La última
gesta wayuu
Marcelo
Morán
El coronel Reyes se sobresaltó
después que el cable aéreo del tranvía eléctrico, de cuatro ruedas y para ocho
pasajeros, empezó a echar chispas como señal de que avanzaba a buen ritmo desde
Bella Vista hacia el centro de Maracaibo, su destino. Era una mañana de abril
de 1921.
El coronel iba tranquilo, mirando el
paisaje que se desplazaba en sentido contrario al trayecto del ruidoso tranvía
que había tomado en la estación próxima a su residencia por el precio de medio
real, que era el costo del pasaje. El día anterior había comparecido al despacho
del presidente del Zulia, general Gabaldón Iragory, al que hizo entrega de un denso
informe sobre los últimos acontecimientos suscitados en La Guajira. Esa mañana
iba a revisar sus cuentas en el banco y, después, para entretenerse, iría a
disfrutar las bondades que ofrecía la ciudad capital.
El coronel
Reyes
De tantas
conversaciones que sostuve con mi tío José Antonio Polanco (escritor wayuu,
1925-1990) recuerdo un evento que me llenó de estupor. Un suceso contado con
matices de leyenda porque nunca se le dio el tratamiento que debía
merecer cómo hecho histórico en nuestra tierra. Se refería a un acontecimiento
que no tuvo lugar en tiempos de la Conquista sino en pleno siglo XX: en abril
de 1921 en la hacienda Los Limonsones, ubicada hoy en parroquia Luis de
Vicente del municipio Mara en el estado Zulia en el noroeste de
Venezuela.
Ese trágico episodio, tratado con
reservas y timidez en la historiografía zuliana, aún palpita en la memoria de
los pocos viejos wayuu que hoy rebasan la barrera de los ochenta años y
rememoran como epopeya en algunos celebrados jayeechi (canto épico) que aún se
cantan en algunas reuniones familiares.
Todo comenzó con la llegada de un coronel
de cuarenta y cinco años llamado Juan Bautista Reyes que había sido designado
en 1916 como jefe de fronteras en La Guajira venezolana por el gobierno de Juan
Vicente Gómez, y una de las tareas imperiosas que debía acometer este
personaje oscuro y nativo de Los Puertos de Altagracia, era reducir el
contrabando y acabar con los excesos que venían cometiendo algunas
parcialidades wayuu en la zona en contra de sus propios coterráneos; situación
que logró controlar con prisa a través de procedimientos cargados con toda la
escala de crueldad, y que lejos de dejar una señal positiva —como se esperaba– terminó siendo una pesadilla para la
población.
El esclavista
El coronel Reyes al principio no
sólo llegó a tener el control absoluto del contrabando en la zona, sino
que fue más allá, apoderándose de ganado y de boyantes fincas de productores
wayuu, que una vez arruinados, eran vendidos como esclavos a los hacendados del
Sur del Lago de Maracaibo que reclamaban mano de obra barata para hacer
producir sus feudos.
Rédito que le dio de la noche a la
mañana al coronel el estatus de hombre potentado, o quizás, uno de los más rico
de la región.
Esta ignominia es representada en la ficción
con rostro de verdad en novelas como Sobre la misma tierra de Rómulo Gallegos
y en Los dolores de una raza del
escritor wayuu Antonio Joaquín López.
Por fortuna, el año pasado, el periodista y docente universitario, profesor
José María González Mendoza publicó el libro Tráfico y esclavitud de indígenas wayuu en Venezuela (Letra 2024)
que aborda por primera vez, gracias a un largo y riguroso trabajo de
investigación, aquellos pasajes abominables ignorados sin excusa por la historiografía
contemporánea.
Entre
tantas formas de ejercitar su barbarie se cuenta que el coronel Reyes
llegaba al extremo de probar su puntería valiéndose de un fusil Winchester con
cualquier wayuu que se cruzara en su camino o se divisaba apacible desde
cualquier bohío plantado en el horizonte de la península. Otras veces, cuando
no los mataba, los colocaba en cepos (instrumentos de tortura que inmovilizaba
a sus víctimas desde el cuello, pies y manos a través de maderos) para
luego ser azotados con una fusta trenzada conocida como “Verga de toro”. En su
extenso catálogo de castigo se cuenta también que mandaba cavar a sus
prisioneros profundos huecos que se convertían luego en sus propias
tumbas después de ser ajusticiados. Para él, el wayuu era un ser
inferior, despreciable, que merecía ser castigado y morir de esa manera.
Para ilustrar parte de esa estela de
muerte, mi padre Pedro Eduardo Morán, quien era oficial de la
policía del estado Zulia en Paraguaipoa desde 1946
hasta 1958, me contó que una mañana presenció el hallazgo de
decenas de osamentas humanas que se mantenían ocultas en la arena luego de
ejecutarse los trabajos de remoción para unir la vía de Paraguaipoa con Los
Filúos. Todas correspondían a personas reportadas como desaparecidas en tiempos
del coronel Reyes.
Situaciones como las referidas fueron constantes a lo
largo de varios años en casi toda la Guajira hasta que llegó el día en que la
gota rebozó el vaso.
En el segundo lustro de la
segunda década del siglo XX, Reyes da muerte a José “Josechón” Fernández, líder
del clan jayaliyú junto a su amigo Elías Hernández: ganadero zuliano que se
encontraba de visita como solía hacerlo con miembros de esa familia. Ambos
cuestionaban y habían denunciado las tropelías del militar en La Guajira. Días
antes, el coronel Reyes había convocado a José Fernández por medio de una carta
en que lo invitaba a limar asperezas a fin de reanudar la buena amistad que
tuvieron en el pasado. Pero fue una treta de Reyes, porque tan pronto llegaron
los amigos al punto de encuentro acordado, fueron recibido por fuegos de
metralla.
Antes lo había hecho en 1916 con mi
bisabuelo materno Rafael González, el Maneto, líder del clan Aapshana, quien
murió después de tres días de agonía producto de severos azotes en un cepo.
También asesinó a una tía de mi
abuela materna que se había resistido a delatar a su hermano y a ser violada. La
mujer, era hermana de Tomás Silva, líder wayuu del clan Pushaina, quien había
prometido matar a Reyes después que un año antes asesinara a otros miembros de
su familia a los que despojó también de sus ganados. Los detalles de cómo
habían dado muerte a la dama fueron contados por un anciano octogenario que
conocí en Las Parcelas de Mara en 1986 y se había mudado a una granja ubicada
al fondo de la nuestra, que era al principio de doña Fersinda Bracho. Mi
hermano menor, Carlos Morán, Cucu, me dijo que era primo de nuestra abuela
Graciela y por ese motivo fui a visitarlo un día. Después de poner en contexto
el vínculo que nos unía, no sé por qué razón nuestra plática desembocó en las
correrías del coronel Reyes.
—Mi tía,
después de ser obligada a cavar con trabajo un hueco de casi un metro de
profundidad —contó el viejo—, fue colgada
a un árbol mediante una soga ceñida desde su cuello. Tan pronto alcanzó los cuatro
metros de altura, fue soltada para que cayera sobre unas afiladas estacas
colocadas en el centro del hoyo cavado. Por esa razón, mi padre tan pronto se
enteró de la muerte de Reyes y del lugar en que había sido sepultado, voló en
su caballo y descargó toda su furia contra el cadáver. Porque Reyes, aún estando
bien muerto, debía pagar su deuda”.
Con voz grave y cansada me dijo que
se llamaba Tomás Silva, como su padre, y cuando ocurrió aquel suceso tenía dieciséis
años.
El antropólogo Nemesio Montiel Fernández en su libro Linajes (Ediluz 2001), dedica un capítulo sucinto sobre el coronel Reyes y aborda sin conceder muchos detalles en la incursión de Tomás Silva.
Al cumplirse en 1941 veinte años de aquella masacre, el doctor Benito Roncajolo, que fungía como presidente del estado Zulia, mandó levantar en Wuarraira una cruz de dividive de dos metros de altura sobre un cimiento construido de piedra. Según testimonio del cronista e investigador wayuu profesor Lenín Alfonzo González Aapshana, sobre la base de la cruz había una placa de metal que recordaba la fecha del evento y fue removida en 2002 por una comisión de la alcaldía del municipio Guajira que presidía para entonces Eduardo González a fin de restaurarla. “Hasta donde tuve conocimiento la placa nunca regresó a su sitio de origen”, aseguró el cronista, bisnieto de uno de los dos escoltas que acompañó a Reyes en su último viaje desde Maracaibo. “Mi abuela paterna se llamaba Matilde Uriana, la misma que aparece en la foto, y era hija de Antonio Jiménez”, añadió.
Matilde Uriana, hija de Antonio Jiménez, lugarteniente de Reyes. Foto. Lenín A. González.
No transcurrió mucho tiempo cuando los habitantes de Warraira y Pararú fueron testigos de un fenómeno que no se había visto antes en La Guajira. La sólida cruz de curarire fue derribada junto con sus cimientos de piedra por el impacto de un rayo. Pese a que algunos vecinos se esmeraron en levantarla y ponerla en su sitio al cabo volvía a desplomarse sin explicación, hasta que las voces de los ancianos se impusieron, interpretando aquel acontecimiento como designios de los dioses ancestrales y sugirieron que la dejaran en el suelo. Recomendación que fue cumplida.
El cronista, Lenín Alfonzo González,
una vez enterado del suceso se trasladó
hasta Warraira para certificar con su cámara el derrumbe insólito de la
cruz en memoria de los amigos, asesinados en 1921 por el infame coronel Reyes.
A fin
de frenar esa ola de ejecuciones, representantes de la Guajira elevaron la
denuncia ante el despacho del presidente del estado Zulia, que para 1920, era
el general Santos Matute Gómez, creyendo que tomaría las acciones para someter
de inmediato al señalado. Aunque tuvo la cortesía para atenderlos y
escucharlos, no hizo nada. De modo que los voceros optaron por viajar a Maracay
y llevar la denuncia ante el mismo Benemérito, quien sí atendió el reclamo al
punto de ordenar desde su despacho la orden de captura contra Reyes y su
traslado como prisionero a la ciudad de Caracas adonde tendría que pagar
condena.
Según testimonio de mi tío José
Antonio, el coronel Reyes se encontraba ese día en el Teatro Baralt, (que para
ese momento ya proyectaba películas mudas) disfrutando como todo gran señor
citadino de esa magnífica novedad que empezaba a cautivar el mundo. Había
llegado desde su mansión en la avenida Bella Vista abordo del tranvía eléctrico
hasta el centro de la ciudad.
Era la primera vez que disfrutaba de
las bondades de la ciudad a pesar de visitarla muchas veces por motivos de
trabajos requeridos por el presidente del Zulia general Santos Matute Gómez
entre 1918 y 1920.
“Era un güevón. Menos mal que lo
sustituyó Gabaldón Iragory”, había comentado a sus lugartenientes en otras
ocasiones el siniestro coronel Reyes.
Esa mañana el coronel Reyes vestía
un traje de dril blanco y estaba tocado con un sombrero de pajilla del mismo
tono. Después de abandonar la plaza Bolívar para tomar la calle Venezuela
rumbo al teatro Baralt, tropezó con muchos transeúntes, y cuando se trataban
de damas, el coronel, de manera galante, presentaba su cortesía
quitándose el sombrero. Durante esa caminata pudo sorprenderse por la
cantidad de burros, mulas y caballos que
circulaban por las calles arrastrando carretas o estaban amarrados por sus
dueños en sitios destinados para ese fin mientras hacían sus diligencias. Así, andaba, hasta que uno de sus elegantes zapatos
de charol pisó desprevenido una bosta de burro. “Hace falta, carajo, poner
orden en esta ciudad”, susurró molesto cuando al fin se enrumbó hacia el
teatro. A pesar de que una brisa venteaba desde el lago sentía la calidez del
sol en su espalda. “Quién me mandaría a vestir así”, susurró al tiempo que exhalaba el humo de un cigarrillo.
Al cabo de media hora, cuando
cabeceaba de sueño en una de las butacas, fue despertado de manera
sigilosa por Ananías, uno de sus hombres de confianza, para ponerlo al
corriente sobre la orden de captura que ya estaba librada en su contra.
–Acaba de llegar un telegrama desde Maracay
en el que se ordena su captura y degradación. Estuve allí pendiente del oficio
que tendríamos que llevarnos al cuartel de Paraguaipoa cuando el secretario del
presidente lo leyó. Me hice el güevón con Jiménez y salimos huyendo. Para
evitar que alguien del gobierno vaya a identificarlo al momento de
subirse al tranvía, le daré mi montura, que Antonio me llevará en la grupa
de su caballo. ¿No le parece? Por los atajos nadie nos reconocerá y llegaremos a
Bella Vista en un brinco.
–Buena idea, Ananías. Larguémonos
entonces de aquí –dijo el coronel–. Pero antes, me fumaré un cigarrillo.
Una vez conocida la novedad, abandonó de manera
presurosa la sala –pionera de la filmografía nacional– para trasladarse a
caballo a un sector de Bella Vista, donde tenía una ostentosa vivienda a fin
de planificar su escapada hacia su hacienda Los Limonsones.
Una vez en
su residencia, se cambia su elegante traje de citadino, por ropa informal de
color caqui, se corta el pelo casi al ras y se afeita la barba (tipo candado)
para pasar inadvertido y emprender sin contratiempo su huida hacia su finca. Para ello tomó el camino que conduce al
Control (hoy avenida 5 de Julio) y de allí al sector Santa María, en el que
funcionaba un hipódromo y un mercado. Desde
allí giró hacia el norte siguiendo un largo camino que pasaba por detrás de la
laguna de Las Peonías y desembocaba en un caserío en cuya vera un vendedor de
jugo de caña llamado Remigio Villalobos tenía un tarantín.
Pese al cambio que trataba de disimular en su
fisonomía, amparado en una falsa estampa de campesino, no fue difícil
reconocerlo, cuando el vendedor muy ruiseño, lo saluda con la habitual efusividad.
—Saludos, coronel. ¿Qué pasó con el
uniforme? ¿Les sirvo lo mismo de siempre?
—Sí. Lo mismo
—dijo el coronel, molesto por la manera en que el
humilde comerciante lo había identificado. Mientras el vendedor se
esmeraba en preparar el servicio, Reyes aprovechó para fumar un cigarrillo.
Después que el coronel y sus dos
escoltas disfrutaron las delicias del refrescante jugo de caña, ordenó que
aprehendieran al vendedor. Lo hicieron arrodillar, y después fue azotado con
una fusta trenzada, hecha de pene de toro disecado, hasta dejarlo molido y con
la espalda lacerada.
El coronel después de lanzar
al suelo una moneda de cinco bolívares de plata como pago por el servicio
recibido, picó el caballo y prosiguió su cabalgata rumbo al norte
seguido por sus dos fieles subalternos Antonio Jiménez y Ananías, dejando en el
tarantín al vendedor retorcido de dolor.
Más adelante se cruzó con unos
arrieros que desde la distancia lo saludaron con las alas de sus sombreros de
cogollo. Lo notaron un poco raro en su fisionomía, pero era él. Porque cabalgaba
en el mismo caballo y se acompañaba por los mismos dos ayudantes
a través de una trocha llamada “La secreta”, que tomaba cuando un oscuro plan
se le venía entre manos.
Esta ruta que sólo era tomada por
avezados viajeros empezaba en el sector Las Peonías al norte de
Maracaibo y pasaba por el sector Tres Bocas, Las Parcelas de Mara hasta
desembocar en el poblado de El Sargento, convirtiéndose en una suerte de atajo
que ahorraba casi medio día de viaje para llegar a la población de Carrasquero.
Después del mediodía el coronel
arribó al sector Los Membrillos a una granja reventada de siembras de yuca y de
maíz y donde residía una de sus mujeres. La casa estaba construida de ladrillos,
con ventanas que tenían las mismas dimensiones que la puerta principal y su techo
era alto y de tejas.
Frente a la casona y bajo la sombra
de un mango, yacía un viejo sentado en un taburete. Era enjuto, de barbas
grises y sostenía un gallo fino de pelea. Después de percatarse de la
presencia del coronel lo saluda con un aspaviento de cabeza. Reyes le responde:
—¿Cómo está la
vaina por aquí?
El viejo suelta el gallo y le contesta:
—Adentro está Minerva.
El gallo una vez suelto, empieza a corretear y a
perseguir las gallinas por el patio.
—Buen gallo —comentó el coronel al momento de entrar en la casa y llevar
a su boca un cigarrillo.
Sus escoltas llevaron los caballos a
un abrevadero hecho con tronco de ceiba para refrescarlos. Después se sentaron
alrededor del viejo para seguir mirando las embestidas del gallo.
A los quince minutos salió el
coronel jadeando y bañado en sudor. Se dirigió apresurado a donde estaba
amarrado su caballo al tiempo que se abotonaba con dificultad su camisa.
El viejo lo siguió con la mirada en
el instante en que el gallo pisaba la última gallina del patio.
—¡Carajo. Como
un buen gallo! —comentó para sí el
viejo.
Los tres jinetes salieron de la
granja exigiendo a sus caballos, y en seguida, doblaron hacia la derecha para reanudar
el viaje por la trocha “La secreta”. La mujer llamada Minerva se asomó con
timidez por una ventana para acomodarse el pelo, y luego, desapareció, cerrando
tras ella las dos alas de madera.
Por el largo sendero que lo llevaba
a su refugio el coronel iba tranquilo. Su rostro, sus gestos reflejaban una
gran impavidez. Pero su mente era todo lo contrario: era una máquina que giraba
a gran revolución para tratar de ensamblar un plan.
Con la noche encima llegaron al
sector El Sargento. Todo era oscuridad y el coronel presidía la cabalgata. Había
una calma extraña y el silencio solo era quebrantado por el fragor constante de
los cascos de los caballos. Así marchaban
hasta que de pronto fueron sorprendidos por una luz cegadora y muy veloz
que venía en sentido contrario y pasaba al ras de sus cabezas igual que si
fuera una estrella fugaz de gran cola azul. Todos los caballos se encabritaron
y tuvieron a punto de lanzar a tierra a sus jinetes. Pero sus destrezas se
impusieron y consiguieron calmarlos.
—Es
un mal augurio, coronel —farfulló Ananías con nudo en su garganta—. Estoy
erizado. Tengo la piel de gallina.
—También
estoy erizado de susto —balbució Antonio Jiménez para que lo escuchara el
coronel.
Reyes
permaneció en silencio, aspirando sin parar un cigarrillo, cuya brasa, permitía
ver el desconcierto que había en su rostro sudado, porque también estaba sumido
en pánico.
Tal como lo había calculado, el coronel llegó poco antes de medianoche a su posesión bastante cansado y recibido por un frenético ladrar de perros. Pero la llegada no era el motivo de los empecinados ladridos de los tres chapolos, sino el río. En cambio los treinta soldados que componían el pelotón de su hacienda lo recibieron con interés y no regresaron a sus hamacas hasta que Antonio Jiménez y Ananías les contaran los pormenores del viaje.
El coronel Reyes de una vez se
instaló en su hamaca para retomar con calma el tema por el que había venido de
manera forzada a su finca, mas el sueño lo venció. Pero ni quiera pasaron diez
minutos cuando despertó sobresaltado por los ladridos de los chapolos. Llegó a
creer que los perros estaban ladrando en su hamaca. Se levantó furioso y se asomó
al patio donde sus soldados continuaban escuchando atontados los relatos de
Ananías y de Jiménez.
—Vean qué coño les pasa a
esos malditos perros. O busquen la manera de callarlos.
— No es nada,
coronel. Son unos pobres pescadores que acaban de pasar en sus canoas por el
río.
— Lástima
nojoda que estoy cansado. Porque estuvieran ahorita aquí, en un cepo, llevando
coñazos con una verga de toro.
El coronel
regresó a su hamaca, pero como le costaba conciliar de nuevo el sueño, encendió
una vela que estaba sobre una mesita de noche, y empezó a mecerse por medio de uno de sus pies colgados al
tiempo que disfrutaba de un cigarrillo. Mirando cómo su sombra se iba
deformando cada vez en las paredes por
acción de la llama oscilante de la vela, se durmió al fin.
Un puñado de soldados descalzos y sin camisas, fueron
por los tres perros, que seguían ladrando con furor hacia el río. En seguida
regresaron para amarrarlos con sus cadenas en otro sitio de la casona.
La vela se extinguió y a la habitación oscura del
coronel ya no llegaban los ecos agudos de los ladridos. Se había dormido con el
acompasado chirriar de los mecates y por acción de una brisa balsámica que entraba intermitente
a través de una ventana.
El plan del coronel Reyes consistía en aplastar cuanto antes el movimiento que se gestaba en la Guajira en su contra y que utilizaría como pretexto para salvarse; justificándolo como una sublevación armada en contra del gobierno de Gómez. Pero ya era demasiado tarde para hacer conjeturas y elaborar tácticas de guerra, pues a muy pocos metros: en la otra ribera del río Limón, había un cinturón de quinientos wayuu, armados con mausers, winchesters, machetes, arcos y flechas y una sed de venganza puesta a toda prueba contra los embates de los zancudos, serpientes y otras fieras que identifican ese intrincado lugar del río Limón.
Ocurrió con la llegada del alba. El
coronel fue el primero en levantarse como era su costumbre. Tomó una totuma con
agua para despabilarse el rostro mientras que a cierta distancia, desde un
tranquero con alambres de púas, lo observaba impasible el franco tirador
conocido como Juan Koyoa (sobrino de Josechon Fernández) quien conocía sus
gestos, su complexión a pesar del amparo que aún ofrecía la madrugada. Koyoa
acababa de cruzar el lecho del río junto con el grupo de vanguardia apoyados en
mecates, porque abril era temporada de lluvia y el nivel del rio había
aumentado.
De modo que siguió examinando como un lince
cada movimiento del coronel hasta tener la certeza de accionar el fusil. El
disparo se produjo y derribó al coronel, sin embargo, aún desde el suelo, repelió
la agresión y dio con Juan Koyoa, constituyendo la primera baja del bando
wayuu. Pero en instantes, un aluvión de guerreros desbordó por completo el
patio de la casona arrasando con los soñolientos soldados y peones que salían
presa de la confusión y el desespero, con excepción de uno, quien se había
levantado al mismo tiempo que el coronel para orinar al traspatio y tuvo tiempo
de huir entre unos platanales para desembocar a otro tramo del rio, donde
permaneció sumergido hasta el anochecer, respirando de manera forzada a través
de un trozo de una caña de carrizo. Era Rafael el Loco Morales, quien le
contaría tiempo después a mi tío José Antonio la forma en que sobrevivió dos
veces aquel día. La primera, a la vorágine de los wayuu y la segunda, a ser
devorado por un caimán, ya que sin querer, se había escondido en la entrada de
la cueva del temible saurio quien la había abandonado unos minutos antes tras
el fragor que dejó el paso de cientos de guerreros hacia la otra ribera en
busca del objetivo: aniquilar al coronel.
Rafael el Loco Morales, vivía en el
pueblo de Los Manantiales, a diez kilómetros al oeste de Carrasquero y había
sido reclutado en 1920 para formar parte de la tropa del coronel Reyes. En un
viaje que hice en compañía de otros familiares en 1973, tuve la dicha de
conocerlo, cuando ya remontaba la barrera de los ochenta años, y a pesar de que
yo era un adolescente para esa época aún recuerdo su fisonomía: era un hombre
blanco, de baja estatura, de pelo encanecido, cejas pobladas y ojos muy azules;
rasgos que podían confundirlo fácilmente con una persona de origen caucásica.
Todo fue devastado en Los
Limonsones. Los iracundos wayuu descargaron su fiereza, saltando a otras
propiedades aledañas al río, creyendo que el coronel había logrado escapar en
el tumulto. Porque entre la cantidad de muertos que quedaron esparcidos en tan
corto tiempo por el patio de la casona no había ninguno que tuviere su habitual
característica. Éste como todo hombre de guerra, y teniendo la convicción de
que no iba a morir tras el certero disparo efectuado por el tirador wayuu,
dispersó su sangre por el rostro a fin de confundir a sus enemigos como otras
veces lo había conseguido.
—Tres meses
después de su muerte todavía se veían
pasar por frente de mi casa muchos guerreros arreando ganado rumbo a la Guajira
—me contó en 1975 mi tía abuela Delia Polanco, quien
vivía en el sector Los Aceitunitos en la margen norte del río Limón.
Otros productores de zonas más distantes,
como Reyes Galué, quien tenía una finca en Cachirí, también me contó en El
Moján en 1980, que huyó horrorizado junto con su padre y otros vecinos dejando
sus propiedades a merced de los invasores, recalando tres días después por el
sector La Rosita, luego de recorrer a pie una distancia superior a cien
kilómetros. Y se cuenta que en esa aparatosa marcha algunos se enredaban con
alambres de púas —y presa de los nervios— llegaron a implorar con desespero la frase: “Soltame
Chiquitín”, creyendo que los retenía uno de los más temibles cabecillas de la
rebelión, conocido como Guillermino González Paz Jusayú, Chiquitín, hijo del malogrado Maneto González.
Los cadáveres, que se contaban por
decenas, fueron trasladados en balsas y
luego en carretas tiradas por mulas hasta Sinamaica a donde llegaron al día
siguiente para la respectiva identificación. También hubo bajas wayuu, pero fue
mínima en comparación con los de la finca. La mayoría de los peones y soldados
fueron reconocidos, pero no había señales del coronel. Muchos aseguraron que
tenía que estar allí, pues del pelotón que tenía en su finca sólo faltaba un
soldado, y ese era Rafael el Loco Morales.
Karrouya no había vivido una
conmoción igual desde la batalla de Kaimaalü, cuando el Cachimbo González
(predecesor de Reyes) derrotara en 1886 a su compadre el jefe kusina
Juuweechipalä.
Uno de los curiosos, presentes en el
lugar de reconocimiento, aseguraba que sólo había una forma de identificar el
cadáver del coronel en caso de que se encontrara entre el montón de cadáveres.
Y esa manera de probarlo era: buscar entre los muertos el cuerpo que tuviere
las uñas de los dedos índice y medio completamente amarillas, producto de la
nicotina. Pues al coronel se le conocía su desbordada adicción al cigarrillo
Buscaron entre los cadáveres y no
tardaron en hallar las características sugeridas por el testigo.
El rostro del coronel estaba
irreconocible por efecto de la sangre coagulada que el mismo había esparcido
antes de morir, así como el corte bajo en su pelo, y su barba bien rasurada que
desconcertó a los testigos que acaban de identificarlo.
Después del reconocimiento fue
sepultado en el cementerio del poblado sin protocolo y sin honores militares.
Pero allí no terminó todo para los restos del infortunado coronel. Cuando se
corrió el rumor de que el cuerpo había sido identificado, irrumpió en el
sepulcro el jefe clanil Tomás Silva, a quien Reyes había asesinado varios
familiares. Silva entró al cementerio montado en su caballo acompañado de un
grupo familiar que acababa de regresar de la batalla de Los Limonsones. Abrieron
la tumba y le correspondió al mismo Tomás decapitar el cadáver con un machete.
Luego de completar ese acto, amarró la cabeza a la cola de su caballo y regresó
arrastrándola por la calle principal de Karrouya para que todos vieran cómo
había terminado el hombre que sembró el terror en La Guajira.
Después retornó para enrumbarse a un paraje
ubicado al sur de Los Filúos, muy cerca de Youruna, donde aguardaba una nutrida
concentración de familiares que se aprestaba a celebrar el gran acontecimiento.
Tomás Silva, sin saberlo, había remedado la hazaña de Aquiles en la Ilíada, que tras darle muerte a Héctor,
amarró el cadáver a su carro para arrastrarlo como trofeo alrededor de las
murallas de Troya durante nueve días y humillar de ese modo a sus partidarios.
La cabeza del coronel fue colocada
en un improvisado pedestal de palo en el que los centenares de deudos de wayuu
asesinados y desaparecidos probaron sus punterías hasta el cansancio. “Ese
lugar desde entonces, según testimonios de vecinos, se ha tornado mágico,
porque suceden cosas extrañas que rayan en lo insólito. Por ejemplo, los
vehículos que transitan por allí se apagan de repente sin ninguna explicación y
se oyen voces sin que aparezcan quienes las hayan proferido. Por eso, el lugar
se conoce ahora como Yolujamaa (lugar de los espíritus)”, explicó el cronista
nativo de Guarero, Lenín Alfonzo González.
Así terminaron los días del coronel
Reyes, quien se equivocó con un pueblo que a lo largo de más de cuatro siglos
resistió y no pudo ser doblegado ni siquiera por las feroces espadas y arcabuces de los
conquistadores.
Así me lo contó mi tío José Antonio
Polanco, quien veinte años más tarde, en 1941, contando apenas con dieciséis
años de edad y animado por su vocación de cronista reconstruyó la última ruta
del coronel Reyes acompañado de su abuelo materno Virgilio Polanco, quien
conocía de sobra esos caminos saturados de historias por descubrir, puesto que
era comerciante de ganado y más de una vez se encontró con la tropa del coronel
siempre dispuesta a capturar wayuu para los fines más inconfesables.
Mi tío José Antonio Polanco, analizó
y comparó los testimonios de los participantes en la que se encontraban muchos
familiares, así como versiones de vecinos que pudieron sobrevivir a la vorágine
de 1921, como Rafael el Loco Morales, para aportar a la memoria de nuestra
tierra esta historia que permanecía sepultada, y sin lápida, bajo el peso de la
indiferencia y del olvido oficial.
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