“La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir”.

Camilo José Cela

miércoles, 6 de marzo de 2019

Salvador y el puente

Salvador y el puente

Por: Edinson Martínez
@emartz1

Las horas tempranas del nuevo día apenas se deslizan entre la penumbra, las estrellas, como farolitos lejanos, adornan el paisaje de una ciudad que a la distancia duerme serena. Es una ciudad muy grande, ancha y plana, la que se aprecia desde lejos a través de cientos de miles o millones de pequeños puntos luminosos que conforman toda suerte de bombillas eléctricas. A esta hora, el brillo azulado de las aguas del lago junto al resplandor del relámpago del Catatumbo, es un verdadero espectáculo para la vista. En los primeros kilómetros del puente, desde el lado oriental del estuario, la proximidad a las aguas es muy cercana, en cierto modo,  semeja un suave y  delicado manto que se extiende hasta el infinito apenas movido por una brisa perenne. El frío discreto de la madrugada a punto de fugarse, entra por la ventana del vehículo  con el bramido del viento que a ratos aumenta su fuerza.

En la radio, una secuencia de tangos, escrupulosamente organizados en bloques de tres melodías por intérprete,  se  escucha de fondo en compañía de la ventisca que inevitable se cuela por la única ventana abierta del auto. “¡Buenos días, Buenos Aires!”, se oye luego del set de cada ocasión. De lunes a viernes, Salvador, en su rutina de los cinco días de la semana, reserva, ya de costumbre para esta hora, el dial 540 Khz  en la radio del viejo Ford Falcón 1964 que lo lleva de una costa a otra del Lago de Maracaibo. Abstraído por cada melodía, se deja llevar en el auto que  pareciera conducido por los acordes musicales de esos instantes. El programa de la estación  radial es una vieja reliquia sobreviviente de otros tiempos de mayor aceptación. Hace una hora aproximadamente que viene en viaje cuando comienza el trayecto sobre el puente. A finales de enero, el sol retrasa sus rayos en el horizonte, y hasta más allá de las seis, aún pareciera de madrugada. En efecto, este veintidós de enero, el sol despuntaría sus primeros destellos sobre el oriente, justo a espaldas de Salvador,  a las seis y veinte minutos, unos perceptibles segundos adicionales  a los días anteriores. Salvador no pareciera tener prisa por cruzar los casi nueve kilómetros de la estructura, en cierto modo, dispone de tiempo para avanzar lentamente.  En la radio, esta vez, un locutor con voz engolada, en el corte de noticias del momento, lee los titulares de prensa como si pasara las páginas de un diario.  “El ministro de Transporte y comunicaciones,  Vinicio Carrera, anuncia que El Metro de Caracas, inaugurado recientemente, es considerado como el sistema de transporte público vial más importante, rápido, económico y extenso del país, con una extensión de 6,7 kilómetros”; “En Estados Unidos, la empresa Apple presenta el  Apple Lisa, el primer computador personal liberado al comercio para adquisición masiva”; “Un pesquero soviético encontró,  al joven José Israel Martín,  de dieciocho años que  permaneció  perdido en alta mar durante casi cuatro semanas, en una pequeña embarcación robada. José Israel,  estuvo internado en un colegio de educación especial por sufrir cierta deficiencia psíquica, parece que se hizo a la mar con dos extranjeros. El caso está rodeado de misterio. El joven estaba solo en el barco y nadie se explica todavía cómo ha podido sobrevivir”.

Salvador, en su marcha ascendente en el puente, desde su vista, percibe como se mueven tranquilas las aguas del lago. Se mecen  a su compás  infinito e indescifrable a la mirada que tantas veces ha posado sobre ellas. Mientras regresan los tangos en la programación prevista, en su pensamiento viene el recuerdo fugaz de las gotas de agua que se estrellaban en el cristal de la ventana de la embarcación de aquellos días de su niñez. Eran de una lluvia pertinaz que escasamente dejaban ver el lago plomizo. En el recuerdo brumoso, como suspendido en el tiempo, su mano derecha aferraba la de su madre mientras  balanceaba su mirada curiosa y asustada al vaivén de la nave. Viajaban muchas personas, todas sentadas, en silencio la mayoría. De uno de los asientos traseros al que ocupaban, un hombre y una mujer conversaban pausados, como en monosílabos sólo comprensibles por ellos que por momentos se lanzaban. Interferían con cada palabra, el drama en que suelen consistir las letras de los tangos que desde un par de parlantes podían escucharse. Había  muy pocos niños, cuatro, cinco o seis, todos sentados al lado de las ventanillas, una forma usual de premiar o distraer el comportamiento infantil en estos viajes. La mayoría de los pasajeros vestían de blanco, era el color predominante  sin que hubiera razón que lo explicara. La nave lucía en letras negras su identificación,  a un costado, como es frecuente en los barcos y ferrys,  “El Colón”, era su nombre, visible en letra corrida y levantada hacia el cielo. Aún recordaba el tono blanco de la proa que se mecía al compás  de las aguas.  

II

-Ya nadie escucha tangos -expresa Salvador, en voz baja cuando regresa del pasado, viene de besar el recuerdo que el tiempo va desdibujando en su memoria. Los recuerdos de la niñez con los años se van desvaneciendo,  luego en la madurez, cercana al ocaso de la vida, retornan como episodios recientes. Salvador se concentra en la radio y con precisión mueve la perilla para sintonizar el dial distorsionado por la estática propia de las señales AM.  


Sobre los kilómetros intermedios de la vía, la vista es generosa, avanza en ella guiado por el rayado blanco que la divide de modo más evidente a estas horas, la estructura de asfalto y hormigón se eleva recta como una cumbre hacia las pilas que dan soporte y altura al puente. El tráfico por el momento es todavía modesto, sin embargo, se incrementará notablemente, como siempre ocurre, en muy pocos minutos. A lo lejos, algunos vehículos se divisan en fila, remontan la cuesta a la parte más elevada del puente. Las esclusas que dividen en tramos  uniformes  la ruta, producen un sonido brusco en los neumáticos cuando pasan sobre ellas. Trac, trac, trac, hacen sonar las ruedas al friccionar sobre estas.  Salvador,  mueve de nuevo la perilla en un intento por regresar la música que aún  distorsiona, la voz del cantante ya casi no se escucha, y los tangos se esfuman sin que pueda hacer nada contra la estática.

En el canal derecho, uno de los vehículos que corre a una distancia de cuatro esclusas, aminora la marcha y sus luces de frenos se encienden, finalmente, se detiene frente a una de las pilas del puente. Salvador, observa y cambia al canal de circulación izquierdo, distraído con la radio de la que trata de obtener el último tango, apenas percibe una figura humana que se destaca en movimiento; entre las sombras que ya se pierden, el alumbrado y las luces altas de su Ford, distingue  el conductor que abandona el auto una vez estacionado entre las dos moles de concreto que en forma de “v” invertida destacan la pila 22.  
                      
III

Este domingo, los dos guardias nacionales apostados en la estación de peaje y seguridad del puente,  espantan el sueño de la madrugada con el resto de café que queda en un desgastado termo dispuesto para acompañarse durante la vigilia. La brisa de occidente les pega directamente en los ojos,  a veces para evitarla, se colocan laterales a ella y un aviso metálico suspendido por dos vigas de hierro a unos dos metros de altura, les sirve por momentos de resguardo del viento. Cuando la luz de los faros del carro de Salvador  enfocan la valla, se distingue la leyenda: “…toda persona tiene derecho a ser inscrita gratuitamente en el registro civil después de su nacimiento y a obtener documentos públicos que comprueben su identidad biológica, de conformidad con la Ley.  Misión Identidad. 2003”

Hace rato que no hablan entre sí, para la hora casi todos los temas de conversación parecen agotados,  en silencio esperan con ansiedad el siguiente vehículo que obligatoriamente se detendrá  frente a ellos.  Muy pocos circulan ésta madrugada, y el último que ha transitado haciendo parada obligatoria,   probablemente, lo haya hecho unos veinte minutos antes.  Cuando Salvador se detiene  para la inspección de rigor,  el cansancio es visible en ambos hombres, ante la luz blanca de la lámpara del alumbrado público del área, unos parpados hinchados con unas ojeras notables revelan unos ojos enrojecidos  que torpemente intentan mirar dentro del auto. A través de la ventana del  conductor, el guardia más cercano al punto de control, se inclina ligeramente y posa su mano izquierda sobre el techo del vehículo para apoyarse. De cerca se aprecia el cansancio acumulado de la jornada. Mueve la cabeza torpemente de un lado a otro, y sin saludar mete sus ojos en el interior.
–Buen día –dice Salvador, con ánimo resuelto al notar el cansancio del hombre, su  mirada fatigada husmea dentro del auto. A distancia, el compañero de turno, sostiene el termo del cual trata de sacar la última porción de café que le queda, lo sacude suavemente exigiendo algo más del estimulante  líquido hasta obtener casi nada. 
–Buenos días –responde el uniformado,  con evidente retraso, mezcla de fatiga y desgano.  En segundos agrega:
–¡Adelante, señor! –el guardia  despega su mano del techo del carro y se retira de regreso con el compañero que le espera con un vaso de café a medio llenar. Mientras camina hacia él, observa –podría decirse que precariamente mira– las luces  amarillentas de otro automóvil  que  en el lado opuesto, en el canal de circulación contrario del puente, en sentido Oeste a Este,  viene acercándose en aparente exceso de velocidad. El compañero de turno, a espaldas de la vía, no lo nota; en todo caso, quienes viajan desde el otro extremo del puente, de su lado occidental, no hacen parada frente al punto de control. Sin palabras le extiende el vaso  y éste sorbe en un trago lento el poco café que le ha reservado, sus ojos se cierran por segundos, los mismos insignificantes segundos en que tarda la luz del sol aparecer en el horizonte, probablemente sea el gusto por el café estirado a su máximo deleite, o el cansancio acumulado de las horas que lo hace moverse con lentitud.
Salvador y sus dos acompañantes recién avanzan en la vía a baja velocidad y las luces del vehículo  que viaja en sentido opuesto  se proyectan en su parabrisas. La velocidad, que es elevada, no es asunto de ellos, sin embargo,  notan que la unidad, es una camioneta pick-up que se pierde en la oscuridad de  la ruta contraria con un ruido extraño que escuchan cuando pasa a un lado. Los tres pasajeros, entonces,  se acomodan y relajados continúan su viaje sobre el puente general Rafael Urdaneta.  

IV

A medida que se acerca, distingue en detalles al conductor.  Rápido se está moviendo hasta la parte frontal de su carro, cruza a la derecha, camina seguro, erguido, con la vista puesta en dirección a la pila 22. Es un hombre delgado, de baja estatura y piel morena, viste de camisa manga larga celeste y pantalón negro. Cuando pasa a su lado lo observa de espaldas yendo al destino que ha escogido. Una de sus manos, la izquierda, la mete en su bolsillo mientras se apura directo al medio de la “v” invertida. Desde el retrovisor, Salvador sigue mirando al sujeto que a la distancia va perdiéndose. De lejos, apenas percibe entre el resto de vehículos que vienen detrás de él, cuando el hombre extiende su mano derecha sobre la baranda del puente lindante con el vacío,  y retira la otra del bolsillo. Conforme avanza en la vía,  la distancia va haciéndose  mayor, los detalles devienen más pequeños hasta perderse y la figura humana va desapareciendo del espejo. También de su memoria,  con el tiempo algunos fragmentos de aquel instante se han hecho nebulosos, imprecisos, en su lugar, un vago e indefinido reproche ronda como fantasma sobre aquel recuerdo de esa expirante madrugada de hace veinte años, de enero de 1983.  ¡Si me hubiera detenido cuando vi al hombre salir del vehículo!”. Llegó a pensar en un instante efímero, cuando los fogonazos de los faros de la pick-up se reflejaron en el vidrio frontal de su carro, Salvador, por precaución, aplica el cambio de luces, las alterna entre altas a bajas, sin que le respondan. Concluye enseguida que en realidad no significaba ninguna amenaza para él.  En su lugar, ha cruzado veloz  a su lado, como alma en pena, según se dice, sin inmutarse desde el canal contrario de circulación. En esos precisos segundos, un ruido metálico asociado a la pick-up se escucha con fuerza mientras sigue en su carrera desbocada, es un sonido intermitente en forma de golpeteo que se va apagando a medida  que se aleja.

Salvador y sus acompañantes, quienes al momento tratan de aprovechar unos minutos para el sueño, apenas conversan. Las madrugadas suelen ser silenciosas, son  como apagafuegos  del trajinar rutinario de cada quien en el que transcurre el tiempo como en cámara lenta, alborotando los fantasmas que a otras horas del día duermen tranquilos. Luego, libertinos, salen de los escondites que nadie aún ha logrado descubrir en qué parte los llevamos dentro acechando el momento para sorprendernos. Tienen tantas formas como imaginamos, como aquellas que suponemos cuando pensamos en ellos desde la consciencia que creemos dueña de nuestra voluntad; pero, infinitas son las maneras de abordarnos sin que previamente lo advirtamos, y en una pincelada similar a la que el artista pone en su obra, nos tocan de vez en cuando para sembrarnos de dudas sobre ese prodigio del universo que es la vida.    

En los minutos finales del recorrido sobre el puente, a la altura del comienzo del último tercio de la estructura, entre las esclusas 58 y 60, en el tramo de unos cien metros que les abarca aproximadamente,  una sombra en movimiento rápido, se proyecta en las luces del auto de Salvador. Es una figura grande que del lado contrario del puente, bruscamente ha tomado su vía, ha saltado la baranda metálica que divide los canales de circulación. Por instinto, aminora súbitamente  la marcha y se pone en alerta. Sin poder establecer con certeza de qué se trata, insiste en el cambio de luces, y la silueta umbría prosigue despavorida. Sus dos acompañantes duermen, ahora. El que ocupa el asiento trasero, apenas iniciado el recorrido en el puente, cerró sus ojos y dejó recostar su cabeza en el espaldar del cojín espumoso. La otra, volteó  su cuerpo y de lado opuesto al conductor, acomodó  su cara dormida frente a la ventana derecha del auto con vista al lago. Salvador, abre y cierra los ojos, tratando de precisar de qué se trata. Coloca intermitentes y hace cambio de luces de modo seguido. En segundos, la figura, no se detiene; avanza veloz sobre él; sin embargo, esta vez la identifica con claridad. ¡Es un perro! Un perro negro y enorme que corre con su lengua roja oscilante con gran impulso. Lleva un collar metálico grueso, que cuelga de su cuello. Destaca, además, de su resplandor, el tintineo que produce por su balanceo alocado con el que desespera el animal. Corre desorientado sobre el canal de circulación por el que avanzan Salvador y sus dos pasajeros. Enfocado sobre la luz del carro, los ojos del perro brillan destellantes, se miran por segundos con los de Salvador, son ojos de fuego, como dos carbones encendidos. Salvador disminuye tanto la velocidad que casi detiene el auto y resignado espera la inevitable colisión.  Son segundos  o fracciones de éste los que transcurren, no hay manera de saberlo, los latidos del corazón escogen su reloj.  El pensamiento vuela tan rápido en esos momentos, que varias ideas se le sobreponen a otras. Le corren paralelas tantas cavilaciones que sólo se reservan para ocasiones como estas. “Si de la muerte pudiera regresarse,  –piensa, cuando pasa frente a la pila 22 del puente–  ya Einstein lo habría hecho con su ingenio;  Houdini  con su habilidad para el escapismo habría vuelto de ella; mi abuela, Magüe,  con su tenacidad la habría vencido”. El tiempo pareciera detenerse, y Salvador entregado a  lo que luce inexorable, espera el encontronazo fatal.  


–¡No es un espanto! ¡Es un pobre perro extraviado!–exclama, cuando el animal casi encima de él, brinca con sus largas patas sobre la baranda de la vía, y regresa al canal contrario. Las ruedas del vehículo  en ese momento dejan escuchar el sonido característico que habitualmente realizan al friccionar sobre las esclusas. En esta oportunidad, se deslizan sobre la número 60 de ellas. El perro negro, entonces, despavorido pasa a su lado, raudo se adentra en la oscuridad del alba, mientras su enorme cabeza se mueve de un extremo a otro. Salvador lo observa desde la ventana de su carro, gira a su izquierda y sus miradas se cruzan por última vez cuando oscilante la intimidante testa perruna, asimismo, volteó a similar costado para encontrarse con el rostro asustadizo de Salvador. En la oscuridad se fue perdiendo, corría aturdido, alejándose zigzagueante en el puente sobre el Lago de Maracaibo. Buscaba desesperadamente al amo desprevenido, que  en el enigma de estas horas del primer mes de dos mil tres, no había asegurado, con el refuerzo debido, la cadena al collar del desventurado animal.

Nota: Tomado del libro Una historia por descubrir. Edinson Martínez. Editorial A todo calor. Maracaibo. Venezuela. 2016