“La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir”.

Camilo José Cela

sábado, 1 de abril de 2017

Río Blanco

Río Blanco
Crónicas perdidas
Por: Edinson Martínez
@emartz1

“… Pero qué es la memoria si no es el lenguaje del sentimiento, un diccionario de caras y días y olores que se repiten como verbos y adjetivos en un discurso…”.
Julio Cortázar


P
ara bajar la peña, había que sortear una bien edificada cerca de alambres y bloques de cemento, construida varias generaciones antes que la mía. Descubrir el mundo allende al enorme paredón, era uno de los deleites preferidos de cada cohorte de estudiantes. Imagino que posterior a los arriesgados y aventureros pioneros que hallaron la forma de evadirla, sólo sería cuestión de tiempo –como, en efecto, lo fue en nuestro caso– encontrar el boquete en la fortaleza que en ejercicio de la perspicacia infantil había sido abierto en años anteriores.  Traspasado su umbral, con el frio corriéndonos por el espinazo, se ingresaba en el espeso bosque que rodeaba al colegio cual bastión protegido de extraños por la sólida muralla. Siempre ha sido así, en todos los tiempos y lugares, nada tiene la suficiente resistencia para esquivar la sagacidad traviesa que durante esos años se experimenta para transgredir aquello que con vehemencia se prohíbe. Para impedir, por otra parte, saborear con fruición alocada la tentación que ha significado la veda imperiosa de los adultos. Entre la frondosidad de la vegetación que dejaba a salvo un camino pedregoso, se descendía zigzagueante montaña abajo hasta las orillas del menguado río que durante el verano se convertía en un arroyo inocente. Hasta allí, en desbocada carrera, el grupo de muchachos nos despeñábamos con el aliento contenido en el pecho y el miedo pegado en las espaldas, para en goce pleno de la seducción por el riesgo que la aventura entrañaba, atrevernos una y otra vez a escondidas en aquella travesura, por el simple placer de meter los pies en el agua fría de la corriente mansa del río, ese que años después, para trágico destino, sería el torrente contaminado que serpentea las montañas de una parte de la geografía andina. Cada quien, a su modo, conforme a los primeros rasgos de la personalidad que sólo el tiempo consolidaría en el devenir de su vida, se lanzaba jubiloso a la corriente de agua. Unos, descalzos, con el pantalón a media pierna y el torso desnudo; otros en franelillas, y con un short improvisado ante en la urgencia de la ocasión, mientras los más desaprensivos, impasibles y, en garrulería precoz, como Dios los trajo al mundo, ahorrándose con ello las formalidades innecesarias en momentos como aquellos. Presurosos, más tarde, en retirada, ésta vez cuesta arriba, con la fatiga expresada en la boca seca y el corazón trepidante como tambor de guerra, regresábamos al galope cuidando cada paso para no levantar sospechas en las autoridades escolares. Tanto iba el cántaro al agua hasta que, con evidente desafío a las leyes de las probabilidades, de retorno, luego de ingresar por el hueco del cercado, desde el otro lado, nos esperaban quienes por tanto tiempo habíamos burlado. Hasta ese instante llegaron nuestros cruceros colegiales. Nunca más pudimos repetirlos. Ese río, era el Motatán.

Esta deferencia, especie de concesión afectiva a los recuerdos, en licencia que me he otorgado en abuso que espero perdonen mis lectores, la comparto a propósito de Río Blanco, en Ciudad Ojeda, el lugar donde vivo, en el que curiosamente no hay ríos. En casi todas las ciudades o pueblos hay un río o un lugar donde meter los pies bajo el agua. Son varias las ciudades en el mundo conocidas por los ríos que las atraviesan que, muchas veces, dividiéndolas en dos mitades casi perfectas al acariciar sus topografías, dan origen a singularísimos conglomerados urbanos. En otros casos, van trazando un delineando caprichoso únicamente explicable por el andar atribulado de las aguas hacia su destino final. Río Blanco, en mi ciudad, es tan sólo una de sus calles, tiempo atrás una vereda o ruta polvorienta, similar a otras que había en la ciudad inicial, rodeada de la vegetación rala y agreste del clima predominantemente cálido de la zona. Un camino pleno de matas de ciruelas que cuando los muchachos del vecindario les permitían, maduraban hasta lograr un color de rojo intenso, con un dulzor exquisito cuya semilla servía de proyectil a las hondas o chinas de caza infantil. Probablemente en los días en que a hurtadillas junto a mis compañeros de escuela peña abajo corría al Motatán, un adolescente de cachetes coloraos y melena castaña, atendiendo la indicación de su padre de origen cubano, en un pedazo de madera improvisado clavado en el tallo de un árbol a la vera del camino, escribía el nombre de aquella angosta carretera que parecía extraída de las Casas Muertas de Miguel Otero Silva o del Macondo que habita en tantos de nuestros pueblos.
–Armando… ¡Ponle Río Blanco!

El nombre que surgió espontáneo de boca del jaruqueño*, sin alcabala en el lóbulo frontal, como directo desde el corazón, como si éste, además, de las conocidas funciones de bombear la sangre a todos los confines de nuestra humanidad, también pensara, tiene su origen en la isla de Cuba, en un modesto poblado que curiosamente tampoco tiene río y pertenece al municipio Jaruco. Por las vueltas de la vida, como ha ocurrido con tantos otros que han quemado sus naves en estos parajes, la familia Meza llega a nuestra pequeña ciudad a comienzos o quizás mediados de la década de los sesenta del siglo pasado. En esos años y durante un lapso más o menos igual, Ciudad Ojeda se convierte en un pintoresco centro urbano integrado por muchas personas venidas de diversos rincones del mundo, bastaría examinar una guía telefónica de aquellas fechas y, de ahora también, para comprobarlo sin mucho esfuerzo.
  El mismísimo Gabriel García Márquez, a finales de los años cincuenta alguna vez dedicó unos breves comentarios a esta condición de albergue fortuito, casual o causal, que destacaba por sobre cualquier otra característica de nuestra ciudad.

Río Blanco, era una carretera de tierra, polvorienta y esmirriada que, al azar y al subconsciente que nos gobierna, debe su peculair nombre. Hoy ya no es aquel sendero arenoso que unía las descampadas porciones de tierras semibaldías, de maleza amarillenta y árboles silvestres en donde abundaban ponsigués junto a unas florecillas amarillas que a ras de tierra se extendían por todas partes sin que nadie supiera exactamente cómo se llamaban. De frondosas matas de mangos y ciruelas con sus cargas de frutos verdosos implorando un poco de tiempo a los muchachos para enrojecer a plenitud. Río Blanco es ahora una vía urbana importante, integrada al entramado vial de la ciudad y a la nomenclatura que ha surgido al temple de sus ochenta años de fundada, lugar desde donde escribo la presente crónica.

*. - Natural del municipio Jaruco, Provincia de Mayabeque en Cuba. Situado a unos 30 km al sudeste de La Habana.