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jueves, 24 de marzo de 2016

El Hombre cero

El Hombre cero
Crónicas perdidas

Edinson Martínez
@emartz1

“Los hombres en desgracia no atraen multitudes, sino curiosos”.

Francisco Martín Moreno



En las afueras del perímetro urbano de nuestras primeras ciudades –para entonces modestas y precarias poblaciones en transición al futuro anubarrado que hoy representan–, especie de suburbios del pecado, que para el goce y disfrute del amor furtivo se edificaban en torno a ellas. Pasiones desesperadas, celos atormentados y amores sin porvenir, culminaron en tragedias y ruinas personales acompasadas con las bandas sonoras de los éxitos musicales del momento. Fueron denominadas en aquellos tiempos como   “zonas de tolerancias” o “conventillos” –según o en acuerdo a cada nacionalidad–, conforme a una nomenclatura espontánea que surgía de la ocurrencia popular, evidentemente que no correspondía  a ninguna zonificación catastral de las que modernamente registran en el presente las autoridades de nuestras ciudades, pero a los efectos de la ubicación precisa en los andurriales urbanos de entonces, estos célebres lugares eran harto conocidos y de imperdible ubicación para propios y extraños. En uno de ellos, en fecha imprecisa entre abril y mayo de mil novecientos cuarenta y cinco, probablemente en sincronía que sólo construye el azar, al tiempo que en Europa, en torno a un tablero de operaciones estratégicas, se declaraba el fin de la segunda guerra mundial; al otro lado del atlántico y, también, intermediando una mesa, pero esta vez, bajo los acordes melodiosos de la “Rubia Mireya”, tres hombres disponían del destino de un muchacho vendedor de leche a domicilio.  Uno de ellos agraviado por la afrenta de su mujer –en realidad, la consorte de muchos por razones de oficio y no de amor, como es el caso que nos ocupa, sin embargo, no por ello menos lacerante su pena–, instruía a los otros dos del delito que horas después habrían de cometer

El alcohol, como dice la vieja conseja, llena de valor al cobarde –asimismo lo expresa en su melodramática lirica alguno que otro tango en su apuesta viril–, de nada valdría la noche estrellada que en toda su inmensidad se ofrecía al lupanar que hacía honor al género musical preferido por sus habituales; ni el aroma perfumado que dejaba al paso cada mujer engalanada para el paisanaje noctámbulo de ocasión; ni tampoco el miedo a la ley, que tan insuficientemente en aquellos años se aplicaba en el país. No era entonces de dudar, que la fechoría para satisfacción de la hombría de éste personaje, se consumaría irremediablemente. Era, por tanto, desde ese instante, el fin del mozo amancebado con las caricias de aquella cortesana del caporal de una finca aledaña. Pero, también, como el sello y la cruz de cada moneda, sería el comienzo de la historia del Hombre cero.

Esa noche Pirincho, entonando los acordes trágicos, arrebatados y apasionados en el vodevil de mala muerte, repetía desde la maquina estacionada al extremo izquierdo del amplio salón, los avatares de los “Tiempos viejos” –… ¿Te acordás, hermano, la Rubia Mireya?… ¡Casi me suicido una noche por ella, y hoy es una pobre mendiga harapienta! ¿Te acordás, hermano, lo linda que era? Se formaba rueda pa' verla bailar... –. El nombre real de “Pirincho” –versión sureña de lo que aquí llamamos “pelopincho”– era Francisco Canaro, bueno, en apego a la verdad, el primero era un apodo, el apellido un seudónimo, y finalmente, su correcta identidad era: Francisco Canarozzo. Un uruguayo, nacionalizado luego en Argentina.

A casa llena, y al amparo de la luz celestial de esas estrellas que a modo de ornamentos parecieran fabricadas especialmente para espacios como estos, un centenar de bombillas de colores a mediana intensidad se repartían por doquier, añadiendo en riguroso y teatral sentido, una iluminación gaseosa, etérea, suspendida sobre esta factoría de tragedias y de ilusiones vanas que llevaba por nombre el mismo del género musical sureño que tanto se escuchaba: Tango Bar. Los autores de la felonía que pretendían un crimen por encargo, pactaron esa misma noche la promesa de pago –música paga no suena, también reza el viejo dicho– en dos partes, no pudiendo obligar al desembolso completo sin antes cumplir la tarea. Conocieron, por otro lado, de boca del interesado, los detalles precisos de la rutina laboral que cada día desempeñaba el repartidor de leche, se precavían en ajustados pormenores de eventuales e inesperados yerros en la ejecución de lo dispuesto. Dos días después, una vez que el joven saliera de la finca con destino a la entrega acostumbrada, los agresores –asimismo jóvenes, pero de mayor edad que la víctima– lo interceptarían entre la zona más espesa de matorrales y lejana del caserío. 

Un amanecer nítido posterior a las primeras lluvias de la temporada, habían aliviado el cielo de los nubarrones que se formaban previos a los aguaceros iniciales de la estación. El camino terroso y polvoriento de mitad de año que el mozo acostumbraba vadear, se fue angostando por la crecida repentina de la maleza en sus cercanías, un monte que fue verdeándose con el tono oscuro que surge luego del riego abundante, invadiendo todo a su paso, sin más limitaciones que aquellas que vendrían posteriormente durante la época del verano. La trocha, embarrialada por los restos del agua caída tres días antes, entorpecía el andar diligente de la bestia amañada a otras condiciones del terreno. En la luz tenue del amanecer, los araguaneyes que han esperado todo el resto del año para florecer, jubilosos se encumbraban tiñendo con su amarillo intenso el paisaje que les acompañaba. En un recodo del camino, cuando el esfuerzo del animal se mengua por el peso de la carga y los accidentes de la senda le obligan a dar un traspiés inesperado, allí lo asaltarían. Uno de ellos, el de mayor estatura de los atacantes, trepa resuelto sobre el macho, ágil se desempeña con furia sobre la humanidad del joven lechero, lo golpea sin piedad hasta derribarlo, mientras la carga con los envases que llevan la leche para la venta, se agitan con violencia y el borrico trastabilla. El otro de los bandoleros se le encima cuando cae sobre el suelo fangoso. Entre ambos lo patean y arrastran por varios minutos, casi desmayado lo llevan secuestrado y posterior a una nueva embestida, en donde le refieren las causales de la paliza, terminan castrándolo. Arrojado en el monte, inconsciente, con la sangre corriéndole a borbollones desde sus partes íntimas, le transcurren las horas, mientras en el pueblo extrañan su ausencia. Habría sido hombre muerto, al muy poco tiempo de la agresión, si las cartas del destino le hubieran atribuido tal final, pero, también, como se ha dicho, cada quién tiene su propia hora. Pues bien, como de hechos insólitos está lleno el mundo. Luego de varios días, en los que no hay acuerdo sobre su número, Clímaco –ese era su nombre– fue encontrado agonizante, supurante en aquel lugar de su anatomía donde antes blandiera su hombría. Llevado con urgencia a Cabimas, en el centro de emergencias médicas donde fue recibido, un galeno atendió con esmero su caso. Logró salvarle la vida, restableciéndole en días su fuerza física. La noticia alcanzó niveles de escándalo como ninguna otra, circunstancia tan particular que hizo célebre al médico portador de tan destacada pericia. Su nombre se hizo conocido y, a consecuencia de ello, el interés de los curiosos en saber dónde había estudiado, en cuál universidad había obtenido su título, además de las inquietudes sobre su procedencia, no se hicieron esperar. Se descubre entonces, por una carambola imprudente, que Jaime Pérez, no era médico, ni venezolano.  Era un practicante de nacionalidad colombiana que se hacía pasar por facultativo. Clímaco Estrada, cuando contó su historia, refirió con veneración a niveles de obsesión que durante su agonía, un hombre negro le visitaba dándole agua y atención a su herida. Nunca le hablaba, sólo se limitaba a curarlo. Apenas eso recordaba desde su estado moribundo. Para él, sólo San Benito podría ser ese desconocido que le asistiera salvándole de morir. A él dedicó el resto de su vida, ataviándose con su traje de vasallo devoto, mientras cargando sobre sus hombros la imagen de aquel santo negro, recorría las calles polvorientas de Tasajeras durante aquellas celebraciones que en su honor convocaban al pueblo entero. Tres sujetos purgaron condena por el delito. Dos hermanos identificados como: Erasmo y Abelardo Bracho, y otro sujeto de nombre: Hermenegildo Colina.

En el ocaso de las minas, cuando la luz del firmamento ya no era la misma; ni tampoco las bombillas multicolores, ni el aroma del perfume femenino se mezclaba en el ambiente húmedo y caluroso de aquel lugar que aún sobrevivía a la tragedia de mil novecientos cuarenta y cinco, conocí esta historia, no de boca de la “Rubia Mireya”, naturalmente, porque en efecto, en esta tierra, aparte del petróleo, que con abundancia se ha extraído y todavía generosamente sigue fluyendo, también las historias y leyendas urbanas, abundan con frecuencia. Podría decirse que la muerte, un día impreciso de entre abril y mayo de aquel año, estuvo jugando agazapada esperando torcer el destino de Clímaco, no pudiendo hacerlo, dio paso a la historia trágica del Hombre cero. 

martes, 22 de marzo de 2016

El Jabón

El jabón

"La vida hay que tomarla con amor y con humor. Con amor para comprenderla y con humor para soportarla".
Anónimo

Edinson Martínez
 @emartz1

La costumbre de bañarse a diario –a veces más de una vez– en nuestros países, es un antiquísimo hábito de pulcritud, heredado de aquellos tiempos remotos del guayuco o taparrabo que modestamente exhibían nuestros antepasados. Esta práctica de higiene personal llamó poderosamente la atención de quienes pisaron por primera vez nuestro continente en el ocaso del siglo XV. Es oportuno advertir –y valga la digresión explicativa, no nos vaya a salir alguno de esos puntillosos que sobre temas históricos no perdonan el menor desliz– que demostrado está que desde mucho antes de aquella aventura transoceánica iniciada en Puerto de Palos –como se nos enseñaba desde el tercer grado de instrucción primaria, en esos lejanos días en que los maestros estaban autorizados por nuestros padres a doblarnos las rodillas y/o sacarnos las lágrimas por alguna travesura u omisión académica– hacia ésta parte del mundo, otros ya habían pasado revista con relativa asiduidad a los predios exóticos de lo que hoy en día es el subcontinente de las mayores desigualdades sociales del planeta: Latinoamérica. Pues bien, siendo el baño frecuente una novedad de ostensibles beneficios sobre nuestro cuerpo, su higiene, y naturalmente, el olor que emana de éste, no dudo en pensar que fue bien acogida por los conquistadores europeos, y como se acostumbra decir por estos días, fue nuestro legado para ellos que, dependiendo del cristal con que se mire el asunto, podría incluso ser uno de nuestros mejores aportes para el viejo mundo. 
Pero como en todas las sucesiones, los beneficiarios –¡y beneficiarias!, diría uno de estos maniáticos de las precisiones del género y no del idioma– pueden optar libérrimamente por tomarlas o asumirlas, o bien, rechazarlas, desentendiéndose de este modo del legado que a otros ha costado ingentes esfuerzos. Algunos, entonces, las recibieron y practicaron en lo sucesivo con absoluta devoción, mientras que otros la desdeñaron. Hace algunos años fui a Margarita, cuando tomar el sol en alguna de sus playas era una experiencia babélica. 
Al subir al avión, de regreso, una de las azafatas que por protocolo y cortesía aeronáutica recibe a los pasajeros, mostraba un semblante rígido, carente de aquella y obsequiosa sonrisa de rigor. Firme, elegante, y espigada como una mata de coco, nos saludaba con sus buenos días. Sin embargo, evitaba meter –tal vez, sería mejor decir: esquivaba dirigir su mirada– su cara hacia el interior de la aeronave. Dentro, con nuestro calorcito tropical expresado al máximo, una legión de caras rubias y cabellos de tonos Igora Royal 9FA, generaban un atmosférico* ambiente cargado de un vaho encebollado que súbitamente me hizo comprender la razón de la mirada toreada de la aeromoza. Había casi olvidado aquella escena de finales del siglo pasado, pero hace unos días volví a recordarla en medio de una interesante y estimulante aventura –de qué otro modo podría calificarse una experiencia como ésta, sino es a partir de la nueva interpretación de la realidad, aquella según la cual el mundo al revés para otros, es el derecho para nosotros: lo feo es bonito, lo malo es bueno, la guerra es la paz, una mentira la verdad, las colas una ficción, y la inseguridad una sensación– de una semana en cola, léase bien, una semana, para comprar una batería a mi carro que justo el treinta y uno de diciembre me dejó varado. La mezcla de aromas, tufos y tufillos que la ausencia de jabón, primero y, luego, desodorante –ese maravilloso invento de la modernidad para corregir nuestros defectos de fábrica– que fueron acumulándose al calor de los intensos rayos solares de esta región del mundo, democráticamente nos fue igualando a todos bajo la misma condición mal oliente.  Allí, entonces, descubrimos el barro del cual estamos hecho todos.

Cuando era niño solía venderse en todos los comercios, además con una abundante publicidad en medios impresos y audiovisuales en el país, un jabón de tocador conocido como Salvavidas, lo recuerdo de un color anaranjado, de forma hexagonal y muy duro al tacto, tenía un olor extraño, un aroma a no sé qué cosa horrible, tan desagradable que, al compararlo con los otros jabones disponibles en el mercado, bien podría emplearse para uso de mascotas. Hasta su forma, pero principalmente, su olor, remedaban las mismas propiedades de aquellos indicados específicamente para tales usos. Pues bien, en esos días de cola llegué a extrañar un Salvavidas. Comienzo a recordarlo hasta con cariño, en una especie de nostalgia en la que se reconcilian los malos recuerdos con el presente. Hecho que se repite con alguna frecuencia cuando los humanos intentamos edulcorar el pasado para contrastarlo con el presente, llegando incluso a extrañarlo, aun sabiéndolo horrible. Por eso, ahora: ¡qué maravilloso sería tener ahora un Salvavidas!

Llega a mi memoria un episodio jabonoso de hace algunos años, anecdótico como ha sido esta breve crónica. Para la primera mitad de la década de los ochenta. Estando de visita por razones laborales en una empresa transnacional, petrolera, mientras esperaba el turno para ser atendido, en la sala de recepción, una joven secretaria nos recibía a todos con exquisita cordialidad. Al cabo de unos minutos, tal vez un cuarto de hora, un hombre muy grande; inmenso de largo y ancho, hizo su entrada en la pequeña oficina, venía complaciente y jovial. Tenía idea de haberlo visto antes. Constantemente su fotografía aparecía en la prensa regional asociada con alguna noticia del ámbito en que se desempeñaba. Nunca lo había visto en persona, pero no habría sido necesario para identificarlo, pues su inolvidable cara destacaba por un bigote tan grueso como una brocha de tres pulgadas. Llevaba unos grandes anteojos de carey que no sé por qué hacían juego con un grotesco peinado hacia atrás al estilo Brylcreem. Indudablemente que su fisonomía era de una irrepetible singularidad. Se acercó diligente, ágil –como no se imaginaría nadie que lo viera a primera vista–, hasta la chica recepcionista.  Supe en el acto que se trataba de don Pedro Gauna Moreno, un veterano dirigente sindical de aquellos años. 
Por el trato hacia la chica concluí que la conocía y, luego del saludo con las cortesías zalameras de obligado cumplimiento mientras todos los visitantes, dos o tres personas, observábamos callados, sacó de uno de sus bolsillos grandotes del también mayúsculo pantalón de caqui, un par de jabones de tocador marca Cadum –el jabón cosmético de moda, perfumado y con bonita forma que a efectos subliminales a mí todavía me sigue pareciendo estar viendo a Susana Giménez con su shock de frescura–. Era evidente que se trataba de un halago para la recepcionista. La joven tomó el par de jabones, recuerdo eran de empaque verde, y los guardó discretamente en su escritorio. De inmediato, don Pedro entró raudo a la entrevista, antes –por supuesto– de quienes habíamos llegado previamente. Rato después, regresó y se despidió de la oficinista con la misma zalamería del comienzo. En esos tiempos –y en el presente con mucha más razón dada su ausencia absoluta de los anaqueles de toda clase de mercados en Venezuela–, los jabones abrían puertas.  ¡Qué bueno sería tener ahora uno de esos Cadum, aunque también vendrían bien un par de Salvavidas!

*.- Expresión de mi amigo Chemel Noguera -músico melenudo poseído por el rock, y diseñador gráfico de alucinante creatividad- para describir una situación particular fuera de lo común.

sábado, 12 de marzo de 2016

El fósforo

El fósforo

“Las fatigas de la vida nos enseñan únicamente a apreciar los bienes de la vida”.

Goethe

Edinson Martínez 
@emartz1 



Cuando me desperté en la mañana, tenía la boca seca, sentía los ojos pesados negándose a desperezárseme, resistiéndose tercamente a abrirse no obstante los repetidos intentos para conseguirlo. En la brevedad de los minutos iniciales, mis retinas fueron esquivando la luz que se asomaba por la ventana del cuarto. Lo último que recuerdo de la noche anterior fue la pregunta de mi madre: ¿desde cuándo no ves una caja de fósforos? Era tan grande la escasez de alimentos, medicinas y repuestos para automóviles, que las restricciones comenzaban a extenderse hacia aquellos bienes que no eran precisamente de consumo básico; sin embargo, no por ello menos importantes, en cierto modo, también, detrás de aquella carencia, con toda seguridad, se escondía algún drama íntimo, personal, tan válido como cualquier otro de los tantos que se manifiestan en nuestros quehaceres habituales; donde las privaciones cotidianas se multiplican con asombrosa velocidad. La falta de una cajetilla de fósforos puede, en efecto, trastocar la básica normalidad de cualquier familia cuando se enfrenta al hecho de encender la hornilla de una cocina.

Me quedé pensando un rato sobre la pregunta, que cuando me fue planteada no le presté atención. La mirada de ojos pardos de mi madre brillaba en medio de las plantas de helechos que detrás formaban una especie de pintura con ella en el centro. Es cierto, no he visto cajetillas de fósforos en ningún establecimiento comercial, su ausencia en los anaqueles pasaría desapercibida sino fuera porque aún -no obstante la variedad de dispositivos modernos para obtener fuego que, también, padecen el mismo mal de la escasez- en nuestros hogares una cajetilla de fósforos -cerillas, en el hablar de los naturales de la madre patria-, es un artículo imprescindible para encender la cocina. Este adminiculo cuyo origen realmente es incierto -como suele suceder con las cosas sencillas de la vida-; sin embargo, es atribuido a los chinos y asociado al mundo occidental por virtud de los legendarios viajes de Marco Polo en sus travesías por aquellos exóticos lugares. Pero su invención moderna, se remonta a 1805 en París, durante el periodo napoleónico. Su debut mundial se hizo en 1875 en el Nuevo Mundo, luego de superados los largos años de emancipación española, en Santiago de Chile, en la Exposición Internacional de Santiago. 

Una cerilla debe haber encendido algunos, sino todos, los cañones de la flota franco-española en la batalla de Trafalgar en 1805, la mayor batalla naval de la historia que enfrentó a las potencias militares más poderosas del planeta de aquel momento. Y como siempre se ha dicho, de todo se aprende en la vida, aun de los hechos más dolorosos. La célebre batalla que perdió la alianza franco-hispana a manos del no menos reconocido almirante Nelson de la escuadra inglesa, dejó para la historia varias enseñanzas militares, entre ellas, que la superioridad numérica no siempre es la clave para una victoria. Que no siempre los protagonistas salen indemnes. El almirante Nelson, en cuyo honor y hazaña estratégica, se erigió una plaza en Londres en 1830, la cual fue bautizada como Trafalgar Square, murió en combate de un certero disparo en la columna vertebral, y su cadáver debió ser envasado en un barril de brandy de Jerez para conservarlo hasta regresar a Londres. Recuerdo que para los tiempos de la guerra fría, una serie de TV americana de nombre “Viaje al fondo del mar”, tenía dentro su elenco de estrellas, un protagonista que similarmente se identificaba como almirante Nelson… ¿Sería mera casualidad?... ¡Claro que no! En la televisión, y muchísimo menos en aquellos tiempos, nada era casual o dejado al azar en la programación televisiva que llegaba a millones de norteamericanos y, desde luego, también a nuestros hogares, siendo como éramos, el área de influencia, geopolíticamente hablando, de eso que con frecuencia se alude al imperio.

Una sola chispa de un (fósforo) puede hacer encender la pradera, dijo en 1930 Mao Tse Tung en su larga marcha revolucionaria en China -por cierto, expresión de uso recurrente en la fraseología revolucionaria, y torpemente citada en nuestros días, por el diputado que instaló la recientemente electa Asamblea Nacional-. La chispa, Iskra, (chispa en ruso), fue el periódico de los revolucionarios rusos editado a partir de 1900. Su lema: “De una chispa el fuego se reavivará”, forma parte de la historiografía soviética, cuya autoría se atribuye a Vladimir Ilich Ulianov (Lenin). En nuestros predios más cercanos, fue La Chispa, un periódico artesanal, hecho a multígrafo de primera tecnología -la más antigua, quise decir- que hizo ganador a un movimiento político de izquierda -por primera vez desde su fundación, ahora remota, un 10 de marzo de 1936-, las elecciones sindicales del Sindicato Petrolero de Trabajadores de Lagunillas (STPL), el más grande e importante sindicato petrolero de Venezuela, con un lozano dirigente obrero a la cabeza, enfrentado a la clase sindical dominante del momento, su nombre era Gerásimo Chávez. Eso fue, sí mi memoria aún conserva la claridad de entonces, en el lapso de 1974 a 1975. 

Una cajetilla de fósforos, y por derivación, un fósforo, es algo tan sencillo, tan elemental, que quién podría notar la ausencia de tan insignificante artículo. Es tan poca cosa que por esa misma razón no debería escasear. No obstante… ¡No hay fósforos! Nunca se ha escuchado decir que alguien acapare fósforos; ni siquiera creo que sirvan en nuestro tiempo para encender los cañones de la guerra asimétrica; ni tampoco elemento estratégico de la guerra económica, esa nueva integrante de la garrulería doctrinaria del gobierno, que bien justifica la escasez de crema dental como la de fármacos para enfermedades crónicas. 

Cuando mi madre me preguntó por la cajetilla de fósforos, recién terminaba el mes de diciembre de 2015. Supongo, ahora que finalizamos el primer mes del año, que una caja de cerillas es un verdadero artículo de lujo, una opulencia que alguno de nuestros bolsillos conservaría para ocasiones especiales, como, en efecto, se nos han ido convirtiendo las cosas más sencillas de la cotidianidad, ni hablar de aquellas que en algún momento fueron excepcional disfrute de la modernidad.

Martes 09 de carnaval de 2016

jueves, 10 de marzo de 2016

Magüe

Magüe
Edinson Martínez
@emartz1

El texto que acompaña estas breves líneas de presentación, es un artículo publicado en los ahora lejanos días de comienzos de los años noventa del siglo pasado. Lleva un titulo curioso que en este momento confieso uso como seudónimo en algunos relatos de obligatoria presentación con esta formalidad.  No tengo por tanto, si es que debiera tenerla, explicación racional para argumentar por qué decidí transcribirlo de aquel, mi primer libro publicado en 1995, con el titulo de Mural de papel, a este blog. Mientras lo transcribo, un torbellino de recuerdos vienen a mi encuentro, imágenes de niño que hace un rato cuando releía Magüe, cruzaron mi mente. 
Recuerdo aquella mañana cuando  inclinándome sobre la cama, alcancé a mirar la lluvia que caía con fuerza desde temprano, miraba a través de la ventana de mi cuarto.  Las romanillas permanecían cerradas para evitar la lluvia, y apenas una hendija horizontal permitía la vista al exterior dado que las piezas de madera que las conformaban se acoplaban entornadas. Un pequeño frasco de medicinas, de pastillas, con su tapa de goma a presión, impedía el cierre hermético de aquellas rusticas hojas de madera, colocado a propósito para ver el patio de la casa, en su interior guardaba el tesoro más preciado para  mi entonces; un trío de metras de colores azules y verde mar que esperaban por el alivio de mis dolores y fiebre de varios días. Al mover las  romanillas, el aire fresco con el aroma de la lluvia, tocaba libre mi cara mocosa mientras miraba decepcionado  el campo de juego lleno de agua y lodo,  era el patio de mi casa que días después sería el terreno seco y polvoriento  que todo jugador de metras anhela.

Magüe

Cuando la avenida Bolívar no era entonces lo que es hoy, tampoco la Alonso de Ojeda, y la calle Vargas, mucho menos, a Ciudad Ojeda podía recorrérsele en unos cuantos minutos. En esos tiempos solía acompañar a mi abuela con bastante frecuencia en sus menesteres como vendedora a domicilio de mercancías diversas. Era su compañero inseparable en su actividad diaria por diferentes partes de Lagunillas, Cabimas y Ciudad Ojeda. Sus marchantes, como acostumbraba decir, eran también los míos. De hecho, me tocaba llevar las cuentas en una libreta pequeña con cada uno de los detalles. Era a veces un esfuerzo grande para mí porque a penas estaba aprendiendo a escribir y memorizando las tablas de matemáticas que la maestra Josefalina, con mano firme,  y amable, a la vez, se esmeraba en enseñarnos en la escuela. La vida era sencilla entonces.

Con la simplicidad que van dando los  años –eran tantos que con el tiempo perdió la cuenta sobre su edad, y cuando se la recordaba, me volvía niño otra vez al encontrar la misma mirada de siempre– resumía las cosas en  un antiguo dicho popular, tal vez, del siglo pasado por la referencia que hacía sobre personajes de la época. 
Servir para merecer
ninguno lo consiguió;
y lo vino a conseguir
aquel que menos sirvió.
De sus conversaciones me quedan cientos de nombres que, por la frecuencia con que los mencionaba, se nos fueron haciendo familiares. Historias de piel morena de sierra coriana que no están en ningún libro ni en ningún lugar. No le conocí a mi abuela resentimiento alguno hacia nadie, su larga vida estuvo llena  de muchas adversidades que estoy seguro habrían hecho a cualquiera rencoroso y envidioso de la dicha ajena. Sin embargo, nunca le escuche resentir de nadie. Creo que su tenacidad fue una de sus mayores virtudes, tanto que aún a los noventa y dos años aspiraba vivir por lo menos cien más... Y hasta me parecía que cada año cumplido la hacía más joven. 
De campesina serrana a manumisa de los Arcaya fue su adolescencia en Falcón. Llegó a ser lavandera de los campos petroleros cuando recién comenzaba el aturdido y afiebrado mundo de la industria petrolera, y  vendedora a domicilio de ropa, lencería y cosméticos recorriendo los pueblos y caseríos que se erigían al amparo petrolero.
Pocas veces llegué  a ver algo que la doblegara o afligiera seriamente. Una de ellas fue separarse de la amiga con la que por más de cuarenta años había compartido desvelos y anhelos desde los tiempos menesterosos de la explotación petrolera. Así, cada mañana debajo de las matas de mango valenciano que nunca vi crecer porque siempre fueron grandes, Ruperta atendía a mi abuela en su ritual visita, y sus conversaciones fueron variando con el tiempo desde el dulce de piñonate hasta ya en el ocaso de la vida, sobre los achaques del cuerpo que se resiste al tiempo: los dolores de espalda, rodillas, piernas, brazos y manos eran los temas avanzando el ocaso de sus días. Una tarde de mayo vio partir para siempre a Ruperta Subero de esta tierra rumbo a Margarita sin que Magüe  mi abuela pudiera despedirla por una confusión de horarios. Tiempo después nos enterábamos de que había muerto en la isla. Mi abuela siempre llevó en su pensamiento la tristeza por no haberla despedido.
Cuando en 1984 me tocó  ser candidato a concejal por el MAS y los resultados tampoco nos favorecieron, supe después que buena parte de su tiempo lo había dedicado mi abuela, tarjetón electoral en mano, a hacerme campaña. Qué razones daba para que votaran por mí, en verdad no las sé. No creo que ella entendiera mucho de estas cosas y pienso que la única, y la mejor razón para mí, es que sencillamente era su nieto. Y me dijo luego de conocidos los resultados: la vida no vale nada si no hay adversidad. Toda cara tiene su cruz  y toda derrota su victoria. Algún día será…

En el proceso que recién finalizó no tuve a Magüe en mi campaña. Los estragos del tiempo la vencieron finalmente a mitad de año. Pero estoy seguro que de haber estado presente, su conclusión habría sido la misma de 1984. No hay derrota sin victoria.

Ciudad Ojeda, 30/12/1992