Entre el
Ecuador y el Trópico de Cáncer
Por: Edinson
Martínez
@emartz1
Me hormiguean los pies, siento como si corrieran muchos de esos
diligentes y ocupados animalitos entre mis piernas y pies cansados; mis manos
parecieran hincharse, las siento pesadas, en ocasiones torpes mientras las abro
y cierro para ejercitarlas. Hoy es viernes, el mismo de cada semana, lleno de
sol, y mucha gente en la calle aguardando la noche para sus rituales
ocupaciones de fin de semana. Los viernes son por costumbre una especie de
fiesta colectiva. Es la una y treinta minutos de la tarde, en mis manos, que a
cada rato estiro, sostengo el trozo de papel con el número 348, indica el lugar
que me corresponde en la caja del banco para ser atendido. Espero el turno para
hacer efectivo el pago del cheque de mis honorarios. Hace rato que voy
desgranando las horas de apremio que todos compartimos; inevitables, se han ido
dibujado en nuestros rostros a modo de hastío indisimulable. Al pie de la
numeración del trozo de papel que hace tiempo acaricio, la leyenda indica que
tengo cuarenta y siete personas por delante.
Levanto la mirada de la pequeña hoja rectangular con la que juego y,
miro en derredor, al hacer un conteo mental de la cantidad de personas dentro
del banco, noto entre ellas a toda clase de gente. Las hay jóvenes, viejas,
morenas, blancas, feas, bonitas, mal humoradas, y chistosas que juegan sacando
cuentas al azar con sus papelitos. Algunas de estas personas sonríen cuando
piensan en la lotería, asocian el número del tique de espera con los sorteos de
la lotería; se imaginan apostando a los tres dígitos que marcan el lugar de
atención en cada caja.
En una de las esquinas del salón cuadrangular que conforma la entidad
bancaria, una pantalla de TV intenta distraernos la tarde con una programación
que se repite cada tres minutos, lo hace a modo de secuencia, y en una especie
de sinfín. Las imágenes que desfilan a vista de todos, destacan los servicios
que ofrece el banco: “Tu Punto de Apoyo”. Es la leyenda principal de las
imágenes publicitarias que observamos. El audio de respaldo apenas se escucha.
También, en honor a la verdad, es que nuestros oídos se llenan de las
conversaciones de todos los que estamos en la angustiosa espera. Se escuchan
todo tipo de charlas en voz baja, flotan en el aire en una atmosfera de coros
disimiles, son palabras sueltas que van y vienen acompañadas con los gestos de
cada quien.
Así transcurren las horas, aun con toda nuestra atención en los números
que reflejan las pantallas digitales de cada caja, es imposible no atender a lo
que hablan las personas. Son como retazos individuales de la intimidad de cada
una de ellas que van compartiéndose entre todos nosotros. Un aviso ubicado al
lado derecho de uno de los cubículos donde opera una de las cajeras más activas
del banco, en realidad, todas se observan diligentes, pero ella destaca, o así
me lo parece, sobre las otras, sin saber exactamente por qué. Salta a la vista
llamando la atención por sus grandes letras rojas y negras, acosándonos de modo
imperativo y reglamentario, con el lema: “Prohibido usar celular”.
La empleada, es una chica morena,
bastante joven, con un pequeño lunar debajo de su ojo izquierdo, como una
suerte de mancha diminuta aún perceptible a distancia sobre su rostro bien
cuidado. De vez en cuando levanta su mirada para observar la cantidad de
personas dentro del recinto. La escogí al azar, porque ya he dicho no tener
fundamento racional para fijarme en ella, para imaginarla atendiéndome en un
ejercicio de ocio inevitable a estas horas. Reconozco que es el fruto de la
angustia insoportable. Me figuro el instante en que le entrego en sus manos el
tique 348, visualizando el hecho con precisión, como sugieren quienes hablan de
este tipo de técnicas, en las que a través de la imaginación se crea la
realidad deseada. No importa si es pura
fantasía o ilusión, igual me da consuelo. Con los ojos abiertos miro hacia
ella, evitando atender a mi entorno. Quiero irme pronto de aquí, hace mucho
tiempo que espero y las piernas me duelen por la dilatada atención aguardando
de pie. Imagino el teclado de la
computadora que opera la chica morena, sus manos hábiles que se mueven precisas
sobre cada tecla. En este momento sólo quiero ver mi número en la pantalla
digital que los registra para entonces acudir presuroso hasta ella. En el
monitor de la empleada vuela mi imaginación, ahí observo el número que llevo en
mis manos.
El aviso de prohibición de usar teléfonos celulares, es visible en distintos
lugares dentro del banco. Debería estar claro para sus clientes la restricción expresa
de usar teléfonos en sus instalaciones; sin embargo, a mi lado, una mujer de
cabello corto, con anteojos de sol que inexplicablemente le cubren los ojos
cuando no se expone a él, se entretiene con una llamada que lleva varios
minutos cosquillándole en su oído derecho. Nadie presta atención a ese detalle,
seguramente a mí me pasaría inadvertido si no fuera por el agobio de esperar
por cuarenta y siete personas que deben pasar por caja antes de mí. La mujer se
esmera en hablar en voz baja a su interlocutor. No obstante, de vez en cuando
sube el tono y se le escapa algún pormenor revelador de la conversación.
Nuevas personas entran al banco, como hace rato lo hicimos muchos de
nosotros, vienen apresuradas, inquietas, expectantes. Al entrar las invade la
atmosfera interna de todas las conversaciones que incoherentes se mezclan entre
sí. También los cajeros aportan su
parte; se intercambian comentarios, frases sueltas, diretes de todo género y
divagaciones sólo comprensibles para quienes comparten el mismo oficio durante
horas. La mujer de las gafas oscuras, todavía mantiene su conversación
telefónica, como si aquel aviso que tanto lo prohíbe estableciera una excepción
con ella.
Cuando llevo casi dos horas y media de espera, la chica bronceada que
escogí desde las probabilidades de un albur inocente, levanta su mirada y se
encuentra con la mía. Una mirada de ojos negros con una chispa brillante en el
medio como figuro tienen los míos. La pantalla digital ha cambiado su
numeración y de inmediato los dígitos del tique que llevo en las manos aparece
en ella. Verifico enseguida el papel y compruebo que efectivamente se trata de
los mismos. Presuroso avanzo hacia la
cajera del lunar y me planto frente a ella con cédula de identidad, cheque y
documentos en mano. Mientras le hago la entrega de rigor, me dice:
–Buenas tardes, tienes rato esperando, me di cuenta de tu angustia,
siempre hay que esperar en un banco, son muchos los detalles que deben tomarse
en cuenta...
Sorprendido por su comentario, mis labios secos de modo automático le
retribuyen una sonrisa discreta, algo apenada por creer que de tanto mirarla se
había dado cuenta de mi tontería, enseguida me repongo y le devuelvo el saludo
con una cortesía ceremoniosa.
–Buenas tardes, sí, claro, un poco cansado por la espera...
Su atención se posa sobre los documentos que le entrego; observo de
cerca su lunar, es como un detalle coqueto sobre su rostro, un puntito oscuro
que se mueve a capricho de unos ojos negros achinados. Cuando extiende su mano
para retirar los papeles, su cara se inclina ligeramente, el lunar me recuerda una
compañera de clases extraviada en mi memoria. Son los gestos, y a veces los
aromas que, por sus similitudes, nos hacen mirar a las personas de hoy como si
fueran las de ayer. La selección de la cajera no la hice yo, tampoco fue el
azar, la hizo el lunar desde el escondite de mis recuerdos.
Detrás del cubículo que ocupa, se observa en letras grandes el mismo
lema comercial de la pantalla de TV. “Tu Punto de Apoyo”. Mientras ella revisa la documentación que
recién le entregaba, observa el cheque, y lo lee por ambas caras; a través del
cristal del lugar que la separa de los clientes, a modo de espejo donde se
reflejan las personas que aguardan en el banco, noto que la mujer de las gafas
oscuras ubicada detrás de mí, ya ha dejado de hablar por teléfono. Sentada,
espera su turno.
–Señor, tiene que esperar un poco más mientras confirmamos la emisión
del cheque, tenga el tique y aguarde a que le llamemos. Decepcionado, –es inevitable
que no lo esté– extiendo mi
mano derecha, y retiro nuevamente, el mismo papel de hace un rato. Desganado
termino por decirle:
–Si no hay más nada que hacer… Bueno, esperaremos
de nuevo, gracias, señorita…
Del monitor de la TV, ahora cuando
estoy más cercano al aparato debido a la escasa distancia que tiene con el
cubículo de la joven que acaba de atenderme, observo las mismas imágenes que se
han repetido por horas, muestran la cara sonriente de un empleado bancario en
pulcra camisa blanca y corbata azul entregando un fajo de billetes a un cliente
contento. Esta vez, escucho con claridad el slogan bancario: “Al alcance de tus
manos. Banco Confianza. Tu punto de apoyo”
La mujer que hablaba por el móvil aún tiene puestas las gafas oscuras,
sentada en el mismo sitio, como atornillada, espera su turno. En todo este
tiempo he ido venciendo la incomodidad de estar parado, el hormigueo en mis
piernas, aunque todavía presente, lo noto menos intenso. De nuevo con mi tique,
regreso a la ubicación original, al lado de la mujer de anteojos negros. Observo
en ella un rostro familiar, algo me dice que su cara redonda y nariz larga,
pertenecen a una no sé quién que da vueltas en mis recuerdos sin poder
atraparla. Me acerco a ella y le pregunto:
–Disculpe,
¿qué número le tocó?
–El 438 –me responde
secamente.
Son los mismos dígitos del papel que tengo desde temprano, pero en orden
inverso, lo noto enseguida. La mujer apenas voltea a mirarme, no tiene interés
en continuar la conversación. Sin embargo, me atrevo a forzar un comentario
adicional.
–Yo tengo el
348, estoy esperando la confirmación del cheque… con toda esta gente por
delante, seguro debo esperar un buen rato más. Usted, probablemente, también
tendrá que esperar mucho, hasta es posible que deba venir el lunes, son muchas
las personas por atender… –Insisto y, en efecto, trato de extender vanamente la charla
repentina. Su semblante me era tan familiar que buscaba el modo de poder
precisarla físicamente y en sus ademanes, pretendía por ello alargar la plática.
Pero, sus lentes opacos no sólo me lo impedían al evitar el contacto visual,
sino que, además, le conferían un aspecto de intriga junto a su negativa a
entablar afinidad. “¿Por qué no se quitará las gafas?”. Me interrogaba mientras
me fugaba por mis recuerdos tras su búsqueda.
A la entrada del banco, un sticker pegado en la puerta, indica entre otras figuras de prohibición,
un rostro que lleva gafas atravesado por una raya roja en diagonal. Es evidente
que no se está permitido usar anteojos oscuros en el interior del
establecimiento.
La mujer no responde a mi comentario. No tiene ningún interés en prolongar
un intercambio verbal, en su lugar, de modo más o menos tranquila, sin muestras
de mayor apremio, mira a ratos la pantalla del teléfono. Su foco de atención es
evidente que se encuentra sobre el aparato, despreviniéndose del papel que con
el número suscrito en él conserva en una de sus manos. Detrás de esos anteojos
se aprecia ligeramente el contorno de unos ojos tranquilos que parecieran no
importarle la espera, como quien mira a todos y no ve nada porque sencillamente
está en otra parte. Es una mujer joven y
delgada con una expresión nostálgica que contrasta con el torbellino bancario
de un viernes de fin de mes por la tarde. Viéndola en detalles descubro el
rostro familiar que hace rato persigo en la memoria. ¡Es el rostro de ella!... ¡claro!...
¡Mi maestra de cuarto de grado! Me quedaba alelado con ella. La recuerdo con cariño
a pesar de su genio terrible, nunca sabíamos qué esperar de ella, su carácter
se escondía en una mirada serena e indescifrable de ojos chiquitos. Siempre
usaba unas gafas oscuras, de montura gruesa que, incluso, en plena clase jamás
se quitaba.
Después de varias horas de espera, me acerco hasta el supervisor en
procura de información sobre mí caso. Debo agregar que desde mi llegada al
banco hasta que finalmente fui atendido por la chica del lunar, transcurrieron
dos horas y treinta minutos, a esto debo sumar una hora adicional de espera,
hasta que finalmente decido acudir al supervisor. Un hombre de edad madura, de corbata azul y
camisa blanca, tal como lo exige el banco. Para abordar al empleado tuve que decidirme
entrar a su oficina sin anunciarme, era necesario hacerlo de este modo,
obviando el protocolo de rigor si quería conocer el estado de mi operación
bancaria.
–Buenas
tardes, licenciado, ¿podría atenderme un par de minutos? Tengo mucho tiempo
esperando, me gustaría saber qué ha pasado con mi cheque –le digo, apenas
asomándome a su despacho.
–¿Cuál cheque? –me responde, sin que
mediara saludo alguno. El hombre contesta con una pregunta, ante lo cual,
enseguida, muestro el papel con la secuencia numérica y agrego la explicación
requerida: El cheque que entregué a la cajera del cubículo uno hace poco más de
una hora. Desde entonces espero por el llamado para recibir el pago.
–Ah… Ok.
déjame ver si está en este lote…
El supervisor revisa diligente, busca entre varios papeles dentro de una
carpeta destinada para estos fines. Luego de unos exasperantes minutos responde.
–Muy bien,
aquí está. Tienes que esperar un poco más. No tenemos línea telefónica disponible
en el momento, por eso no hemos podido confirmar la emisión.
–¿Cuánto
tiempo? Hace ya más de tres horas que estoy en el banco… –replico de inmediato. Pienso al mismo
tiempo, sin atreverme a expresarlo a viva voz por temor a complicar las cosas,
el lema principal del banco: “¡¿Tu punto de apoyo!?”. Mi rostro con seguridad
lo dijo sin que saliera de mis labios palabra alguna. Aun así, el empleado bancario
responde con su usual desenfado.
–No sé…debes esperar.
A través de la puerta principal del banco: dividida en dos hojas de
vidrio, se observa una larga cola de personas que aguardan con paciencia sus
turnos frente a un local de víveres para comprar jabón de tocador, pasta dental
y pañales. Es frecuente verlo en distintos puntos de la ciudad en estos días.
La causa es muy sencilla: la escasez de productos es un hecho cotidiano, todos
lo saben y cada quien busca tener ventaja sobre otros para obtenerlos; la
ventaja es el lugar en la cola que cada quien tiene sobre la otra persona. En realidad,
nunca alcanzarán para todos. También todos lo saben. En la extensa fila
destacan principalmente mujeres, su tamaño tiene una forma irregular por las
curvas que doblan en varias esquinas. A mi derecha, como la veo, a vista de
mirada rápida desde el banco, parece un prolongado trazo predominantemente amarillo
determinado por el color de las prendas que usan las señoras y jovencitas. Es
una especie de larga pincelada en movimiento, matizada por el tono de piel de
las personas. Cuando llegué al banco,
ellas estaban bajo los lacerantes rayos del sol de abril, el mes más caluroso y
húmedo del año. En cierto modo, me consideré afortunado al contemplarlas desde
la estancia acogedora de “Tu punto de apoyo”.
Mientras espero por el supervisor que agiliza mi asunto, las pantallas
digitales han continuado su curso ascendente en la numeración. Para este
momento la cantidad de personas pendientes para ser atendidas, ha disminuido
considerablemente. A las cinco y diez minutos de la tarde, cuando el propósito
de mi visita al banco por instantes parecía olvidárseme, el supervisor me llama
a su oficina a fin de explicarme las dificultades para confirmar la emisión del
cheque que aguardo por cobrar.
–Debido a la
hora y al día, no podemos cancelarle hoy. Tendrá que venir el lunes, ha sido
imposible confirmar la emisión del cheque… –me dice, con un cierto tono apenado
mientras me extiende los documentos. Mi molestia, inocultable, la manifiesto de
inmediato. Algo me impulsaba a querer romperle la cara al hombre, pero, en
verdad no era su culpa, tampoco podía romper los cristales del banco, porque en
ese caso habría de ir preso. No pudiendo articular palabras, que seguro no han
sido necesarias, extiendo mi mano para recibir los papeles mientras lanzó el
tique sobre su escritorio. Sin despedirme me dirijo hacia la puerta principal.
Cuando camino a la salida del
banco, en la pantalla digital de la cajera a quien había dedicado parte mis
pensamientos aquella tarde, noto registrado desde hace unos minutos el número
438, nuevamente y por última vez, miro a la empleada del lunar, y en ese
momento delante de ella, la mujer de las gafas oscuras, que esta vez, se las ha
levantado y colocado sobre su cabeza, recibe un grupo de billetes a modo de
pago. Los toma rápidamente y coloca en su bolso, despidiéndose con un “gracias”
soltado al aire, y presurosa camina en dirección a la calle. En el trayecto,
apenas unos metros, tal vez ocho o nueve, otra vez se coloca sus anteojos, encontrándonos
justo cuando el vigilante abre la enorme puerta de vidrio para abrirnos paso.
Afuera, con la cola de personas de fondo esperando sus pañales, en esta tierra
entre el Ecuador y el Trópico de Cáncer, alguien en un vehículo está esperándola,
antes de subirse al auto, cuando ya es evidente que se marcharía, voltea para
mirarme, gira como si de pronto tuviera algo pendiente que a último momento
recuerda, se quita los anteojos y me dice:
–Yo no soy tu maestra de cuarto grado…
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