El Hombre cero
Crónicas perdidas
Crónicas perdidas
Edinson Martínez
@emartz1
“Los hombres en desgracia no atraen
multitudes, sino curiosos”.
Francisco Martín Moreno
En
las afueras del perímetro urbano de nuestras primeras ciudades –para entonces
modestas y precarias poblaciones en transición al futuro anubarrado que hoy
representan–, especie de suburbios del pecado, que para el goce y disfrute del
amor furtivo se edificaban en torno a ellas. Pasiones desesperadas, celos atormentados
y amores sin porvenir, culminaron en tragedias y ruinas personales acompasadas
con las bandas sonoras de los éxitos musicales del momento. Fueron denominadas
en aquellos tiempos como “zonas de
tolerancias” o “conventillos” –según o en acuerdo a cada nacionalidad–,
conforme a una nomenclatura espontánea que surgía de la ocurrencia popular,
evidentemente que no correspondía a
ninguna zonificación catastral de las que modernamente registran en el presente
las autoridades de nuestras ciudades, pero a los efectos de la ubicación
precisa en los andurriales urbanos de entonces, estos célebres lugares eran
harto conocidos y de imperdible ubicación para propios y extraños. En uno de
ellos, en fecha imprecisa entre abril y mayo de mil novecientos cuarenta y cinco, probablemente en
sincronía que sólo construye el azar, al tiempo que en Europa, en torno a un
tablero de operaciones estratégicas, se declaraba el fin de la segunda guerra
mundial; al otro lado del atlántico y, también, intermediando una mesa, pero esta vez, bajo los acordes melodiosos de la “Rubia Mireya”, tres hombres disponían del
destino de un muchacho vendedor de leche a domicilio. Uno de ellos agraviado por la afrenta de su
mujer –en realidad, la consorte de muchos por razones de oficio y no de amor,
como es el caso que nos ocupa, sin embargo, no por ello menos lacerante su pena–,
instruía a los otros dos del delito que horas después habrían de cometer
El alcohol, como dice la vieja conseja, llena de valor al cobarde –asimismo lo expresa en su melodramática lirica alguno que otro tango en su apuesta viril–, de nada valdría la noche estrellada que en toda su inmensidad se ofrecía al lupanar que hacía honor al género musical preferido por sus habituales; ni el aroma perfumado que dejaba al paso cada mujer engalanada para el paisanaje noctámbulo de ocasión; ni tampoco el miedo a la ley, que tan insuficientemente en aquellos años se aplicaba en el país. No era entonces de dudar, que la fechoría para satisfacción de la hombría de éste personaje, se consumaría irremediablemente. Era, por tanto, desde ese instante, el fin del mozo amancebado con las caricias de aquella cortesana del caporal de una finca aledaña. Pero, también, como el sello y la cruz de cada moneda, sería el comienzo de la historia del Hombre cero.
Esa noche Pirincho, entonando los acordes trágicos, arrebatados y apasionados en el vodevil de mala muerte, repetía desde la maquina estacionada al extremo izquierdo del amplio salón, los avatares de los “Tiempos viejos” –… ¿Te acordás, hermano, la Rubia Mireya?… ¡Casi me suicido una noche por ella, y hoy es una pobre mendiga harapienta! ¿Te acordás, hermano, lo linda que era? Se formaba rueda pa' verla bailar... –. El nombre real de “Pirincho” –versión sureña de lo que aquí llamamos “pelopincho”– era Francisco Canaro, bueno, en apego a la verdad, el primero era un apodo, el apellido un seudónimo, y finalmente, su correcta identidad era: Francisco Canarozzo. Un uruguayo, nacionalizado luego en Argentina.
A
casa llena, y al amparo de la luz celestial de esas estrellas que a modo de
ornamentos parecieran fabricadas especialmente para espacios como estos, un
centenar de bombillas de colores a mediana intensidad se repartían por doquier,
añadiendo en riguroso y teatral sentido, una iluminación gaseosa, etérea, suspendida
sobre esta factoría de tragedias y de ilusiones vanas que llevaba por nombre el
mismo del género musical sureño que tanto se escuchaba: Tango Bar. Los autores
de la felonía que pretendían un crimen por encargo, pactaron esa misma noche la
promesa de pago –música paga no suena, también reza el viejo dicho– en dos
partes, no pudiendo obligar al desembolso completo sin antes cumplir la tarea.
Conocieron, por otro lado, de boca del interesado, los detalles precisos de la
rutina laboral que cada día desempeñaba el repartidor de leche, se precavían en ajustados pormenores de
eventuales e inesperados yerros en la ejecución de lo dispuesto. Dos días después,
una vez que el joven saliera de la finca con destino a la entrega acostumbrada,
los agresores –asimismo jóvenes, pero de mayor edad que la víctima– lo
interceptarían entre la zona más espesa de matorrales y lejana del caserío.
Un amanecer nítido posterior a las primeras lluvias de la temporada, habían aliviado el cielo de los nubarrones que se formaban previos a los aguaceros iniciales de la estación. El camino terroso y polvoriento de mitad de año que el mozo acostumbraba vadear, se fue angostando por la crecida repentina de la maleza en sus cercanías, un monte que fue verdeándose con el tono oscuro que surge luego del riego abundante, invadiendo todo a su paso, sin más limitaciones que aquellas que vendrían posteriormente durante la época del verano. La trocha, embarrialada por los restos del agua caída tres días antes, entorpecía el andar diligente de la bestia amañada a otras condiciones del terreno. En la luz tenue del amanecer, los araguaneyes que han esperado todo el resto del año para florecer, jubilosos se encumbraban tiñendo con su amarillo intenso el paisaje que les acompañaba. En un recodo del camino, cuando el esfuerzo del animal se mengua por el peso de la carga y los accidentes de la senda le obligan a dar un traspiés inesperado, allí lo asaltarían. Uno de ellos, el de mayor estatura de los atacantes, trepa resuelto sobre el macho, ágil se desempeña con furia sobre la humanidad del joven lechero, lo golpea sin piedad hasta derribarlo, mientras la carga con los envases que llevan la leche para la venta, se agitan con violencia y el borrico trastabilla. El otro de los bandoleros se le encima cuando cae sobre el suelo fangoso. Entre ambos lo patean y arrastran por varios minutos, casi desmayado lo llevan secuestrado y posterior a una nueva embestida, en donde le refieren las causales de la paliza, terminan castrándolo. Arrojado en el monte, inconsciente, con la sangre corriéndole a borbollones desde sus partes íntimas, le transcurren las horas, mientras en el pueblo extrañan su ausencia. Habría sido hombre muerto, al muy poco tiempo de la agresión, si las cartas del destino le hubieran atribuido tal final, pero, también, como se ha dicho, cada quién tiene su propia hora. Pues bien, como de hechos insólitos está lleno el mundo. Luego de varios días, en los que no hay acuerdo sobre su número, Clímaco –ese era su nombre– fue encontrado agonizante, supurante en aquel lugar de su anatomía donde antes blandiera su hombría. Llevado con urgencia a Cabimas, en el centro de emergencias médicas donde fue recibido, un galeno atendió con esmero su caso. Logró salvarle la vida, restableciéndole en días su fuerza física. La noticia alcanzó niveles de escándalo como ninguna otra, circunstancia tan particular que hizo célebre al médico portador de tan destacada pericia. Su nombre se hizo conocido y, a consecuencia de ello, el interés de los curiosos en saber dónde había estudiado, en cuál universidad había obtenido su título, además de las inquietudes sobre su procedencia, no se hicieron esperar. Se descubre entonces, por una carambola imprudente, que Jaime Pérez, no era médico, ni venezolano. Era un practicante de nacionalidad colombiana que se hacía pasar por facultativo. Clímaco Estrada, cuando contó su historia, refirió con veneración a niveles de obsesión que durante su agonía, un hombre negro le visitaba dándole agua y atención a su herida. Nunca le hablaba, sólo se limitaba a curarlo. Apenas eso recordaba desde su estado moribundo. Para él, sólo San Benito podría ser ese desconocido que le asistiera salvándole de morir. A él dedicó el resto de su vida, ataviándose con su traje de vasallo devoto, mientras cargando sobre sus hombros la imagen de aquel santo negro, recorría las calles polvorientas de Tasajeras durante aquellas celebraciones que en su honor convocaban al pueblo entero. Tres sujetos purgaron condena por el delito. Dos hermanos identificados como: Erasmo y Abelardo Bracho, y otro sujeto de nombre: Hermenegildo Colina.
Un amanecer nítido posterior a las primeras lluvias de la temporada, habían aliviado el cielo de los nubarrones que se formaban previos a los aguaceros iniciales de la estación. El camino terroso y polvoriento de mitad de año que el mozo acostumbraba vadear, se fue angostando por la crecida repentina de la maleza en sus cercanías, un monte que fue verdeándose con el tono oscuro que surge luego del riego abundante, invadiendo todo a su paso, sin más limitaciones que aquellas que vendrían posteriormente durante la época del verano. La trocha, embarrialada por los restos del agua caída tres días antes, entorpecía el andar diligente de la bestia amañada a otras condiciones del terreno. En la luz tenue del amanecer, los araguaneyes que han esperado todo el resto del año para florecer, jubilosos se encumbraban tiñendo con su amarillo intenso el paisaje que les acompañaba. En un recodo del camino, cuando el esfuerzo del animal se mengua por el peso de la carga y los accidentes de la senda le obligan a dar un traspiés inesperado, allí lo asaltarían. Uno de ellos, el de mayor estatura de los atacantes, trepa resuelto sobre el macho, ágil se desempeña con furia sobre la humanidad del joven lechero, lo golpea sin piedad hasta derribarlo, mientras la carga con los envases que llevan la leche para la venta, se agitan con violencia y el borrico trastabilla. El otro de los bandoleros se le encima cuando cae sobre el suelo fangoso. Entre ambos lo patean y arrastran por varios minutos, casi desmayado lo llevan secuestrado y posterior a una nueva embestida, en donde le refieren las causales de la paliza, terminan castrándolo. Arrojado en el monte, inconsciente, con la sangre corriéndole a borbollones desde sus partes íntimas, le transcurren las horas, mientras en el pueblo extrañan su ausencia. Habría sido hombre muerto, al muy poco tiempo de la agresión, si las cartas del destino le hubieran atribuido tal final, pero, también, como se ha dicho, cada quién tiene su propia hora. Pues bien, como de hechos insólitos está lleno el mundo. Luego de varios días, en los que no hay acuerdo sobre su número, Clímaco –ese era su nombre– fue encontrado agonizante, supurante en aquel lugar de su anatomía donde antes blandiera su hombría. Llevado con urgencia a Cabimas, en el centro de emergencias médicas donde fue recibido, un galeno atendió con esmero su caso. Logró salvarle la vida, restableciéndole en días su fuerza física. La noticia alcanzó niveles de escándalo como ninguna otra, circunstancia tan particular que hizo célebre al médico portador de tan destacada pericia. Su nombre se hizo conocido y, a consecuencia de ello, el interés de los curiosos en saber dónde había estudiado, en cuál universidad había obtenido su título, además de las inquietudes sobre su procedencia, no se hicieron esperar. Se descubre entonces, por una carambola imprudente, que Jaime Pérez, no era médico, ni venezolano. Era un practicante de nacionalidad colombiana que se hacía pasar por facultativo. Clímaco Estrada, cuando contó su historia, refirió con veneración a niveles de obsesión que durante su agonía, un hombre negro le visitaba dándole agua y atención a su herida. Nunca le hablaba, sólo se limitaba a curarlo. Apenas eso recordaba desde su estado moribundo. Para él, sólo San Benito podría ser ese desconocido que le asistiera salvándole de morir. A él dedicó el resto de su vida, ataviándose con su traje de vasallo devoto, mientras cargando sobre sus hombros la imagen de aquel santo negro, recorría las calles polvorientas de Tasajeras durante aquellas celebraciones que en su honor convocaban al pueblo entero. Tres sujetos purgaron condena por el delito. Dos hermanos identificados como: Erasmo y Abelardo Bracho, y otro sujeto de nombre: Hermenegildo Colina.
En el ocaso de las minas, cuando la luz del firmamento ya
no era la misma; ni tampoco las bombillas multicolores, ni el aroma del perfume
femenino se mezclaba en el ambiente húmedo y caluroso de aquel lugar que aún
sobrevivía a la tragedia de mil novecientos cuarenta y cinco, conocí esta historia, no de boca de la “Rubia
Mireya”, naturalmente, porque en efecto, en esta tierra, aparte del petróleo,
que con abundancia se ha extraído y todavía generosamente sigue fluyendo,
también las historias y leyendas urbanas, abundan con frecuencia. Podría
decirse que la muerte, un día impreciso de entre abril y mayo de aquel año, estuvo jugando agazapada esperando torcer el destino de Clímaco,
no pudiendo hacerlo, dio paso a la historia trágica del Hombre cero.