ondean sujetas a las cuerdas bajo el imperio de la exhalación furiosa de la hora. Si hay alguien ahí, seguramente estará dentro ocupándose de las tareas del día, cronometrando rigurosamente el paso del tiempo, mientras va afanándose en aquellos menesteres que han esperado el fin de semana para atenderse con disciplina de ama de casa. No viene de allí observación alguna y, enseguida, levantando la mirada un poco más arriba, como sobando la planicie sobriamente encumbrada, en la siguiente casa, mi vista se posa sobre un hombre mayor junto a un niño entreteniéndose con unos pollitos amarillos a los que van lanzándoles los granos de maíz desde un recipiente que sostiene el viejo en su regazo. El niño brincotea agarrado al pantalón de quien parece su abuelo, aunque, también, pudiera ser su padre. A medida que los polluelos los van cercando con el picoteo alborotado, el infante se ríe con la risa nerviosa de un chiquillo repartiendo su gozo entre el recelo y la alegría. Ambos sólo tienen atención para el regocijo dominguero. Esta es la penúltima de las viviendas de la ruta pedregosa que va asentándose hasta la augusta colina.

Una confusión de trinitarias rojas, moradas y blancas, formando un nudo esplendente de flores sobre un cercado, antesala el fin de la pendiente. A un costado, en su flanco izquierdo, como abriendo paso al camino áspero que se introduce en la meseta, bajo la sombra de un araguaney en flor, en el margen derecho de la última de las viviendas del caserío, mis ojos se posan sobre la figura de un anciano sentado con una manta sobre sus piernas, encima de las cuales descansan sus manos, sujetándose una palma dentro de la otra mientras se acoda en los apoyabrazos del asiento. Su semblante apunta su mirada directamente hacia mí, como si desde la espléndida atalaya en que moraba no pudiera otearse ninguna otra presencia. Cuando finalmente, en la imaginación que acorta la distancia para el encuentro franco de nuestras pupilas, logramos alinear nuestros rostros, ambos supimos que estábamos mirándonos. Yo lo descubría en el vuelo rasante de unos segundos extendidos sobre el paisaje ocre y, él lo hacía descolgando su mirada desde aquella fisonomía tostada, de barba rala y blanca, en la contemplación muda sobre la campiña que de allí dominaba desde hacía rato.
El sol de cuarenta y cinco grados sobre la superficie baña jubiloso la comarca, su exhalación luminosa la tengo de frente azotando inclemente mi rostro. Levanto mi mano para escudarme de él mientras cubro parte de mi cara. La opongo con la palma derecha abierta escondiendo el disco dorado que azorado se yergue entre un montón de nubes blancas. El anciano, en gesto inesperado, sin los centellazos que le molestasen porque nacen a sus espaldas, alza, igualmente, su mano. Lo ha hecho al propio tiempo en que elevo la mía, también con su palma abierta, como respondiendo a mi ademán protector con similar movimiento. Me toca dudar. Me acodo sobre el auto y de seguidas sacudo indecisamente la mano, como haciendo con ella un saludo tímido sin esperar nada a cambio. Para mi sorpresa, el anciano igualmente me responde. Esta vez no hay dudas, no se trataba de un espejismo, ni de mi imaginación cuando supuse el efecto de una mirada sobre mi espalda al examinar la rueda, sino de un hecho tangible. Allí estaba aquella figura, una y otra vez haciéndome señales amigables a través de una oscilación pausada de su mano. Tenía rato observándome.
Una cabra lanzando un nuevo berrido desde el solar opuesto donde se ubica, enseguida es respondido por el grupo disperso en toda la planicie, como si pretendiesen transar una conversación en el vecindario. El perro patas blancas, ladrando juguetón suplicando atención, recibe el grito irritado de una de las muchachas espantándolo de su lado, empujándolo hastiada al patio soleado de la casa, el lugar habitual de los animales. El viento, descendiendo por la depresión de las colinas cercanas, atraviesa sedoso las laderas, manifestando sus huellas invisibles en el repentino alborozo del precario follaje que ha sobrevivido a la sequía. Es un aire perfumado golpeándome el rostro en ráfagas discretas, acariciándome con tanta calma, con tal placidez que, por un instante, el apremio que ha hecho detenerme, deja de tener la urgencia que hace unos minutos me abrumara; sin embargo, apurándome instintivamente por las horas que corren, me dirijo, entonces, a la maletera para retirar el caucho de repuesto. Al levantar las herramientas y el equipaje descansando junto a otros objetos en la cajuela, descubro enseguida el nuevo imprevisto: ¡el caucho no tiene aire!... ¡Está desinflado!... ¡¿Qué vaina! ¡¿Y ahora qué hago?!... El corazón me palpita tan fuerte que ya no era el viento quien estremecía mi camisa, sino una crepitación azorada saliendo del costado izquierdo de mi pecho. Sudaba frio mientras golpeaba desesperado el lomo del caucho aferrado a la estéril idea de suponerlo en condiciones de hacer su trabajo. ¡No hay nada que hacer!... ¡Es inútil! Al sacar mi rostro de la maletera, lo giro a la derecha, persiguiendo la mirada fija del anciano allá en su aposento, como si fuese en ese instante la única tabla de salvación a mi traspiés. Nuevamente la consigo, igual que antes; impávida, imperturbable, contemplando, diría yo, el paisaje, y, no al acecho, como podría pensarse, de todo aquel fortuito transeúnte que por cualquier causa cruzara por estos caminos. Alza otra vez una de sus manos y, torpemente, con la palma abierta, como ya antes lo había hecho, me saluda enseguida.

Desde que llegué a este lugar, ningún otro vehículo había cruzado la vía, podría desnudarme y plantarme en medio del asfalto y nadie se enteraría. Es, en efecto, una carretera desolada, ya ni siquiera es que tiene muy poco tráfico, como en cierto momento pensé, sino que verdaderamente no tiene tránsito alguno. ¿Me habré equivocado de ruta?... Recuerdo haber girado a la izquierda varios kilómetros atrás, justo como indicaba el letrero en la autopista señalando la indicación.  Estoy seguro de haber tomado la vía correcta… Pero, bueno, no es ese realmente el problema que ahora tengo.  El asunto apremiante consiste en reparar la avería de la rueda, o, en su defecto, reponer el aire al caucho de repuesto. Ninguna de las cosas a simple vista puedo hacerlas. Lleno de aire con lentitud mis pulmones y trato de pensar. La radio seguía sonando con su mismo fragor, y las mujeres que hace apenas unos segundos viera interesadas en las cabras del solar contiguo, ahora se han ido. La casa con la bombilla colgando en su fachada, aquella que estuvo encendida minutos antes, se observa apagada. El perro, quizás después del grito de alguna de sus amas, ha desaparecido del lugar en que se desvivía por la atención de ellas. El viejo con el niño, da un manotón inesperado, y rápidamente hace correr despavoridos a los alegres pollitos por el patio baldío que rodea la casa. Sacude el recipiente con el resto del alimento pegado en el fondo, mientras va golpeándolo a modo de tambor hasta que no queda nada en él. Al ciclista del cartón de huevos, lo veo venir esta vez de regreso, viene sorteando con su manifiesta habilidad, las arrugas del terreno yermo del camino, tal vez ha retornado por algún otro encargo hasta un vecindario cercano. Quizás pueda ayudarme, decirme al menos, dónde podría reparar la rueda. Es un alivio verlo acercarse.
El anciano seguía allá arriba como si nada le importunara. Cada vez que volteo a mirarlo, enseguida encumbra su mano y me saluda. A medida que el sujeto se aproxima, su fisonomía va haciéndose más nítida. Al principio pensé que se trataba de un muchacho, tal vez, un adolescente, sin embargo, mirándolo ahora de frente, puedo notar que se trataba de un hombre que hace rato dejó la pubertad. Tiene un rostro reseco, como la extensa superficie agostada que nos rodea; de cabello negro, abundante, agitándose con sus mechones para todos lados según prefiera el azote de la ventisca. Lleva una camisa a cuadros y un pantalón de un azul desteñido. Es delgado, enjuto, pero con un cuerpo firme, aferrado al manubrio con la destreza de un jinete sujetando las riendas de un caballo brioso. Por la orientación que trae su andar, viene hacia mí. Las ruedas vienen enfilando conforme a la intención que su semblante marca con la brújula invisible de sus gestos. ¿Vendrá a ayudarme?... Quizás. Lo he visto subir antes hasta la meseta llevando el cartón de huevos, vi cuando entraba en el patio de la última de las viviendas, pasando a un costado del anciano, del celador impertérrito desde su alcor rastreador. Tal vez ha notado mi necesidad de socorro. Me sacudo el polvo que creo me ha cubierto la camisa y, de inmediato, renovando mi optimismo, espero a que el ciclista se acerque.

En el margen opuesto de la carretera, la que ahora tengo a mis espaldas, no se divisan viviendas, ni fincas con animales pastando, ni personas andando; en cambio, un bosque marchito de arbustos arrugados y verduzcos, xerófitas abundantes, araguaneyes en flor, y otros árboles dispersos que no sabría nombrar, componen la vastedad desolada y árida del paisaje. El viento pegaba en leves ráfagas, aupando una polvareda momentánea que rápidamente se disgregaba etérea, metiéndose igualmente entre los arbustos y el follaje ralo del resto de las plantas. De allí surgía un chiflido integrándose al silencio atrapado en la vega desolada. ¿Cómo podrán vivir personas aquí?... Supongo que se habitúan del mismo modo que lo hacen los animales y la vegetación…
El ciclista, a escasos metros, alza su cara, sacándola del suelo arenoso del que venía pendiente, y me mira. Sin dudas, tengo ahora, la certeza de que viene hacia mí. Una sonrisa discreta confirma mis conjeturas, cuando observo que distiende sus labios al mismo tiempo en que me dirige sus ojos sembrados en unas cavidades ojerosas. Son unas pupilas verdes como un par de metras alegrándose junto al rostro que, entonces, se arrebuja con una súbita expresión afable.
–Le manda a decir el abuelo que suba hasta allá –me dice enseguida que se detiene frente a mí. El hombre ha frenado la bicicleta con la planta de un zapato polvoriento rozando la rueda trasera. Con el burro entre las piernas, como también se le llama al tubo superior que une las dos secciones de la bicicleta, el sujeto se planta delante de mi mientras me recita el mensaje del anciano. Una vez que comunica su recado, instintivamente, giro mi rostro hacia la meseta. Desde allí, el viejo alza su mano y vuelve saludarme, oscilando su mano como si fuese una marioneta a quien le hacen andar su extremidad.
–¿Y qué desea el señor?...
–Ah, pues… No sé… Siempre ha estado esperando por alguien. A lo mejor es usted, por eso quiere que suba.
De la cavidad oscura, delgada y chupada como una ciruela deshidratada que tiene por boca, le sale cada palabra con desgano, como si las masticara antes de finalmente pronunciarlas asociadas a un aliento horrible. El hombre no tiene dentadura.
–¿No se ha dado cuenta que estoy accidentado?...
–Sí, él lo sabe. Todo el que aquí se detiene no lo hace por su gusto. Nadie viene por su cuenta… Él lo sabe. Por eso quiere que suba.
–¿Dónde puedo reparar la avería de mi carro? ¿Pueden ayudarme? –le pregunto ya inquieto ante la absurda insistencia.
–Ah, pues, no se preocupe por eso, amigo…
El sujeto me responde con la misma llaneza de siempre, con tal desparpajo, como si, en efecto, el percance de la rueda no significara mayores inconvenientes. Han transcurrido ya varios minutos desde que llegara a esta planicie, miro entonces mi reloj y preciso la hora, las agujas en la esfera permanecían en la misma ubicación de la última vez en que lo consulté. Me doy cuenta porque la saeta más delgada, la que va indicando los segundos, se encuentra detenida sobre el diez, mientras las otras señalaban las ocho y cuarenta y cinco minutos. Me parece raro, algo confuso porque quizás es la misma hora desde hace mucho tiempo. Sacudo mi muñeca intentando reanimar el reloj, pero las agujas no responden, continúan en su misma posición. ¡Qué extraño!
–Está bien, voy a subir, pero, enseguida que vuelva, me ayudas a reparar el caucho –le digo al ciclista–, necesito seguir mi camino cuanto antes –le preciso finalmente.
–Ah…pues, pierda cuidado, a lo mejor no le hará falta reparar nada… Adelántese usted que ya me llego hasta allá…

Mis zapatos ya no soportaban más polvo sobre ellos, a medida que voy subiendo el modesto escarpado, me tropiezo con la espesa arenilla del camino y con unas piedritas parecidas a las que descansan sobre el cauce de los ríos. El perro de hace un rato, el patas blancas, porque en otra de las viviendas, un orejón color tierra, descansa impasible bajo uno de los pocos árboles, me mira apuntándome su hocico como si oliera en el aire un aroma conocido, hace un par de intentos en ladrarme, pero al final desiste meneando la cola. ¡Éste es de lo nuestros, quizás dictamina! El sol radiante brilla sobre mis brazos, alzo uno de ellos cubriéndome vanamente el rostro, y siento un inusual dolor en él, sin embargo, no le presto atención, respiro hondo y tomo impulso para seguir la marcha. En realidad, el trayecto luce más largo del que en efecto es, tal vez sea una especie de ilusión óptica producida por los rayos del sol, o la misma pendiente que lleva hasta el rellano donde se encuentra el anciano, quizás sean ambos hechos a la vez, dando en consecuencia la idea de una ruta muy extensa. Es un caserío semiabandonado, un pueblito que fue progresivamente deshabitándose, a lo mejor por la ruda vida del campo. Se le preguntaré al anciano de la colina.
El niño con el viejo que alimentaba a los pollitos, me ve pasar parado en el umbral de su vivienda, con sus ojos de infante curioso persigue mi andar. Tiene una mirada intensa, bruna como una noche sin estrellas, como si en ellos no habitara la chispa de luz que abrillanta las pupilas. De su rostro no sale expresión alguna. Quizás sea ciego y me sigue por el ruido que hacen mis zapatos estrujando el suelo. De la casa de la bombilla recién apagada, apenas se escucha el bisbiseo de una conversación de un hombre y una mujer, por el tono, se recriminan alguna cosa. La radio, en la siguiente casa, sigue sonando igual que antes, las personas que ahí habitan tendrían que levantar sus voces muy alto para poder entenderse. A simple vista no se ve a nadie dentro de ella pese a tener la puerta abierta. Tal vez estén en alguna de las habitaciones, o en la cocina ocupadas en sus deberes. «¡Jesús es el camino, la verdad y la vida!... ¡No te apartes de él!... ¡Él viene pronto!». Se oye vociferar apasionadamente al locutor a través de los parlantes chillones de la radio. De todos los animales, es probable que las cabras sean las que menos consciencia tienen del mundo que les rodea. Sólo se limitan a hundir instintivamente sus trompas para arrancar del terreno pedregoso y tacaño la comida que silvestremente se reproduce. Cuando paso a un costado de ellas, ni uno solo de los berridos de minutos antes sale de sus cuerpos enjutos. El celador ha seguido con atención cada uno de mis pasos, me ha visto mirar a los lados indagando el vecindario arruinado, y levantar mis brazos, uno primero y el otro después, para cubrirme de la refulgencia impetuosa que se encumbra detrás de la colina, justo a sus espaldas amparadas por la sombra del araguaney floreado y varios de los árboles que desde la carretera se divisan.
Llegando a la cima, puedo ver ahora con absoluta nitidez el semblante del anciano que me ha estado haciendo señas. Es un hombre delgado, seco, enteco, mucho más que el ciclista. Como lo he visto siempre sentado, sólo moviendo sus extremidades superiores, presumo que tiene algún impedimento físico con sus piernas, sobre todo en este momento cuando noto la manta que las cubre, tal vez no pueda caminar. Una barba blanca, rala, pero extendida, le envuelve parte del rostro, como una grama creciendo silvestre hasta el cuello. Su cabello, igualmente blanco, liso, escrupulosamente peinado hacia atrás, despeja una frente ancha tostada por el sol. Sobre ella, destacan unas cejas grisáceas, profusamente pobladas, como similarmente le sobresalen al ciclista. Del entrecejo, se le desprende una nariz larga, ganchuda, descansando sobre un prominente Arco de Cupido que le dibuja meticulosamente el bigote, también en eso se asemeja al hombre de la bicicleta. A pocos metros, tomo impulso y me dirijo hasta él. Entre las sombras que los árboles entregan generosamente, aprecio su mirada fija escrutándome. Son unos ojos grandes, asimismo verdes, sembrados en unas cuencas abrazadas por unas ojeras oscuras, sombrías. Apenas se sonríe cuando me voy acercando. A un costado, ya en la meseta, de la casita modesta que pobremente se observa desde la carretera, se escucha un bullicio ahogado, como el murmullo de muchas voces hablando a un mismo tiempo. No logro comprender qué se hablan unos y otros; se oyen mujeres, hombres y niños a tono no sé si de reclamo, o tan sólo de parloteo sin trascendencia. Supongo que es ahí donde el hombre, balanceando la caja de huevos, la ha llevado minutos antes. Desde aquí, la vista a la carretera y al resto del valle, es admirable, nada que ocurra en el perímetro escapa a la contemplación embelesada del ojo rastreador del anciano, como tampoco, de cualquier otro que se dispusiera desde este mismo sitio a ejecutar su misión de celador de la hondonada. Me presento ante el viejo extendiéndole mi mano, él, a su vez, estirando la suya, balbucea su nombre: Faustino Perales. 
–Tengo años esperándolo… –agrega enseguida–. Hace mucho que nadie pasa por estos lados. Siempre me siento aquí a esperar éste día –dice finalmente.
El hombre me observaba como si buscara en mí el parecido con alguien, me examina angostando sus parpados para agudizar sus pupilas en la pesquisa que detenidamente hace. Comienzo a sentirme incómodo. Como un autómata, incluso sabiendo que mi reloj se ha detenido inexplicablemente, levanto mi brazo nuevamente para consultarle la hora.
–No se inquiete por la hora, sigue siendo la misma…  –me dice con una leve sonrisa atizándole el rostro. Comprendo que quiere decirme que no debo preocuparme por el paso del tiempo y, no literalmente lo que acaba de ocurrírseme. ¿Cómo sabe que mi reloj se ha parado?
–Sí, claro… Es que no quiero…
–¡¿Perder mucho tiempo!?... ¡¿Cierto?! –me precisa cabalgando sobre mis palabras, lo hace con un tono vigoroso que antes no había percibido. ¿Qué broma es ésta que me está pasando?...  
–Pues, no precisamente, es que, como se ha dado cuenta, a mi auto se le ha estropeado una de las ruedas, y el repuesto, tampoco me sirve… Quisiera…
–No se preocupe por eso, ya no le hará falta –vuelve a hablarme en unos términos en que, para no tomarlo fielmente, debo, como antes, sortear una interpretación de lo dicho. Sin embargo, esta vez, decido ir directo al grano.
–Dígame usted, ¿en qué puedo serle útil?
El hombre de la bicicleta, sin mediar palabras, pasa a nuestro lado, llegando desde la carretera, de algún otro de los caseríos en las cercanías, supongo, trae consigo otro cartón de huevos, igualmente, columpiándolo en una de sus manos para evitar que se estrellen en el piso.
–Juvenal, ¿hasta cuándo traes huevos?... ¡Ya te he dicho que no nos hacen falta más huevos! –le reclama Faustino cuando el ciclista va ingresando a la casa–. No sé cuándo llegará a darse cuenta del lugar en donde se encuentra… –me dice directamente a mí–. ¡No puede seguir haciendo siempre lo mismo eternamente! ¡Qué contrariedad! –exclama molesto, dirigiendo sus palabras al vacío que nos separa, al tiempo que una lagrima gruesa sale de uno de sus ojos rodándole presurosa por la mejilla derecha.
–¡Bien!… ¡Dígame usted! –le insisto, soslayando el asunto de su turbación, para retomar enseguida nuestro diálogo.
–Sí, correcto. Verá…, ¿puedo tratarte de ?
–Sí, desde luego.
–Desde este lugar, teniendo esta majestuosidad a disposición –el viejo abre sus brazos abarcando el paisaje–, es una tentación para todo hombre no soñar a ser Dios. Puedo uno ver cuánto quiera y, sin interferir, dejamos que cada quien haga su propósito, como bien haría el Creador. Llevo años esperando por alguien que, tomando este camino, se detuviera justo ante mis ojos, para luego sin las dudas de la razón, llegase hasta mí, como tú lo has hecho. Has escogido mi misión, la que llevo tanto tiempo queriendo legar, porque me corresponde ahora otro destino...
Mientras lo escucho voy haciendo un inevitable juicio sobre éste anciano: ¡Es un condenado chiflado alojado en esta soledad!       
–Don Faustino, ¿cómo se llama éste lugar? –le pregunto, sacándolo del hilo que delirantemente va tejiendo.
–¡San Sebastián de Las Tasajeras! –responde en el acto, cortando así la sarta de desvaríos que venía diciendo. 
Después de conducir durante horas por una recta que parecía trazada como una larga raya sin término, hago memoria ahora sobre el trayecto de la troncal dividiéndose inesperadamente. Se abría ante mí en dos vertientes como el cauce de un rio partiéndose en sendos canales. En ambos márgenes de la carretera, se elevaban, sobreponiéndose unas sobre otras, una cantidad formidable de colinas, de cerros altos y bajos cubiertos por una vegetación rala, de xerofitas en su mayoría, dando el aspecto de un manto agreste cubriéndolas con esmero. Sus superficies exhibían una gradación vistosa de tonos escarlata, anaranjados disimiles, ocres, y rojizos, dando la idea de ser unas montañas ferrosas, cuyas texturas, en efecto, se componen de arcilla. Finalizando abril, los araguaneyes de estas angosturas, se visten del amarillo extravagante que transforma el paisaje en una acuarela impresionista. Un deleite para la vista de cualquier paisajista. Recuerdo haber tomado la ruta de la izquierda, dejándome llevar por un aviso indicando el lugar de mi destino. El lomo del asfalto a esta hora de la mañana luce de un tono opaco, de un matiz oscuro que va abrillantándose a medida que el sol va remontando en la bóveda celestial.  Cuando viré, un rayo de luz matinal, entró por mi flanco derecho, froto mis ojos, comenzando a fatigarse por el trayecto, miro mi muñeca para ver la hora, y de pronto, desde el mismo costado, la sombra de una persona brinca sobre la vía… Es lo último que recuerdo de ese instante. Ya no tengo memoria sobre lo que sucedió entonces.
–Curioso nombre… Supongo que era un caserío próspero años atrás, con más población que ahora, digo.
–No vayas a creer, mientras viví aquí, siempre fue un pueblo humilde y desamparado, pero es cierto, poco a poco fue despoblándose hasta desaparecer. Ya ni siquiera figura en los mapas viales, ni en los avisos de la vía señalan su proximidad.
–Por eso, justamente, le pregunto, porque en ninguna parte noté indicación alguna sobre San Sebastián de Las Tasajeras.   
–¿Y cómo vas a verla?... ¿Acaso no comprendes?... ¿Quién se molestaría en anunciar un espejismo?
De nuevo interpreto el modo figurado con que se expresaba Faustino Perales. Cada vez que habla, tras aquello que debería ser una elemental respuesta, en su lugar, hay toda una inspiración reflexiva, una disquisición meditabundamente estrafalaria.
–Es cierto, el vecindario es lo más parecido a un pueblo fantasma.
Un aroma a flores mustias se alza intempestivo, es el mismo que en la carretera flotara de repente viniendo de algún lugar impreciso. Inspiro buscando la corriente que lo trae, pero no hay manera de rastrear su origen; inunda sutilmente todo el ambiente. 
–Parece un caserío espectral –vuelvo a decirle.
–De San Sebastián de Las Tasajeras a Las Trincheras, apenas hay unos cuatro kilómetros, quizás hasta menos –comenta de pronto el anciano– Sin embargo, por una prisa que nadie le impuso, Juvenal decidió cortar camino atravesando las laderas de las colinas cercanas, ahorrándose de esa forma el trayecto por el asfalto –continuó diciendo. No quise interrumpirlo para culminar cuanto antes nuestra entrevista–. Aquella mañana salió temprano a buscar un cartón de huevos. 
No tenía un porqué para haber tomado esa ruta, pero ese era su destino. Puede uno errar en la vida y siempre culmina atracando en el puerto que tiene seguro. A poca distancia de la bifurcación de la troncal, aprovechando el collado de las superficies próximas, embalando con fuerza su bicicleta, intentó cruzar la carretera. Un vehículo lo arrolló en el acto. Sin embargo, todavía Juvenal no acaba de entender qué le sucedió. Aún sigue yendo a cada rato a buscar los huevos como aquella mañana –culmina Faustino, esbozando una sonrisa, que no sabría decir sí es una mueca irónica, o, un gesto nervioso después de contar semejante historia. Una fila de dientes amarillentos, precariamente escondidos entre el pelambre de barba blanca, le sobresalen largos y separados. De aquel hueco oculto que parece su boca, emana una fetidez que pronto se mezcla con la fragancia de flores marchitas.
–¡Carajo!... ¡¿Y cómo es eso?!...

Cuesta abajo, la radio de la casucha continuaba emitiendo su algarabía ardiente, de vez en cuando el hablachento animador cesaba en su prédica vehemente y, entonces, la música de los intermedios se disparaba con similar estridencia. El aire, batiendo entre el follaje de los árboles, aproximaba o distanciaba el aspaviento radial, dejándose escuchar con relativa nitidez todo cuanto se mencionaba a través del vibrante parlante. A veces, inexplicablemente, arreciaba tanto el viento, que todo aquel ruidaje se perdía entre los confines del claustro topográfico del valle. «…A la señora Josefina, en La Pedregosa, le manda a decir su comadre Martina, que puede venir a buscar los pantalones, que ya los tiene listos…». «…A Víctor Médina, se le informa que su esposa dio a luz un niño varón en el hospital, que se acuerde de venir a buscarlos el fin de semana temprano…». «…De parte de Carlota Naveda, se informa a la comunidad de Las Trincheras, que las personas interesadas en el San de productos pueden pasar por su casa después de mediodía…».

–¡Cuesta comprender!... ¡Cuesta comprender!... ¡Ya lo entenderás! –exclama Faustino. Responde mirándome fijo a los ojos con una sonrisa templada. Es una mirada opaca, sin brillo, sin aquella chiribita tan propia del halo luminoso de la vida.  Impaciente, me dispongo a fulminar el encuentro, miro de nuevo mi muñeca derecha, y ahí tenía el reloj, marcando precisa la misma hora de hace un rato. Bajo la sombra de la fronda del araguaney y el resto de los árboles, la esfera del viejo Seiko se aprecia ahora sin el brillo que el fragor soleado de la mañana encandilaba, mientras remontaba la cuesta a la meseta. Percibo claramente, en el lado izquierdo del cristal, la discreta partidura que explica su avería. No recuerdo haberme golpeado. Sin embargo, un moretón, en el envés del brazo, entre el codo y el dorso de la mano, para mi sorpresa, se manifiesta nítidamente con las señales de una contusión. Enseguida, instintivamente, me llevo la otra de mis manos a la nuca, advirtiendo, entonces, una quebradura irregular… ¡Una herida!
El anciano se ríe al ver mi desconcierto, sus ojos, como unas canicas cambiando de color, se le achinan entre las ojeras negruzcas. No dice nada, sólo ríe mientras el marfil de sus dientes se asoma por el agujero tenebroso que la barba le rodea.
Las primeras ráfagas presagiando las lluvias de mayo, estremecen con brío las hojas suplicantes de la vegetación atormentada por el verano. «…Hace unos minutos, en las cercanías de Las Trincheras, en la carretera vieja que conducía a San Sebastián de Las Tasajeras, acaba de ocurrir un accidente fatal con saldo de un fallecido. Las autoridades proceden ahora a levantar el cuerpo del occiso… ¡Que el Señor lo acoja en su seno!». «…La señora Mechita le manda a decir a doña Matilde que no se olvide de llevarle los botones de las camisas antes del miércoles…». «…!Arrepiéntete de tus pecados! ¡Arrepiéntete, aún estas a tiempo!».

Edinson Martínez