“La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir”.

Camilo José Cela

domingo, 5 de junio de 2016

Lago adentro

Lago adentro

No soy ecologista por los animales. Soy ecologista por las personas".
Jacques-Yves Cousteau.


 Edinson Martínez 
 @emartz1 


Desde 1972, hace ya casi 44 años -que uno los escribe de modo tan elemental con dos solitarios dígitos y por ello parecieran irrelevantes-, el tema del medio ambiente viene siendo noticia de primer orden en todo el planeta. En la distancia del tiempo de aquellos días, tormentosos y revoltosos que recuerdo, el mundo se sorprendió con la tragedia del avión uruguayo estrellado en las cumbres andinas. Tengo aún fresco en mi memoria esta época en que se incorporaba como una novedad en colegios y liceos hacer investigaciones sobre asuntos relativos a la contaminación y la ecología, se insertaba entonces por primera vez en nuestros deberes escolares las preocupaciones medioambientales de modo sistemático y permanente. Pero como antes refería, al inicio del último trimestre del año citado, el vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, se perdió con sus ocupantes durante setenta y dos días entre las heladas alturas de la cordillera de los Andes. Fue una noticia tremenda porque el avión trasladaba al equipo de Rugby del colegio Stella Maris de Montevideo hacia Santiago de Chile, como es natural suponer, se trataba de un grupo de jóvenes y animados deportistas que justamente se dirigían a una competencia deportiva en otro país. De este hecho terrible e inenarrable, no obstante la cinematografía que siempre suele ocuparse de estas cosas, una vez conocida la increíble historia de los sobrevivientes, el mundo quedó boquiabierto, pasmado, de todo cuanto hicieron estos muchachos para permanecer con vida. Tiempo después, se hizo una película, que de vez en cuando aún puede verse en la cartelera televisiva. En esos días, la Asamblea General de las Naciones Unidas en su resolución 2994 designó el 5 de junio como Día Mundial del Medio Ambiente. Para esa misma fecha, me refiero a 1972, el entonces presidente de Chile, Salvador Allende, visitó -creo que por única vez- nuestro país, era para esta ocasión primer mandatario nacional y casi culminando el quinquenio gubernamental, el Dr. Rafael Caldera. Traigo a referencia en esta breve crónica, la visita de Allende, porque revisando –ahora gracias a la inmediatez que nos permite la internet- el contexto histórico de aquellos años, que ya antes he calificado como tormentosos, y que mejor sería decir rebeldes, me encontré con una entrevista radial al expresidente chileno -en radio Portales, de Santiago de Chile-, supremamente interesante que vale la pena compartir con ustedes. En dicha entrevista, muy extensa por cierto, este culminaba su conversación con unas sabias e interesantes palabras, muy a tono con los tiempos, también tormentosos, dramáticos, pero sobre todo, desafortunados, que ahora nos toca vivir. Las cito textualmente porque en verdad no tienen desperdicio.

 “…Este es un país de gente joven y hay que decirle a la gente joven que tiene que comprender, que para poder hacer que un país progrese se necesita trabajar más, estudiar más, producir más. A mí, no me impresionan los revolucionarios verbalistas que son malos estudiantes, malos obreros, malos dirigentes, yo creo que la primera lección es, de un revolucionario, dar con su ejemplo la posibilidad que otros sigan su ejemplo. Por eso he repetido tantas veces qué buena frase escrita por un estudiante en la muralla de una Universidad de París "La revolución comienza por las personas antes que por las cosas" Y eso es muy serio y muy profundo”. 

Qué bueno sería lograr que quienes desde posiciones de gobierno en nuestro país, pudieran hacer suyas estas reflexiones finales del admirado y recordado mandatario sureño. 

Ahora bien, retornando al tema ambiental -una vez hecha esta mirada por la especie de hendija inventada por este servidor en la ventana de la historia-, muy oportuno para hoy 5 de junio, hemos de registrar que Venezuela se encuentra en una situación muy grave desde el punto de vista ecológico. Creo que bastaría pasearnos por dos casos emblemáticos. El primero de ellos referido a la barbárica explotación del oro en el sur del país, de la que solo se tienen noticias fiables por vía de reportajes periodísticos extranjeros, en unos casos, y en otros por medio del testimonio de algún valiente que arriesga su pellejo al hablar de los daños ambientales en la región, es a todas vistas una muestra viva de todo lo que es capaz la ruindad humana, una depredación de pocas comparaciones en el mundo. Dicha destrucción, que a referencias y explicaciones de terceros, luce como irreversible e irreparable en suelos, selva amazónica y ríos de esta privilegiada naturaleza, es en muy bien sentido el exterminio de un patrimonio ecológico de la humanidad por el cual somos responsables como nación.

  
El otro caso que hemos de agregar a la devastación ambiental nacional, y esta vez no tan lejos como en cierta manera nos pareciera el sur, es el mayor tributo a la indolencia ecológica que conoce el país, que en cámara lenta, pero persistente y arteramente ha evolucionado por décadas, sin tregua alguna, y a la vista de todos, sean autoridades públicas, y también, todo aquel ser viviente de esta comarca -permítaseme la expresión-, nos referimos al Lago de Maracaibo, el mayor reservorio de agua dulce del subcontinente, como todavía suele neciamente decirse. 

Descubierto el 24 de agosto de 1499 por Alonso de Ojeda, tuvo la mala suerte de poseer en el subsuelo unas de las mayores reservas de petróleo del hemisferio, que luego de casi 100 años de explotación petrolera han convertido el lecho lacustre en un nido con más de 24.000 kilómetros de tuberías e instalaciones petroleras, conformadas en lo sustancial por gasoductos, oleoductos, tuberías diversas, cables, y cualquier otro inimaginable dispositivo necesario para la extracción del crudo. Para el 2013, según fuentes curiosas de oficio por cuenta propia, porque las gubernamentales guardan el secreto a titulo de misterio inescrutable, del lago se extraían unos 700.000 barriles de petróleo por día. Lago adentro se generaban unos quince derrames de crudo al mes, estos sí registrados oficialmente por el Ministerio del Ambiente, pero de los cuales por sobradas razones y larga explicación dudamos de su cuantificación real, ameritando por ello una investigación de mayor rigor. Al propio tiempo, una cifra negra, que podría ser superior, consistente en el vertido de químicos, sustancias toxicas y derivados de hidrocarburos de diverso género es vertida habitualmente al lago, de ello no existen registros oficiales, entre otras razones por la limitada capacidad operativa de los entes encargados de la vigilancia ecológica, y también, porque su manifestación no es visible en la superficie lacustre de modo inmediato y extensivo, simplemente va al fondo… Lago adentro. 

A todo lo anterior tendríamos que sumar las descargas de aguas servidas sin tratamiento alguno que se vierten de las poblaciones asentadas en ambas costas del Lago de Maracaibo. Las plantas de tratamiento de aguas servidas de la cuenca del estuario, durante estos años, mas de década y media, buena parte de ellas han sido paralizadas y a medio construir, otras abandonadas a su suerte por el precario mantenimiento, y el resto, un proyecto engavetado de incierto porvenir.


Creo compartir con muchos paisanos de mi generación aquellos recuerdos de la niñez en que las vacaciones escolares, o algún fin de semana fuera de la rutina laboral de nuestros padres, en los que las visitas a las playas del lago eran un verdadero gozo familiar. Los hermanos, y en mi caso, mis primos más cercanos también, disfrutamos aquellas aguas tan gratamente que ahora puedo afirmar que son aquellos días parte de los momentos más felices de mi infancia. Es una pena advertir ahora que fuimos prácticamente casi los últimos en disfrutarlas a plenitud. 

Este lago que una vez inspirara a tantos poetas zulianos por sus cristalinas aguas, por su sabor salobre, por la calidez de su abrazo al sumergirnos en ellas, es ahora un gigantesco pozo séptico cuyas aguas verdosas y oleaginosas bañan nuestras costas en lo que pareciera un deterioro sin retorno. No habría que ser un conocedor profundo del tema para afirmar que el agua del lago ha perdido su capacidad para sostener vida. Desde hace 44 años hablamos del tema, hace tanto tiempo, y qué tan poco hemos logrado Lago adentro. 

 Ciudad Ojeda, 5 de junio de 2016 


 Nota: Algunas de las fotos de este artículo fueron tomadas por el suscrito en las costas de Cabimas, estado Zulia.

viernes, 3 de junio de 2016

Luisito, "el millonario"

Luisito, "el millonario"
Crónicas perdidas 
Por: Edinson Martínez
@emartz1

“Las hojas secas cubren en abundancia el camino de los recuerdos...”.

James Yoice


U
na de las leyendas urbanas más extendidas es la del mendigo millonario que simula una condición de pobreza para no revelar su verdadera condición de acaudalado. No ha faltado quien desde su ingenuidad haya creído y difundido las especies según las cuales alguno de esos parias urbanos que hemos visto en las esquinas extender su mano para pedir una limosna, son en realidad millonarios; ricos personajes disfrazados de pobres diablos que esconden su identidad quién sabe por cuáles razones.

Siendo niño, en la esquina donde transcurrieron mis primeros años, en aquella ciudad tan redonda como pequeña que era entonces, un personaje curioso en su apariencia y tanto más aún en su modo de vida, alimentó una de sus probablemente primeras leyendas urbanas. Surgió en el pueblo –que yo recuerde– prácticamente de la nada. Eso, naturalmente, sirvió de fundamento para aventurar cualquier historia grandilocuente. Algunos comenzaron por decir que Luisito –así le decían– se había escapado de un circo donde trabajaba como enano-payaso o malabarista. Que habiendo acumulado un buen dinero en su quehacer circense y cansado del ridículo al que se exponía en cada pueblo, escogió para huir o retirarse de la compañía de diversiones a nuestra ciudad, a Ciudad Ojeda, la última escala de un largo periplo pueblerino que había comenzado desde muy corta edad. 

Una mañana mis ojos de infante vieron pasar justo al lado de mi casa, a un hombre muy pequeño, vestía un traje oscuro o lo que quedaba de éste que, además, lucía extravagante en su cuerpo diminuto, caminando despacio, como contando sus pasos, con un sombrero gris percudido sobre una cabellera tupida que sobresalía del bombín más o menos aplastado. De su mano derecha pendía un saco de fique lleno de botellas de vidrio que descansaba encima de su espalda, tintineaban como una marimba desafinada cuando chocaban unas con otras, anunciando por anticipado su presencia taciturna. Se desplazaba por el callejón ubicado lateralmente a mi casa, en dirección a unos matorrales de un extenso terreno que para aquellas fechas quedaba detrás del grupo de viviendas que conformaban el sector donde viví. Todos los días lo veíamos salir muy temprano y regresaba cayendo la tarde, cuando los rayos del sol convocados por el ocaso se desmayaban atontados entre los copos de nubes que presagiaban la noche incipiente. Siempre hacía lo mismo, sujeto a una rutina cronometrada por razones de las cuales solo él era consciente. De vez en cuando nos miraba mientras pasaba a nuestro lado y, entonces, obsequiaba a los curiosos con una sonrisa escondida tras una barba poblada, canosa y revuelta de mesías errante. En el lugar que habitaba, una especie de choza fabricada por su tesón solitario, hecha de cartón, láminas de zinc y maderos viejos, una gran cantidad de botellas de vidrio, se apilaban multicolores, destacando entre ellas, verdes, marrones, transparentes, amarillentas, opacas y brillantes, que en obstinación de coleccionista se ordenaban por centenares o miles en una confusión de atolondrado empecinamiento. Mientras dejaba su cabaña por las horas en que hacía su recorrido citadino, los zagaletones del barrio husmeaban entre sus pertenencias, sacudían sus precarios enseres, y rompían algunas de sus frascos tornasolados. Siempre, como es natural, lo notaba; sin embargo, nunca llegaba a presentar reclamo alguno más allá de cierto señalamiento juicioso con un ademán de advertencia en sus manos.  Los comentarios sobre sus andanzas no se hicieron esperar en cada vecindario. En ellos, Luisito aparecía reiteradamente con su pose mansa en procura de los objetos que atesoraba con frenética devoción, todos se preguntaban sobre dicha afición que, aun sabiendo su propósito, preferían fantasear sobre él. Sin alardear, escudriñaba entre desperdicios, basureros fortuitos y solares abiertos sin dueños conocidos. Parecía un sabueso empecinado tras la presa esquiva. La leyenda fue cobrando fuerza conforme transcurrían los días y, sazonada con detalles ocurrentes según el ánimo del caserío visitado, llegaron a conferirle la condición de incógnito millonario. Comenzaba de este modo el mito urbano del impostor de pobre. Le vieron, incluso, salir de una de las escasas agencias bancarias locales después de guardar una suma considerable de dinero. Otros, todavía en mayor desborde fantasiosos, aseguraban haberlo visto, con sus propios ojos que habrían de comérselos los gusanos, cuando se apersonaba ante el cajero de unos de esos bancos con un saco lleno de monedas para depositarlas en su millonaria cuenta.

Pero, lo más curioso del personaje, es que no hablaba con nadie; tampoco era repelente o arisco, simplemente mostraba su cordialidad con el esbozo de aquella sonrisa inocente que parecía una mueca entre las barbas. “Es que no quiere trato con nadie porque pueden descubrirlo...”. Difundían en derroche imaginario los habituales de siempre. Unos y otros se repartían el producto de sus elucubraciones con la emoción del espejismo que ellos mismos habían creado. En fin de cuentas, en un pueblo donde las fantasías de otros lugares del mundo no eran cosas de extrañar, que un millonario autoexiliado escogiera esta modesta urbe para ocultarse, tampoco habría de ser un asunto como para asombrar las mentes alucinantes de una ciudad cuya historia en cierto modo se revelaba quimérica. A Ciudad Ojeda, como bien es sabido, llegaron –muchas veces de la noche a la mañana– personas de diferentes regiones del mundo y, junto a ellas, sus historias en las maletas de viajeros que portaban. “Yo era italiano”, nos comentó una vez a Miguel Apruzzesse y a mí, un viejo de ojos azules como el cielo y un pelo blanco platinado como un copo de nieve, que bien habría servido de molde viviente del San Nicolás que todos hemos conocido, durante una de esas visitas en campañas electorales que realizamos en uno de nuestros barrios en el siglo pasado. Nos sorprendió con su ocurrencia luego de increparlo sobre su origen, acompañado de un par de niños rubios percudidos por el sol y los mocos de una mañana solariega.

Luisito, en realidad, era mudo, apenas balbuceaba algunas palabras, y esa era la razón que explicaba aquella sonrisa extraviada entre el pelambre cenizo de su rostro, y los ademanes taciturnos, distraídos, como de siempre alelado, sin que de su boca saliera expresión alguna. Las botellas de vidrio las vendía, esa era la fuente de su miserable sustento. Todos lo sabían, pero la inventiva, fantasiosa y hablachenta de la monotonía pueblerina, le otorgaba aquel origen surrealista que pregonaban por doquier. Cuando nadie quiere ver lo que se exhibe evidente ante sus ojos, nada hará que se perciba en su diáfana verdad aquello que por sus pupilas se retrata en ostensible presencia.

Del mismo modo como apareció en la ciudad, también, se esfumó, algunos afirman que murió quemado en su casa, porque déjenme decirles, que tiempo después de habitar por el vecindario donde antes he comentado, uno de esos días que para entonces no tenían importancia para estos fines, decidió mudarse, naturalmente, sin decirle nada a nadie y, mucho menos consultar el parecer de sus curiosos vecinos. Nunca más se supo de él y en realidad pocos lo recuerdan. Es inevitable, pues aun siendo el mismo mar el que nos rodea, no siempre es la misma agua la que se bate entre las olas. Su historia se quedó en el tiempo como un recuerdo borroso, lleno del olvido en que se descuelgan las páginas caídas del almanaque de los humanos. Cuando comentaba sobre Luisito a varios de mi generación, en un ejercicio ocioso de mirar por el retrovisor de nuestras vidas, no faltó quien lanzara la pregunta que durante aquellos años varios se hicieran: ¿No sería verdad que Luisito era millonario?

Nota: Esta crónica forma parte del libro Desde mi ventana. Crónicas perdidas. Editorial A todo calor. 2020