Salvador y el puente
Por: Edinson Martínez
Las horas tempranas del nuevo día
apenas se deslizan entre la penumbra, las estrellas, como farolitos lejanos,
adornan el paisaje de una ciudad que a la distancia duerme serena. Es una
ciudad muy grande, ancha y plana, la que se aprecia desde lejos a través de
cientos de miles o millones de pequeños puntos luminosos que conforman toda
suerte de bombillas eléctricas. A esta hora, el brillo azulado de las aguas del
lago junto al resplandor del relámpago del Catatumbo, es un verdadero
espectáculo para la vista. En los primeros kilómetros del puente, desde el lado
oriental del estuario, la proximidad a las aguas es muy cercana, en cierto
modo, semeja un suave y delicado manto que se extiende hasta el
infinito apenas movido por una brisa perenne. El frío discreto de
la madrugada a punto de fugarse, entra por la ventana del vehículo con el bramido del viento que a ratos aumenta
su fuerza.
En
la radio, una secuencia de tangos, escrupulosamente organizados en bloques de tres
melodías por intérprete, se escucha de fondo en compañía de la ventisca que
inevitable se cuela por la única ventana abierta del auto. “¡Buenos días, Buenos Aires!”, se oye luego del
set de cada ocasión. De lunes a viernes, Salvador, en su rutina de los cinco
días de la semana, reserva, ya de costumbre para esta hora, el dial 540 Khz en la radio del viejo Ford Falcón 1964 que lo
lleva de una costa a otra del Lago de Maracaibo. Abstraído por cada melodía, se
deja llevar en el auto que pareciera
conducido por los acordes musicales de esos instantes. El programa de la estación radial es una vieja reliquia sobreviviente de
otros tiempos de mayor aceptación. Hace una hora aproximadamente que viene en
viaje cuando comienza el trayecto sobre el puente. A finales de enero, el sol
retrasa sus rayos en el horizonte, y hasta más allá de las seis, aún pareciera de madrugada. En efecto,
este veintidós de enero, el sol despuntaría sus primeros destellos sobre
el oriente, justo a espaldas de Salvador,
a las seis y veinte minutos, unos perceptibles segundos adicionales a los días anteriores. Salvador no pareciera
tener prisa por cruzar los casi nueve kilómetros de la estructura, en cierto
modo, dispone de tiempo para avanzar lentamente. En la radio, esta vez, un locutor con voz
engolada, en el corte de noticias del momento, lee los titulares de prensa como
si pasara las páginas de un diario. “El
ministro de Transporte y comunicaciones,
Vinicio Carrera, anuncia que El Metro de Caracas, inaugurado recientemente, es considerado como el sistema de transporte público vial más importante, rápido, económico y extenso del
país, con una extensión de 6,7 kilómetros”; “En Estados Unidos, la
empresa Apple presenta el Apple Lisa, el primer computador personal liberado al comercio para adquisición
masiva”; “Un pesquero soviético encontró,
al joven José Israel Martín, de
dieciocho años que permaneció perdido en alta mar durante casi cuatro
semanas, en una pequeña embarcación robada. José Israel, estuvo internado en un colegio de educación
especial por sufrir cierta deficiencia psíquica, parece que se hizo a la mar
con dos extranjeros. El caso está rodeado de misterio. El joven estaba solo en
el barco y nadie se explica todavía cómo ha podido sobrevivir”.
Salvador,
en su marcha ascendente en el puente, desde su vista, percibe como se mueven tranquilas las
aguas del lago. Se mecen a
su compás infinito e indescifrable a la mirada que
tantas veces ha posado sobre ellas. Mientras regresan los tangos en la
programación prevista, en su pensamiento viene el recuerdo fugaz de las
gotas de agua que se estrellaban en el cristal de la ventana de la embarcación de aquellos días de su niñez.
Eran de una lluvia pertinaz que escasamente dejaban ver el lago plomizo. En el
recuerdo brumoso, como suspendido en el tiempo, su mano derecha aferraba la de
su madre mientras balanceaba su mirada
curiosa y asustada al vaivén de la nave. Viajaban muchas personas, todas
sentadas, en silencio la mayoría. De uno de los asientos traseros al que
ocupaban, un hombre y una mujer conversaban pausados, como en monosílabos sólo comprensibles por ellos que por momentos se lanzaban.
Interferían con cada palabra, el drama en que suelen consistir las letras de
los tangos que desde un par de parlantes podían escucharse. Había muy pocos niños, cuatro, cinco o seis, todos
sentados al lado de las ventanillas, una forma usual de premiar o distraer el
comportamiento infantil en estos viajes. La mayoría de los pasajeros vestían de blanco,
era el color predominante sin que
hubiera razón que lo explicara. La nave lucía en letras negras
su identificación, a un costado, como es
frecuente en los barcos y ferrys, “El
Colón”, era su nombre, visible en letra corrida y levantada hacia el cielo. Aún
recordaba el tono blanco de la proa que se mecía al compás
de las aguas.
II
-Ya
nadie escucha tangos -expresa Salvador, en voz baja cuando regresa del pasado,
viene de besar el recuerdo que el tiempo va desdibujando en su memoria. Los
recuerdos de la niñez con los años se van desvaneciendo, luego en la madurez, cercana al ocaso de la vida,
retornan como episodios recientes. Salvador se concentra en la radio y con
precisión mueve la perilla para sintonizar el dial distorsionado por la
estática propia de las señales AM.
Sobre
los kilómetros intermedios de la vía, la vista es generosa, avanza en ella guiado
por el rayado blanco que la divide de modo más evidente a estas horas, la
estructura de asfalto y hormigón se eleva recta como una cumbre hacia las pilas
que dan soporte y altura al puente. El tráfico por el momento es todavía modesto, sin embargo,
se incrementará notablemente, como siempre ocurre, en muy pocos minutos. A lo lejos, algunos vehículos se
divisan en fila, remontan la cuesta a la parte más elevada del puente. Las
esclusas que dividen en tramos uniformes
la ruta, producen un sonido brusco en
los neumáticos cuando pasan sobre ellas. Trac, trac, trac, hacen sonar las
ruedas al friccionar sobre estas. Salvador, mueve de nuevo la perilla en un intento por
regresar la música que aún distorsiona,
la voz del cantante ya casi no se escucha, y los tangos se esfuman sin que pueda
hacer nada contra la estática.
En
el canal derecho, uno de los vehículos que corre a una distancia de cuatro
esclusas, aminora la marcha y sus luces de frenos se encienden, finalmente, se
detiene frente a una de las pilas del puente. Salvador, observa y cambia al
canal de circulación izquierdo, distraído con la radio de la que trata de
obtener el último tango, apenas percibe una figura humana que se destaca en
movimiento; entre las sombras que ya se pierden, el alumbrado y las luces altas
de su Ford, distingue el conductor que
abandona el auto una vez estacionado entre las dos moles de concreto que en
forma de “v” invertida destacan la pila 22.
III
Este
domingo, los dos guardias nacionales apostados en la estación de peaje y seguridad del
puente, espantan el sueño de la
madrugada con el resto de café que queda en un desgastado termo dispuesto para
acompañarse durante la vigilia. La brisa de occidente les pega directamente en
los ojos, a veces para evitarla, se
colocan laterales a ella y un aviso metálico suspendido por dos vigas de hierro
a unos dos metros de altura, les sirve por momentos de resguardo del viento.
Cuando la luz de los faros del carro de Salvador
enfocan la valla, se distingue la leyenda: “…toda persona tiene derecho a
ser inscrita gratuitamente en el registro civil después de su nacimiento y a
obtener documentos públicos que comprueben su identidad biológica, de
conformidad con la Ley. Misión
Identidad. 2003”
Hace
rato que no hablan entre sí, para la hora casi todos los temas de conversación
parecen agotados, en silencio esperan
con ansiedad el siguiente vehículo que obligatoriamente se detendrá frente a ellos. Muy pocos circulan ésta madrugada, y el
último que ha transitado haciendo parada obligatoria, probablemente, lo haya hecho unos veinte
minutos antes. Cuando Salvador se
detiene para la inspección de
rigor, el cansancio es visible en ambos
hombres, ante la luz blanca de la lámpara del alumbrado público del área, unos
parpados hinchados con unas ojeras notables revelan unos ojos enrojecidos que torpemente intentan mirar dentro del auto. A través de la
ventana del conductor, el guardia más
cercano al punto de control, se inclina ligeramente y posa su mano izquierda
sobre el techo del vehículo para apoyarse. De cerca se aprecia el cansancio
acumulado de la jornada. Mueve la cabeza torpemente de un lado a otro, y sin
saludar mete sus ojos en el interior.
–Buen
día –dice Salvador, con ánimo resuelto al notar el cansancio del hombre, su mirada fatigada husmea dentro del auto. A
distancia, el compañero de turno, sostiene el termo del cual trata de sacar la
última porción de café que le queda, lo sacude suavemente exigiendo algo más
del estimulante líquido hasta obtener
casi nada.
–Buenos
días –responde el uniformado, con
evidente retraso, mezcla de fatiga y desgano. En segundos agrega:
–¡Adelante,
señor! –el guardia despega su mano del
techo del carro y se retira de regreso con el compañero que le espera con un
vaso de café a medio llenar. Mientras camina hacia él, observa –podría decirse
que precariamente mira– las luces amarillentas
de otro automóvil que en el lado opuesto, en el canal de
circulación contrario del puente, en sentido Oeste a Este, viene acercándose en aparente exceso de velocidad.
El compañero de turno, a espaldas de la vía, no lo nota; en todo caso, quienes
viajan desde el otro extremo del puente, de su lado occidental, no hacen parada
frente al punto de control. Sin palabras le extiende el vaso y éste sorbe en un trago lento el poco café
que le ha reservado, sus ojos se cierran por segundos, los mismos
insignificantes segundos en que tarda la luz del sol aparecer en el horizonte,
probablemente sea el gusto por el café estirado a su máximo deleite, o el
cansancio acumulado de las horas que lo hace moverse con lentitud.
Salvador
y sus dos acompañantes recién avanzan en la vía a baja velocidad y las luces del
vehículo que viaja en sentido opuesto se proyectan en su parabrisas. La velocidad,
que es elevada, no es asunto de ellos, sin embargo, notan que la unidad, es una camioneta pick-up que se pierde en la oscuridad de la ruta contraria con un ruido extraño que escuchan
cuando pasa a un lado. Los tres pasajeros, entonces, se acomodan y relajados continúan su viaje sobre
el puente general Rafael Urdaneta.
IV
A
medida que se acerca, distingue en detalles al conductor. Rápido se está moviendo hasta la parte frontal de su
carro, cruza a la derecha, camina seguro, erguido, con la vista puesta en
dirección a la pila 22. Es un hombre delgado, de baja estatura y piel morena,
viste de camisa manga larga celeste y pantalón negro. Cuando pasa a su lado lo
observa de espaldas yendo al destino que ha escogido. Una de sus manos, la izquierda, la mete en su bolsillo
mientras se apura directo al medio de la “v”
invertida. Desde el retrovisor, Salvador sigue mirando al sujeto que a la distancia va
perdiéndose. De lejos, apenas percibe entre el resto de vehículos que vienen
detrás de él, cuando el hombre extiende su mano derecha sobre la baranda del
puente lindante con el vacío, y retira la otra del bolsillo.
Conforme avanza en la vía, la distancia va haciéndose mayor, los detalles devienen más pequeños hasta
perderse y la figura humana va desapareciendo del espejo. También de su
memoria, con el tiempo algunos fragmentos
de aquel instante se han hecho nebulosos, imprecisos, en su lugar, un vago e
indefinido reproche ronda como fantasma sobre aquel recuerdo de esa expirante
madrugada de hace veinte años, de enero de 1983. “¡Si
me hubiera detenido cuando vi al hombre salir del vehículo!”. Llegó a pensar en
un instante efímero, cuando los fogonazos de los faros de la pick-up se reflejaron en el vidrio frontal
de su carro, Salvador, por precaución, aplica el cambio de luces, las alterna
entre altas a bajas, sin que le respondan. Concluye enseguida que en realidad no significaba ninguna
amenaza para él. En su lugar, ha cruzado veloz a su lado, como alma en pena, según se dice, sin inmutarse desde el canal contrario de circulación. En esos precisos segundos, un ruido metálico
asociado a la pick-up se escucha con fuerza mientras sigue en su carrera desbocada,
es un sonido intermitente en forma de golpeteo que se va apagando a medida que se aleja.
Salvador
y sus acompañantes, quienes al momento tratan de aprovechar unos minutos para
el sueño, apenas conversan. Las madrugadas suelen ser silenciosas, son como apagafuegos del trajinar rutinario de cada quien en el que transcurre el tiempo como en cámara lenta, alborotando los fantasmas que a otras horas del día duermen tranquilos. Luego, libertinos, salen de los escondites que nadie aún
ha logrado descubrir en qué parte los llevamos dentro acechando el momento para sorprendernos. Tienen tantas formas como
imaginamos, como aquellas que suponemos cuando pensamos en ellos desde la consciencia que creemos dueña de nuestra voluntad; pero, infinitas son las maneras de
abordarnos sin que previamente lo advirtamos, y en una pincelada similar a la que el artista pone en su obra,
nos tocan de vez en cuando para sembrarnos de dudas sobre ese prodigio del
universo que es la vida.
En
los minutos finales del recorrido sobre el puente, a la altura del comienzo del
último tercio de la estructura, entre las esclusas 58 y 60, en el tramo de unos
cien metros que les abarca aproximadamente,
una sombra en movimiento rápido, se proyecta en las luces del auto de Salvador. Es una figura grande que del lado contrario del puente, bruscamente ha tomado
su vía, ha saltado la baranda metálica que divide los canales de circulación. Por
instinto, aminora súbitamente la marcha y
se pone en alerta. Sin poder establecer con certeza de qué se trata, insiste en
el cambio de luces, y la silueta umbría prosigue despavorida. Sus dos acompañantes duermen, ahora. El que ocupa el asiento
trasero, apenas iniciado el recorrido en el puente, cerró sus ojos y dejó
recostar su cabeza en el espaldar del cojín espumoso. La otra, volteó su cuerpo y de lado opuesto al conductor,
acomodó su cara dormida frente a la
ventana derecha del auto con vista al lago. Salvador, abre y cierra los ojos, tratando de
precisar de qué se trata. Coloca intermitentes y hace cambio de luces de modo
seguido. En segundos, la figura, no se detiene; avanza veloz sobre él; sin embargo, esta vez la identifica
con claridad. ¡Es un perro! Un perro negro y enorme que corre con su lengua roja
oscilante con gran impulso. Lleva un collar metálico grueso, que cuelga de su
cuello. Destaca, además, de su resplandor, el tintineo que produce por su
balanceo alocado con el que desespera el animal. Corre desorientado sobre el canal de
circulación por el que avanzan Salvador y sus dos pasajeros. Enfocado sobre la
luz del carro, los ojos del perro brillan destellantes, se miran por segundos con los de Salvador,
son ojos de fuego, como dos carbones encendidos. Salvador
disminuye tanto la velocidad que casi detiene el auto y resignado espera la
inevitable colisión. Son segundos o fracciones de éste los que transcurren, no
hay manera de saberlo, los latidos del corazón escogen su reloj. El pensamiento vuela
tan rápido en esos momentos, que varias ideas se le sobreponen a otras. Le corren
paralelas tantas cavilaciones que sólo se reservan para ocasiones como estas. “Si de la muerte pudiera
regresarse, –piensa, cuando pasa frente
a la pila 22 del puente– ya Einstein lo
habría hecho con su ingenio; Houdini con su habilidad para el escapismo habría
vuelto de ella; mi abuela, Magüe, con su
tenacidad la habría vencido”. El tiempo pareciera detenerse, y Salvador entregado a lo que luce inexorable, espera el encontronazo fatal.
–¡No es un espanto! ¡Es un pobre
perro extraviado!–exclama, cuando el animal casi encima de él, brinca
con sus largas patas sobre la baranda de la vía, y regresa al canal contrario. Las
ruedas del vehículo en ese momento dejan
escuchar el sonido característico que habitualmente realizan al friccionar
sobre las esclusas. En esta oportunidad, se deslizan sobre la número 60 de ellas. El perro negro, entonces, despavorido pasa a su lado, raudo se adentra
en la oscuridad del alba, mientras su enorme cabeza se mueve de un extremo
a otro. Salvador lo observa desde la ventana de su carro, gira a su izquierda y sus miradas se cruzan por última vez cuando
oscilante la intimidante testa perruna, asimismo, volteó a similar costado para encontrarse con el rostro asustadizo de Salvador. En la oscuridad se fue perdiendo, corría aturdido, alejándose zigzagueante en el puente sobre el Lago de Maracaibo. Buscaba desesperadamente al amo
desprevenido, que en el enigma de estas horas del primer mes de dos mil tres, no había asegurado, con el refuerzo debido, la cadena al collar del desventurado animal.
Nota: Tomado del libro Una historia por descubrir. Edinson Martínez. Editorial A todo calor. Maracaibo. Venezuela. 2016
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