miércoles, 26 de junio de 2019

Al otro lado de la ventana

Al otro lado de la ventana
Crónicas perdidas

“Nunca hubo una muerte más anunciada...”.
Crónica de una muerte anunciada.
Gabriel García Márquez

Por: Edinson Martínez
@emartz1

Cuando cruzamos la última sección de aquella tenebrosa cárcel para ir directamente al área de visitas, en el patio interior que entorno a ella se conformaba, el tremedal de personas parecía una ciudad tras las rejas. En efecto, era eso, un tránsito sin rumbo fijo en el que los presos se movían entre los extremos del recinto con un propósito incierto. Así recuerdo aquel lugar cuando al asomarme por la única ventana de la recepción de reos, increpado por una voz desesperada que venía desde lo profundo de la adversidad pronunciando mi nombre con insistencia, pude verlos deambulando erráticamente. Era una voz sin fuerza, como apagada, algo ronca, pero claramente perceptible entre el rumor de aquella mañana ruidosa, caliente, como todas las de ese infierno, y pegajosa por el calor húmedo de la estación, en cuyo sopor se alzaban los olores pestilentes del desaseo y los humores ácidos del desamparo.  Probablemente haya sido un lunes, o un viernes, poco importa, todos los días podrían ser iguales allí, salvo aquellas horas en que casi al filo del mediodía, los custodios, presos y visitantes se congregaban en un tumulto que rezongaba, entonces, como un rumor colectivo parecido al zumbido sordo de un enjambre de cigarrones tensando el ambiente con su aleteo vigoroso. Flotando sobre éste las personas apresuradamente se expresaban las intimidades que ambas caras de un mismo mundo –el averno del encierro, y la ilusión de libertad del exterior– se reservaban para la ocasión.  Esta cárcel era un sitio descuidado a extremo de olvido del que, por cualquier causa, no necesariamente punible a niveles severos, se ingresaba y no se sabía si se tendría la suerte de salir con vida algún día. Era prácticamente una condena a muerte la que sufrían quienes allí estaban recluidos. Como, ciertamente, a los pocos meses de nuestra visita, sucedió para muchos de los que aquella mañana pude ver caminando en una suerte de romería sin sentido.

Días antes habíamos quedado, mi amigo y yo, en ir hasta la Cárcel de Sabaneta para ofrecer nuestra ayuda a un viejo compañero de labores que infelizmente había caído preso. Conocía bien a su familia y, a él mismo, desde hacía muchos años. Por los detalles que sus familiares me habían comentado y por saberlo una buena persona, sentí que debía poner a su orden la ayuda que me fuera posible, y así lo hicimos. Esa era, entonces, la razón por la cual en horas cercanas al mediodía, estábamos en la sala de visitas para reclusos de aquella horripilante cárcel. Por él esperábamos mientras a la ventana se asomó éste otro individuo. 
–¡Edinson! ¡Edinson!... –gritaba el hombre, desde el interior del martirio. Estiraba su mano curtida a través del precario espacio que dejaba la ventana semiabierta para enfatizar con sus gestos el clamor del llamado. Apenas podía verse una parte de su cara; sus ojos de un negro intenso sostenían el brillo luminoso de un destello de alegría. La nariz delgada que se desprendía de la frente angosta tramada de cabellos crespos, me resultaba familiar, sin embargo, no podía precisar claramente de quién se trataba. El abogado que me acompañaba, sorprendido, me mira con curiosidad, y enseguida me interroga.
–¿Tú lo conoces? ¿Es la persona que venimos a ver?
–No, él no es. No sé quién es ese…, pero su rostro me recuerda a alguien… –le respondí con dudas. «¿Serán figuraciones mías?», llegué a preguntarme durante un brevísimo instante de exploración de mi memoria en el que buscaba aquel semblante extraviado. Tenía esa vaga sensación de haberlo visto antes. A todas estas, el hombre seguía ahí intentando atraernos hasta su lugar, continuaba moviendo los dedos de una de sus manos haciéndonos señas, y a la vez procurando abrir el tramo de la ventana para revelarse con mayores detalles. Su mirada sonriente se fue mostrando diáfana como quien va descubriendo entre el infortunio una miga de aliento para aferrarse a ella con ilusión. Aquella expresión arrugada de todo el rostro tostado que alguna vez tuvo la frescura de la juventud, se esforzaba por exponerse a nuestra vista; mi amigo y yo tuvimos la impresión de un ser humano que buscaba desesperadamente arrebatarle a esos instantes efímeros e inaprensibles de un tiempo que ya no le pertenecía, una mínima porción de alborozo por encontrarse con alguien conocido que habitaba allende los linderos del cautiverio. Podría, incluso, pensarse que era una forma de acariciar a través de otras personas la libertad perdida. Ahí lo recordé, casi en el acto, detrás de la costra del sufrimiento que lacerante había venido devorando sus entrañas, marchitándole inclemente aquella figura del joven trabajador que tiempo atrás conocí. Claro que lo conocía, me dije enseguida, mientras intentaba acercarme hacia la ventana. 

Nuestro amigo fue trasladado en pocos minutos hasta nosotros. Un saludo muy afectivo nos dimos, nunca imaginó que iríamos por él intentando socorrerle en su lamentable circunstancia.  Agradeció nuestro gesto que, según nos comentó, era al momento innecesario, pues su causa estaba a punto de resolverse satisfactoriamente –y, afortunadamente, así fue– en pocas semanas, antes de la tragedia de la que pudo salvarse al salir en libertad. No quisimos comentarle nada sobre el encuentro inesperado con el hombre de la ventana para no entrar en detalles, y también porque nos apremiaba el corto tiempo de que disponíamos. De vez en cuando me lo encuentro en la calle, a más de veinte años de aquella fecha, ha conservado el mismo comportamiento ejemplar que siempre tuvo antes de ingresar a Sabaneta. 

En enero de mil novecientos noventa y cuatro un horrible siniestro asoló el centro penitenciario conocido como la Cárcel de Sabaneta, ciento cuatro presos perdieron la vida en un incendio provocado por los enfrentamientos entre bandas rivales dentro del recinto carcelario. Una masacre de la cual se destacó en todos los medios impresos y radioeléctricos del país, la crueldad humana en su máxima expresión, contándose entre aquellos deleites perversos, la escena diabólica de una disputa futbolística con la cabeza de una de las víctimas en macabro despliegue de entretenimiento para algunos de los que originaron en días previos el conflicto. Es hasta el presente, la mayor tragedia de esta naturaleza que ha sucedido en Venezuela. Muchas veces se comenta de modo fatídico la circunstancia por la que en ocasiones las personas nos encontramos en el lugar y momento equivocados, es el destino quien decide, según el decir de algunos, toda vez que ningún ser humano puede discernir con anticipación su hora final. Es el azar corriendo con todas sus leyes aleatorias quien lleva el control, «¿será siempre así?», me pregunta mi voz interior, esa que surge espontánea desde el mundo subterráneo de las cavilaciones y nadie tiene modos de acallar.

–¡Edinson!… Soy yo, Furruñao, el mecánico…  –me dijo el sujeto que repetía mi nombre, alzaba su voz por entre las dos hojas rectangulares en forma de romanilla de la ventana. Había notado nuestro desconcierto inicial, por lo que de inmediato agregó lo que él pensó era para mí mucho más familiar; su apodo en el taller mecánico donde trabajaba como ayudante. El área que ocupaban los cristales de la solitaria ventana, había sido rellenada por una especie de láminas de madera, probablemente de contrachapado, en previsión de la razonable seguridad que debería tener un lugar como aquel. Por este motivo el sujeto que se esforzaba en mostrarnos su rostro, intentaba con afán desplegar las tres o cuatro primeras secciones a fin de ganar visibilidad ante nosotros. Cuando pronunció su remoquete, ya lo había identificado con claridad, era aquel muchacho largo, de cara angulosa, siempre sonriente que se desempeñaba como ayudante de mecánica automotriz, donde con cierta regularidad, siempre que mi carro lo ameritaba, acudía a efectuar las reparaciones de rigor. Su propietario y yo hicimos una gran amistad. Era, también, un hombre muy jovial, de comentarios ocurrentes cuando menos se le esperaba. Él mismo fue quien le colocó el apodo al muchacho, surgido, quizás, de algunos de sus desplantes humorísticos durante uno de esos días de faena precaria. ¿Qué significaba? Nadie lo sabía, parecía la contracción arbitraria de unas vocales y consonantes para generar una expresión graciosa. Su nombre realmente era César. Con cautela me acerqué a la ventana y pude verlo con absoluta precisión. Me sorprendió su estado, y antes que ello, el que estuviera recluido en dicha cárcel. 
–¡Dame un cigarro!... ¡Dame algo…, lo que puedas, lo que tengas!… –exclamó aturdido, movía nerviosas sus manos, apoyando con sus gestos el petitorio desesperado. Intranquilo giraba su rostro calavérico hacia los lados, volteándolo diligente en acción mecánica a su espalda, tenía la inquietud de quienes han sido abandonados por el sosiego a fuerza de mantener alerta sus sentidos. 
–No tengo, César, yo no fumo…, pero toma, quédate con esto… 
Saqué varios billetes de baja denominación que llevaba perdidos en uno de mis bolsillos del pantalón y se los entregué apenado. Sentía que no era la mejor forma de tenderle una mano, de socorrerlo en su dramática condición. No tuvimos tiempo de hablar nada más. Apresurado tomó los billetes y raudo salió del recodo desde donde nos había divisado, y en el que cada vez que podía se apostaba en espera de una cara conocida, como quien aguarda la visita del cartero con la misiva que nunca llega. Se fue desplazando con el recorrido azaroso de una bala perdida; como ahora recuerdo desde aquella precaria vista hacia el interior del recinto, parecían todas esas personas de flacuras extremas privadas de porvenir. A zancadas largas y ligeramente encorvado lo vi alejarse mientras las ropas se le agitaban en volandas por el viento caliente de la hora. Nunca más supe de él sino hasta los primeros días del mes de enero de mil novecientos noventa y cuatro.

–Señorita, ¿quién ha estado buscándome? –pregunta el dueño del taller, cuando regresa de una de sus ausencias pasajeras durante las mañanas. La intimidad del lugar lucía raramente ordenada para tratarse de un taller de reparaciones mecánicas. Sus paredes compartían dos tonos de colores en delicada armonía de gris y blanco que se extendían a lo largo de toda la construcción.
Naiden, señor Monche… –responde la joven, en perfecta sincronía entre una sonrisa de dientes asombrosamente blancos y una mirada centelleante de pupilas oscuras. 
–¿Cómo dijo? –interroga, nuevamente el hombre.
–¡Na-i-den…! ¡¿Usted como que está sordo?!  –contesta la secretaria, en giro enfático de cuidadosa separación silábica para despejar las dudas del propietario del establecimiento. Monche se ríe, y unas arrugas entorno a sus ojos se aprietan delicadamente achinando su expresión facial. De inmediato, haciendo uso de su buen humor, la corrige con la inflexión socarrona que acostumbraba usar.
–No se dice na-i-den, se dice: ¡nadie! Repítalo conmigo… ¡Na-die!
En esa labor se encontraba el dueño del taller de mecánica automotriz, el doctor en motores, como rezaba un flamante diploma colgado en una de las paredes, cuando fui a visitarlo días siguientes al encuentro con Furruñao. No se sorprendió al comentarle sobre el caso, sabía de la terrible adversidad que había padecido su antiguo trabajador.
–¿Lo viste?... ¿Cómo está?... –me increpó con un cierto dejo lastimero.
–¡Mal! ¡De qué otro modo podría estar! –le respondí sin rodeos mientras caminábamos en dirección al área donde se reparaban los vehículos. En aquel taller, el espacio de labores mecánicas siempre estaba bien atendido, era una de las cosas que especialmente me llamaban la atención del establecimiento. Cada herramienta tenía su lugar preciso, los carros debidamente estacionados, y el piso, con sus naturales muestras de aceites y grasa en algunas de sus partes, pero nunca en condiciones de higiene deplorables, fuera de lo común, como ocurre con frecuencia en donde este tipo de oficios se llevaban a cabo.
–¡Que vaina!... Es un buen muchacho que tuvo la mala suerte esa noche de quedarse en casa de su hermano. Jamás lo hacía, pero cuando las cosas van a pasar, nadie te salva de ellas… –comentaba Monche, en tanto se inclinaba debajo de uno de los automóviles para ver el desempeño del nuevo ayudante–. Pareciera una ley de la vida, al pobre lo persigue siempre la adversidad–continuó murmurando, proyectando su voz bajo la intimidad mecánica del auto–. Decidió dormir allí, y a medianoche, una comisión de la policía judicial allanó la vivienda buscando al hermano que, en efecto, sí tenía cuentas pendientes con la justicia. Lo acusaron de complicidad en delitos cometidos por el otro. Todos hemos hablado en favor de él, pero, a la fecha, ya lleva varios meses en Sabaneta, y no creo que pueda salir hasta un largo tiempo –comentó finalmente, al levantarse del ras del piso.
Apenados por el hecho, nos despedimos con un par de palmadas apostando a que el muchacho pudiera sortear prontamente el terrible desenlace de su vida.
Allá lejos, un par de nubes negras escoltan un ave solitaria que entre el aire caliente de las alturas, esquiva las miradas borrosas de los hombres. Se mueve sigilosa en el horizonte mientras me retiro del lugar y lanzo una mirada descuidada al cielo plomizo del mes. Es el invierno de octubre cerrando su ciclo semestral.

Los detalles noticiosos de la tragedia del cuatro de enero de mil novecientos noventa y cuatro, dieron cuenta de una barbarie que con toda justicia se le denominó: la masacre de Sabaneta. Ahí, un grupo de reclusos en el paroxismo de su máxima crueldad, patearon en el  interior de la prisión que estos ojos vieron aquella mañana varios meses antes, la cabeza decapitada y sanguinolenta de un hombre, exhibición sádica de un macabro juego de fútbol en el que la parte superior del cuerpo degollado de aquel pobre diablo se iba chutando como una pelota entre los reos. En su rostro aparecía registrada la expresión siniestra del terror, huella inenarrable de aquellos últimos instantes de su vida martirizada. Sus desorbitados ojos hacía rato habían perdido esa chispa de energía que nos muestra vivos. Destello que aun en los peores momentos del dolor; sin embargo todavía, pueden expresar el hálito vital de la existencia que, tercamente en su lucha contra la muerte, intenta vencerla con las restantes fuerzas de la sobrevivencia. César Ocando, era su nombre, el mismo que asomara su vista desesperada pidiendo un cigarrillo, o cualquier cosa con sabor a libertad durante esa agobiada mañana en que nos saludamos. Era, él, Furruñao, el joven mecánico –y no me lo podía creer– de aquella tarde inocente en que, por una determinación de última hora, sin que mediara razón alguna, escogiera pasar la noche en casa de su hermano al salir de la jornada laboral, y no en la suya, como bien habría querido la suerte que a cada quien en algún instante se le esconde, para que sea, entonces, el infortunio que sin piedad tome su lugar. Son los dados del azar con el que juegan las invisibles fuerzas del destino que, lanzados desde el aleatorio capricho de las incertidumbres, se imponen detrás de cada acto inadvertido de los humanos. No hay modo de evitarlo, lo sabemos, lo ignoramos, ¿acaso importa?
La intervención de las autoridades militares después de varias horas, se abren paso entre los cadáveres a fin de tomar el control del penal, destaca la crónica. La masacre de Sabaneta ha culminado, y con ella la vida de aquellos seres que alcancé a mirar fugazmente como antesala del espectro que ahora son. El tiempo, y el olvido con el que se trenza cada instante, los va dejando atrás en el triunfo que la muerte va teniendo sobre la vida.

domingo, 16 de junio de 2019

Ahora que soy padre

Ahora que soy padre


Ahora que soy padre, 
y lo he sido, para tenerte siempre conmigo.
No sé por qué ahora lo digo,
después de tanto invertido,
en este oficio que, una vez emprendido
no hay manera de dejarlo al olvido,
como no deja su canción al cantante,
y la yunta al buey andante, 
el aroma a la flor, o el vuelo a las alas del pájaro en el cielo abundante.
Ahora que soy padre, 
y lo he sido, para intentar lo nunca aprendido,
como cuando se camina por vez primera erguido,
o, también, inicia escuela, el párvulo expectante,
con su mirada chispeante.
Nada sabemos, si no es con cada paso vencido,
que con el miedo prendido,
vamos por todas partes abriendo caminos. 
Es en este sentido,
la historia de cada padre querido,
que adivinando el camino,
con acierto y desatino, 
va armando el destino. 
No sé por qué ahora lo digo, 
después de tanto cariño contigo, 
que con el tiempo en testigo, 
vivirá siempre conmigo. 
Ahora que soy padre, 
y lo he sido, sea entonces, el amor por los hijos, 
que una vez conocido, 
nunca se da por perdido, 
y, sea también, ese amor escondido, 
por el hábito extendido, 
de no mostrar lo sentido, 
que ahora he querido, 
escribir para ti estos versos sencillos. 

Edinson Martínez

viernes, 14 de junio de 2019

Entre el Ecuador y el Trópico de Cáncer


Entre el Ecuador y el Trópico de Cáncer
Por: Edinson Martínez
@emartz1

Me hormiguean los pies, siento como si corrieran muchos de esos diligentes y ocupados animalitos entre mis piernas y pies cansados; mis manos parecieran hincharse, las siento pesadas, en ocasiones torpes mientras las abro y cierro para ejercitarlas. Hoy es viernes, el mismo de cada semana, lleno de sol, y mucha gente en la calle aguardando la noche para sus rituales ocupaciones de fin de semana. Los viernes son por costumbre una especie de fiesta colectiva. Es la una y treinta minutos de la tarde, en mis manos, que a cada rato estiro, sostengo el trozo de papel con el número 348, indica el lugar que me corresponde en la caja del banco para ser atendido. Espero el turno para hacer efectivo el pago del cheque de mis honorarios. Hace rato que voy desgranando las horas de apremio que todos compartimos; inevitables, se han ido dibujado en nuestros rostros a modo de hastío indisimulable. Al pie de la numeración del trozo de papel que hace tiempo acaricio, la leyenda indica que tengo cuarenta y siete personas por delante.  Levanto la mirada de la pequeña hoja rectangular con la que juego y, miro en derredor, al hacer un conteo mental de la cantidad de personas dentro del banco, noto entre ellas a toda clase de gente. Las hay jóvenes, viejas, morenas, blancas, feas, bonitas, mal humoradas, y chistosas que juegan sacando cuentas al azar con sus papelitos. Algunas de estas personas sonríen cuando piensan en la lotería, asocian el número del tique de espera con los sorteos de la lotería; se imaginan apostando a los tres dígitos que marcan el lugar de atención en cada caja.
En una de las esquinas del salón cuadrangular que conforma la entidad bancaria, una pantalla de TV intenta distraernos la tarde con una programación que se repite cada tres minutos, lo hace a modo de secuencia, y en una especie de sinfín. Las imágenes que desfilan a vista de todos, destacan los servicios que ofrece el banco: “Tu Punto de Apoyo”. Es la leyenda principal de las imágenes publicitarias que observamos. El audio de respaldo apenas se escucha. También, en honor a la verdad, es que nuestros oídos se llenan de las conversaciones de todos los que estamos en la angustiosa espera. Se escuchan todo tipo de charlas en voz baja, flotan en el aire en una atmosfera de coros disimiles, son palabras sueltas que van y vienen acompañadas con los gestos de cada quien.
Así transcurren las horas, aun con toda nuestra atención en los números que reflejan las pantallas digitales de cada caja, es imposible no atender a lo que hablan las personas. Son como retazos individuales de la intimidad de cada una de ellas que van compartiéndose entre todos nosotros. Un aviso ubicado al lado derecho de uno de los cubículos donde opera una de las cajeras más activas del banco, en realidad, todas se observan diligentes, pero ella destaca, o así me lo parece, sobre las otras, sin saber exactamente por qué. Salta a la vista llamando la atención por sus grandes letras rojas y negras, acosándonos de modo imperativo y reglamentario, con el lema: “Prohibido usar celular”. 
La empleada, es una chica morena, bastante joven, con un pequeño lunar debajo de su ojo izquierdo, como una suerte de mancha diminuta aún perceptible a distancia sobre su rostro bien cuidado. De vez en cuando levanta su mirada para observar la cantidad de personas dentro del recinto. La escogí al azar, porque ya he dicho no tener fundamento racional para fijarme en ella, para imaginarla atendiéndome en un ejercicio de ocio inevitable a estas horas. Reconozco que es el fruto de la angustia insoportable. Me figuro el instante en que le entrego en sus manos el tique 348, visualizando el hecho con precisión, como sugieren quienes hablan de este tipo de técnicas, en las que a través de la imaginación se crea la realidad deseada.  No importa si es pura fantasía o ilusión, igual me da consuelo. Con los ojos abiertos miro hacia ella, evitando atender a mi entorno. Quiero irme pronto de aquí, hace mucho tiempo que espero y las piernas me duelen por la dilatada atención aguardando de pie.  Imagino el teclado de la computadora que opera la chica morena, sus manos hábiles que se mueven precisas sobre cada tecla. En este momento sólo quiero ver mi número en la pantalla digital que los registra para entonces acudir presuroso hasta ella. En el monitor de la empleada vuela mi imaginación, ahí observo el número que llevo en mis manos.
El aviso de prohibición de usar teléfonos celulares, es visible en distintos lugares dentro del banco. Debería estar claro para sus clientes la restricción expresa de usar teléfonos en sus instalaciones; sin embargo, a mi lado, una mujer de cabello corto, con anteojos de sol que inexplicablemente le cubren los ojos cuando no se expone a él, se entretiene con una llamada que lleva varios minutos cosquillándole en su oído derecho. Nadie presta atención a ese detalle, seguramente a mí me pasaría inadvertido si no fuera por el agobio de esperar por cuarenta y siete personas que deben pasar por caja antes de mí. La mujer se esmera en hablar en voz baja a su interlocutor. No obstante, de vez en cuando sube el tono y se le escapa algún pormenor revelador de la conversación.
Nuevas personas entran al banco, como hace rato lo hicimos muchos de nosotros, vienen apresuradas, inquietas, expectantes. Al entrar las invade la atmosfera interna de todas las conversaciones que incoherentes se mezclan entre sí.  También los cajeros aportan su parte; se intercambian comentarios, frases sueltas, diretes de todo género y divagaciones sólo comprensibles para quienes comparten el mismo oficio durante horas. La mujer de las gafas oscuras, todavía mantiene su conversación telefónica, como si aquel aviso que tanto lo prohíbe estableciera una excepción con ella.
Cuando llevo casi dos horas y media de espera, la chica bronceada que escogí desde las probabilidades de un albur inocente, levanta su mirada y se encuentra con la mía. Una mirada de ojos negros con una chispa brillante en el medio como figuro tienen los míos. La pantalla digital ha cambiado su numeración y de inmediato los dígitos del tique que llevo en las manos aparece en ella. Verifico enseguida el papel y compruebo que efectivamente se trata de los mismos.  Presuroso avanzo hacia la cajera del lunar y me planto frente a ella con cédula de identidad, cheque y documentos en mano. Mientras le hago la entrega de rigor, me dice:
–Buenas tardes, tienes rato esperando, me di cuenta de tu angustia, siempre hay que esperar en un banco, son muchos los detalles que deben tomarse en cuenta...
Sorprendido por su comentario, mis labios secos de modo automático le retribuyen una sonrisa discreta, algo apenada por creer que de tanto mirarla se había dado cuenta de mi tontería, enseguida me repongo y le devuelvo el saludo con una cortesía ceremoniosa.
–Buenas tardes, sí, claro, un poco cansado por la espera...
Su atención se posa sobre los documentos que le entrego; observo de cerca su lunar, es como un detalle coqueto sobre su rostro, un puntito oscuro que se mueve a capricho de unos ojos negros achinados. Cuando extiende su mano para retirar los papeles, su cara se inclina ligeramente, el lunar me recuerda una compañera de clases extraviada en mi memoria. Son los gestos, y a veces los aromas que, por sus similitudes, nos hacen mirar a las personas de hoy como si fueran las de ayer. La selección de la cajera no la hice yo, tampoco fue el azar, la hizo el lunar desde el escondite de mis recuerdos.
Detrás del cubículo que ocupa, se observa en letras grandes el mismo lema comercial de la pantalla de TV. “Tu Punto de Apoyo”.  Mientras ella revisa la documentación que recién le entregaba, observa el cheque, y lo lee por ambas caras; a través del cristal del lugar que la separa de los clientes, a modo de espejo donde se reflejan las personas que aguardan en el banco, noto que la mujer de las gafas oscuras ubicada detrás de mí, ya ha dejado de hablar por teléfono. Sentada, espera su turno.
–Señor, tiene que esperar un poco más mientras confirmamos la emisión del cheque, tenga el tique y aguarde a que le llamemos. Decepcionado, es inevitable que no lo estéextiendo mi mano derecha, y retiro nuevamente, el mismo papel de hace un rato. Desganado termino por decirle:
Si no hay más nada que hacer… Bueno, esperaremos de nuevo, gracias, señorita…
Del monitor de la TV, ahora cuando estoy más cercano al aparato debido a la escasa distancia que tiene con el cubículo de la joven que acaba de atenderme, observo las mismas imágenes que se han repetido por horas, muestran la cara sonriente de un empleado bancario en pulcra camisa blanca y corbata azul entregando un fajo de billetes a un cliente contento. Esta vez, escucho con claridad el slogan bancario: “Al alcance de tus manos. Banco Confianza. Tu punto de apoyo”
La mujer que hablaba por el móvil aún tiene puestas las gafas oscuras, sentada en el mismo sitio, como atornillada, espera su turno. En todo este tiempo he ido venciendo la incomodidad de estar parado, el hormigueo en mis piernas, aunque todavía presente, lo noto menos intenso. De nuevo con mi tique, regreso a la ubicación original, al lado de la mujer de anteojos negros. Observo en ella un rostro familiar, algo me dice que su cara redonda y nariz larga, pertenecen a una no sé quién que da vueltas en mis recuerdos sin poder atraparla. Me acerco a ella y le pregunto: 
Disculpe, ¿qué número le tocó?
El 438 me responde secamente.  
Son los mismos dígitos del papel que tengo desde temprano, pero en orden inverso, lo noto enseguida. La mujer apenas voltea a mirarme, no tiene interés en continuar la conversación. Sin embargo, me atrevo a forzar un comentario adicional. 
Yo tengo el 348, estoy esperando la confirmación del cheque… con toda esta gente por delante, seguro debo esperar un buen rato más. Usted, probablemente, también tendrá que esperar mucho, hasta es posible que deba venir el lunes, son muchas las personas por atender… Insisto y, en efecto, trato de extender vanamente la charla repentina. Su semblante me era tan familiar que buscaba el modo de poder precisarla físicamente y en sus ademanes, pretendía por ello alargar la plática. Pero, sus lentes opacos no sólo me lo impedían al evitar el contacto visual, sino que, además, le conferían un aspecto de intriga junto a su negativa a entablar afinidad. “¿Por qué no se quitará las gafas?”. Me interrogaba mientras me fugaba por mis recuerdos tras su búsqueda.
A la entrada del banco, un sticker pegado en la puerta, indica entre otras figuras de prohibición, un rostro que lleva gafas atravesado por una raya roja en diagonal. Es evidente que no se está permitido usar anteojos oscuros en el interior del establecimiento.
La mujer no responde a mi comentario. No tiene ningún interés en prolongar un intercambio verbal, en su lugar, de modo más o menos tranquila, sin muestras de mayor apremio, mira a ratos la pantalla del teléfono. Su foco de atención es evidente que se encuentra sobre el aparato, despreviniéndose del papel que con el número suscrito en él conserva en una de sus manos. Detrás de esos anteojos se aprecia ligeramente el contorno de unos ojos tranquilos que parecieran no importarle la espera, como quien mira a todos y no ve nada porque sencillamente está en otra parte.  Es una mujer joven y delgada con una expresión nostálgica que contrasta con el torbellino bancario de un viernes de fin de mes por la tarde. Viéndola en detalles descubro el rostro familiar que hace rato persigo en la memoria. ¡Es el rostro de ella!... ¡claro!... ¡Mi maestra de cuarto de grado! Me quedaba alelado con ella. La recuerdo con cariño a pesar de su genio terrible, nunca sabíamos qué esperar de ella, su carácter se escondía en una mirada serena e indescifrable de ojos chiquitos. Siempre usaba unas gafas oscuras, de montura gruesa que, incluso, en plena clase jamás se quitaba.

Después de varias horas de espera, me acerco hasta el supervisor en procura de información sobre mí caso. Debo agregar que desde mi llegada al banco hasta que finalmente fui atendido por la chica del lunar, transcurrieron dos horas y treinta minutos, a esto debo sumar una hora adicional de espera, hasta que finalmente decido acudir al supervisor.  Un hombre de edad madura, de corbata azul y camisa blanca, tal como lo exige el banco. Para abordar al empleado tuve que decidirme entrar a su oficina sin anunciarme, era necesario hacerlo de este modo, obviando el protocolo de rigor si quería conocer el estado de mi operación bancaria.  
Buenas tardes, licenciado, ¿podría atenderme un par de minutos? Tengo mucho tiempo esperando, me gustaría saber qué ha pasado con mi cheque –le digo, apenas asomándome a su despacho.
¿Cuál cheque? –me responde, sin que mediara saludo alguno. El hombre contesta con una pregunta, ante lo cual, enseguida, muestro el papel con la secuencia numérica y agrego la explicación requerida: El cheque que entregué a la cajera del cubículo uno hace poco más de una hora. Desde entonces espero por el llamado para recibir el pago.
Ah… Ok. déjame ver si está en este lote…
El supervisor revisa diligente, busca entre varios papeles dentro de una carpeta destinada para estos fines. Luego de unos exasperantes minutos responde.
Muy bien, aquí está. Tienes que esperar un poco más. No tenemos línea telefónica disponible en el momento, por eso no hemos podido confirmar la emisión.  
¿Cuánto tiempo? Hace ya más de tres horas que estoy en el banco… replico de inmediato. Pienso al mismo tiempo, sin atreverme a expresarlo a viva voz por temor a complicar las cosas, el lema principal del banco: “¡¿Tu punto de apoyo!?”. Mi rostro con seguridad lo dijo sin que saliera de mis labios palabra alguna. Aun así, el empleado bancario responde con su usual desenfado.
 No sé…debes esperar.
A través de la puerta principal del banco: dividida en dos hojas de vidrio, se observa una larga cola de personas que aguardan con paciencia sus turnos frente a un local de víveres para comprar jabón de tocador, pasta dental y pañales. Es frecuente verlo en distintos puntos de la ciudad en estos días. La causa es muy sencilla: la escasez de productos es un hecho cotidiano, todos lo saben y cada quien busca tener ventaja sobre otros para obtenerlos; la ventaja es el lugar en la cola que cada quien tiene sobre la otra persona. En realidad, nunca alcanzarán para todos. También todos lo saben. En la extensa fila destacan principalmente mujeres, su tamaño tiene una forma irregular por las curvas que doblan en varias esquinas. A mi derecha, como la veo, a vista de mirada rápida desde el banco, parece un prolongado trazo predominantemente amarillo determinado por el color de las prendas que usan las señoras y jovencitas. Es una especie de larga pincelada en movimiento, matizada por el tono de piel de las personas.  Cuando llegué al banco, ellas estaban bajo los lacerantes rayos del sol de abril, el mes más caluroso y húmedo del año. En cierto modo, me consideré afortunado al contemplarlas desde la estancia acogedora de “Tu punto de apoyo”.
Mientras espero por el supervisor que agiliza mi asunto, las pantallas digitales han continuado su curso ascendente en la numeración. Para este momento la cantidad de personas pendientes para ser atendidas, ha disminuido considerablemente. A las cinco y diez minutos de la tarde, cuando el propósito de mi visita al banco por instantes parecía olvidárseme, el supervisor me llama a su oficina a fin de explicarme las dificultades para confirmar la emisión del cheque que aguardo por cobrar.
Debido a la hora y al día, no podemos cancelarle hoy. Tendrá que venir el lunes, ha sido imposible confirmar la emisión del cheque… –me dice, con un cierto tono apenado mientras me extiende los documentos. Mi molestia, inocultable, la manifiesto de inmediato. Algo me impulsaba a querer romperle la cara al hombre, pero, en verdad no era su culpa, tampoco podía romper los cristales del banco, porque en ese caso habría de ir preso. No pudiendo articular palabras, que seguro no han sido necesarias, extiendo mi mano para recibir los papeles mientras lanzó el tique sobre su escritorio. Sin despedirme me dirijo hacia la puerta principal.

Cuando camino a la salida del banco, en la pantalla digital de la cajera a quien había dedicado parte mis pensamientos aquella tarde, noto registrado desde hace unos minutos el número 438, nuevamente y por última vez, miro a la empleada del lunar, y en ese momento delante de ella, la mujer de las gafas oscuras, que esta vez, se las ha levantado y colocado sobre su cabeza, recibe un grupo de billetes a modo de pago. Los toma rápidamente y coloca en su bolso, despidiéndose con un “gracias” soltado al aire, y presurosa camina en dirección a la calle. En el trayecto, apenas unos metros, tal vez ocho o nueve, otra vez se coloca sus anteojos, encontrándonos justo cuando el vigilante abre la enorme puerta de vidrio para abrirnos paso. Afuera, con la cola de personas de fondo esperando sus pañales, en esta tierra entre el Ecuador y el Trópico de Cáncer, alguien en un vehículo está esperándola, antes de subirse al auto, cuando ya es evidente que se marcharía, voltea para mirarme, gira como si de pronto tuviera algo pendiente que a último momento recuerda, se quita los anteojos y me dice:
Yo no soy tu maestra de cuarto grado…  

jueves, 13 de junio de 2019

Entre 25 y 26, diagonal al Paraíso


Entre 25 y 26, diagonal al Paraíso

"El escritor es un hombre sorprendido. El amor es motivo de sorpresa y el humor, un pararrayos vital".
Alfredo Bryce Echenique.

Por: Edinson Martínez.

El vehículo disminuye la velocidad hasta detenerse a un lado de la avenida. Desde el extremo opuesto al lugar en que finalmente se frena, dos muchachos lo observan deslizarse a un ritmo lento, se mueve despacio y vacilante ante la vista de ambos, viniendo en camino desde la intersección en que apareció abruptamente durante esta incipiente mañana. Por segundos lo ven acelerar y recortar al mismo tiempo, como si dudara en continuar por su ruta o estacionarse. Por último, en lo que pareciera una decisión definitiva, se estaciona dejando atrás el titubeo en su marcha.
El par de chicos cubren su turno matutino en la estación de gasolina ubicada en el lado contrario de la avenida. En cierto modo, testigos inadvertidos de esta hora en la que hay muy pocas personas en la calle. Este sábado está cargado de los contrastes más pintorescos del año. Es navidad, no es cualquier fecha en el almanaque. El conductor del vehículo está consciente de la fecha, sabe de su significado, mientras va desacelerando para buscar un lugar donde estacionar; a lo lejos escucha la primera detonación –en todo caso la primera que oye– de fuegos artificiales del día.  Hace poco menos de una hora que conduce al azar por la ciudad. Desde que abandonara la celebración extendida hasta la madrugada junto a colegas de profesión, vagaba de un extremo a otro por las solitarias calles y avenidas. En todas las vías apenas se percibían transeúntes y vehículos que tempranamente en el día parecieran no tener rumbos definidos. Sin embargo, siempre para esta fecha en la ciudad alguien lanza a su antojo a cualquier de las horas –habría que decir deshoras–  los cohetones que trastornan el sonido natural de la urbe, aquel que las personas en cada lugar componen sin pausa durante su cotidianidad.
Hacia la esquina donde hace unos segundos esperaba para avanzar y finalmente detenerse a unos cuantos metros, tal vez cien o ciento cincuenta a lo sumo, una patrulla policial en sentido contrario de la misma vía se dirige hasta ella, ésta disminuye la velocidad casi al propio tiempo en que lo hace el sedán gris de modelo relativamente reciente que observan los chicos desde la gasolinera. En algún momento, ambas unidades que viajaban en sentido inverso, se toparon en paralelo. El conductor del vehículo gris los mira avanzar. Van de prisa, tal vez no respeten el semáforo de la intersección, dijo para sí, refiriéndose a la unidad policial.  «¿Es rutina o urgencia?». Se pregunta en su monólogo interior debido a la frecuencia con la que ha visto a este tipo de unidades atravesar las calles a toda velocidad y pocas veces detenerse en los semáforos. «¿Llegarán a tiempo en su urgencia?». Vuelve a interrogarse con angustia mientras observa el andar de la patrulla.
El profesor, duda unos segundos para detener la marcha de su vehículo, aminora y en el acto empuja de nuevo el pedal para acelerar, como si él mismo quisiera atender la solicitud de auxilio que presume le ha sido exigida al carro policial, finalmente se detiene. La ciudad apenas despierta este sábado de navidad. También a esta fecha, cobran fuerza las elucubraciones propias de una celebración prolongada y los temores de una ciudad atormentada.
Los dos muchachos distraen el tiempo conversando sobre el día de navidad y ambos observan, al principio sin mucho interés, el vehículo que se estaciona al otro lado de la avenida. ¿Qué de especial podría tener aquel, cuando normalmente transitan por ella cientos o miles de ellos todo el tiempo? Sin embargo, no es su aparcamiento intempestivo lo que les llamará la atención en breve.
A esta hora aún no llega el primer cliente del día, y el aviso luminoso de la estación –rojo y amarillo– en pocos minutos, con la fuerza de los primeros rayos del sol, se apagará. El tiempo comenzará a transcurrir entonces sin que la rutina normal de la jornada termine por despegar, sobre ella, cualquier conversación tiene sentido de grandeza, y hasta el más insignificante de los temas es de toda una solemnidad.
–¿Qué planes tienes para esta noche? –pregunta Ricardo a su compañero de labores, mientras esperan por el primer vehículo para surtirlo de combustible.
–Nada especial, de seguro unas cervecitas con algunos amigos, siempre lo mismo de cada año. Esta fecha nos da la excusa para continuar lo que cada semana hemos venido haciendo –responde Luis, sin poder evitar un cierto tono lacónico en su afirmación.   
–Es verdad lo que dices; sin embargo, esta ocasión es especial, es una ilusión a la que todos tenemos derecho –va argumentando el más joven de los dos– ¡Es navidad, Luis! ¡Anímate! Yo sí pienso pasarla en grande –afirma entusiasta, Ricardo, tratando de convencer al amigo de las singulares bondades de la Pascua. 
El vehículo se detiene y transcurren varios minutos, más de los que normalmente puede alguien tomar para descender de un automóvil una vez que ha decidido estacionarse. Desde el lado opuesto de la vía nada puede verse hacía dentro de él; las ventanillas tapizadas con el papel oscuro que las cubre, no sólo aminoran el impacto de los rayos solares sobre las personas, también impiden la vista franca hacía su interior. Ricardo y Luis notan que pasa el tiempo y ninguna persona sale del auto. Las luces de la estación y el aviso luminoso se apagan por efecto de la luz solar que acciona la fotocelda. Es ahora de día plenamente. 
–¿Viste el carro del otro lado? –pregunta Ricardo, algo inquieto por el extraño vehículo que ahora observa junto al compañero con marcado interés.
–Sí, tengo rato viéndolo…–responde Luis, en tono bajo, tratando de fijar su mirada para indagar dentro del auto, luego concluye:
–Nadie ha salido de él… 
–Uju… vamos a esperar a ver qué pasa –expresa Ricardo, casi encima de las palabras de Luis cuando culmina su comentario, cruzándose de brazos junto al compañero con la vista puesta hacia el misterioso auto. Ambos esperan ansiosos a que alguien salga, aun cuando sea tan sólo para satisfacer la curiosidad que ahora les ha quitado el interés en el trabajo.   Desde la estación no pueden determinar si el vehículo permanece encendido, sólo tienen la certeza de que llegó hace cierto tiempo y ninguna persona ha salido de éste.  
–Es posible que sea un carro robado –comenta nuevamente, Luis, al retomar la conversación. 
–No, no tiene sentido, tal vez espera a alguien –dice Ricardo, en un tono para sí mismo, sin pretender responderle al amigo, porque realmente trata de convencerse de su argumento. De seguidas, entonces, sobre la misma idea, agrega: 
–Sí, seguro espera por otra persona que a lo mejor se ha retrasado.
Luis observa al amigo que ha respondido sin referirse a él, detalla sus gestos que exhibe con ambas manos y hombros, en una especie de resignación que apela a cualquier idea para explicar el hecho que a él le parecía sospechoso.  En efecto, dudaba de la explicación aventurada por Ricardo. 
–¿Por qué no abre la ventana, entonces? –pregunta Luis, una vez que la intriga cobra fuerza en su mente.  
–No sé, tal vez sea una mujer, quizá no quiere que la vean –responde Ricardo, forzando de nuevo el argumento que inicialmente ha esgrimido.
–¡No, no puede ser! Las mujeres no conducen tan temprano y tampoco se estacionan a un lado de la avenida por largo tiempo –refuta Luis de modo vehemente, apoya su comentario con el movimiento de su dedo índice en expresión negativa. En realidad, esconde con su gesto la fragilidad de una explicación como esa.   
–Entonces, hay dos personas en el carro, un hombre y una mujer. Sí, eso es, una parejita… –tras su ocurrencia, especie de salida de último momento para ganar la controversia, Ricardo deja asomar una sonrisa pícara que achinan unos ojos negros que brillan cuando ríe.  
–Tampoco creo que sea una pareja, ¡es de día Ricardo! –reitera exaltado, Luis, negando la idea probable de una mujer en el auto.
–No importa. ¡El amor no tiene horario, mi hermano! –exclama finalmente, Ricardo, intentando escabullirse con su argumento.

El reloj de este sábado de navidad empieza a desbocarse una vez que se despejan con intensidad los rayos del sol.  En la gasolinera ha comenzado la faena antes que del vehículo salga alguien. El sedán continuaba allí, del otro lado, impasible y desesperando al par de muchachos que ya aguardaban por alguna señal desde más de media hora en que lo avistaron por primera vez.
Un par de carros llegan a surtir combustible; luego uno y después otro. Sin darse cuenta la rutina de cada jornada había comenzado entonces. Ricardo y Luis, atienden los surtidores sin descuidar su atención en el extraño sedán estacionado que no daba muestras de movimiento en su interior. Había transcurrido medía hora desde que el profesor decidió detener su vehículo a un costado lado de la arteria vial. En el asiento trasero, lleva un lote de libros y revistas que ocupan buena parte del espacio del auto. Son revistas coleccionables, de circulación nacional y ediciones de muchos años. Están ordenadas y bien cuidadas. Las tomó el día anterior de la biblioteca de su madre y piensa obsequiarlas como presente de navidad. Desde hace mucho tiempo nadie tiene interés en ellas; efectivamente son de colección, están en la biblioteca sólo por saberse que están allí, como los hechos que narran y describen, estando apenas en la memoria de algunas personas en una especie de recuerdo vago, general, y a retazos de lo que en un tiempo fue novedad, noticia o moda para seguir.    
–¿Hijo y papá no es lo mismo? –pregunta la anciana, con la ingenuidad de una mirada extraviada que, en realidad, es la consecuencia de un desvarío algo más que senil.  
–No es lo mismo, mamá, claro que no. Yo soy tu hijo, ¡tu hijo, mamá! –exclama con los ojos húmedos el profesor, mientras la toma de uno de sus brazos para ayudarla a caminar. Aquella escena de hace dos años con su madre le pasa por segundos en su mente mientras se voltea a mirar las revistas en el asiento. Toma la botella de licor y bebe un trago durmiendo sus párpados. El profesor evidentemente estaba borracho, varias horas de celebración habían hecho su efecto, aunque en verdad estaba más triste que ebrio, era inevitable para él sentirse de este modo cada vez que tomaba licor. Al contemplar el lote de revistas, estiró su mano derecha y tomó una de ellas, curiosamente una del medio sin saber exactamente por qué, y no la primera en la parte superior del bulto de más fácil acceso.
La luz del sol entraba con nitidez a través del parabrisas frontal del vehículo; sin abrir alguna de las ventanas podía apreciar las imágenes y eventualmente leer los titulares. Desde adentro podía ver con precisión hacía afuera, hacia la amplia avenida que había recorrido un buen rato antes; al otro lado de ella, una estación de gasolina, sin clientes aún, apagaba sus luces para dar la bienvenida a la luz del día. Dos muchachos miraban hacia él; no le importa, se concentra en la revista que ha escogido. 
Cuando el supervisor de la gasolinera llega a la estación a cubrir su turno. Ricardo y Luis lo abordan una vez que abre el local, oficina y depósito a la vez, como parte de sus tareas habituales. Nunca antes un vehículo estacionado en la avenida les había inquietado tanto.   
–¿Podría estar muerta la persona allí dentro? –se pregunta, el más joven de los chicos de la gasolinera.
–Fíjate, que eso sí es posible, un infarto a lo mejor –reconoce Ricardo, mientras piensa en la opción que acaba de sugerir el amigo.   
–¿No será mejor llamar a la policía? –propone esta vez Luis. La cara del compañero de trabajo se llena de dudas sobre qué hacer al momento y de inmediato sugiere.
–Vamos a preguntarle a Víctor.
El supervisor terminaba de acomodar la gasolinera, hacía los últimos toques de rutina para iniciar el turno del día. Cada mañana repetía las mismas tareas: una especie de costumbre laboral que por años ha venido haciendo. Revisa el almacén, el mostrador y exhibidor de productos y, posteriormente los sanitarios de atención al público que con especial esmero trataba de tenerlos limpios durante toda la jornada de trabajo. En la personalidad de Víctor, su obsesión por la limpieza y el orden, destacan por sobre cualquier otra de sus virtudes. La estación de gasolina era reconocida en la zona por la pulcritud de sus baños y atención a los clientes.

La patrulla policial, en efecto, no respetó la luz roja del semáforo de la esquina, apenas verifican la intersección, asegurándose de su soledad, y avanzan raudos en recta trayectoria por la avenida, se alejan despavoridos como suelen andar. Atrás queda el vehículo con el profesor dentro, cuando lo han avistado en sentido opuesto, lo miran con descuido como si no existiera, y en el retrovisor, por última vez, en la distancia, lo divisa el conductor segundos después, sin que signifique para él un auto al que haya que prestar atención. El chofer de la unidad policial, se acomoda en el asiento y aprieta el pedal, acelerándola sin impedimentos.
–¡Tengo hambre compadre! –dice el conductor de la patrulla a su compañero de guardia. Toma el volante con la mano derecha, justo en el medio, sobre la parte superior y, adicionalmente le comenta.
–¡De noche el tiempo pasa más lento y uno siente mucha hambre! –se toca la panza con la mano izquierda y sonríe cuando mira a su copiloto.  
–¡Ajá, la guardia de día es mejor! –responde Simón, el oficial que le hace pareja. Un policía delgado y de estatura mediana.
–¡Y todavía nos falta una hora más para entregar la guardia! Al final de la avenida hay una venta de arepas rellenas muy buenas y exquisitas. ¡Nunca pago… cortesía del dueño! –continúa comentando el chofer; un oficial de policía algo gordo, de cabello abundante y bigotes gruesos como una brocha.

El profesor, hojea la revista que ha tomado del medio del lote; su perspectiva de matemático, acostumbrado a cálculos estadísticos, promedios y otra suerte de acertijos numéricos, probablemente sea lo que explique por qué escogió la revista del centro del bulto y no de arriba. El medio a fin de cuentas es una división de los dos extremos. La repasa y con su mano derecha va observando las páginas amarillentas, los despojos del olvido haciendo su trabajo. «Después de Franco: esperanza y miedo».  Destaca uno de sus titulares. En otro, «Maritza Pineda, Miss Venezuela 1975, se sometió a cirugía estética». «Astronautas del Apolo 11 y Soyuz se dan la mano en el espacio»: en otro de los encabezados mira las fotos y toma un trago nuevamente. Decide apagar el vehículo, y luego de unos minutos, guarda la botella debajo del asiento que ocupa; cierra la revista y la coloca junto a las otras, haciendo un torpe esfuerzo por ubicarla en el mismo sitio de donde la sacó minutos antes. La dificultad para ponerla en el mismo orden, atendiendo a la singularidad escrupulosa de su modo de ser, finalmente lo resigna a dejarla sobre el bulto de revistas.

El supervisor junto a los dos muchachos, observa paciente a través del amplio cristal de la puerta de la oficina de la estación. Aparenta tranquilidad, sin embargo, ante el comportamiento de sus trabajadores, comienza a manifestar cierta desazón.
–No se preocupen por eso, si hay alguien en ese carro, tiene que salir en cualquier momento.  
–¡Es que ya tiene bastante tiempo! –riposta Luis  
–¿Cuánto es mucho tiempo? ¿Una o dos horas? –le pregunta Víctor 
–¡No tanto como eso, pero sí tiene más de media hora! –vuelve a responder Luis, mientras Ricardo mueve afirmativamente la cabeza con su gesto característico de levantar ambas cejas.

El profesor abre y cierra sus manos, como ejercitándolas, gira su rostro de un lado a otro, de izquierda a derecha y decide salir del vehículo. Se arregla los anteojos como ajustándolos en su cara y abre la puerta suavemente. Cuando sale, respira hondo y estira su cuerpo, de seguidas emprende varios pasos en sentido contrario al vehículo, como si pretendiera dejarlo ahí; en el trayecto se toca inicialmente el bolsillo trasero derecho de su pantalón, una prenda arrugada por el uso, de color crema percudido; se busca algo mientras avanza varios pasos, de inmediato revisa sus otros bolsillos, retira sus manos vacías y mira hacia la esquina, aquella por donde hace tiempo ha cruzado para estacionarse. A poco de andar, se detiene y regresa de nuevo al sedán gris, esta vez como si hubiese olvidado algo. Extrañamente abre la puerta trasera y entra en el vehículo, la cierra y se acomoda al lado del lote de revistas que cuidadosamente aparta para buscarse lugar en el asiento.

Los tres empleados de la gasolinera, se han retirado de la puerta de la oficina que tiene vista a la avenida, han decidido reportar a la policía el vehículo sospechoso. Ricardo y Luis, inquietos, se manifiestan plenamente de acuerdo; Víctor, algo más sereno en su actitud, les aprueba de manera solidaria para de una vez por todas aclarar el asunto. Apresurados, antes que algún otro vehículo ingrese a la estación por combustible, se dirigen al viejo escritorio ubicado en el lado derecho de la oficina/depósito, donde reposa el teléfono de la gasolinera. Desde allí apenas pueden observar los aparatos que surten el combustible. Esta vez, no tienen vista al costado opuesto de la avenida, hasta el lugar donde se encuentra el inquietante automóvil. Por ello no han visto cuando el profesor ha salido del vehículo y de inmediato reingresado a él; se han perdido el momento que les habría ahorrado las elucubraciones sobre el misterioso sedán gris. 
–Creo que es lo mejor para salir de dudas –dice Víctor, en tono determinante mientras camina al frente de los dos empleados para realizar la llamada telefónica a la policía.
–¿Cuánto tiempo me dijeron que tiene el carro estacionado?... Seguro me lo preguntarán –les inquiere Víctor a sus compañeros de trabajo.  
–Más o menos treinta o cuarenta minutos –responde nuevamente Luis, quien para el momento ya estaba convencido que dentro del vehículo, en efecto, había una persona fallecida. 

Los policías de guardia, detienen la unidad a un lado de la venta de arepas y desayunos. Desde muy temprano, personas que transitan por la vía, visitan el modesto local para desayunar. Los oficiales salen de la patrulla y el dueño del negocio de comidas los mira dirigirse hasta una de las mesas. Lo saludan levantando la mano en una especie de sustitución del «buenos días» por aquel gesto de la mano abierta, apenas hablan y bajan la mirada hacia la mesa, caminan atontados hacía el lugar donde comerán. La mañana de este sábado muestra los rayos del sol con el aire fresco de la temporada decembrina. Cuatro de las siete mesas del local están ocupadas; los policías escogieron la más cercana al auto de labores, y con panorámica integral al espacio del modesto e improvisado restaurant al aire libre.  El dueño, un hombre de edad madura y calvo, se dirige enseguida hasta la pareja de agentes.
–Buenos días, ¿cómo están ustedes? –saluda, mostrando una sonrisa incómoda, que aparenta una cordialidad incapaz de exhibirse con franqueza.   
–¡Bien! –responden en coro, los dos funcionarios, y el conductor de la unidad, agrega de inmediato: 
–Hermano, tenemos hambre, toda la noche trabajando… protegiendo a los ciudadanos, ya sabes… –dice el hombre, con una sonrisa socarrona, mientras enseña unos dientes grandes y amarillentos por efectos de la nicotina. 
–Ya les traigo un par de arepas bien resueltas, jugo de guayaba y café para espantar el sueño–promete el dueño del restaurant, y se retira diligente en busca del ofrecimiento.
Los agentes se miran complacidos. El chofer con gesto de cansancio, se acaricia la frente y con la mano derecha se toca suavemente los ojos que cierra fatigados, aspira profundo como si tomara todo el aire a su alrededor. El compañero de guardia, gira su mirada, haciendo una especie de paneo sobre el resto de las personas que permanecen en el lugar; el radiotransmisor que lleva en las manos, lo coloca sobre la mesa, moviéndole el botón del volumen para bajarlo y escucharlo discretamente. Ninguno tiene interés en hablar, sólo quieren comer y culminar el turno de trabajo.

El profesor revisa apresurado el asiento delantero, el del conductor que hace unos minutos ocupaba, examina debajo de éste y a un lado con esmerado esfuerzo, ahí se topa de nuevo con la botella de licor, la aparta sin interés en ella y, se pregunta: ¿dónde dejé la billetera? Se revisa otra vez los bolsillos, buscando en su memoria el lugar donde habría podido dejarla, trata de recordar en vano. No la llevaba consigo, como pudo darse cuenta al tocarse el cuerpo, tampoco la encuentra dentro del coche. Rendido se recuesta en el asiento intentando de recordar la última ocasión en que sacó su billetera. Ahora, entonces, quita la tapa de la botella y toma un trago pretendiendo sosiego. Cierra los ojos y relajado nuevamente se exprime la memoria. El lote de revistas de colección le sirve de apoyo a su brazo derecho, está cansado y las ideas como torbellino le dan vueltas, se recuesta sobre el espaldar mullido, sosteniendo en su mano izquierda la botella a medio consumir. Luego del siguiente trago, la coloca entre sus piernas. El sueño como el fuego que prende en segundos, con el último sorbo, comienza a desfallecer, transitando por las veredas traicioneras del adormecimiento paulatino de sus sentidos. Resbala hacia su derecha, cabeceando encima del espaldar del asiento, y, entonces, su cuerpo, rindiéndose va directo hacía las trincheras anestésicas del sueño profundo.
Desde el lado izquierdo del puesto del conductor, discretamente colocada entre la puerta y la base del asiento, en el piso del carro, allí se esconde la cartera del profesor a la espera paciente de la sobriedad. Protagonista onírico ahora de un sueño venido del cansancio y el alcohol, en él se ve regresando sobre sus pasos de hace un rato, camina presuroso dando la cara al sol del Este. Revisa su bolsillo mientras avanza, esta vez toca su billetera cuando se acerca a la esquina, gira a la izquierda y las personas que ya comenzaban a ser muchas, lo miran acercarse hasta la taquilla. Temprano éste día habría de llevar el dinero que prometió al menor de sus hijos.  El Banco Principal, era su destino.

–¡171 a la orden!... ¿En qué podemos servirle?  
–¡Buenos días, oficial! –dice el supervisor, al momento en que el operador de la central de emergencias policiales atiende la llamada.
–Le hablamos de la estación de gasolina Buena Vista, mi nombre es Víctor Ramírez, soy el encargado de la estación. Estoy llamando para reportar un vehículo sospechoso estacionado desde mucho hace rato en la avenida…
–¡Deme su dirección, por favor! 
–Avenida Intercomunal, entre calles 25 y 26, diagonal a la esquina del Banco Principal, al lado del Bar Paraíso –responde de inmediato el supervisor de la gasolinera. El par de jóvenes observan atentos, pendientes de cada palabra que expresa su jefe.  
–¿Qué observa sospechoso del vehículo? –pregunta el operador.
–Tiene bastante tiempo estacionado y ninguna persona ha salido de él, tampoco se puede ver quien lo conduce porque tiene las ventanas con papel oscuro –explica en detalles, Víctor, al tiempo que Ricardo se acerca hasta la puerta de la oficina para mirar a través del vidrio que a modo de ventana tiene la puerta. Nada parece alterado. Allí está, el carro gris del profesor, en el mismo lugar, sin ninguna alteración, tal como lo han venido viendo desde temprano.
–¿Cuánto tiempo tiene estacionado? –continúa del otro lado de la línea telefónica el operador. El funcionario hace su trabajo; recopila los pormenores para reportar la novedad.
–¡Entre unos cuarenta o cuarenta y cinco minutos!
El supervisor al responder mira su reloj, lo hace por costumbre antes que por referencia temporal, puesto que el sedán gris está allí mucho antes de tomar su turno de trabajo. Ricardo y Luis, en efecto, sí tenían una idea bien ajustada sobre el intervalo transcurrido.
–Describa el vehículo, color, modelo, año y si puede número de placas, por favor- inquiere el operador policial.
A este tiempo han transcurrido apenas unos breves minutos, probablemente un minuto y varios segundos; a lo sumo un par y algo más. Los tres empleados sienten como si toda la mañana hubiese transcurrido de golpe. Luis, camina entre la puerta de la oficina y el lado izquierdo de Víctor, quien sostiene en su oído derecho la bocina del teléfono. Ricardo, pendiente de los surtidores de gasolina, aguarda la llegada de algún cliente y se mueve para observar el carro al otro extremo de la avenida.  
–Las placas no podemos verlas desde donde estamos. Es de color gris, gris claro, tipo sedán, marca Chevrolet y modelo reciente, tal vez del año pasado, no sabría decir exactamente, porque ese modelo es muy parecido al de éste año –explica Víctor, con un gesto de fastidio ante la secuencia de interrogantes. Sin embargo, continúa respondiendo conservando la calma, comprende que debe suministrar toda la información solicitada.
–¡Muy bien, enviaremos una unidad!... ¡Manténgase pendiente y a distancia… Gracias!
Cuelga el teléfono, mira a sus dos compañeros de trabajo y a modo de instrucciones les dice:
–¡Listo! Ahora vamos a esperar; pero no vamos hasta allá, miremos desde aquí, así es mejor. Uno nunca sabe… ¡los mirones son de palos!
El supervisor y los dos chicos salen de la oficina/depósito y se ubican cerca de uno de los surtidores de gasolina, desde donde pueden apreciar todos los detalles de lo que suponen sucedería en unos minutos. Cuando toman posición, un cliente estaciona en uno de los surtidores, el primero de la izquierda. El conductor abre la ventana y pide combustible. Luis, atiende diligente al inoportuno cliente. Ricardo y Víctor, especulan de nuevo sobre el enigmático carro.

La luz roja del radiotransmisor discretamente colocado a un lado del servilletero, parpadea súbitamente, y en la voz de un hombre entrenado para este tipo de eventos, se escucha el reporte de la última novedad del turno. Los dos policías prestan atención al llamado de la central. El chofer, toma el aparato y mueve la perilla del volumen acercándolo hasta su oído, probablemente en un gesto de resguardo o discreción, inducido, seguramente, por la cantidad de personas que en el momento estaban en el restaurante.
El operador de guardia reporta a la unidad PR-495 el parte oficial sobre la denuncia que minutos antes Víctor ha presentado. Las instrucciones llegan justamente cuando el dueño del restaurante que, indistintamente, también, hace de mesero la mayor parte de las veces, lleva los platos con el servicio de comida para los dos agentes. En ese instante, observa cuando uno de los policías toma el aparato de comunicaciones y se lo acerca para escucharlo; para evitar interrumpirlo, con rapidez, coloca el par de platos sobre la mesa, y apurado se retira al mostrador, casi al mismo tiempo en que Simón se levanta.
La ruta de la patrulla policial cubre ordinariamente la extensa avenida de la ciudad, la recorre varias veces en la noche y dos días a la semana ambos agentes comparten la misma guardia. «Vehículo sospechoso, tipo sedán, color gris claro, marca Chevrolet. Estacionado en la Avenida Intercomunal, entre calles 25 y 26, diagonal al Paraíso, frente a la estación de gasolina Buena Vista. Unidad PR-495 dirigirse hasta allá de inmediato», dice el operador de la central.
Simón aprieta simultáneamente los labios y los ojos cuando escucha.  En segundos, ambos oficiales se miran, el chofer toma uno de los vasos que minutos antes ha servido el dueño del negocio, apura la bebida y exclama: ¡Coño que vaina! El colega lo imita con la expresión usual de su cara en estos casos; aprieta la boca y se encoge de hombros. Rápido se dirigen al vehículo mientras se despiden del dueño del establecimiento, con el mismo ademán con el que llegaron.
–¡Nos vamos, gracias!... ¡El viernes regresamos!
Las personas apenas voltean la mirada hacia ellos y los ven marcharse apremiados. El dueño del local, atento en sus quehaceres, sorprendido por la prisa, igualmente los despide con el característico saludo de su mano abierta diciendo adiós.

Los anteojos le caían sobre la punta de la nariz, y la boca entreabierta dejaba pasar el aliento, inhalaba profundo a ratos y expulsaba parte del aire fétido que a las fosas nasales les sobraba. Un silbido de baja intensidad le salía con la respiración, amplificándose desmedido bajo el silencio interior del vehículo. El profesor ingresaba al Banco Principal sin haber dejado por segunda vez el sedán gris, se desplazaba por los laberintos oníricos de sus deseos, como quien dormido apremiado por las ganas de orinar, se mira en el sueño descargando su vejiga en la taza de su baño. El trio de la gasolinera vigilaba aguardaba expectante la llegada de la policía.

Los dos oficiales abordan la PR-495 y rápido dejan el estacionamiento del local de comidas, toman la avenida y esta vez en sentido contrario al que traían, doblan a la derecha y avanzan a toda velocidad por ella. El primer semáforo los socorre con la luz verde; el siguiente, en rojo, corrió la misma suerte que hace cuarenta y cinco minutos tuvo aquel de la esquina donde destaca el Bar Paraíso. Al llegar a la intersección de la calle 26, donde el sedán apareció con el alba este fin de semana, lo divisan a la distancia, parqueado a varios metros de la esquina por donde ya habían pasado mucho antes. Lo observan sin novedad.
El carro policial se aproxima, ubicándose detrás del vehículo del profesor, a un trecho discrecional, conforme prescribe el protocolo en estos casos. Las luces rojas del techo de la unidad parpadean, y el sonido estridente de su alarma colma el ambiente. La pareja de agentes, comunica por radio a la central que se encuentran en el lugar. En el auto misterioso no se aprecia nada anormal; salvo que lleva mucho tiempo estacionado y ninguna persona ha salido de éste, según testimonio reportado hace pocos minutos por empleados de la gasolinera desde el extremo opuesto de la vía. El chofer de la unidad policial, habla por altavoz en dirección al sedán y ordena salir a quienes se encuentran en su interior. 
Los tres empleados observan apostados el curso de los hechos, como espectadores de película de acción, sólo tienen interés en lo que sucede del lado contrario de la avenida. Ninguno de ellos habla. Miran la patrulla y escuchan su alarma junto a la orden de uno de los oficiales. Del interior del sedán gris no sale nadie. Víctor, contempla a sus compañeros y les dice en tono de pregunta:
– ¡¿Estará muerto?!
Luis, no responde, gesticula con una expresión de duda en las cejas arqueadas, y el movimiento leve de su cabeza. Ricardo, tampoco, contesta, gira su rostro para escrutar preciso el carro del profesor. Fija la atención de sus ojos negros en el vehículo, y una leve sonrisa se le dibuja repentina en la cara en compañía de una sonora exclamación:
–¡Está borracho coño! ¡Claro, pendejos, es navidad! ¡Está borracho y dormido!...  
Los otros compañeros al escucharlo, levantan sus ojos como buscando lógica a la fulminante ocurrencia de Ricardo. A lo lejos, impertinente, una detonación de cohetones, suena con fuerza en el cielo claro de esta mañana, a distancia se observa el humo del artefacto explosivo que se desvanece entre las nubes. Es lo propio de estos días. De seguidas un par de estallidos adicionales suenan con la misma intensidad. Los tres amigos, se miran y ríen a carcajadas.
El impacto de los cohetones, sacuden el sueño del profesor, sobresaltado se acomoda con sus dedos los anteojos a punto de caerse sobre las revistas, se los empuja a la base de la nariz, entre ambas sus cejas pobladas, el lugar que ocupan desde siempre para corregir su miopía transformada en presbicia. Escucha sorprendido la orden policial y mira a través del vidrio posterior de su sedán. Aún medio dormido, observa enseguida la botella entre sus piernas; rápido trata de esconderla debajo del asiento del piloto, en su intento desesperado y torpe se topa con la billetera que hace un rato buscaba con afán.  
–¡Carajo, si la estuviera buscando no la hubiera encontrado! –exclama, entre molesto y sorprendido.
De un tirón, uno de los agentes policiales abre la puerta del conductor, y el otro hace lo mismo desde el lado opuesto. Ambos han desenfundado armas en previsión reglamentaria.  El profesor aturdido los mira, sonríe nervioso, levanta enseguida los brazos que recoge de entre sus piernas y expresa con fuerza: ¡Coño, por fin llegan a tiempo!