La última página de una dictadura
Por Edinson Martínez
@emartz1
Ahí me encontré
con un relato –y a este se debe principalmente el aliento del presente texto–
que al instante me obligó a investigar y atar cabos para seguirle la pista al
hecho que sucedió en la turbulenta realidad trastocada con fines literarios que
Igor
Delgado Senior nos presenta. Su título: Esbirros de la dictadura
perezjimenista asesinaron a famoso cantante mexicano.
Última
Página. (Cronicuentos) (2021). Igor Delgado Senior.
Así comienza la historia del personaje de la crónica, Renato Colinas, un vuelo ficcional del autor sobre los últimos momentos de un cantante en la Caracas a punto de cerrar el ciclo de la última dictadura militar. Corría el año 1957, a nueve meses del fin de ella, aspecto que pude establecer una vez iniciada la labor de desbrozar los elementos de ficción narrativa de aquellos que, en efecto, constituyeron parte de la realidad, de la observación del contexto en que, ciertamente, ocurrieron los hechos y al mismo tiempo conformaron el magma para desarrollar la trama. Nueve meses mediaron entre aquel lance fatídico y el colapso del gobierno militar, como igual pudiera decirse del lapso que entraña la vida humana en el vientre materno. Muy probablemente para las personas que vivieron en edad adulta aquel periodo, el argumento del relato podría sonarles familiar, incluso aun en la clave de redacción literaria con que está presentado en el libro. Sin embargo, para el resto, para una buena porción de los venezolanos del presente, y también para los de la fecha en que se edita la obra por primera vez (2016), el tema les es absolutamente desconocido; una crónica más de las muchas que en este género se cultivan que, si no fuera por el título con el que se publica, tampoco habría despertado en mí la curiosidad de investigarlo y, muchísimo menos, motivarme a escribir estas líneas. Y, he aquí, entonces, un aspecto clave relativo a la memoria colectiva sobre la calificación de un tiempo que comienza a desvanecerse, a palidecer como esas fotografías familiares que van tornándose amarillentas, descoloridas, acumulando tanto pasado sobre lo que alguna vez fuera un vívido presente hasta que, incluso, en trueque insólito de la memoria, muchas veces llegar a apreciar con buenos ojos lo que en su momento no valió la pena o fueron instantes desagradables.
Venezuela tiene
una historia de regímenes militares tan extendida que sus gobiernos civiles en
realidad han sido una minoría. El caudillo, las autocracias y las conspiraciones
cuartelarias, nos han sido tan genuinamente criollas como la arepa. Ya explicarán los historiadores esa
propensión vernácula por la bota militar sino ejerciendo el gobierno, al menos
merodeando como fantasma en la oscuridad los ejercicios civiles de la cosa
pública. Y también ha sido así, en honor a la verdad, en casi todo el Caribe. Nuestra
literatura da cuenta de ello de manera excepcional, abordando el tema de modo
tan recurrente como creo que en ninguna otra parte del mundo. Y es que, el
dictador militar latinoamericano, es un personaje novelesco, surrealista.
Tomaría prestada la expresión que emplea Gabriel García Márquez para
definirlo al amparo de sus fines literarios: “es un personaje mitológico”. Y,
creo, como él, que es así. En ese sentido, el escritor colombiano, sobre el
particular, nos ofrece en su retórica reflexión:
“El tema ha sido una constante de la literatura latinoamericana desde sus orígenes, y supongo que lo seguirá siendo. Es comprensible, pues el dictador es el único personaje mitológico que ha producido la América, y su ciclo histórico está lejos de ser concluido.”
El olor de la guayaba. Gabriel García Márquez.
Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza. (1982).
Editorial La Oveja Negra.
Nuestra última dictadura militar se instaló con un golpe de estado perpetrado contra el gobierno de Rómulo Gallegos en 1948, se despidió en enero de 1958. Los momentos finales los describe Guillermo García Ponce y Francisco Camacho Barrios en su libro El diario desconocido de una dictadura. (1980). Publicaciones Seleven.
“La Junta Patriótica está en vela, Fabricio Ojeda permanece toda la noche en contacto con Centeno Lusinchi. También con el comando de la Huelga de Prensa. Díaz Rangel informa de los datos recogidos en el Puesto de Socorro y varios hospitales. Hasta las 11 de la noche del 22: 302 muertos y 1234 heridos.
Es la
una menos treinta minutos de la madrugada. Pérez Jiménez llama por teléfono al
coronel Pedro José Quevedo. La llamada es atendida por el capitán José Vicente
Azopardo y el teniente José Luis Fernández.
–Coronel
Quevedo. ¿Qué pasa en la Escuela Militar?... Dígale a los oficiales que si hay
algún problema que vengan a conferenciar conmigo. Hablando podemos arreglar
todo.
–General,
los oficiales de la Escuela Militar no tenemos nada que conferenciar con usted.
Esta es una batalla y la gana quien tenga más fuerza. Nosotros estamos ganando
esa batalla. Si usted quiere conferenciar venga a la Escuela Militar. […]
Pérez
Jiménez envía a su edecán mayor Cova Rey a averiguar cuál es el estado de ánimo
en el Motoblindado, el Urdaneta y en Conejo Blanco…
[…]
Es la una y treinta minutos. Cova Rey vuelve de su misión y conferencia a solas
con Pérez Jiménez. La situación en los cuarteles no es buena. […]
Llovera habla:
–Yo
ya he tomado mi decisión. Me voy del país. Las Fuerzas Armadas están divididas…
[…]
El mayor Cova Rey va a La Carlota a preparar el avión presidencial, La Vaca Sagrada. También llama a casa
del presidente para que la familia esté lista a viajar.
[…]
Una hora después, una caravana de automóviles llega a La Carlota. El avión
presidencial toma pista y levanta vuela hacia Santo Domingo. En los controles
va el mayor Cova Rey y como pasajeros el general Marcos Pérez Jiménez, su
esposa, sus tres hijas y su suegra; el general Luis Felipe Llovera Paéz, su
esposa y dos hijos; el doctor Pedro Gutiérrez Alfaro, el doctor Antonio Pérez
Vivas, el doctor Raúl Soulés y el señor Fortunato Herrera.
Por Radio Caracas habla Fabricio Ojeda, presidente de la Junta Patriótica.”. Páginas 407, 409, 413.
A todos estos
autócratas precedentemente a sus nombres, se les identificaba con un fatuo
cognomento pronunciado en exaltación adulante: el Salvador de la Patria, el Restaurador,
el Benemérito y tantos otros.
Nunca faltaron los
dictadores pintorescos, estrafalarios, personajes de carne y hueso que se
dudaría si en realidad no eran más bien protagonistas del universo narrativo
del realismo mágico en el que tanto nos reconocemos. En Haití, por ejemplo, el
dictador conocido como Papa Doc (François
Duvalier), se cuenta que en una oportunidad ordenó exterminar todos los perros
negros que había en el país porque uno de sus enemigos se había convertido en
perro, en un perro negro. En Paraguay, el dictador que más tiempo estuvo en
ejercicio (40 años), como presagiando la historia que habría de sobrevenir en
el siguiente ciclo, el llamado doctor Francia (José Gaspar García y Rodríguez
de Francia Velasco y Yegros), según ordenó que todo hombre mayor de 21 años
debía casarse, tomando a continuación acciones gubernamentales para cumplir con
semejante ocurrencia. En El Salvador, Maximiliano Hernández Martínez, dispuso forrar
en papel rojo todo el alumbrado público, para combatir una epidemia de
sarampión y cuentan que, en estrambótica erudición, usaba un péndulo para antes
de comer los alimentos, lo levitaba encima de los platos a fin de determinar si
estaban envenados. El general Jorge
Ubico, dictador en Guatemala, mandaba a apagar las luces de los pueblos a las
nueve de la noche, para que las personas se levantaran temprano con ánimo y
ganas de trabajar, y cuando una mujer se fugaba con un hombre, ordenaba
buscarlos con la policía y después de darles unos cuerazos en la plaza del
pueblo, los casaba con todos los rigores de la ley. Creo que no se salvaría
ninguno de historias y ocurrencias grotescas más o menos similares, dando lugar
a que la literatura las incorpore en la memoria de los pueblos con su impronta
narrativa para resistir las embestidas del olvido.
El momento preciso para desarrollar una historia –como ocurre por lo general en los escritores–, suele llegar del modo más inesperado, a partir de una imagen que lo resume todo, que condensa en la ínfima parte de un instante toda la intención del propósito narrativo, como, en efecto, comenta García Márquez le ha sucedido en varias oportunidades para dar inicio a su alquimia creativa. Esto es precisamente lo que señala ante la pregunta de Plinio Apuleyo Mendoza sobre la novela que tan bien retrata al dictador rural caribeño.
“[…] En aquel antiguo caserón colonial, con una
fuente en la mitad del patio y tiestos de flores alrededor, García Márquez
encontró a un viejo mayordomo que servía allí desde los tiempos remotos de otro
dictador, Juan Vicente Gómez. Viejo patriarca, de origen rural, de ojos y
bigotes de tártaro, Gómez había muerto en su cama, tranquilamente, después de
gobernar con puño de hierro a su país por cerca de treinta años. El mayordomo
recordaba todavía al General; la hamaca donde dormía su siesta; el gallo de
riña que le gustaba.
–¿Fue después de hablar con él cuando
tuviste la idea de escribir la novela?
–No,
fue el día en que la Junta de Gobierno estaba reunida en aquel mismo lugar, en
Miraflores, dos o tres días después de la caída de Pérez Jiménez, ¿recuerdas?
Algo
ocurría, periodistas y fotógrafos esperábamos en la sala presidencial. Eran
cerca de las cuatro de la madrugada, cuando se abrió la puerta y vimos a un
oficial, en traje de campaña, caminando de espaldas con las botas embarradas y
una metralleta en la mano. Pasó entre nosotros, los periodistas. […]
Fue
en ese instante, en el instante en que aquel militar salía de un cuarto en el
que se discutía cómo iba a formarse definitivamente el nuevo gobierno, cuando
tuve la intuición del poder, del misterio del poder.”
Como antes comenté, la última dictadura militar en Venezuela fue depuesta en enero de 1958. Cumplió un ciclo de 10 años con un saldo de toda clase de agravios, persecuciones, desapariciones y asesinatos de líderes políticos, gremiales y sindicales, así como la aniquilación de las libertades públicas para asegurarse al poder, sin dejar de lado la ausencia de garantías civiles y el proceder arbitrario de los funcionarios adscritos a la seguridad para despachar asuntos personales por cuenta propia al amparo de su autoridad, tal como ocurrió con el cantante que motiva el presente texto y sobre el cual volveremos más adelante.
Este periodo de
nuestra historia no requiere de mayores explicaciones para su caracterización:
fue un gobierno militar, una dictadura.
El propio jerarca
al respecto resumía su idea de democracia con olímpico desprecio en manifiesta
consideración de acuerdo con su visón del Estado: el Nuevo Ideal Nacional.
En el libro de Agustín Blanco Muñoz –historiador
y profesor titular de la Universidad Central de Venezuela– de la serie Testimonios violentos, titulado Habla el general Marcos Pérez Jiménez, (1983),
editado por El Centro de Estudios de Historia Actual de la FACES-UCV, el autor
nos entrega una extensa entrevista al exgobernante donde se pasea por diversos
tópicos relativos a su asunción al poder, su desarrollo gubernamental y su
caída. Transcribo para ustedes varias de sus aseveraciones en las que se
retrata claramente, sin fingimiento alguno, su ideal tiránico del ejercicio del
poder.
Así, ante el
requerimiento del historiador sobre su parecer respecto a la legitimidad de
origen de los gobiernos, este responde lo siguiente:
“En cuanto al problema de la legitimidad de los gobiernos…
Ya
vamos a volver a caer en el mismo terreno. Se lo he dicho: yo no comulgo con
eso. Me parece que los hechos que son los que realmente importan bien o mal a
la humanidad, sean superados por la legitimidad. […] La legitimidad, el origen
de los gobiernos es para mí completamente secundario. Son los resultados los
que importan a las colectividades inteligentes. Son las resultantes las que
hacen que un gobierno sea deseado y repudiado. Pero la legitimidad me parece
una cuestión de segunda categoría...”. Página 258.
Este asunto –la legitimidad de origen– que introduce Agustín Blanco Muñoz en la entrevista es, sino crucial, al menos determinante a la hora de deslindar los límites entre una democracia y un régimen autoritario. Ya conocemos de propia fuente su punto vista. Y un poco al margen, permítaseme la digresión aprovechando la oportunidad, recuerdo haber leído en la propuesta fallida de reforma constitucional sometida a referendo en 2007, una redefinición de la legitimidad de origen, en donde el voto popular, perdía tal atributo y, en consecuencia, se introducía la idea de otras formas de legitimidad de origen contrarias a la tradición democrática conocida. Un tema controversial que pareciera hacer coincidir a quienes tienen una misma ascendencia profesional de tan persistente protagonismo en nuestra historia.
En otra parte de
la entrevista el autor del citado libro aborda directamente el aspecto relativo
a la dictadura.
“Usted ha dicho reiteradas veces que son
los resultados los que justifican un gobierno. Ahora bien, ¿por qué su gobierno
en determinado momento también se cuida de la apariencia? Es decir ¿por qué acude,
por ejemplo, a unas Cámaras Legislativas, a cuerpos institucionales, etc.? ¿Por
qué no acepta simplemente que se es una dictadura?
Nunca
me he sentido molesto porque me digan dictador. Hasta ahora no he visto en la
historia de la humanidad que se llame dictador a quien se le pueda considerar
un pendejo…”.
[…]
Recuerdo que en una oportunidad el padre Hernández, creo que era el párroco de
San José, dijo que la Iglesia Católica era lo más parecido a la democracia. Y
que por eso tenía que haber afinidad entre ambas instituciones. Pero analicemos un poquito la expresión.
¿Qué es la Iglesia Católica? En principio está regida por alguien. Un Ser
Supremo que no ha sido elegido por nadie. Dios en ese sentido se asemeja más a
un dictador, en el buen sentido del término, que a un demócrata. Los fueros
divinos en los que se basa la Iglesia no tienen nada de democráticos. […]
Entonces, la estructura de la Iglesia Católica en sus orígenes divinos, y en su
mecánica terrenal, no tiene nada de democrática. Y creo que eso es lo que le ha
permitido a la Iglesia Católica durar sus dos mil años.”. Páginas 289 y 294.
Marcos Pérez Jiménez apenas necesita excusas para convertir en paradigma aquello que únicamente es válido para los dogmas de fe. Se siente cómodo con la definición y proceder de un dictador y así lo admite. Una elocuente exhibición de la engreída percepción de sí mismo.
Ahora bien, de
vuelta con el aspecto relativo a la memoria colectiva sobre la calificación de
aquel periodo que, como dije antes, su recuerdo comienza a desvanecerse y, de
pronto para la presente y futuras generaciones de venezolanos, los resonantes
nombres y ejecutorias de muchos de aquellos personajes, con el paso del tiempo les
significará muy poca cosa o casi nada. Por eso creo que es importante que la
sociedad toda, o al menos sus sectores más esclarecidos por su comprensión del
valor de la democracia como el sistema de gobierno más cercano a las
posibilidades reales de mayores garantías para el desarrollo integral del ser
humano, reaccionen, diría que, en labor pedagógica, se me ocurre, quizás
comenzando por usar el término “dictadura” en su justa medida para diferenciarlo
de las prácticas arbitrarias de un gobierno, que por muy frecuentes que sean, si
no resultan de un proceder sistémico, debidamente engranado en una perspectiva
totalitaria, no deberíamos emplear. Sin una cultura democrática no es posible
cimentar libertades y derechos civiles. Puede haber, como en algunos casos
ocurre, progresos materiales, pero de nada valen si no hay una democracia
sólida, con instituciones garantes de los derechos civiles, si no hay libertad.
En tal sentido,
nunca estará de sobra destacar la gesta que hizo posible la caída de la
dictadura; la crónica y explicación rigurosa de aquel lapso de nuestra historia,
de ello surgirán lecciones nada desestimables para el presente y, naturalmente,
para el futuro institucional del país. Hay tanto arrojo en esos años, tantas
muestras desmesuradas de valentía, de desprendimiento personal y camaradería y,
en especial, ejemplos de unidad y organización, que bien vale la pena recordar
como especiales atributos en el desempeño de los actores políticos y las organizaciones
civiles involucradas en esa lucha.
Héctor Rodríguez Bauza,
protagonista de aquellos días nos regala una excelente crónica bajo el título Ida y Vuelta de la Utopía. (2015).
Editorial Punto. De la cual les comparto su parecer sobre definiciones muy
precisas relativas al 23 de enero de 1958.
“Otra característica del 23 de enero, analizada casi hasta el agotamiento, es la amplia unidad que existió en Venezuela y que no se limitó al campo político, en el que los cuatro partidos existentes integraron la Junta Patriótica y el Frente Universitario, organismos que iniciaron y dirigieron la lucha del sector civil. Posteriormente se incorporaron los distintos colegios profesionales, las organizaciones obreras, los empresarios y los periodistas quienes jugaron un papel importantísimo en esas luchas.”
[…]
En síntesis, los civiles por sí solos no hubieran logrado en fecha temprana la
salida del dictador. Pero los militares opuestos a Pérez Jiménez por sí solos
tampoco lo hubieran alcanzado. Por eso no se puede disminuir ni exagerar el
papel de uno u otro en tales acontecimientos ni se puede catalogar lo ocurrido
como un golpe militar más.”. Página 219.
Pero regresemos al relato sobre el cantante mexicano, Renato Colinas, a su trágico fin, que Igor Delgado Senior escribe en género de ficción, pero que, sin embargo, es una historia verídica.
“Según
las invocaciones de Renato, aquella Caracas exhibía progresos de granito y
cemento que inauguraba en persona el dictador Pérez Jiménez (y escondía las
torturas, los crímenes y la persecución contra los adversarios del régimen). El
bolerista comenzó presentaciones en El Ancla y hasta ahí llegó a buscarlo una
Cloe Ducaste de lentes oscuros, residenciada en Venezuela, piernas aún frescas
y escoltas ubicuos que la cuidaban desde las sombras. Al finalizar la tanda
musical, Cloe lo convidó a la mesa para envolverlo de abrazos y jurarle, como
en las telenovelas, pasión inmortal: “Aunque estoy casada con un gran personero
de este gobierno, todavía te amo a vos, ¿me comprendés?”. Luego susurró: “¡Debo
marcharme! ¡Nos veremos pronto, cariño!”, y se fue en el hálito de su tibia
fragancia. El pianista, un dominicano, precavido y fraterno, le advirtió a
Renato: “¡Cuidado, chico!, es la mujer del temible Miguel Silvino Lanza, el
Negro Lanza, segundo jefe de la Seguridad Nacional. Aléjate de ella, no te
conviene, es un riesgo mayor; es como suicidarse de antemano”.
Última Página.
(Cronicuentos) (2021). Igor Delgado Senior. Página 25.
Renato Colinas no era ningún activista político ni un conspirador, quizás nada de eso le importaba, su interés se centraba únicamente en ver cómo redondeaba unos centavos para cubrir los gastos derivados de su residencia en Caracas. Era un artista que, de tanto dar vueltas entre el Caribe y Latinoamérica cuesta abajo, hasta el sur profundo, había malbaratado sus minutos de gloria –“La vida es un suspiro”, atinó a escribir en 1934 Carlos Gardel en su célebre tango Volver–, así que, instalado en la capital de Venezuela, buscaba afanosamente el modo de ganarse la vida alternándose entre los diferentes clubes nocturnos citadinos.
Genaro Salinas era
su nombre verdadero y la mujer, era la conocida actriz argentina de teatro y
televisión Zoe
Ducós, esposa entonces de Miguel Silvio Sanz, uno
de los jefes de la Dirección de Seguridad Nacional, la policía política de la
dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Se cuenta, de acuerdo con las versiones que
circularon al margen de la prensa oficial que, el domingo 28 de abril de 1957, Genaro Salinas fue
encontrado agonizante debajo de un puente de la Avenida Victoria de Caracas, tenía
politraumatismos generalizados por lo que falleció ese mismo día. Al parecer, varios
agentes de la Seguridad Nacional lo esperaron a la altura del puente y lo
arrojaron a empellones al vacío, una vez en el piso le pasaron un automóvil por
encima. La versión que circuló en los medios allegados a la dictadura refiere
al caso como una caída al vacío a causa de una borrachera del artista.
Se cuenta que el
cantante murió con los ojos exageradamente abiertos, y que Daniel Santos, al
visitarlo en la funeraria, sacó un puñal de cruz guardado en su cintura, se lo
puso en la frente y enseguida sus ojos se cerraron para siempre.
Salinas fue amigo
de Mario Suárez, Alfredo Sadel y Daniel Santos, era estimado en el ambiente
caraqueño por la calidad de su voz y trato amable. Su muerte se convirtió en un
lío de conjeturas, en un misterio, apuntando las saetas de las sospechas al
manejo discrecional de la autoridad en un sistema sin garantías civiles. Una de
las notas de última página de un régimen cuyo tinglado no podría ser menos
presuntuoso: El Nuevo Ideal Nacional.
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