Una belga en Ciudad Ojeda
Crónicas perdidas
Por: Edinson Martinez
@emartz1
"No existe lugar en el que puedas estar, que no
sea el lugar donde te tocaba estar".
John Lennon
Esta
ciudad ha visto discurrir sus días, que luego han sido meses y, finalmente,
hasta nuestro tiempo, ochenta vueltas al calendario las que se han sumado desde
aquellas atribuladas fechas cercanas a la muerte del dictador más longevo del
país, y por derivación, al ingreso de Venezuela, como bien dicen algunos, al
siglo veinte. En realidad, no es tanto el
tiempo transcurrido, si con apego a las proporciones de otras latitudes
tuviéramos que compararla; si conforme a las razonables expectativas de vida
tiene cualquier persona, o más aún si hubiéramos de contrastarla con ciudades aledañas
a su propio entorno geográfico, donde muchas de ellas llegan a acumular tres o
cuatro centurias desde su fundación. Es, en efecto, principal y objetivamente
hablando, una ciudad muy joven, de dimensiones modestas, calurosa y apacible, como pocas, refugio
de gentes de lenguas extrañas que por el petróleo, el azar, o las carambolas –que
viene a ser más o menos lo mismo–, de las que nadie está exento en la vida,
llegaron y se quedaron para siempre. Para ellas, el mundo cabía en dos calles,
luego, años después, en dos avenidas; Bolívar y Alonso de Ojeda, rectoras
viales que todavía siguen orientando el crecimiento urbano del anterior caserío.
En
uno de esos días imprecisos de septiembre… –¿octubre?– en que el cielo parece exprimirse hasta la
última gota de lluvia, la vi correr buscando amparo bajo el techo de alguno de
los locales comerciales de la avenida. El clima por esta época, sabiéndolo de
sol caliente, no deja de ser caprichoso por momentos, como el humor de aquellas
personas que van de la euforia a la iracundia, no sabiendo uno con certeza qué
esperar de ellas en ciertas ocasiones. Asimismo, el sol por estas latitudes, de
vez en cuando se permite ceder sus habituales rayos a una intempestiva lluvia
sin que los registros meteorológicos lo adviertan a tiempo; exóticos
comportamientos climatológicos a los que ya nos hemos acostumbrado
irremediablemente. Entre el asfalto y la acera, el agua corría a raudales no
sin atrincherarse en algunas de las deformidades del pavimento para formar
varios de los lodazales que el sol luego secaría. Con una agilidad propia de persona de menos
edad, saltó de un brinco el charco formado súbitamente, uniéndose en fraternal
encuentro a quienes también buscaban la protección de un techo. El pelo corto
sobre su cuello largo, se movía para todos lados, ondeaba cenizo con el viento
húmedo de la mañana temprana de aquel día. Sujeto a su hombro derecho pendía un
bolso que con fuerza pegaba a su cuerpo liviano para evitar extraviarlo ante el
esfuerzo intempestivo. Mientras pude la seguí con la vista hasta perderse entre
el grupo de personas que se habían agrupado evitando el temporal. Con el paso
de los días aquella imagen se fue desvaneciendo en mis recuerdos, el
desplazamiento apresurado de la gente y los gestos que involuntariamente hacían
procurando guarecerse, son rutina que fácilmente se almacena como datos prescindibles
en la prodigiosa mecánica cerebral que los registra como archivos. Pasaron
días, semanas, también meses, y no podría precisar si uno o dos años cuando
nuevamente la vi. Atravesaba presurosa –como antes– la misma avenida, siempre con el bolso y el
cabello a igual altura. Sin embargo, lucía más delgada, o la ropa era de una
talla ligeramente mayor, podría ser, incluso, esa dieta que ya sabemos el
nombre asignado por estos días a la baja súbita de peso. Caminaba en dirección
a una de nuestras calles transversales del centro de la ciudad. En el paisaje humano de las ciudades, los
rostros se van mezclando, confundiéndose, y nos vamos haciendo anónimos en la
medida en que el inevitable crecimiento demográfico construye una nueva
arquitectura social, donde, cada quién, entonces, pasa inadvertido entre la
multitud, entre los sudores y humores humanos y, en el que un semblante, en ese
hormigueo errabundo, pareciéndonos familiar, no significa nada porque sólo es
la consecuencia del acervo fantasmal que llevamos dentro todas las personas.
Hace un par de semanas, un sábado corriente por la tarde, me animé a tomar un
café en una de las panaderías del centro, al llegar ahí, en el área del
mostrador, que sólo tiene espacio para tres o cuatro sillas para los
privilegiados que al momento tengan la fortuna de conseguir una disponible; en
uno de esos asientos, la anciana tomaba un café junto a un “cachito” –croissant, para el buen decir de ella–. Sus
pocos frecuentes ojos azules entre el paisanaje, se voltearon a mirarme cuando
me senté en la silla justo a su lado.
–Buenas
tardes, ¿cómo está? –atiné a decirle, como es, además, mi costumbre, tanto por
cortesía como por ese acto reflejo que la urbanidad por fortuna nos ha
impuesto.
–Buenas tarrdes, señorr –un rostro surcado por diminutas arrugas, finas como hilos
que se extienden desde las comisuras de sus labios delgados hasta la barbilla y,
también, en el contorno de aquellos ojos claros, respondió mi saludo, mientras
sujetaba entre sus dedos gruesos el «cachito» vespertino. Al hablar advertí un
acento extraño, que no era italiano, como en cierto momento llegué a juzgarla
por su apariencia. Tampoco inglés, y antes que seguir cavilando me atreví a
invitarle lo que enseguida delató su origen: un croissant, pronunciado en inconfundible francés.
–¡Sí,
otro croissant, por favor, muchas
gracias, señorr! –me dijo.
–¿Cómo
se llama usted? ¿Es francesa? –le pregunté.
–No,
soy belga, Mi nombre es Élie, hace sesenta años que llegué al país y un poco
más de cincuenta aquí, en ésta ciudad, y todavía me persigue ese tono medio
rarito cuando hablo… –me respondió con una ligera sonrisa, arrastrando en
contracción la “r” que estrella la punta de la lengua contra el inicio de la
cavidad bucal. ¡Una belga en Ciudad
Ojeda! ¡Quién iba a pensarlo! Me dije internamente. Probablemente sea la única
persona de esa nacionalidad en la ciudad. Por un momento había imaginado que
era francesa, no sin dejar de acotar que habría sido asimismo una sorpresa
encontrarse una persona de ese origen, cuando comúnmente nos llenamos de italianos,
españoles, portugueses, chinos y recientemente árabes por montón. Pero, ¡una
belga!, esa sí era una sorpresa.
–¿Cómo
fue que llegó una belga a Ciudad Ojeda? –le insistí, mientras me tomaba el
café. Es una mujer muy activa, tiene un andar muy ágil y un cierto aire juvenil
cuando sonríe.
–Me
casé con un polaco, en Europa, ya murió, hace varios años, él me trajo a vivir
aquí cuando vino a trabajar en las petroleras. Tengo tres hijos, y cinco
nietos, aquí moriré –me dijo con su acento tan particular, como cuando uno
escucha el doblaje de una película que busca emular el tono afrancesado de las
palabras; una cadencia melodiosa que obliga a la lengua a trabarse en algunas
consonantes y a expulsar la voz con ese toque seductor en un acorde extendido de
las vocales. Es una percepción, evidentemente, subjetiva, derivada
probablemente de la influencia filmográfica francesa que eventualmente se
proyectaba en nuestros cines de pueblo décadas atrás. Las escenas románticas
tenían ese acompasado inspirador que luego ha servido para mofar el acento
francés.
–…
Uno pertenece al lugar donde vive, no donde ha
nacido… Cuando uno crece y se hace mayor en un sitio diferente, todo lo que ha
construido en la vida se encuentra allí, lo demás son sólo recuerdos, a veces
nos llegan a la mente, pero nada podemos hacer. Son como un aroma, un perfume
que nos pasa repentino por la nariz, y nada más… –continuó hablándome, lo hacía
espontáneamente, como en automático. Simplemente la escuché, dejé que expresara
con libertad esa especie de sentencia con ribetes filosóficos que iba
desgranando.
–Sí,
así debería ser… –dije, por último, asintiendo con una declarada concesión a su
meditación. Nada había que agregar. Me quedé pensando por unos segundos, y
luego de una pausa común, nos despedimos con la misma cortesía que nos había
encontrado hace unos minutos. Tras esos ojos del color del cielo nos miran
ochenta años de historia, alguna vez tuvieron el embrujo de domar corazones,
hoy de atesorar recuerdos entre los linderos de una nostalgia que busca evitarse.
De vez en cuando la veo, veloz y diligente, como siempre, perdiéndose entre las
calles tras los quehaceres que cada día le convocan. Pasado el tiempo, supe que
aún se ganaba el pan en oficios domésticos. Se resiste a dejar de trabajar pese
a sus años.