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domingo, 13 de agosto de 2017

Un viaje sin retorno

Un viaje sin retorno
Crónicas perdidas
Por: Edinson Martínez
@emartz1


"Nuestra vida cotidiana es bombardeada por casualidades, más exactamente por encuentros casuales de personas y acontecimientos a los que se llama coincidencias".

Milan Kundera



Nada es más parecido a un caballo que una moto, briosa cuando el piloto apenas conoce su talante, desbocada cuando el torrente de hormonas del conductor la hace volar sobre el pavimento, jubilosa cuando la destreza del jinete sobre el volante –las riendas– arranca las cabriolas festivas que exhibe a eufóricos expectantes. Aquella tarde frente al último semáforo de la avenida, aquel que marca el límite entre las parroquias Alonso de Ojeda y Venezuela, se posó en segundos a mi derecha aquel animal metálico, rojo escarlata, con su jinete al mando. Sin advertirlo, como procedente desde alguna puerta invisible que ocasionalmente conecta el destino con el presente, se me apareció resonando sus escapes a golpes estridentes de monóxido. Durante unos breves segundos en giro de autómata poseído, el hombre sobre la motocicleta proyecta su mirada en derredor, me mira sin verme, apenas tiene atención para el cambio de luces del semáforo.  Es Alberto, me dije, mientras recordaba algunas escenas del colegio donde estudiamos los primeros años de la primaria. La memoria suele ser caprichosa –ya lo he dicho antes–, a veces como una película nos conecta con el pasado remoto en instantes; sin embargo, en otros momentos no podemos recordar el nombre de alguien que nos ha sido presentado horas antes. Recuerdo que eran dos hermanos, apellidados con el nombre de la capital de España, detalle inolvidable para cualquier muchacho aprendiz de las capitales del mundo en aquellos días. Eran dos estudiantes como tantos otros si no fuera por el hecho de que uno de ellos tenía dificultad para hablar fluido, se le “pegaban los platinos”, así se decía entonces de todo aquel que presentaba algún grado de tartamudez, limitación, por cierto, superada con creces por su habilidad excepcional para jugar a las metras.  Alberto, en cambio, era ágil y maromero, particularmente dotado para los deportes. Después del tercer grado les perdí la pista, supe de Alberto porque eventualmente, ya en edad adulta, participaba en competencias de ciclismo, deporte que por mucho tiempo tuvo en nuestra ciudad gran cantidad de seguidores. Era frecuente los fines de semana observar las vías cerradas al tráfico común porque los pedalistas tomaban su lugar para competir entre ellos a propósito de alguna convocatoria ciclística. A varias de estas justas deportivas asistí como ocasional espectador para entretener el ocio dominguero.   

Cuando enciende la esperada luz verde, el motociclista acelera con fuerza toda la cilindrada que a cuatro tiempos desarrolla el portento de doble ruedas, los cauchos chillan en el asfalto y levantan como niebla diabólica el humo azul resultante de la fricción desmesurada. Las bicicletas son parientes cercanos de las motos, especie de primos hermanos de un mismo tronco genealógico, por cuanto es apenas la combustión la que los separa. De modo que no es de extrañar que alguien con afición por el ciclismo, también termine siendo un apasionado por las motocicletas. Tal vez ese haya sido el caso de Alberto Madrid. En el colegio donde estudiamos, una única maestra velaba por nuestro aprendizaje, y también, por nuestras travesuras que eran muchas, inocentadas bobas –valga la acotación generacional– al tenor de las que a medio siglo o más son frecuentes en nuestros centros educativos. No había pupitres, sólo bancas de madera, pesadas y pulidas. Debajo de grandes matas y en una especie de porche estrecho de una vieja casona color verde desteñido recibíamos clases en grupos. Era una construcción antigua, con mis ojos de infante la veía como un castillo viejo en medio de un pueblo que comenzaba a crecer.  Era el colegio Nuestra Señora del Valle ubicado en el lugar en que años después se establecería un centro clínico con el mismo nombre. Desde ese mismo colegio, cuando me dirigía a casa con el bulto escolar a medio cerrar y la algarabía que suele ser una fiesta cuando los escolares dejan las aulas, escuché de una radio encendida a todo volumen de una de las viviendas vecinas, la noticia que sacudió al mundo: ¡El presidente John Kennedy había sido asesinado!

Una vez que inicié la marcha, en la siguiente intersección, decidí regresar, opté por dar la vuelta en “U” a la altura del antiguo cementerio municipal, el lugar donde nadie debe hacerlo por prohibiciones expresas de ley, y, asimismo, por el sentido común que habría de privar en una vía que es de tan alto tráfico en ambos sentidos. Hecho este, que, reconociéndose, sin embargo, nadie le presta atención, sino en poquísimas y raras excepciones. Esta vez, por fortuna para este relator, no tuve nada que lamentar, giré con habilidad de infractor furtivo y regresé a la ciudad. Algo del presente que ya era pasado me impulsó a último momento a desechar el propósito de continuar hasta mi destino original. Siempre me ha sorprendido la magia que significan los planos temporales en que discurrimos; el pasado, el presente y el futuro. El presente está lleno de pasado y el futuro un espectro que cabalga indescifrable sobre el presente.


A toda velocidad vi perderse en la distancia de la larga avenida la moto con el antiguo compañero de aulas. De la boca del escape, el chorro de humo se aventaba con furia a espaldas del piloto, mientras su imagen borrosa iba ondeando en el viento que contracorriente aturdía con delirio su camisa, su cuerpo luchaba con la aceleración de la máquina que devoraba en segundos el tiempo que le restaba en este mundo. Desbocado ante mis ojos, se alejaba de la vida sin saberlo. Nadie es testigo de su muerte, de ese viaje sin retorno que sólo tiene un protagonista: uno mismo.  Al día siguiente, El Regional del Zulia, diario local, registraba en su habitual página de sucesos, la muerte trágica del conocido corredor amateur de ciclismo del municipio. Allí lo leí en un presente que ya era pasado.

sábado, 15 de julio de 2017

Tasajeras Vs Tasajera

Tasajeras Vs Tasajera
Crónicas perdidas
Edinson Martínez
@emartz1



“…Hay que recuperar, mantener y transmitir la memoria histórica, porque se empieza por el olvido y se termina en la indiferencia…”.
José Saramago


Con frecuencia, gracias a la política comunicacional gubernamental en pleno desarrollo –como bien diría Walter Martínez–, nos hemos habituado a ver los telenoticieros de otros países, así nos enteramos del clima en Cantabria, de los días soleados en Mallorca, o de las lluvias insufribles en los valles colombianos que acaban con las vías y la infraestructura de poblados enteros. Ni hablar de los detalles del Brexit, y la candente lucha en las elecciones francesas. Todo eso da vueltas en las cabezas de quienes, resistiéndonos a ver la basura de los canales nacionales, optamos por mover el control de El mago de la cara de vidrio –como escribiera Eduardo Liendo sobre la TV–  hacia esos destinos que, en algunos casos, además de los cinco mil kilómetros de distancia que nos pudieran separan, también la cultura y su cotidianidad vital nos es extraña. Por eso cuando por mera casualidad nos topamos con cualquier nota informativa más o menos familiar, nuestros sentidos se alertan súbitamente. Así me pasó hace unas semanas atrás con el canal colombiano –Caracol Internacional–, en su noticiero estelar de las siete de la noche –aquí a las ocho–, cuando en el marco de una sección identificada como «El reportero soy yo», un hombre, micrófono en mano, cual periodista en acción, reportaba su noticia desde Tasajera. «¡Coño!» dije sobresaltado, al tiempo que agudizaba vista y oídos prestando atención. En segundos, el man moreno, con su acento costeño que trastoca las eses al final de las palabras por una especie de «t» o «d» frenada como bicicleta que se detiene a punta de pie sostenido sobre el caucho, desplegaba rápidamente su denuncia. Modesto en el vocabulario, pero certero, fluido y claro en su hablar, y no dejo de pensar en lo que siempre ha sido mi lamento sobre la manera de expresarse mis paisanos, cuando para exponer una idea suelen lucir tan limitados que parecieran ir sorteando cantinfléricamente las palabras hasta finalmente volverse un ocho sin poder claramente manifestar lo que desean. Pues bien, el improvisado reportero popular denunciaba en profundidad el estado de las calles, la insalubridad, la pobreza y el decadente mal vivir a causa del olvido gubernamental a dicha población, esa que ahí se identificaba como Tasajera, y que tan familiarmente me había sonado. Desde luego que la causa de mi interés fue por la calcada realidad de aquella población sobre la nuestra, como suerte de figura reflejada en el espejo, cuya única diferencia entre ambas es de tan sólo una letra. Los mismos males con sus rostros similares, nombre semejante y costa besada por las aguas, como Tasajeras, la nuestra, aquel poblado, ahora fantasmagórico, enclavado en una de las costillas del Lago de Maracaibo. Como el mundo es un pañuelo, en un momento llegué a pensar que su nombre podría deberse a la vena aventurera de algún tasajereño trashumante en la costa atlántica colombiana. Después de todo, Tasajeras tiene en su haber excepcionales hechos que la memoria apenas retiene. La primera persona en suicidarse lanzándose a las aguas del lago desde el puente general Rafael Urdaneta, fue una malograda adolescente embarazada de ésta localidad. Por si fuera poco, años después, otro joven de la misma vecindad, aquejado por una pena de amor, decide su suerte de similar modo. Y como en un trozo surgido del realismo mágico garcimarquiano, un eunuco vasallo de San Benito que sobrevivió herido varios días entre los matorrales a causa de la cruel castración a manos de dos hermanos, se convirtió en el Hombre cero de Tasajeras. Pero, como cuando un hecho lleva a otro, como la pieza del dominó que cae y arrastra a las siguientes, la buena praxis médica de la que fue objeto por el galeno de guardia en el hospital, mereció los elogios de rigor y, también, como consecuencia de su promocionado logro asistencial –he aquí la pieza que cae–, el descubrimiento de su impostura como profesional de la medicina. El sujeto era un osado practicante de origen colombiano que se hacía pasar por médico. Qué de extraño podría tener, entonces, que un natural de éste caserío fundara pueblo en tierras vecinas.  Nadie lo sabe, como tampoco con precisión se conoce el origen de un nombre tan particular para aquel poblado nuestro.

El 28 de marzo de 1895 el Consejo de Gobierno del Estado, mediante decreto legislativo, declaró la sesión de cuatro leguas de tierras que correspondían entre otras al caserío Tasajeras, a la parroquia Lagunillas del entonces Distrito Bolívar. La adjudicación se hizo en virtud de un decreto que tenía por finalidad dotar de ejidos a las parroquias que carecieran de ellos. Ahora bien, luego de aquella decisión gubernamental, en 1922 un ciudadano de nombre Betulio Guijarro solicita a la presidencia de la Asamblea Legislativa dejar sin efecto el decreto de cesión de finales de siglo. La razón que expuso en su solicitud fue la de no estar dicho acto de ley autorizado por el presidente de aquel momento, puesto que no aparecía su firma en el manuscrito, sino únicamente la del secretario. Efectivamente, se comprobó lo señalado por esta persona y la Asamblea Legislativa en lugar de enmendar la posible omisión involuntaria –sólo Dios y los actores de aquella época saben si fue deliberadamente olvidada la respectiva rubrica– del titular del órgano jurisdiccional, se limitó a dejar constancia del vicio administrativo. Posteriormente, en el mismo año 1922, otra persona de nombre Bladimiro Jugo Padrón, comerciante y vecino de Betijoque, en el estado Trujillo, se dirigió a la Cámara Municipal del Distrito Bolívar para solicitar se le restituyera a él, a su socio y compadre, general Santos Matute Gómez –hermano paterno del dictador Juan Vicente Gómez, y designado por éste, presidente del estado Zulia en 1918–, los terrenos denominados como Tasajeras desde tiempos remotos, por haberlos obtenido en razón de compra-venta celebrada con los herederos de Feliciano Rincón Fereira en 1917. Se señala en la solicitud presentada ante la municipalidad que la compra hecha a este señor Rincón Fereira forma parte de una herencia que ha venido transfiriéndose desde 1811 hasta el momento de la transacción comercial. Así pues, se dice que los más antiguos dueños de Tasajeras son unos cónyuges de nombres Francisco José Prieto y Juana Catalina Estrada, que ya en sus testamentos de 1811 mencionaban a esa porción de terrenos como parte de sus bienes.

El 3 de mayo de 1922 el Concejo Municipal del Distrito Bolívar en sesión ordinaria declaró írrito el acuerdo de la Asamblea Legislativa del año 1895 donde se le otorgan en calidad de ejidos a la municipalidad de Bolívar los terrenos de Tasajeras y partes aledañas. Reconociendo de este modo la propiedad y demás derechos de Bladimiro Jugo Padrón y Santos Matute Gómez sobre tales extensiones de terrenos. Pero la historia no termina allí. Luego de salirse con las suyas, los dos personajes citados, se dividieron las propiedades y tocó a Santos Matute la propiedad de Tasajeras, quien posteriormente la vendió a Lino Ekmeiro, y éste a su vez, a la Sociedad Anónima Británica The Venezuelan Oil Concessions Limited en el año 1923 por la suma de doscientos mil bolívares exactos que la compañía pagó en efectivo.

De la gallera del pueblo la algarabía del juego no cesaba nunca. La pared blanca, dividía a la población en casi dos mitades perfectas, las casas de balcón a la izquierda, hacia el sur. Y a la derecha, hacia el norte, el resto del caserío. La estación de gasolina con su surtidor amarillo encendido adornaba el centro del pueblo. Sus arrestos de grandeza no imaginaban cuán negro habría de ser el devenir de su tiempo.  Del bullicio aldeano, comparsa de la vorágine petrolera de comienzos de siglo, no queda absolutamente nada, ni siquiera un precario vestigio que dé cuenta de aquella época. En el lugar que ocupaba toda esta historia se encrespa ahora una espesa vegetación con su cortejo de olvido. En nuestra memoria se yergue un Macondo que habita en el alma de poblaciones enteras que fueron mudadas, desarraigadas, sin respeto alguno a su gentilicio. La reubicación que hizo el Estado venezolano de todos estos asentamientos por debajo de la cota cero del lago de Maracaibo, no sólo se llevó a las personas a otros parajes, también aniquiló con saña, su memoria histórica e identidad, dejando en su lugar monte y olvido.


Nota: Hace muchos años, en septiembre de 1993, escribí un artículo titulado “Tasajeras en anverso y reverso” del cual he tomado algunos párrafos que ahora transcribo en parte.

sábado, 1 de abril de 2017

Río Blanco

Río Blanco
Crónicas perdidas
Por: Edinson Martínez
@emartz1

“… Pero qué es la memoria si no es el lenguaje del sentimiento, un diccionario de caras y días y olores que se repiten como verbos y adjetivos en un discurso…”.
Julio Cortázar


P
ara bajar la peña, había que sortear una bien edificada cerca de alambres y bloques de cemento, construida varias generaciones antes que la mía. Descubrir el mundo allende al enorme paredón, era uno de los deleites preferidos de cada cohorte de estudiantes. Imagino que posterior a los arriesgados y aventureros pioneros que hallaron la forma de evadirla, sólo sería cuestión de tiempo –como, en efecto, lo fue en nuestro caso– encontrar el boquete en la fortaleza que en ejercicio de la perspicacia infantil había sido abierto en años anteriores.  Traspasado su umbral, con el frio corriéndonos por el espinazo, se ingresaba en el espeso bosque que rodeaba al colegio cual bastión protegido de extraños por la sólida muralla. Siempre ha sido así, en todos los tiempos y lugares, nada tiene la suficiente resistencia para esquivar la sagacidad traviesa que durante esos años se experimenta para transgredir aquello que con vehemencia se prohíbe. Para impedir, por otra parte, saborear con fruición alocada la tentación que ha significado la veda imperiosa de los adultos. Entre la frondosidad de la vegetación que dejaba a salvo un camino pedregoso, se descendía zigzagueante montaña abajo hasta las orillas del menguado río que durante el verano se convertía en un arroyo inocente. Hasta allí, en desbocada carrera, el grupo de muchachos nos despeñábamos con el aliento contenido en el pecho y el miedo pegado en las espaldas, para en goce pleno de la seducción por el riesgo que la aventura entrañaba, atrevernos una y otra vez a escondidas en aquella travesura, por el simple placer de meter los pies en el agua fría de la corriente mansa del río, ese que años después, para trágico destino, sería el torrente contaminado que serpentea las montañas de una parte de la geografía andina. Cada quien, a su modo, conforme a los primeros rasgos de la personalidad que sólo el tiempo consolidaría en el devenir de su vida, se lanzaba jubiloso a la corriente de agua. Unos, descalzos, con el pantalón a media pierna y el torso desnudo; otros en franelillas, y con un short improvisado ante en la urgencia de la ocasión, mientras los más desaprensivos, impasibles y, en garrulería precoz, como Dios los trajo al mundo, ahorrándose con ello las formalidades innecesarias en momentos como aquellos. Presurosos, más tarde, en retirada, ésta vez cuesta arriba, con la fatiga expresada en la boca seca y el corazón trepidante como tambor de guerra, regresábamos al galope cuidando cada paso para no levantar sospechas en las autoridades escolares. Tanto iba el cántaro al agua hasta que, con evidente desafío a las leyes de las probabilidades, de retorno, luego de ingresar por el hueco del cercado, desde el otro lado, nos esperaban quienes por tanto tiempo habíamos burlado. Hasta ese instante llegaron nuestros cruceros colegiales. Nunca más pudimos repetirlos. Ese río, era el Motatán.

Esta deferencia, especie de concesión afectiva a los recuerdos, en licencia que me he otorgado en abuso que espero perdonen mis lectores, la comparto a propósito de Río Blanco, en Ciudad Ojeda, el lugar donde vivo, en el que curiosamente no hay ríos. En casi todas las ciudades o pueblos hay un río o un lugar donde meter los pies bajo el agua. Son varias las ciudades en el mundo conocidas por los ríos que las atraviesan que, muchas veces, dividiéndolas en dos mitades casi perfectas al acariciar sus topografías, dan origen a singularísimos conglomerados urbanos. En otros casos, van trazando un delineando caprichoso únicamente explicable por el andar atribulado de las aguas hacia su destino final. Río Blanco, en mi ciudad, es tan sólo una de sus calles, tiempo atrás una vereda o ruta polvorienta, similar a otras que había en la ciudad inicial, rodeada de la vegetación rala y agreste del clima predominantemente cálido de la zona. Un camino pleno de matas de ciruelas que cuando los muchachos del vecindario les permitían, maduraban hasta lograr un color de rojo intenso, con un dulzor exquisito cuya semilla servía de proyectil a las hondas o chinas de caza infantil. Probablemente en los días en que a hurtadillas junto a mis compañeros de escuela peña abajo corría al Motatán, un adolescente de cachetes coloraos y melena castaña, atendiendo la indicación de su padre de origen cubano, en un pedazo de madera improvisado clavado en el tallo de un árbol a la vera del camino, escribía el nombre de aquella angosta carretera que parecía extraída de las Casas Muertas de Miguel Otero Silva o del Macondo que habita en tantos de nuestros pueblos.
–Armando… ¡Ponle Río Blanco!

El nombre que surgió espontáneo de boca del jaruqueño*, sin alcabala en el lóbulo frontal, como directo desde el corazón, como si éste, además, de las conocidas funciones de bombear la sangre a todos los confines de nuestra humanidad, también pensara, tiene su origen en la isla de Cuba, en un modesto poblado que curiosamente tampoco tiene río y pertenece al municipio Jaruco. Por las vueltas de la vida, como ha ocurrido con tantos otros que han quemado sus naves en estos parajes, la familia Meza llega a nuestra pequeña ciudad a comienzos o quizás mediados de la década de los sesenta del siglo pasado. En esos años y durante un lapso más o menos igual, Ciudad Ojeda se convierte en un pintoresco centro urbano integrado por muchas personas venidas de diversos rincones del mundo, bastaría examinar una guía telefónica de aquellas fechas y, de ahora también, para comprobarlo sin mucho esfuerzo.
  El mismísimo Gabriel García Márquez, a finales de los años cincuenta alguna vez dedicó unos breves comentarios a esta condición de albergue fortuito, casual o causal, que destacaba por sobre cualquier otra característica de nuestra ciudad.

Río Blanco, era una carretera de tierra, polvorienta y esmirriada que, al azar y al subconsciente que nos gobierna, debe su peculair nombre. Hoy ya no es aquel sendero arenoso que unía las descampadas porciones de tierras semibaldías, de maleza amarillenta y árboles silvestres en donde abundaban ponsigués junto a unas florecillas amarillas que a ras de tierra se extendían por todas partes sin que nadie supiera exactamente cómo se llamaban. De frondosas matas de mangos y ciruelas con sus cargas de frutos verdosos implorando un poco de tiempo a los muchachos para enrojecer a plenitud. Río Blanco es ahora una vía urbana importante, integrada al entramado vial de la ciudad y a la nomenclatura que ha surgido al temple de sus ochenta años de fundada, lugar desde donde escribo la presente crónica.

*. - Natural del municipio Jaruco, Provincia de Mayabeque en Cuba. Situado a unos 30 km al sudeste de La Habana.

lunes, 20 de marzo de 2017

La nalgada de Rosa Carmina

La nalgada de Rosa Carmina
Crónicas perdidas

Por: Edinson Martínez
 @emartz1

“... Y una larga memoria, de la que nunca nadie podrá tener noticia, errará escrita por los aires, definitivamente extraviada, definitivamente perdida”.
Rafael Alberti

Hubo un tiempo –tal vez sea una apreciación muy personal y por ello una perspectiva más o menos subjetiva sobre el tema– en que los artistas no se consideraban tales, si el pueblo no era capaz de tocarlos, de tenerlos cerca y aunque fuere de modo fugaz mirarlos directamente a los ojos. La historia que comparto ahora con ustedes, es absolutamente cierta, probablemente matizada por el efecto que los años, naturalmente, hace sobre los recuerdos; pero absolutamente verídica.

Por los cines de Cabimas a mitad del siglo pasado y también en décadas anteriores, era frecuente que cantantes, comediantes y vedetes de reconocimiento internacional, se presentaran a cielo abierto en aquellos modestos locales, que en ocasiones hacían de salas de proyecciones fílmicas, y en otros momentos, de teatro de variedades, donde por lo general la asistencia habitual era mayoritariamente masculina. Eran los tiempos en que la actividad petrolera surgida repentinamente, comenzaba a cambiar para siempre la vocación económica del país, y asimismo, la de estos apartados parajes –me refiero a la costa oriental del Lago de Maracaibo– relativamente desconocidos de la geografía nacional. Así fueron transformándose de la noche a la mañana de apacibles caseríos en bulliciosas comarcas llenas de gentes de todas partes del mundo. Estos cines de pueblo –algunos de ellos llegué a visitarlos en mi adolescencia– puedo imaginarlos con sus butacas de metal y la rigidez que el confort posterior desterraría cuando avanzara mucho más el siglo veinte. Eran locales abiertos, sin techos, expeditos a un cielo lleno de estrellas, a la vastedad del infinito que durante las noches en que esos diminutos farolitos de la lejanía se ocultaban, se opacaba en exceso el ambiente cálido de la zona, extrañándose, entonces, aquellos puntitos azulados del firmamento que alumbraban remotos a los entretenidos espectadores. “La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”. Habría dicho Neruda ante la inmensidad luminosa de una región en que la mitad del año se reserva para la sequía y la otra para lluvias copiosas que como diluvios anegaban todo a su paso. Con las molestias en las sentaderas que la "modernidad" haría evidentes en décadas siguientes, las personas se las arreglaban como podían, luego de un rato, la atención se concentraba en exclusiva sobre el espectáculo que los había convocado con emoción. Desde allí pude ver a través de los ojos de mi relator el despliegue en escena del evento que les cuento.

Entre el humo abundante de los cigarrillos enredados con las sombras nocturnas y los reflejos que de la pantalla en blanco y negro salían para proyectarse en la modesta edificación. Rosa Carmina comienza su presentación de aquella noche con la misma rutina de otros teatros, algunos de ellos, también, igualmente precarios y básicos, como el mismo Cine Principal de Cabimas. La voluptuosa mujer –creo que aún vive–, bella como un ejemplar de única especie, irrumpe en el escenario con sus gestos exóticos, contorsionándose al ritmo de la música al estilo de las vedetes de aquellos días. De una estampa elegante y vigorosa pasea sus grandes ojos negros sobre la audiencia boquiabierta que la admira en toda su majestuosidad. Un largo cabello negro y ondulado le descansa sobre su espalda y, allí donde cambia de nombre esa parte de la anatomía humana, un sugestivo bulto se tongonea exuberante al compás de los acordes festivos de la rumba caribeña. Es la puesta en escena de un repertorio artístico del corte de los cabarés tan de moda en aquella época. En la primera fila del cine, Pedro V. y Vicente L. –estamos hablando de una fecha imprecisa de entre los años cincuenta del siglo pasado– se encuentran a plenitud del confort, disfrutando gozosos del espectáculo nocturno. El local se encuentra desbordado de asistentes. Trastocado de cine en teatro, se han hecho los arreglos que para la adaptación escénica, y la artista junto a su cuerpo de baile, dispongan a cabalidad de los espacios para el despliegue de su coreografía. La ven deslumbrar a la taquilla repleta de entusiastas admiradores, ellos, en posición privilegiada, en una cercanía que otros envidiarían, no apartan sus pupilas encantadas por las sugestivas contorsiones. Luego de una especie de preludio, de obertura fastuosa rebosante de tongoneos sobre el entarimado, la vedete baja de éste, como es la costumbre en esta clase de presentaciones en “vivo” de artistas de dicho género. Se deja llevar por el ritmo contagiante de la música y, en movimientos pausados, de calculado menequeteo sugerente, poco a poco se fue acercando a los presentes con un guiño de ojos en gesto provocativo de claro aliento hostigador de la dopamina entre los alelados caballeros.  
La Diosa de Tahití, como entonces se le llamaba, mira con sus ojos intensos a cada uno de los más cercanos de la primera fila. El brillo que sale de ellos se cruza en tentador desafío con aquellos de azulado tono de Vicente L. Se miran como la única vez de sus vidas. Con el arrebato espontáneo que sólo reconocen los involucrados.  Enseguida, su delgada cintura y lo que de ella se desprende, se voltean entre el centelleo de las lentejuelas del traje plateado que viste a pierna abierta, y se exhibe en cadencia melódica ante su rostro admirado, contoneándose tentadoramente frente a sus narices.  El espécimen femenino se le muestra obsequioso delante de una poblada masculina que colma el cine. A todas estas, Pedro V. sentado al lado, más espabilado y atento –probablemente menos conmocionado–; pero, sobre todo, mamador de gallo, en el momento en que la “colita” se muestra coqueta a su amigo, suelta la mano golosa. Suena fuerte y nítida la "cachetada" que lleva nombre de nalgada cuando se aplica en este lugar del cuerpo. Y "La Bandida" –título de la película que en 1948 protagonizó Rosa Carmina y Pedro Galindo–, en el acto regresa sobre sus pasos de rumbera, sin alterar el furor de su danza, y con ira en su mirada, suelta una dura bofetada en el rostro de Vicente. Le tuerce la cara con el impacto, y el hechizo de sus ojos azules se vino al suelo ante el inesperado trastazo. Pedro, a la sazón, lanza una carcajada por su travesura, dobla sus brazos sobre el abdomen y agacha su torso sin poder contenerse de la risa. Ahora mismo, cuando lo cuenta, se ríe con el entusiasmo del recuerdo de aquel momento fugaz.

Probablemente, Rosa Carmina, no recuerde éste episodio, seguramente habrá tantos similares en su larga vida artística, que a lo mejor este instante de fracciones de segundos, ya forman parte de aquellos que el olvido sepulta irremediablemente para siempre. Sin embargo, uno nunca sabe. Recuerdo haber visto una entrevista televisiva de la no menos voluptuosa actriz argentina Isabel Sarli, relatando a modo de anécdota el zaperoco –desde luego que ella dijo "escándalo" y no la palabra indicada por mí– que se armó por allá por Venezuela –así dijo–, en una ciudad llamada Cabimas, cuando se presentó ante trabajadores petroleros en un cine y el evento hubo de suspenderse por alteración del orden público. Se refería al mismo Cine Principal de esta ciudad petrolera, que antes recibió a Rosa Carmina.

Pedro aún se ríe de aquella noche, de su memoria rescata con cariño a su compadre y amigo de travesuras juveniles. Ha traído al presente su historia para compartirla conmigo, pude verla a través de sus ojos luego de más de medio siglo de ocurrida. Nunca sabemos con exactitud el impacto que tenemos sobre otras personas, la huella que queda impresa en esa compleja urdimbre de emociones, sensaciones, aromas, imágenes, palabras y gestos que se atesoran consciente e inconscientemente a lo largo de la vida. En donde hasta una simple mirada nos puede quedar grabada para siempre asociada con alguna emoción particular. Se conserva como un tesoro que las otras personas jamás imaginaron y mucho menos recordarán porque la magia contenida en ella es personal. Larga vida para Pedro Vicuña en su embajada de nostalgia.