“La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir”.

Camilo José Cela

lunes, 20 de marzo de 2017

La nalgada de Rosa Carmina

La nalgada de Rosa Carmina
Crónicas perdidas

Por: Edinson Martínez
 @emartz1

“... Y una larga memoria, de la que nunca nadie podrá tener noticia, errará escrita por los aires, definitivamente extraviada, definitivamente perdida”.
Rafael Alberti

Hubo un tiempo –tal vez sea una apreciación muy personal y por ello una perspectiva más o menos subjetiva sobre el tema– en que los artistas no se consideraban tales, si el pueblo no era capaz de tocarlos, de tenerlos cerca y aunque fuere de modo fugaz mirarlos directamente a los ojos. La historia que comparto ahora con ustedes, es absolutamente cierta, probablemente matizada por el efecto que los años, naturalmente, hace sobre los recuerdos; pero absolutamente verídica.

Por los cines de Cabimas a mitad del siglo pasado y también en décadas anteriores, era frecuente que cantantes, comediantes y vedetes de reconocimiento internacional, se presentaran a cielo abierto en aquellos modestos locales, que en ocasiones hacían de salas de proyecciones fílmicas, y en otros momentos, de teatro de variedades, donde por lo general la asistencia habitual era mayoritariamente masculina. Eran los tiempos en que la actividad petrolera surgida repentinamente, comenzaba a cambiar para siempre la vocación económica del país, y asimismo, la de estos apartados parajes –me refiero a la costa oriental del Lago de Maracaibo– relativamente desconocidos de la geografía nacional. Así fueron transformándose de la noche a la mañana de apacibles caseríos en bulliciosas comarcas llenas de gentes de todas partes del mundo. Estos cines de pueblo –algunos de ellos llegué a visitarlos en mi adolescencia– puedo imaginarlos con sus butacas de metal y la rigidez que el confort posterior desterraría cuando avanzara mucho más el siglo veinte. Eran locales abiertos, sin techos, expeditos a un cielo lleno de estrellas, a la vastedad del infinito que durante las noches en que esos diminutos farolitos de la lejanía se ocultaban, se opacaba en exceso el ambiente cálido de la zona, extrañándose, entonces, aquellos puntitos azulados del firmamento que alumbraban remotos a los entretenidos espectadores. “La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”. Habría dicho Neruda ante la inmensidad luminosa de una región en que la mitad del año se reserva para la sequía y la otra para lluvias copiosas que como diluvios anegaban todo a su paso. Con las molestias en las sentaderas que la "modernidad" haría evidentes en décadas siguientes, las personas se las arreglaban como podían, luego de un rato, la atención se concentraba en exclusiva sobre el espectáculo que los había convocado con emoción. Desde allí pude ver a través de los ojos de mi relator el despliegue en escena del evento que les cuento.

Entre el humo abundante de los cigarrillos enredados con las sombras nocturnas y los reflejos que de la pantalla en blanco y negro salían para proyectarse en la modesta edificación. Rosa Carmina comienza su presentación de aquella noche con la misma rutina de otros teatros, algunos de ellos, también, igualmente precarios y básicos, como el mismo Cine Principal de Cabimas. La voluptuosa mujer –creo que aún vive–, bella como un ejemplar de única especie, irrumpe en el escenario con sus gestos exóticos, contorsionándose al ritmo de la música al estilo de las vedetes de aquellos días. De una estampa elegante y vigorosa pasea sus grandes ojos negros sobre la audiencia boquiabierta que la admira en toda su majestuosidad. Un largo cabello negro y ondulado le descansa sobre su espalda y, allí donde cambia de nombre esa parte de la anatomía humana, un sugestivo bulto se tongonea exuberante al compás de los acordes festivos de la rumba caribeña. Es la puesta en escena de un repertorio artístico del corte de los cabarés tan de moda en aquella época. En la primera fila del cine, Pedro V. y Vicente L. –estamos hablando de una fecha imprecisa de entre los años cincuenta del siglo pasado– se encuentran a plenitud del confort, disfrutando gozosos del espectáculo nocturno. El local se encuentra desbordado de asistentes. Trastocado de cine en teatro, se han hecho los arreglos que para la adaptación escénica, y la artista junto a su cuerpo de baile, dispongan a cabalidad de los espacios para el despliegue de su coreografía. La ven deslumbrar a la taquilla repleta de entusiastas admiradores, ellos, en posición privilegiada, en una cercanía que otros envidiarían, no apartan sus pupilas encantadas por las sugestivas contorsiones. Luego de una especie de preludio, de obertura fastuosa rebosante de tongoneos sobre el entarimado, la vedete baja de éste, como es la costumbre en esta clase de presentaciones en “vivo” de artistas de dicho género. Se deja llevar por el ritmo contagiante de la música y, en movimientos pausados, de calculado menequeteo sugerente, poco a poco se fue acercando a los presentes con un guiño de ojos en gesto provocativo de claro aliento hostigador de la dopamina entre los alelados caballeros.  
La Diosa de Tahití, como entonces se le llamaba, mira con sus ojos intensos a cada uno de los más cercanos de la primera fila. El brillo que sale de ellos se cruza en tentador desafío con aquellos de azulado tono de Vicente L. Se miran como la única vez de sus vidas. Con el arrebato espontáneo que sólo reconocen los involucrados.  Enseguida, su delgada cintura y lo que de ella se desprende, se voltean entre el centelleo de las lentejuelas del traje plateado que viste a pierna abierta, y se exhibe en cadencia melódica ante su rostro admirado, contoneándose tentadoramente frente a sus narices.  El espécimen femenino se le muestra obsequioso delante de una poblada masculina que colma el cine. A todas estas, Pedro V. sentado al lado, más espabilado y atento –probablemente menos conmocionado–; pero, sobre todo, mamador de gallo, en el momento en que la “colita” se muestra coqueta a su amigo, suelta la mano golosa. Suena fuerte y nítida la "cachetada" que lleva nombre de nalgada cuando se aplica en este lugar del cuerpo. Y "La Bandida" –título de la película que en 1948 protagonizó Rosa Carmina y Pedro Galindo–, en el acto regresa sobre sus pasos de rumbera, sin alterar el furor de su danza, y con ira en su mirada, suelta una dura bofetada en el rostro de Vicente. Le tuerce la cara con el impacto, y el hechizo de sus ojos azules se vino al suelo ante el inesperado trastazo. Pedro, a la sazón, lanza una carcajada por su travesura, dobla sus brazos sobre el abdomen y agacha su torso sin poder contenerse de la risa. Ahora mismo, cuando lo cuenta, se ríe con el entusiasmo del recuerdo de aquel momento fugaz.

Probablemente, Rosa Carmina, no recuerde éste episodio, seguramente habrá tantos similares en su larga vida artística, que a lo mejor este instante de fracciones de segundos, ya forman parte de aquellos que el olvido sepulta irremediablemente para siempre. Sin embargo, uno nunca sabe. Recuerdo haber visto una entrevista televisiva de la no menos voluptuosa actriz argentina Isabel Sarli, relatando a modo de anécdota el zaperoco –desde luego que ella dijo "escándalo" y no la palabra indicada por mí– que se armó por allá por Venezuela –así dijo–, en una ciudad llamada Cabimas, cuando se presentó ante trabajadores petroleros en un cine y el evento hubo de suspenderse por alteración del orden público. Se refería al mismo Cine Principal de esta ciudad petrolera, que antes recibió a Rosa Carmina.

Pedro aún se ríe de aquella noche, de su memoria rescata con cariño a su compadre y amigo de travesuras juveniles. Ha traído al presente su historia para compartirla conmigo, pude verla a través de sus ojos luego de más de medio siglo de ocurrida. Nunca sabemos con exactitud el impacto que tenemos sobre otras personas, la huella que queda impresa en esa compleja urdimbre de emociones, sensaciones, aromas, imágenes, palabras y gestos que se atesoran consciente e inconscientemente a lo largo de la vida. En donde hasta una simple mirada nos puede quedar grabada para siempre asociada con alguna emoción particular. Se conserva como un tesoro que las otras personas jamás imaginaron y mucho menos recordarán porque la magia contenida en ella es personal. Larga vida para Pedro Vicuña en su embajada de nostalgia.