El autor de Libro de Manuel, 62 modelo para armar, Bestiario e Historias de cronopios y de famas, entre otros, fue quizás el último escritor en lengua española que estableció un diálogo directo con sus lectores, más allá de la crítica, de la academia, hasta que llegó Roberto Bolaño, con Los detectives salvajes.
Muchas veces y con justicia se habla del chileno Roberto Bolaño como el heredero de Cortázar y seguramente se marca esa relación en el sentido de una literatura que encara conversaciones sin filtros con el lector, transformándolo.
No puede decir, obviamente, a causa de la muerte temprana del autor de Los detectives salvajes, si esa relación intensa con sus seguidores derivaría como en Cortázar en manifestaciones de afecto popular, espontáneo, pero podría destacarse un símil en lo que ambos tienen de poderoso influjo, de perdurable impronta.
Rayuela fue, entre otras muchas cosas, la novela de la vida de una innumerable cantidad de personas. No sólo un libro de un buen escritor, sino un verdadero tratado de iniciación adolescente, de deslumbramiento ante una palabra que al fin expresaba lo que el joven corazón sentía.
Novela de juventud que se mira hoy con cierto desprecio por gente que ha pasado ya la cincuentena. Novela de la primera vez que los viejos leen con desdén, como avergonzados, desconociendo al que pasó por allí con tanto brío, con tantos sueños.
“Nosotros los de entonces ya no somos los mismos”, Neruda dixit y es probablemente la cruda imagen de lo que hemos llegado a ser en la adultez contrastada con aquel que éramos cuando buscábamos paraguas abandonados en las plazas, cuando las muchachas queríamos ser la Maga y los muchachos tenerla de novia, lo que justifique cierta acritud con que muchos hoy hablan de Rayuela.
Hablar de Rayuela, es cierto, es hablar de nuestra juventud, pero también es referirnos a la fuerza de la literatura cuando está hecha con las partículas del aire que pululan alrededor de la escritura. Esa atmósfera reinante que sólo puede capturar una pluma prodigiosa y un alma sensible, atenta a las aventuras que los ángeles y los demonios de un semejante le susurran a un autor memorioso al oído.
Siempre habrá alguien que te pregunte ¿Cuándo leíste por primera vez Rayuela? ¿Y qué te pasó cuando lo hiciste? Allá vamos.
EL JUEGO INTELIGENTE DE LA NOVELA
José Ovejero, escritor español, Premio Alfaguara por La invención del amor
Leí Rayuela más o menos cuando tenía veinte años. Hasta entonces había leído de Historias de Cronopios y de Famas y Final del Juego. Como estos dos, Rayuela me impresionó, de hecho, en mis inicios literarios, imité malamente a Cortázar -como otros muchos autores de mi edad-. Sí, también yo me enamoré de la Maga y también me habría gustado pasear por París con los protagonistas de la novela. Y supongo que no hace falta que diga que me entusiasmó el descubrimiento de que una novela puede ser, entre otras muchas cosas, un juego inteligente: la estructura variable de la novela siempre me pareció uno de sus grandes hallazgos.
Si me preguntan por Rayuela tengo que decir que es parte de mi educación sentimental y literaria. Hoy puede que ya no me interese como entonces, igual que muchas cosas que me impresionaron en mi juventud me impresionan hoy menos, pero no sabría decir si es porque Rayuela ha envejecido o si soy yo el que lo ha hecho. Hoy leer Rayuela es releerla y la emoción de la primera vez solo la sientes la primera vez.
LAS IDEAS INCÓMODAS DE “RAYUELA”
Juan José Rodríguez, autor mexicano de Asesinato en una lavandería china y El gran invento del siglo XX, entre otros.
Soy de los que se maravillaron con Rayuela. Debe confesar que fue el libro de los canónicos del Boom que me costó un poco más de trabajo, incluso más que El siglo de las luces, de Alejo Carpentier. Quizás porque yo tenía 16 años, (1986): aunque vivía ya de intruso en un mundo de amigos escritores, intelectuales y demás artistas en vías de desarrollo y soñaba con estar inmerso en un mundo como el de Rayuela, aún había un abismo generacional con éste. El inicio en verdad es un poco triste, incluso deprimente y tal vez eso me desarmó en un principio. Ya vencida esa objeción me dejé llevar por el ritmo sincopado de la novela.
La releí hace unos tres años, luego de un viaje a París. No fue mi primer viaje a París pero fue la primera vez que estuve ante la tumba de Cortázar y por coincidencia estuve en un departamento sobre la Tombe Isoire, calle mencionada en la historia… Me aterrorizó descubrir que ambos habíamos envejecido y algunas ideas me incomodaron. (Claro que si releemos a todos los autores del boom encontraremos en todos una vena machista entonces inadvertida).
Lo que más me incomoda es la muerte del bebé y cómo la Maga lo deja morir, literalmente. La Maga, mujer emblemática para muchos, comete ese descuido y también los amigos que ocultan tranquilamente la tragedia en la reunión, mientras hablan y discuten intelectualidad tras intelectualidad, en espera de que la madre se dé cuenta por sí misma que el bebé con 39 grados de temperatura ya está muerto en el otro cuarto. Eso me hace recordar que Julio Cortázar no tuvo hijos y quizá por eso escribió tan fríamente esa escena, como también al mismo tiempo esta escena puede ser una crítica a la insensibilidad de otras personas. (Hay una escena parecida en El cuarteto de Alejandría, de Durrell, aunque aquí es un solo párrafo y Cortázar la demora por varias páginas, regodeándose con el asunto).
Héctor Castellani, periodista argentino
Leí Rayuela en un ataque de fanatismo. Esto es la literatura en serio, pensaba.
Pero la cosa empezó antes: en el 83, cursaba tercer año de la secundaria, un profesor chiflado nos dio a leer “Casa tomada”, de Cortázar y “Ruinas circulares”, de Borges. No entendí(mos) nada. Veníamos de esos libros “Cuentos para segundo nivel” de la malísima educación de tiempos de la dictadura. “Casa tomada” no se entendía nada. O sea: no se entendía lo mismo que seguimos sin entender si siguiéramos leyendo el cuento como un relato tradicional y no dentro de la literatura fantástica que descubrimos, en nuestro caso, por Cortázar.
Durante ese año leímos más cuentos de Cortázar: “Cartas de mamá”, “Torito”, “La salud de los enfermos”.
Me llevé la materia a marzo.
En febrero, un domingo feo de lluvia (para mi llovía), me puse a leer una revista Humor que había en casa. Un reportaje larguísimo y hermoso que le hizo Osvaldo Soriano a Cortázar. Y en ese reportaje don Julio daba pistas sobre algunos cuentos, sobre cómo deben ser leídos (recuerdo “Escuela de noche”), hablaba de los sueños y de cómo muchos de ellos fueron cuentos después. Soriano le hablaba de cómo esperaba que fuera su vuelta al país después de tan larga y en parte obligada ausencia.
Terminé con ese reportaje y me puse a leer compulsivamente los dos o tres libros de cuentos que tenía. Me enamoré. Había encontrado un juego nuevo.
Al otro día, el lunes, cuando me levanté a la mañana, mi madre me informó que había muerto Cortázar. Fue un mazazo: justo se vino a morir al otro día de que yo lo había descubierto. Busqué la revista, miré la fecha y era de octubre de 1983. Cortázar ya había pasado por el país y también se había ido, sin pena ni gloria. Después, mucho tiempo después, me enteré que el gobierno radical se había encargado de ocultar su visita.
De ahí en adelante me fui comprando casi todo lo que había publicado, casi como hice con los discos de Luis Alberto Spinetta.
Mi edición de Rayuela era una edición de lujo, de tapas duras, que vendía el Círculo de lectores al que una amiga estaba adherida. Se lo compró para ella y me lo regaló cuando se lo pedí prestado. Mil viajes en colectivos hice leyendo Rayuela, tendría 17 o 18 años. Lo leí del derecho y solo una vez. Nunca volví a releerlo. Lo que más me gusta y recuerdo fue ese clima de bohemia, escuchar jazz, esas cosas. Como me pasa cuando me pongo a recordar algunas películas de Woody Allen. Manhattan, por ejemplo. Y también esa idea del intelectual enamorado de una mujer sencilla y por lo tanto mágica. No soy fanático de Rayuela, pero entiendo que por su particularidad es una especie de guiño cómplice entre lectores aunque, creo, para mi generación y la siguiente (gran lectora de Cortázar aunque no lo parezca) esa novela no fue tan importante como sí lo fueron sus cuentos.
COMO LOS MUSULMANES LEEN EL CORÁN
Felipe Soto Viterbo, escritor mexicano de El demonio de la simetría, Verloso, artista de la mentira y Conspiración de las cosas
Habré tenido 20 años, cuando estaba en la universidad. Ahora tengo 48 años. Ya desde entonces uno llegaba a Rayuela con conocimiento de causa: alguna profesora de literatura que recitaba aquello de que se le amalaba el noema mientras a ella se le agolpaba el clémiso (y cómo caía en hidromurias, en salvajes ambonios y en sustalos exasperantes); algún amigo que repentinamente escuchaba jazz y quería fundar su club de la Serpiente versión postpúber y en la poco parisina ciudad de México; alguna chica que ya firmaba sus poemas con un pseudónimo irritante: La Maga. Lo leí como me imagino los musulmanes leen el Corán, como si fuera palabra divina y Cortázar fuera el profeta. Esa manera idealista como se lee cuando se conoce poco y todo conocimiento impresiona.
Ahora en un par de ocasiones he intentado releerlo y ya me resulta antipático.
Leído no ya como una Biblia, sino como un buen libro de un gran escritor, la experiencia comienza a ser porosa. Horacio Oliveira y su panda de amigos se parece demasiado a muchos conocidos de quienes he preferido alejarme justo por su pedantería, su hedor a hedonismo, su pretendida superioridad, su digámoslo en palabras odiosas hipsterismo. La Maga, que en su momento pudo ser un modelo aceptable de mujer etérea, es ahora una categoría completa del género femenino: con sus gatos, con sus manías a lo Amèlie, con su sexualidad reptante. A diferencia de la original, que era perfecta en su ignorancia (y más perfecta aún por ser ficticia), las actuales son una mera referencia, una representación patética de un personaje hecho de palabras. Todavía Talita y Traveler se salvan justo por su vida acomodaticia, sin que nadie quiera imitarlos. Pero no es culpa ni de Cortázar ni de Rayuela o lo es solamente en el buen sentido: quién le manda a escribir algo tan memorable. El libro cumple años, envejecido en sus supersticiones, en su formato hipertextual, pero intacto y siempre vivo como todo lo que un buen libro es: un abismo.
UN LIBRO BÁSICO PARA HIPSTERS Y BOHEMIOS
César Silva Márquez, escritor mexicano, autor de Juárez Whiskey
Leí Rayuela cuando tenía 18 años. Había terminado de leer Ficciones, de Borges. Así que el shock tan fuerte que me provocó, de alguna manera opacó mi lectura de Cortázar.
La novela tienes pasajes bellísimos, poéticos.
Creo que en ese momento de mi vida encontré más poesía y sensaciones que narrativa. Demasiada juventud y jazz y fiesta (recuerdo mucho el principio) que me provocaban un tanto de envidia. Un amigo recitaba de memoria el capítulo 7. Traté de memorizarlo pero nunca pude.
Con el tiempo he distinguido dos grandes grupos de lectores: o eres un lector de Cortázar o eres un lector de Borges. Algo así como si prefirieras los perros o los gatos de mascota.
Es una lectura básica y puede ser deslumbrante. Debe de ser acompañada por cuentos como “La Señorita Cora”, “Los venenos”, “La rosa amarilla” y tantos otros.
Rayuela se ha mantenido como un libro básico para todo plan de lectura y su calidad es innegable, el tiempo la ha solidificado, igual que la calidad de muchos de sus cuentos. Un libro básico para los bohemios y hipsters (creo). El personaje de la Maga, ha tomado más importancia con el paso de los años. “Ella es mi Maga”, dicen muchos.
Betina Keizman, escritora argentina de El minotauro y la sirena, El museo de los niños, Los restos
Es probable que haya leído Rayuela a los 12 o 13 años, en una edición que recuerdo de portada gris, con el dibujo de la figura de tiza hacia los márgenes, una portada-invitación que atravesé con gusto. Recuerdo muy bien los efectos perturbadores de esa primera lectura. No me interesó el mecanismo, los saltos ni los recorridos posibles, en cambio me atrapó el espíritu de juego, escenas y situaciones que no entendí: Había hilos –piolines- tejiéndose entre los balcones, patios o terrazas, ¿era posible? ¿Hay una escalera que colocan horizontal para unir dos casas? Supuse que París o Montevideo se parecían a las ciudades neoyorquinas de las películas, con escaleras de incendio y la posibilidad de saltar de un departamento a otro.
Lo único seguro era que París tenía puentes ¿Realmente había muerto el bebé Rocamadour? ¿Es un poema lo que la Maga le escribe? ¿Y cuál es su magia?, porque en esa primera lectura preferí la Alejandra de Sábato (digamos la verdad y sin vergüenza), que me pareció menos esclava y más mujer. En Rayuela decía “corriócomoreguerodepólvora”, había capítulos en que una k extranjera reemplazaba la castiza c y de ese modo se paría otro idioma, ¿realmente citaba a (Witold) Gombrowicz y todo el tiempo conversaban?
Aunque después leí el libro muchas veces, por un estado de milagro esa primera impresión se ha conservado. Recuerdo mejor los argumentos y personajes de Los premios o del Libro de Manuel porque en ellos la lectura adulta suprimió las lecturas iniciales, que también fueron muy precoces (todo Cortázar estaba en la biblioteca de mis padres).
En cambio, esa primera impresión confusa y móvil de Rayuela convive con lecturas posteriores, es una especie de pulga que está ahí para complicarles la vida y hacerlas saltar. En Rayuela no contemplo un mundo, magistral y vivo, cerrado, no es Balzac; pero en cambio leo la vivacidad, algo que sucede tan cerca de mí que de a ratos me atraviesa el cuerpo y me confunde. Hay cuentos de Cortázar que son artefactos perfectos, personajes que son estereotipos magistrales y que de repente se abren en un matiz que los parte por la mitad y los rescata, pero en Rayuela leo la escritura, algo que se cuela en la trama, en las palabras, en los acontecimientos, algo deliciosamente vivo, en tránsito y fugacidad, nos interesa, es un ciclón que nos arrastra, banal y grandioso, lo mismo que la vida bien vivida. Por eso siempre pensé que, aunque un título excelente, no era Rayuela el nombre que le correspondía.
Marisol Pacheco, periodista mexicana
Leí Rayuela para la materia de Literatura Iberoamericana en la prepa. La maestra nos dijo que aquello sería un “viaje”, no una tarea. Eso sembró mi curiosidad, yo venía fascinada de haber releído por gusto Pedro Páramo y aquella aseveración me estimuló a sacar de inmediato el libro de la biblioteca. Yo tenía 17 años.
La novela me produjo una revolución mental y emotiva, primero por sentirme al retada a perderme en una prosa que lo que menos me pidió fue leerla de manera ortodoxa, era como armar un rompecabezas y zambullirme en historias que, sin tenerlo cierto, me parecía estaban conectadas.
Eso lo hizo, además, sumamente divertido: antes ningún libro se había dejado “manosear” por mí, en el sentido de ser yo quien determinara cómo y dónde leerlo.
Y lo emotivo porque con la efervescencia juvenil a todo lo que daba, conectar con los planteamientos de sus personajes, que yo sentía desnudos en franqueza y conflictos, fue de las primeras sacudidas que me causaron conflicto al cuestionarme paradigmas sobre el deber sentir y pensar. Dados además en una especie de “comprimidos textuales”; así lo sentí.
Ratifico lo que mi maestra me dijo a los 17: “Rayuela es un viaje”… pero de esos que no se planean y del que vuelves alterado por lo impredecible de sus rutas y paisajes y sobre todo por el despojo de la certeza de saber cuál fue el origen y cuál el destino. ¡Caos bendito!
UNA ILUMINACIÓN MÁGICA Y TRASCENDENTAL
Jorge Morales, narrador y poeta chileno afincado en Gerona, España
Leí Rayuela por primera vez el 2002, tenía 27 años y llevaba un año en Europa, sin intención de regresar a mi país natal y sin más plan de futuro que vivir celosamente el presente más inmediato, sacándole el jugo a las horas del día que se hacían breves entre lecturas, cine, exposiciones de arte y aprendizajes variados.
Con 18 años había leído “El perseguidor”, “La noche boca arriba”, “Queremos tanto a Glenda”, “Todos los fuegos el fuego”, y algunos poemas de Julio Cortázar, que habían dejado una honda huella en mí, pero todavía no me encaraba con Rayuela, a pesar de los comentarios fervorosos de múltiples amistades, de los padres de algunos amigos -toda gente de izquierda-, de algún profesor del instituto, y sobre todo, de los románticos suspiros de amigas de mi generación, enamoradas todas de Julio y convencidas por supuesto de que Rayuela era mucho más que la obra maestra de un autor inmortal, era o debería de ser el centro del canon para todo joven despierto que soñara con cambiar el mundo.
Por todo ello, cuando por fin tuve entre mis manos este libro sacro en una modesta edición de bolsillo de Plaza y Janés, lo hojeé primero por los cuatro costados con la vergüenza de no haberlo leído antes, dispuesto a mentir de que lo estaba releyendo, si alguno de mis colegas me sorprendía.
De este modo, emprendí la lectura de Rayuela armado del mismo espíritu y la misma emoción con que los caballero artúricos cabalgaban en busca del Santo Grial, esperando ser dignos de recibir una iluminación mágica y trascendental.
Sin embargo, mi primera lectura fue una apabullante decepción: Planea sobre la superficie del texto una mezcla inaceptable de neo-rromanticismo cursi, humor surreal y vanos coqueteos con el absurdo, para ofrecer una visión un tanto naïf de la realidad tanto europea como latinoamericana, pues excluye, ignora o subestima la violencia que se esconde tras nuestras construcciones sociales.
Tampoco conecté con los personajes principales: ni con La Maga -Una eterna quinceañera que sale a caminar sin paraguas bajo la lluvia torrencial como eso si fuera el summum de la poesía- ni con Oliverio -un prepotente intelectual perdido en la contemplación de su ombligo-.
Por otro lado, está siempre presente el tema de la nostalgia desprendiénse a trozos de los diálogos y las reflexiones a cada rato. Pero se trata de una nostalgia no natural, a mi juicio, sino de una nostalgia nacida de la idealización de la Historia, de la contemplación de si mismo en el espejo reluciente y moderno de la ciudad de Paris, que seduce irremisiblemente a los personajes latinoamericanos de Rayuela con el boato, la elegancia y magnificencia de su arte, su belleza y su historia, generando una especie de nuevo síndrome de Stendhal que se caracterizaría más o menos por esa intolerable nostalgia de ser argentino en París, o de ser latinoamericano en París.
En cualquier caso, el dudoso imán de París juega aquí un papel fundamental.
Fue necesaria una segunda lectura, tres años después, para descubrir y valorar de Rayuela sus grandes e inalteradas virtudes: el alto contenido poético de sus páginas, la autenticidad de su expresión y el carácter lúdico que la rige desde al principio al final, elementos todos que justifican la alta valoración que recibió de parte de los lectores durante tantos años, pero que hoy deben ser, necesariamente, matizadas por las nuevas generaciones de lectores.
Tomado de https://monicamaristain.com/
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