Hace cuatro años Diego Olivares Jiménez escribió sobre la disposición de las cenizas de García Márquez en Cartagena de Indias. El texto revela destellos de la personalidad de Mercedes Barcha y de su relación con el escritor. Arcadia vuelve a publicarlo para honrar a La Gaba.
El último viaje de García Márquez
El pasado 22 de mayo, en la Universidad de Cartagena, se celebró un entierro simbólico del premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez. Arcadia reconstruye el viaje a su última morada en el claustro universitario de la ciudad amurallada.
Niña “…Al pasar me saluda, y tras el viento, que da el aliento de su voz temprana. En la cuadrada luz de mi ventana no se empaña el cristal, sino el aliento…”
En los últimos años de vida de Gabriel García Márquez, justo cuando la serenidad y levedad de sus pensamientos comenzaban a abandonarlo, de manera similar a la peste que amenazó con arrasar Macondo, uno de sus últimos deseos fue que sus cenizas reposaran para siempre en el Claustro de La Merced. Quizá en procura de rendirle otro cifrado homenaje a quien lo acompañó buena parte de su vida. A las 6:15 de la tarde del domingo 22 de mayo, al término de una calurosa jornada, el busto en bronce realizado por la británica Katie Murray —amiga de la familia García Barcha— quedaba al descubierto tras retirar una manta amarilla que lo ocultaba. En el costado derecho del patio central de la universidad sonaban los acordes de la conmovedora Pequeña suite del maestro Adolfo Mejía. Hubo, entre los discursos que se leyeron esa tarde, reveladoras anécdotas respecto al genio y figura del escritor. Juan Gossaín, amigo y colega de oficio, contó por ejemplo como 20 años atrás el cataquero le había comentado que le gustaría ser enterrado en la ciudad custodiada por fortificaciones coloniales, donde también están sepultados Luisa Santiaga Márquez, su mamá, junto con Gabriel Eligio García, su padre, y sus hermanos Eligio y Alfredo, en el Cementerio de Manga; lugar donde también reposan los restos de la abuela guajira Tranquilina Iguarán. Todos los integrantes de la tribu reunidos en un mismo espacio. Dos décadas después Mercedes Raquel Barcha Pardo llegaría a Cartagena tras salir en un avión privado de Ciudad de México el lunes 2 de mayo; llevaba consigo los restos del hombre que más amó en su vida, en un sencillo cofre de madera con borde ovalados en su parte superior después de haber sido cremado en la Funeraria J. García López de la Ciudad de México. Luego de recorrer una distancia de 2.720 kilómetros en un trayecto que le tomó 3 horas y 53 minutos, la viuda del Nobel se disponía a cumplir una de sus postreras voluntades, dejando que sus cenizas pasaran a ser custodiadas por aquel mar Caribe que inspiró tantas de sus historias. Para entonces había transcurrido 766 días, equivalente a 18.384 horas, tras la noticia de su fallecimiento, ocurrido un jueves 17 de abril de 2014 que de acuerdo con los postulados de la Iglesia Católica hizo parte de la Semana Mayor de aquel año.
Un barco transatlántico que estuviera desperdigando mercancías en los mares del mundo y con los motores a toda marcha habría tomado un tiempo similar para hacer el recorrido y volver a tomar carga, a la manera de un arca inmensa y poderosa donde reposarían transitoriamente las cenizas del periodista, guionista, publicista, libretista y en síntesis, uno de los escritores más grandes que ha dado la humanidad. A partir de ese domingo —día en el que nació en medio de un bíblico aguacero— el espíritu de Gabo vivirá en Cartagena, ciudad que lo acogió cuando salió un par de días después de huir del caos político, los saqueos y asesinatos que ocurrieron producto de aquel fatídico viernes 9 de abril de 1948, tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, a quien el periodista logró ver en la sede de Medicina Legal. García Márquez era entonces un estudiante de provincia que había pasado sin pena ni gloria por la aulas de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia, pero a quien la suerte comenzaba a cambiarle tras la publicación del cuento “La tercera resignación”, en el diario El Espectador, a instancias de Jorge Zalamea. “Me bastó con dar un paso dentro de la muralla de Cartagena de Indias para verla en toda su grandeza a la luz malva de las seis de la tarde. No pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer”, describiría años más en sus memorias, Vivir para Contarla. Para que los ojos del busto pudieran contemplar de nuevo la luz malva, reposa ahora el monumento que guarda las cenizas de Gabo en el centro del patio donde se descubrió un aljibe de 300 años, y en el que por solicitud expresa de su esposa hay un espacio reservado para que sus restos reposen a su lado. El monumento costó $1.162 millones, de los cuales $581 millones fueron desembolsados por la Universidad de Cartagena, unos $517 millones por el Ministerio de Educación y $64 millones restantes del presupuesto destinado por el centro académico cartagenero. Lo que no había permitido que hasta el momento las cenizas de Gabo hubiesen salido de la casa de los García Barcha en Ciudad de México radicó en que su mujer no sabía exactamente qué hacer con ellas. Tampoco ayudó que ciudades como Bogotá, Texas, la misma capital de México, Barcelona, Medellín y las autoridades municipales de la población de Aracataca se pidieran las ceniza. Todo comenzó después de que se conmemora el primer año del fallecimiento del escritor, producto de un cáncer linfático que comenzó a aquejarlo desde principios del milenio y un alzhéimer que lo abrazó en silencio en 2006. Enfermedades que le fueron tratadas de manera paliativa en el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán, donde permaneció ingresado entre el 31 de marzo y el 8 de abril, para morir en la tranquilidad de su casa luego de degustar por última vez una gran cesta de chicharrones colombianos, que le pidió expresamente a su esposa y que llegaron a su casa alrededor de las 10: 30 de la mañana. Quienes están detrás del hecho de que las cenizas de Gabo habiten en Cartagena fueron Cecilia Restrepo de Bustamante y Raimundo Angulo, quienes le dijeron a Mercedes en varias ocasiones que esa ciudad era la que tenía méritos de sobra para darle sepultura a los restos de su esposo. Pues en la capital de Bolívar, el joven Gabo se hizo periodista en la Calle San Juan de Dios donde quedaba el diario El Universal y allí pudo realizar proyectos como el del periódico Comprimido de la mano de su amigo Guillermo ‘El Mago’ Dávila, quien gracias a sus ahorros de 128 pesos pudo financiar seis ediciones del diario más pequeño del mundo, de cuatro páginas, y una edición extraordinaria de hasta seis. Después de que Mercedes Barcha aceptara, se realizó la respectiva gestión con el entonces gobernador de Bolívar, Juan Carlos Gossaín, quien ordenó al Consejo Directivo del centro académico que él presidía iniciar los trámites para acoger los restos del Nobel. De esta manera Cartagena configuraba y redefinía su condición de ciudad histórica del Caribe, despejando la duda en la que incluso Barranquilla pudiera ser la morada definitiva atendiendo la solicitud que elevaran algunos familiares del escritor que no fueron atendidos por la administración de Elsa Noguera. En la costa caribe es habitual el uso de frases lapidarias como aquella que dice: “no hay tiempo que no se acabe y fecha que no se cumpla”, y el sepelio de Gabo tuvo dos momentos en dos días. El primero estuvo a cargo de Mercedes en el más absoluto sigilo y silencio, en el Claustro de La Merced, ubicado a escasos 618 pasos de su propia casa situada en la Calle del Curato. Fue el jueves 12 de mayo a las 4:00 de la tarde en una ceremonia privada en la que Mercedes ayudó a soltar una de las dos cintas amarillas que sostuvieron las cenizas; tarea en la que fue asistida por su nieto Mateo García y acompañada de sus amigos más cercanos: Cecilia Bustamante, Yolanda Puppo y Manuel Domingo Rojas. El domingo 22 de mayo a las 4:20 de la tarde la viuda ocupó su lugar de acuerdo con el protocolo dispuesto para la ceremonia. Agobiada por el sol y los flashes irritantes de cámaras fotográficas y las luces enceguecedoras de cámaras de los reflectores de televisión, le ofrecieron un refresco en el salón de clases 109 perteneciente al Doctorado en Ciencias de la Educación que contaba con aire acondicionado al que se accedía por una puerta de más de dos metros de altura, adornada con el rostro de un león como picaporte. Previamente La Gaba había saludado con la diplomacia propia de un canciller a sus cuñados Margot, Jaime y Aída García Márquez. Esta última sostenía una flor amarilla en su mano izquierda y un abanico en la derecha. Cuando la Torre del Reloj marcaba las 5:15 de la tarde, Mercedes Barcha salía en compañía de sus hijos Rodrigo y Gonzalo, junto con las periodistas María Jimena Duzán y Fernanda Familiar y sus respectivos hijos de los cuales el Nobel era su padrino. Los acompañaban también la editora mexicana Débora Holtz, el periodista y director de El Tiempo, Roberto Pombo, y su esposa Juanita Santos, además de la cantante Tania Libertad, entre otras personalidades. Ya con el rito establecido del cual dijo Gabo que Colombia era el más protocolario de cuanta nación existiese, se dio inicio con el orden del día. Vinieron entonces los himnos de Colombia, de Bolívar y de Cartagena de Indias interpretados por la Orquesta Filarmónica de la Universidad de Cartagena. Acto seguido se leyó la declaratoria de la Universidad como homenaje a la vida y obra del escritor, seguida del discurso del rector del centro académico Édgar Parra Chacón, y las palabras encomendadas por la familia García Barcha al periodista Juan Gossaín Abdala, a quien Gabo conoció en el Festival Internacional de Cartagena (FICCI), en 1966, cuando se proyectaba Tiempo de morir, su primera película, en el Circo Teatro. Con Gossaín hablamos antes de subir a la pequeña tarima forrada con telones negros grapados. Después de enviarle un beso a Mercedes por el aire, el periodista radial dijo que Gabo había estado volando todo el tiempo sobre Cartagena y que ahora con su magia, su presencia, se expandirá por toda la ciudad. De hecho García Márquez cursó su segundo año de Derecho en la Universidad de Cartagena y allí abandonaría la carrera de manera definitiva, tomando el curso definitivo del periodismo y las letras.
En Cartagena de Indias el futuro Premio Nobel daría inicio a su universo creativo con La Hojarasca, además de escribir una de sus crónicas más memorables: Procesión de la Virgen María al Carmen de Bolívar. Ya cuando la tarde se despedía, en medio de un calor soporífero, se develó el busto a las 6 y 48 de la tarde, cuando sonó la Pequeña Suite del maestro Adolfo Mejía. Una brisa inusual y providencial comenzó a invadir el recinto que ahora albergaba las cenizas del célebre escritor. De repente, en esas expresiones que sorprenden y que abundan y que también son parte de la magia cartagenera, el ingeniero Julio Sánchez, asistente al evento, aseguraba: “mira cómo está el Gabo, hombre, míralo. Parece que estuviera vivo y dándose cuenta de lo que pasa acá y quisiera como salirse su cuerpo de donde está”. A continuación se dirigió al público Mateo García Elizondo, nieto también del vanguardista y excéntrico poeta mexicano Salvador Elizondo. García Elizondo leyó con la misma frescura que lo hubieran hechos sus abuelos un fragmento del sexto capítulo de Vivir para Contarla, una anatomía de los momentos que vivió Gabo en las plazas, parques, calles y las torres cartageneras que marcaron su cosmogonía y que lo llevó a crear El amor en los tiempos del cólera, Del amor y otros demonios y Vivir para Contarla. Un par de ajustes técnicos para mejorar la calidad del sonido, una mirada entre el compositor y cantante sanjacintero Adolfo Pacheco y el único rey vallenato del departamento de Bolívar, el acordeonero Julio Rojas, indicaban que ya podían comenzar a interpretar las notas del tema de Mercedes, vallenato en clave de son compuesto por el mismo Pacheco, amigo íntimo de Gabo a quien el Nobel le había dicho: “ese tema es el himno nacional de mi casa”. Después en un segundo aire de resurrección, Mercedes Barcha movía sus hombros y la cabeza en son por el gusto de El Mochuelo. Sobre las siete de la noche, el busto de Gabo miraba fijamente hacia la puerta del recinto académico que dejaba ver uno de los arcos de las murallas que dan al mar y era sorprendido por un millón de mariposas amarillas donadas por el empresario de restaurantes Andrés Jaramillo. Los celofanes amarillos alzaron el vuelo desde un par de cañones negros que estaban acomodados en el segundo piso, expulsando mariposas que muchos tocaron mientras caían del cielo. El emotivo acto fue muy celebrado por Mercedes, quien no dejó de llamar la atención sobre la importancia que siempre tuvo el color amarillo para su esposo. Mientras las mariposas seguían cayendo del cielo, Mercedes Barcha aprovechaba para dejar constancia audiovisual del acontecimiento en la memoria de su celular que luego revisaría en compañía de sus seres más cercanos. Acto seguido aquella lluvia incesante de celofanes convertidos en mariposas que caían como un aguacero le hicieron cerrar los ojos a Mercedes para recordar las letras que salieron desde la máquina Olivetti en la que el hijo del telegrafista de Aracataca escribió Cien Años de Soledad y El otoño del patriarca. Dos novelas que hoy siguen recorriendo ciudades como Cartagena o Quibdó gracias a la donación que Barcha le hizo a Martín Murillo, quien con su carreta literaria lleva los 316 libros de la biblioteca personal de Gabo, y que serán prestados mientras la brisa del Caribe haga mover fuertemente la camisa del bibliotecario que lleva estampada el rostro de García Márquez, como si quisiera reiterar que su legado sigue presente entre nosotros. Al igual que los actos previos de entrega del Premio Nobel celebrados en Estocolmo, Mercedes prosiguió fumando un cigarrillo mientras contemplaba plácida las aguas del Caribe desde el balcón del tercer piso de su casa, quizá sin darse cuenta del afán de los periodistas que la asediaron en para obtener sus declaraciones y así intentar hacer realidad una vez más la premisa del Nobel: “echar el cuento bien contado”. *Poema atribuido a Gabriel García Márquez que circuló en Zipaquirá y Magangué, bajo el seudónimo de Javier Garcés de acuerdo con la versión de la biografía que hiciera Gerald Martin.
Por. Diego A. Olivares Jiménez
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