“La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir”.

Camilo José Cela

lunes, 12 de febrero de 2018

El mural más grande


El mural más grande
Crónicas perdidas

“Una crónica es un relato que parece una mentira”
Leonardo Padrón 
Por: Edinson Martínez
@emartz1

Por estos días de agosto, una avería de importantes proporciones en la red de suministro de agua potable, nos ha mantenido en algunas partes de la ciudad sin el preciado líquido por un lapso de unos cinco días. En otras zonas, y municipios aledaños menos afortunados, los cinco días se han convertido en el doble del tiempo citado. La verdad, es un mal endémico al que nos hemos habituado sigilosa y subrepticiamente por décadas, hoy es frecuente ver por doquier tanques plásticos, construcciones subterráneas y dispositivos de cualquier variedad, emplazados masivamente para prevenir la ausencia cada vez más prolongada del agua. Sólo recuerdo en mis tiempos remotos de niñez, aquellos días en que abrir el grifo no era un acontecimiento excepcional, en ese entonces, ver salir por el tubo el festivo chorro transparente del apreciado fluido, era una obvia cotidianidad que rara vez se ha repetido luego. Posteriormente, todo ha sido una calamidad en crecimiento hasta nuestros tiempos. A mediados de 1990 –tal vez durante el mismo mes de agosto– un grupo numeroso de personas se citó ante las autoridades del gobierno municipal, en una especie de cabildo abierto, para expresar a viva voz su queja colectiva por la falta perenne del agua, eso ocurrió en la sede del entonces Concejo Municipal de Lagunillas, a una cuadra de donde poco después –un año para ser precisos– sucedería la trágica explosión del local comercial conocido como tiendas ALF. Pues bien, en medio del barullo de inconformidades, una persona, como suele pasar siempre en estos tumultos, gritó su malestar y a renglón seguido sugirió la puesta en servicio del antiguo tanque del INOS de Las Morochas. Mole de concreto edificada en los días finales e iniciales de las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, precisamente para atender la demanda de agua potable de la pujante ciudad.  Habían transcurrido para aquel momento unos treinta años de culminada su construcción, tres décadas de emerger como un coloso de hormigón equivalente a un edificio de trece o catorce pisos que con seguridad llegó a convertirse en la edificación de mayor altura de la ciudad. Nunca se puso en servicio, jamás se vertió agua en él para que cumpliera la función para la cual fue fabricado, suponemos, como hemos dicho antes que, para aquellas fechas de construcción, el crecimiento de la población comenzaba a generar una demanda considerable del preciado líquido, y, por tanto, era menester disponer de su almacenamiento adecuado y posterior distribución en la red de tuberías locales. Sin embargo, nada de eso ocurrió, el Titán de concreto comenzó a formar parte de nuestro paisaje urbano y la vista citadina se fue acostumbrando a verlo. A fuerza de mirarlo, como según parece sucede con todo aquello que apaciblemente se posa en nuestras vidas, se nos fue haciendo invisible, mimetizado en la somnolencia colectiva que fija sus ojos sobre la cotidianidad sin percibir la excepcionalidad.
Intrigado por aquella ocurrencia del anónimo personaje salí de la asamblea rumbo al mentado tanque. En efecto, era macizo y grande, imponente al verlo a pocos metros, nunca estuve allí antes, quiero decir, tan cerca como en aquella ocasión. También, como para el común de los habitantes, nos habituamos por décadas a ver dicha estructura del modo tan corriente, que su figura no significaba nada para nuestra vista. Una pequeña puerta de metal en uno de sus ángulos, era lo único que interrumpía la continuidad de toda la superficie de concreto que se levantaba hacia las alturas del cielo. La puerta se apreciaba a simple mirada desde la calle lindante. Junto a un par de amigos nos acercamos a ver los detalles de su interior, a curiosear lo que mal protegía el destartalado acceso ferroso. A medida que franqueábamos la distancia entre la calle y el futuro mural, notamos su entorno exterior, un perímetro rectangular abandonado, descuidado, con una vegetación baja, de esas que con el olvido se fortalecen y se entremezclan con unas florecillas amarillas, rebeldes y tercas a nivel de tierra. Abrimos la puerta sin ninguna dificultad, y todo su interior se desplegó ante nuestros ojos. El eco avasallante del más modesto de los sonidos hacía ininteligible cualquier conversación. En medio de la oscuridad, sólo aliviada por la luz del exterior que entraba desde las alturas a través de unas claraboyas  o tragaluces que, hemos de apuntar, todas ellas bien dispuestas y, diseñadas a la misma distancia unas de otras para cumplir la función de hacer entrar la luz solar; en adicional sortilegio de aquella que naturalmente permitía la desvencijada puerta metálica, pudimos notar una enorme cantidad de papeles y muebles de oficina en el suelo, entre los que destacaban mesas, archivos metálicos rotos y diferentes artefactos del mismo género, todos ellos  en apariencia inservibles, o en muy mal estado. Era una gran acumulación de basura de toda laya que nadie jamás habría imaginado. No había dudas de que el interior de esta construcción se había convertido en un depósito de cosas inútiles y albañal improvisado de sus alrededores. Tiempo después, cuando decidimos entrar oficialmente para iniciar los trabajos relativos a la obra –El mural más grande–, logramos desalojar de allí unos nueve volteos repletos de escombros y chatarra de toda clase. En efecto, algo trágico –mejor sería decir grotesco–, había sido el destino de esta edificación; un vertedero de mugre oculto a la vista pública. Nuestra visita de aquella tarde nos dejó más preguntas que respuestas, en especial, una que aún nos sigue inquietando: ¿Cuál fue la verdadera razón por la que nunca se puso en funcionamiento? Ha sido ésta interrogante la que con los años ha dado lugar a todo tipo de leyendas urbanas, comentarios disímiles, y naturalmente, consejas de inspiración para la imaginación popular, dando con ello fuerza a esa abundante y espesa fábula colectiva que todos los pueblos construyen en su devenir.
Un par de meses después, durante una de esas tertulias que no tienen otro propósito que matar el tiempo, en Caracas, posterior a una reunión de la Dirección Nacional del MAS, adonde acudimos con Manuel Vargas por ser ambos integrantes de la misma, conversamos sobre el tanque del INOS. Manuel, es un reconocido artista plástico del estado Zulia, conjuga de manera poco frecuente, un desbordante talento con una humildad enmarañada, ascética, adversa al arribismo, que en el mundo del arte prende como la verdolaga. No imaginé, en honor a la verdad, y siempre lo he comentado, que Manuel a los pocos días, de improviso –acoto que para aquellos tiempos en Venezuela los teléfonos celulares aún no habían hecho su debut masivamente–, me sorprendería con su visita en horas del mediodía en mi oficina de entonces.
–¡Listo, ya tomé las fotos del tanque!… –me dijo sonriente, sudado, y con el pelo encrespadamente embarullado, como una de esas figuras que delirantemente dibuja en sus cuadros y que alguna vez suscitara el comentario bromista de Luis Hómez: “ya sé porque Manuel Vargas pinta gallos, ¡son autorretratos!”. Allí comenzó todo. La aventura de El mural más grande y, también, la sólida amistad entre ambos hasta nuestros días.
Con el primer boceto, especie de abrebocas que principiaba la idea de la propuesta plástica, y que aún conservo entre mis haberes de mayor afecto, se dio inicio a la fase preliminar, a los elementales pasos formales a que habría de sujetarse la obra. El primero de ellos consistía en lograr la autorización legal para disponer del Tanque del INOS para los fines artísticos que nos animaban. Hubo de requerirse de Hidrolago, el ente público propietario de la estructura, la conformidad con el proyecto, para ello fundamentamos con el mayor detalle posible nuestro interés; una carta explicativa con los aspectos técnicos desde el punto de vista plástico; el cronograma de ejecución y las fuentes de financiamiento de la obra. El ingeniero Hugo Socorro, representante de la Hidrológica en el Zulia, procedió de acuerdo con lo pautado, y conforme habíamos estimado, a darnos por escrito la respectiva autorización, no sin antes expresar con su comportamiento gestual su parecer interior. Este cronista recuerda aquel momento como una viva muestra de escepticismo –no era para menos– difícil de disimular. Una idea algo alocada como ésta, no podía suscitar sino descreimiento. Esta correspondencia la guarda entre sus archivos la Fundación Cultural Ojeda 2000, institución sin fines de lucro que hubo de registrarse para acometer la ejecución de lo que hoy es el icono de Ciudad Ojeda. 

Una vez habilitados formalmente, entre las primeras iniciativas que se emprendieron fue la de elaborar una perspectiva de la obra y la respectiva maqueta a escala de dos metros de altura, a cuyo cargo estuvo, el también, artista plástico zuliano Roberto Rincón. Su buen juicio –hemos de anotar– en los aspectos técnicos y abordaje posterior durante la ejecución, fueron fundamentales para la culminación exitosa del innovador emprendimiento artisitico. En el lobby del Hotel América de nuestra ciudad se exhibe la perspectiva del mural realizada por Roberto. Un bello cuadro, elegantemente enmarcado de más de metro y medio de ancho, que plasma la visión del artista interpretada por éste perspectivista de manera glamorosa. Este primer trabajo artístico fue vendido al hotel para cubrir parte de los muy elevados costos de la aventura que recién comenzaba.  Fue una verdadera ordalía obtener recursos económicos para llevarla adelante. A Manuel Vargas y Roberto Rincón se les ocurrió la brillante idea de convertir en cuadros, debidamente enmarcados y firmados en original por el autor, algunas de las fotografías de varias partes o secciones que conformaban el mural. Con estas piezas artísticas realizamos la primera exposición abierta al público. Allí, una treintena de cuadros fueron presentados a los interesados, siendo la mayor parte adquiridos por buenos y leales amigos compenetrados con nuestro propósito. Recuerdo de manera muy particular el caso de un norteamericano que asistió a la exposición y amablemente adquirió dos de esos cuadros. Fue el primero que tomó la iniciativa, su nombre era Bill Rohr o algo parecido.  

Aquellos días fueron realmente tormentosos en el país, el conato de golpe del 4 de febrero de 1992 nos impactó enormemente, en algún momento sentimos estancado el proyecto. En los meses siguientes a la rebelión militar, en medio de todo ese torbellino, comprendimos que sólo con apoyo gubernamental sería posible llevar adelante la obra. Apenas habíamos podido realizar el diseño, retirar escombros del interior del tanque, construir la cerca para demarcar el área perimetral del futuro mural, además, de alguna que otra parte del diseño. En uno de esos días extraños que sólo se nos aparecen en medio de la angustia, decidimos hacer maletas para tocar las puertas del CONAC y del Ministerio de la Cultura, bajo dirección entonces del doctor José Antonio Abreu, quien era, sin duda, toda una personalidad en el medio, sin embargo aún no tenía la consagración que por estos días ha cosechado con el Sistema Nacional de Orquestas y Coros, Juvenil e Infantil de Venezuela.  Allí fuimos con un portafolios improvisado, hecho a mano, de cartón de ese que llaman doble faz, para llevar sin dañar las perspectivas de la obra hechas por Roberto, las fotografías y descripciones técnicas en planos, junto a demás detalles que no podíamos doblar so pena de malograr el material. Rodrigo Cabezas, justo es reconocerlo, sirvió de interlocutor, entonces. Un lunes de un mes posterior a la rebelión militar, que no recuerdo ahora con precisión, bien temprano estaba haciendo filas en el despacho del ministro Abreu en el Teresa Carreño. No sé bien por cuales motivos, la cita previa no se había concretado, de modo que el alto funcionario no me atendería… Allí me quedé en la antesala del despacho ministerial, sentado con mi portapapeles en las manos, y la cara de provinciano desesperado que imagino tenía en esas horas ingratas.
–Señorita, pero es que yo vengo de Ciudad Ojeda, ¿usted sabe dónde queda esa ciudad?... Tengo cita con el ministro para hoy, no puedo irme sin que me atienda… –le manifesté a la joven asistente, una vez que con toda su bonita sonrisa me hacía saber que el doctor Abreu no me recibiría.
–No, no sé…, ¿será en Ciudad Bolívar? –me contestó en tono dubitativo, con la misma sonrisa congelada de toda la mañana. Era evidente que ese nombre sonaba por primera vez en sus oídos.
–No, señorita, queda en el estado Zulia, en la costa oriental del Lago de Maracaibo…
–Caramba, que contratiempo; pero, en verdad, el ministro no podrá atenderlo. Tendrá que regresar en otro momento, y antes debe confirme su cita… –su expresión facial, finalmente, mostró la intención de poner fin a esos breves minutos de conversación. Levanté mi portafolios ligeramente apoyado en el piso, miré en derredor y me dirigí a uno de los asientos de la antesala. Ahí con una determinación surgida del enojo, la impotencia, la frustración y las entrañas de la amargura, le dije:
–Muy bien, señorita, no me iré hasta que el doctor Abreu no me atienda, voy a esperarlo aquí sentado, tengo todo el día, no tengo otra alternativa. La mujer no respondió.

En Valencia, Pinturas Montana, nos recibió con un equipo de técnicos para evaluar nuestra petición de patrocinio del mural, comunicación que semanas antes remitimos para formalizar la solicitud. A su sede, también llegamos con el mismo portafolios de anteriores gestiones. La conclusión de la sesión de trabajo fue muy alentadora. Días después, varios ingenieros de la empresa visitaron el tanque, hicieron sus pruebas en la superficie a efectos de medir la porosidad, el pH, y condiciones ambientales, para sugerir finalmente el tipo de pintura que habría de emplearse; el protocolo de aplicación y los aspectos técnicos que debían considerarse. Fue en ese momento cuando comprendimos que el mural no podía pintarse como habíamos imaginado, era necesario un tratamiento especial y un tipo de pigmento capaz de mantenerse por largo tiempo bajo condiciones severas de corrosión, salinidad y las inclemencias del astro rey. La recomendación técnica, en ese sentido, fue concluyente: habría de emplearse poliuretano en dos componentes, luego de cubrir a modo de fondo o base, toda la superficie con una película de poliuretano transparente y fondo antialcalino. Menudo problema nos habíamos comprado, previamente a esto, era imprescindible el lavado con agua y jabón de la superficie completa del tanque. Nada más y nada menos que… ¡¡cuarenta y dos metros de altura de una superficie cilíndrica!!
Por si fuera poco, en el diseño de la pintura, Manuel Vargas había planteado la construcción de sendos arcos que simulaban inmensos ventanales virtuales. Pues, esos arcos, debían construirse a unos treinta y cinco metros de altura, en lo que con la rutina de trabajo llegamos a definir como la corona del tanque debido a su forma y elevación. Doce arcos en total, con sus respectivas curvaturas para su pretendida integración visual y estética a toda la superficie, aparentando, como era su propósito, grandes ventanales en el cielo.

–¿¡Coño, y esos arcos son muy importantes!? –llegué a preguntarme en momentos de exasperación, pues, ello significaba el requerimiento de equipos especiales para subir y trabajar en altura, además del manejo de materiales y técnicas de construcción, que, desde luego, significaban una complicación adicional al tema de la pintura. Luego de ensayo y error, los arcos se pudieron construir de acuerdo con las sugerencias de un arquitecto amigo y el ingenio de Roberto Rincón, para lo cual  hubo de perforarse cada veinticinco centímetros el área donde se plantarían los engañosos ventanales –sólo imaginen la cantidad y calidad de mechas de concreto usadas para poder perforar la pétrea pared del tanque–, incrustar trozos de cabillas a modo de anclajes en cada uno de los agujeros, después unirlos  con alambre dulce para conformar una especie de lecho alambrado. Posteriormente colocar láminas de anime sobre dicho lecho, seguidamente, cubrirlas con una malla metálica y, finalmente, aplicar la capa de cemento debidamente frisada. Una vez superado el tormento de los arcos, se procedió con el fondo antialcalino a toda la superficie, luego de lo cual aguardamos durante una paciente espera, varias semanas para que dilatara el concreto de la nueva estructura sobre la antigua superficie para corregir las grietas que hubieran surgido.

El trabajo de transferencia de las imágenes a la escala real fue abordado directamente por Manuel y Roberto. A efectos de la crónica, detallo algunos de sus pormenores. En primer lugar, fue necesario levantar un registro fotográfico de todo el diseño, haciendo una especie de división del mismo en cuadros a modo de rompecabezas para ensamblar por piezas el mural en su escala real. Cada una de esas piezas fue calcada en papel bond a través de la proyección fotográfica sobre éste en unas dimensiones de tres metros de ancho por dos de altura. El propósito de ello era ubicar a dos personas sobre cada guindola de trabajo para “confrontarlas” con cada una de las partes o «muralitos» que debían transferirse del papel bond a la superficie del tanque. Todo el conjunto de imágenes copiadas, tenía una codificación de colores que el autor de la obra había realizado previamente con el interés de garantizar la mayor fidelidad posible entre el diseño plasmado en la maqueta y el resultado final en la superficie. Las labores de dirección y supervisión en el momento de la transferencia de imágenes y aplicación de colores, exigieron de Manuel una dedicación obsesiva al trabajo. Recuerdo las exigentes jornadas bajo los efectos inclementes de nuestro ardiente sol, y la emoción que significó para todos ver plasmada la primera figura en las alturas de la mole que ya dejaba de ser tanque para transformarse en El mural más grande, icono de la ciudad hasta nuestros días. 

Pinturas Montana nos donó cien galones de pintura de los casi cuatrocientos que se emplearon. De aquellos días recuerdo la desagradable ocasión en que fueron sustraídos cuarenta y cinco de ellos de manera inexplicable, y al amparo del mayor de los sigilos. Eso fue un sábado que pertenece a la antología de malos recuerdos que todas las personas acumulamos en nuestras vidas.  Hecha la denuncia en los cuerpos policiales, y pese a mi insistencia por dar con los autores, nunca supimos nada de los responsables. Nos tocó pasar la página, ser más previsivos y continuar con el proyecto.
En medio de toda la tormenta política de 1992 y 1993 –lapso en el cual ocurrieron dos intentos de golpes de estado, la renuncia del presidente de la república y las elecciones regionales y municipales previstas en el cronograma electoral del país–, el estado Zulia vivía una situación muy particular. Como se recordará el gobernador electo en los comicios regionales de 1992, vencedor para segundo periodo, fue Oswaldo Álvarez Paz. La nación estaba contagiada de una gran efervescencia electoral. El expresidente Rafael Caldera y Andrés Velásquez despuntaban en el panorama presidencial, y el recién electo gobernador del Zulia, luego de un proceso de primarias en el partido Copei, obtiene la nominación para optar a la presidencia de la república. Este hecho político determinó que en nuestro estado se efectuara una nueva consulta electoral para escoger por segunda vez al mandatario regional. Pues bien, en diciembre de 1993, los venezolanos elegimos al nuevo presidente, y los zulianos al gobernador sustituto de OAP. Los resultados dieron ganadora a Lolita Aniyar de Castro.

Pasadas las tres la tarde cuando las tripas afinan su concierto metabólico por el retraso de las casi tres horas del almuerzo de rigor, la puerta de fondo que celosamente custodiaba la asistente ministerial, se abrió con suavidad, casi con timidez, si alguna emoción habríamos de atribuirle  a la simple acción de girar una manigueta. No era ésta una puerta cualquiera, detrás de ella la figura pequeña de un hombre de anteojos gruesos y traje gris se asomaba, apenas se percibía su presencia. Discretamente avanzaba unos pasos en dirección a su asistente y levantando delicadamente la manga de su traje, mira su reloj, preguntándole enseguida a la joven atenta a sus gestos.
–¿Tenemos alguien más, pendiente? –la mujer me mira. Un bolígrafo, entre sus dedos índice y anular, se agita acelerado al compás inquieto de sus estilizados miembros. Finalmente, y casi al mismo tiempo en que mi reacción de levantarme del asiento se produce, le contesta al ministro Abreu.
–Realmente, no, doctor. El joven lo espera desde esta mañana, pero él no tiene cita para hoy, sin embargo, decidió esperar… –con una curiosidad expresada en el gesto de bajar ligeramente la cabeza, dirigiendo aquellos ojos de serenidad que se advertían tras los cristales transparentes de sus anteojos, me observa con el portafolios que sostengo en mi mano izquierda. Enseguida, me incorporo acercándome diligente hasta él, con mi otra mano libre extendida a modo de presentación.  
–¡Mucho gusto, doctor, un placer conocerlo! Edinson Martínez, yo vengo de Ciudad Ojeda –esta vez me aseguré de dejar claro dónde quedaba la ciudad que tanto mencionaba, y obviar por innecesario el asunto de la cita previa–, estado Zulia… –una mano suave, pequeña, recibe con calidez la mía, y una repentina sonrisa se le dibuja en el rostro, como si al momento recordara conocerme o puntualmente alguna idea le iluminara la ocasión.
–¡Ah, sí, sí, por supuesto!... Mucho gusto, el diputado Cabezas me habló hace unos días sobre su propuesta. Venga, pase adelante, ¿qué le trae por aquí?… –entusiasmado por la acogida, supongo que la expresión de irritación, de desasosiego, de hace unos minutos, había desaparecido de mi rostro. En efecto, me sentía mucho más tranquilo. Al tomar el asiento que amablemente me ofrecía, tomé el curioso portafolios y lo coloqué discretamente justo a mi lado. Era un despacho amplio, como se supone ha de ser el lugar que ocupa un ministro, una personalidad, además, del mundo de la cultura del calibre del doctor José Antonio Abreu, quien para esos años ya tenía un gran prestigio que décadas después se consolidaría por su dedicación, como ya hemos dicho, al Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela.
–Entonces, tú vienes del Zulia… –en este momento el importante funcionario cambió del formal, pero acostumbrado uso del “usted” entre los andinos, al menos distantes y circunspecto “tú”, y casi sobre su afirmación, le ratifiqué.
–Sí, del Zulia, de Ciudad Ojeda, ¿usted conoce Ciudad Ojeda?
–No, sólo conozco Cabimas, hace algunos años que estuve allí,  y a Maracaibo que he visitado muchas veces –el tono de la conversación era muy cordial, además, el ministro y presidente del CONAC (el gobierno del presidente Pérez había fusionado ambos despachos, la verdad confieso no recordar si exactamente se trató de una fusión, o, en su lugar, quien asumía la conducción del ministerio de la cultura, a su vez, también, ejercía la presidencia del CONAC), era un hombre cuya fisonomía lo revelaba como una persona de una gran modestia. Lucía como alguien muy discreto, comedido, atento. Estas circunstancias facilitaron el abordaje de la petición que nos había llevado hasta el Teresa Carreño.
–A ver cuéntame, ¿qué te trae por acá? –dijo finalmente, mientras enfocaba su mirada hacia el artilugio que minutos antes había colocado a mi lado. Emocionado lo tomé apresurado, y sobre un escritorio, tal vez, mesa de trabajo, ubicada en un extremo perfectamente integrada al decorado del despacho, abrí el misterioso equipaje. Una a una fui sacando de su interior la docena de fotografías que, en dimensiones de sesenta por cuarenta centímetros, mostraban partes de la obra. Un par de planos, un dossier explicativo, y la respectiva carta-solicitud de apoyo financiero para ejecutar el mural más grande. Todo el material lo fui colocando sobre la mesa, y brevemente –quizás como una ametralladora sin hacer pausa explicativa– detallaba el concepto y propósito del trabajo artístico. Hacía especial énfasis en la condición de una estructura cilíndrica construida como tanque de agua que nunca se había utilizado y, a tales efectos, mostraba un par de fotografías del coloso de hormigón “como Dios lo trajo al mundo”. En fin, un torbellino de explicaciones y definiciones que el ministro escuchaba con atención mientras repasaba las fotos. En una pausa de mi explicación, éste se sonríe y me pregunta:
–¿Tú eres artista plástico? –en ese momento quise serlo, estaba tan enajenado por la obra, tan devorado por ella, hablaba y me explicaba como un artista plástico, pero no lo era, soy absolutamente incapaz de hacer una línea recta. En algún instante recordé mis días de infancia en que mi casa tenía cuadros por todos lados. No eran de nadie reconocido, eran fotos de revistas enmarcadas, y en la sala un mural en una de sus paredes que una amiga de mi mamá, con cierto talento para la pintura, había dibujado ante la mirada expectante de todos nosotros.
–No, doctor, yo soy economista… –el rostro de mi interlocutor se iluminó como si descubriera que de verdad yo era un dedicado artista plástico, como si no hubiese escuchado que no lo era, que en su lugar pertenezco a esa especie de la que se dice que todo lo que vaticinan nunca lo aciertan, en donde lo más cercano a un trazo pictórico son las gráficas y curvas estadísticas que exigen el oficio predictivo.
–¡Caramba, qué sorpresa, yo también soy economista! –la verdad no lo sabía, lo suponía abogado, o, de cualquier otra profesión, menos economista. Esta circunstancia definitivamente nos acercó en esos momentos con un feeling muy oportuno para el propósito de nuestra entrevista. Luego de examinar el material presentado y leer la correspondencia, me dijo:
–Mira, de verdad es muy interesante tu proyecto. Es la reconversión de una estructura en una obra de arte urbano de gran formato. Te vamos a ayudar en tu iniciativa, pero eso depende de un informe que voy a pedirle a Juvenal Ravelo que haga sobre tu propuesta. Pero sólo tenemos un pequeño detalle, Ravelo no reside en Venezuela, él vive en Paris, cuando venga en el curso del presente año, voy a solicitarle que haga una evaluación con sus respectivas recomendaciones. Entonces podré tomar una decisión. De eso dependerá el apoyo que podamos darte por el CONAC –con cierta desazón recibí la explicación, nuevamente sentía que no sería fácil, que era poco probable obtener de alguien que ni siquiera vivía en el país una valoración oportuna del proyecto. Además, una nación que estaba “patas arriba” y donde no se sabía qué diablos pasaría en futuro cercano, en verdad no era como para sentirse en aquellos momentos pleno de optimismo. Así, en medio de todo ese torbellino de pensamientos fugaces, apreciaba el porvenir del propósito que nos había estimulado llegar hasta el despacho del conocido funcionario.
–Doctor, muchas gracias por todo su apoyo, ¿cómo podríamos saber en qué momento vendrá esta persona y cuándo hará el informe? Nos gustaría mucho poder conversarle y así ofrecerle toda la explicación de su interés, de ser posible, que nos visite en Ciudad Ojeda, para que conozca directamente la estructura donde se pintará el mural.
–Sí, desde luego…, naturalmente, ¿en la solicitud están tus teléfonos?... –el ministro ojea rápido el encabezado de la misiva y se percata del par de números– Ah... ¡correcto, aquí los tienes!...  Déjalos de todos modos con mi asistente. En cuanto Juvenal llegue a Venezuela, él los contactará con toda seguridad. Así nos despedimos y conforme a su petición entregué a la joven que no sabía dónde quedaba Ciudad Ojeda, la información que podría serle útil al atento personaje.

El colombiano que se había ofrecido para trabajar en el mural, el único que aceptó hacerlo asumiendo los riesgos de trabajar en alturas; lavar el tanque con agua y jabón; construir los arcos que caprichosamente Manuel Vargas había plasmado en su diseño para complicarnos la vida y, por último, pintarlo, fue detenido por la PTJ como sospechoso del robo de parte de las pinturas recientemente donadas por Pinturas Montana. Una enorme decepción luego de la confianza y el buen ritmo de trabajo, sentimos, entonces. En ese trance descubrimos que su verdadero nombre no era aquel con el cual se presentaba y se hacía llamar, que su cédula, por tanto, no le correspondía. Sin embargo, nunca se pudo comprobar su autoría luego de varios días detenido, días en los que después supimos, recibió los generosos tratamientos que todos conocemos aplica nuestra policía a los sospechosos de algún delito. Pese a ello, no lograron, más allá de precisar su verdadera identidad, revelar ningún indicio sobre su culpabilidad en el caso de las pinturas. A las pocas semanas no tuvimos más remedio que volver a contratarlo. Esta vez, con su verdadero nombre, el cual nunca usamos para dirigirnos a él porque ya estábamos acostumbrados al anterior.

El agua seguía siendo un problema grave para la ciudad, y la campaña electoral de 1993 apretaba en toda su intensidad. De vez en cuando recordaba el compromiso del destacado hombre del ámbito cultural. En Venezuela para aquellas fechas los teléfonos celulares eran una novedad, sólo unos pocos los poseían –no era mi caso–, recién salía al mercado un aparato enorme de color gris que exigía abrir la mano completa para sujetarlo y que la chispa popular bautizó como el bloque por su parecido al monolito de cemento gris que se usa en la construcción. Visto en la distancia del tiempo, el hecho de que alguien de un ministerio, en medio del hervidero que era el país, se tomara el tiempo para discar el número telefónico de un anónimo, como, en efecto, era mi caso, de, por otra parte, una ciudad del interior, y, además, se ocupara de una petición más o menos atolondrada de ese desconocido, he de reconocer que fue una verdadera suerte que haya ocurrido. Es, sí se quiere, un acto similar a ganarse la lotería. Tendría que admitir que tiene casi la misma probabilidad de ocurrencia. Y, ciertamente, ocurrió.
–Edinson, tienes una llamada –me dijo un domingo imborrable en mi memoria, entre las diez y once de la mañana, mi esposa con el teléfono entre las manos.
–Aló, buenos días, dígame –dije, al momento de acercar el aparato a mi oído, mientras pensaba sobre quién podría llamarme un domingo en la mañana.
–Buenos días, mire por aquí le habla Juvenal Ravelo, le estoy hablando de parte del doctor José Antonio Abreu, quien me pidió lo contactara personalmente para conversar sobre un proyecto que usted tiene pendiente por evaluación… –el genio había salido de la botella, nunca me lo imaginé. Juvenal Ravelo es uno de nuestros artistas plásticos más destacados, junto a Jesús Soto y Cruz Diez integra el importantísimo movimiento plástico conocido como arte cinético, género que tanto prestigio les ha dado en todo el mundo. El ministro había cumplido su promesa.
–Sí, sí, como no, mucho gusto, a la orden, usted me dirá… –apenas pude contestar, admirado de la sorpresa de la llamada.
–El ministro me hizo mucho hincapié sobre el proyecto, que evaluara su factibilidad y le rindiera informe, para eso, debo ir hasta… ¿Ciudad Ojeda…?
–Sí, sí, Ciudad Ojeda, estado Zulia –remarqué sobre sus palabras, comprendiendo el tono de duda que expresaban sobre el lugar dónde debía efectuar la inspección.
–El asunto, es que yo no conozco Ciudad Ojeda, no sé cómo llegar hasta allá, tengo previsto viajar el próximo sábado, me iría por avión hasta Maracaibo, en el primer vuelo de la mañana.
–No se preocupe, yo lo busco en el aeropuerto y lo traigo al sitio donde pensamos hacer el mural.
–Muy bien, muchas gracias, entonces no se hable más, de surgir algún cambio, inmediatamente le aviso. De todos modos, el viernes estoy confirmando mi salida –así culminó la conversación de escasos dos o tres minutos que fueron el punto de inicio del apoyo del CONAC al mural más grande.  El sábado acordado, muy temprano estaba parado con un cartel en mis manos que decía JUVENAL RAVELO en la puerta de llegada de los vuelos nacionales del aeropuerto de La Chinita, allí conocí personalmente a esta importante figura de la plástica nacional. Era un hombre de baja estatura, de un bigote canoso, con una guayabera celeste que rápidamente reconoció su nombre de entre el grupo de personas que siempre se arremolina esperando el arribo de amigos o familiares. 

Una tarde de un mes que no recuerdo de 1993, en pleno desarrollo de la campaña regional para escoger el gobernador del Zulia. Lolita Aniyar, aspirante postulada por el MAS, y a quien apoyé con todo mi empeño, estaba de gira por el municipio Lagunillas, en un momento previo a la visita pautada para Las Morochas, mientras nos dirigíamos al compromiso proselitista, nos detuvimos frente al tanque, tal como habíamos acordado informalmente un rato antes, poco era lo que para entonces habíamos avanzado en el proyecto, y eso era lo que podía apreciarse. Allí estacionados, sin testigos de por medio, entre las dos o tres de la tarde, bajo la intensidad de los rayos del sol que a esta hora escogen el tanque desde la mira del lago de Maracaibo, le dije:
–Si llegamos a ganar, que es muy probable que así sea, sólo quiero pedirle que nos ayude a culminar esta obra… –saqué de la guantera de mi carro una fotografía tipo postal de la perspectiva que Roberto Rincón había preparado para promover el mural y, se la mostré. La futura gobernadora tomó la foto entre sus manos, la miró detenidamente, y sus ojos grandes entre las cejas pobladas que luego aprendí a descifrar cuando algo no le gustaba, voltearon hacia el tanque que nos vigilaba en toda su desnudez, y sonriendo me dijo.
–Edinson, tú como que te volviste loco… –el gesto de complicidad, de identidad al mirarme, aún lo conservo como un gratísimo recuerdo en mi memoria, seguidamente agregó:
–Es un mural inmenso… Vamos a ganar primero y, entonces, lo haremos –sentenció, con la foto en sus manos.

En la Fundación Ojeda 2000 teníamos gran angustia por el estancamiento de la obra, para 1993 no lográbamos cristalizarla. Habían transcurrido desde su etapa inicial dos años y aún, a pesar de las promesas, no teníamos nada en concreto. Por sugerencias del profesor y amigo Raúl Briceño, integrante de la directiva de la fundación cultural, decidimos contactar a la señora Julieta Arriechi, conocida empresaria local, para presentarle el proyecto, y en similares términos que antes se había hecho con Pinturas Montana y el CONAC, mostrar los detalles del inmenso propósito. Un miércoles muy temprano nos recibió en su casa. Asistimos con la solemnidad del caso, Roberto Rincón, Manuel Vargas y Mercedes Marcano, integrante de la directiva de Ojeda 2000. Luego de las presentaciones de rigor, las explicaciones que se hicieron fueron de mucho detalle, en esta ocasión, la presencia de los autores de la propuesta reforzaba enormemente la relevancia del encuentro. A media mañana, cuando era muy poco lo que restaba por argumentarse, la anfitriona de la reunión, toma la palabra para expresa su satisfacción, y seguidamente nos dice.
–Bueno, yo los voy a ayudar, les voy a dar una cantidad que es mi número de suerte… –la mujer nos miraba complacida, sonriente, al tiempo que cada uno de nosotros celebrábamos  en nuestro interior la buena hora. Por mi parte, intentaba, en esos breves segundos previos al conocimiento del enigmático número de su suerte, descifrar el acertijo que jovialmente nos había lanzado.
–¡María!… ¡María!... Tráigame la cartera roja que tengo dentro del carro... –gritó a su empleada puertas adentro de la soberbia vivienda, escojo el nombre de María para contar lo sucedido aquella mañana, pero en realidad, no fue ese el que pronunció, en verdad, no lo recuerdo –el tiempo no pasa en vano, se suele decir en momentos como estos–, se trataba de una empleada doméstica que diligentemente, en muy poco tiempo, entregó a la empresaria la elegante cartera que antes le había pedido.
–Mi número de suerte es el siete, les voy a dar siete millones de bolívares, ¿a nombre de quién hago el cheque? –nos dijo, calmada y contenta. Una vez que nos confesó su predilección numérica, no sé cómo opera el pensamiento de modo tan veloz, pero en nanosegundos –si acaso vale el término–, antes de que dijera la cifra del cheque, ya me había paseado por varios montos en orden creciente de setenta a setecientos mil… ¡No alcancé a llegar a los siete millones!

–Hola, tú eres Edinson, ¿supongo? –me consultó el hombre, cuando entre el grupo de personas que venían a su alrededor se dispersaban buscando a quienes les aguardaban.
–Sí, sí, encantado de conocerlo –le dije muy contento al recibirlo. Como creo haber escrito antes, Juvenal Ravelo, es un hombre de baja estatura, de piel morena y pelo pegao, el típico venezolano, de buen trato y sumamente riguroso en su oficio. Enseguida de presentarnos nos dirigimos a mi carro para viajar hasta Ciudad Ojeda.
–Yo no conozco Ciudad Ojeda, nunca he estado allí –volvió a decirme en un tono que delataba su condición de oriental.
–Ciudad Ojeda es la capital del municipio Lagunillas, estamos a una hora más o menos de distancia, es una región petrolera, como casi todo el estado Zulia –le expliqué al emisario del ministro de cultura mientras iniciábamos el trayecto hacia nuestro destino.
–Mira, Edinson –las formalidades a este tiempo, ya se había desdibujado y el trato era de mayor familiaridad–, el doctor Abreu me insistió mucho en esta inspección, tuve que sacar tiempo de dónde no tenía para poder venir, debo regresar a Paris dentro de poco, así que ando en carrera con tantos asuntos por atender.
–¿Pero, si tendrá tiempo de hacer el informe para el ministro? –le pregunté, algo preocupado puesto que de ello dependía el aporte financiero del CONAC.
–¡Claro!... Es un compromiso que no puedo eludir –contestó enseguida.
Cuando llegamos a Ciudad Ojeda, en el mural nos esperaba Lucido Maureira, integrante de la directiva de la fundación, y centinela eterno de la obra desde sus inicios, amigo que consagró veinte años de su vida a su cuidado sin paga alguna. Fue un sábado en la mañana, no me pregunten de cuál mes porque sería una exigencia de muy alto calibre para este minicronista accidental.
–¡Caramba, es alto! ¿Cuánto mide? –fueron las primeras interrogantes del reconocido artista plástico.
–Cuarenta y dos metros y medio de altura, casi al equivalente a un edificio de trece pisos –le dije al instante, lo había dicho tantas veces que mi respuesta la daba como en piloto automático. El hombre caminaba en derredor de la estructura y la observaba con detenimiento, como seguidor de Hamelin, no le perdía pisada, lo seguía a todas partes presto a sus interrogantes. 
–¿Tú dices que esto era un tanque de agua?
–Sí, eso es, fue construido hace unos treinta años, pero nunca se usó… –a cada pregunta las respuestas, como dije, eran automáticas. Era una rutina tantas veces que casi era un guión con muy pocas variaciones de un interlocutor a otro. 
–Chico, que interesante…
Al culminar la inspección del hasta entonces tanque del INOS dimos una vuelta por la ciudad, quería mostrársela en sus partes más destacas, le hablaba un poco de su historia, en una suerte de punto y aparte después de agotar en cierto modo el tema del mural más grande. La conversación, entonces, fue girando sobre la ciudad, y al final del recorrido, que como se comprenderá fue bastante corto y elemental, decidí llevarlo a uno de los edificios de mayor altura para ofrecerle una vista aérea de su casco central y periferia. Una vez instalados frente a un gran ventanal a quince pisos, cortesía improvisada de mi madre, Juvenal Ravelo, en inspiración inadvertida, como si sus palabras salieran de las profundidades de su alma de artista, me dijo regodeado en su placidez.  
–¡Qué ciudad tan bella, es redonda! –eso expresó, sólo eso, como en amor a primera vista. Que éste extraño personaje, visitante fortuito a nuestro lar, y residente habitual de una de las ciudades más bellas del planeta, expresara este maravilloso halago, ha sido para mí un obsequio extraordinario que siempre recuerdo con gran afecto.

Juvenal Ravelo hizo su informe para el ministro y regresó a París. Al poco tiempo desde el CONAC me comunicaron que había sido aprobado un aporte especial para ejecutar la obra. Lolita ganó la gobernación y al año siguiente, el trece de diciembre de 1994, inauguramos El mural más grande, aquella locura que comenzó una tarde calurosa para modificar para siempre el paisaje urbano de Ciudad Ojeda. De Lolita tuvimos su apoyo entusiasta y decidido, jamás habríamos podido culminarla sin su aval moral y financiero. El trece de diciembre fue un momento feliz para todos los que estuvimos involucrados en esta idea, sin embargo, la obra no se limitaba a la ejecución del mural sobre la superficie de la inmensa mole de concreto. Una vez finalizada esta etapa nos planteamos la idea de convertir el espacio interior de la estructura en un salón de uso múltiple, y su área circundante en una modesta plaza con caminerías, áreas verdes y un módulo de servicios con sanitarios y oficina.  En 1997 con el apoyo de la Asamblea Legislativa culminamos todo el proyecto, tal como fue concebido por los artistas plásticos. Manuel Vargas hizo un mural interior de unos ciento veinte metros cuadrado de superficie y, Roberto Rincón, diseñó la estructura metálica que soporta el techo, además de la respectiva iluminación artística que lo tiñe en festiva policromía. Dicho salón lleva por nombre Julieta, por aquella, la de Romeo, y también, por la nuestra, por esa generosa dama que durante la mañana de un miércoles, cuatro años antes, abriera su cartera, pero antes su corazón, para apoyarnos en esta maravillosa aventura que desde aquellos días es el icono de la ciudad.

–Hola, ¿cómo está usted? –le dije al hombre de guayabera blanca que conversaba con una joven durante la exposición.
–Muy bien, gracias… –era evidente que no me recordaba, sin embargo, por esa cortesía que no sé sí es exclusiva de los venezolanos, o de todas las personas que cuando no recordamos a alguien, por lo general, la premiamos con una leve sonrisa para suplir el olvido, le advertí, entonces, que me miraba con unos ojos de curiosidad afectiva. En efecto, no me recordaba, habían transcurrido tal vez quince años o más desde la única vez que nos vimos. Como supuse antes de visitarlo en el MACZUL, que no me recordaría, había decidido preparar un sobre de manila con una secuencia fotográfica a full color del mural y varias tomas áreas de la ciudad para obsequiárselas. Las saqué de inmediato del paquete, se las mostré y le devolví la sonrisa.
–¡Claro!... ¡Sí, sí, ahora te recuerdo! Mira, yo le entregué el informe al ministro –me dijo entusiasmado.
–Sí, yo lo sé, ya concluimos la obra, se llama El mural más grande.
–¡Qué maravilla, cuanto me alegro! –me dijo, levantando ambas manos, casi tocándose el pelo pegao que las nieves del tiempo, como dice el viejo tango, ahora tiñen de blanco. Era evidente su alegría. Allí volví a verle brillar aquellos ojos negros. La expresión extasiada de la gloria del artista, el numen jubiloso de quienes con su mirada pueden descubrir detrás de la cotidianidad más ordinaria de los humanos, el mundo sublime del que estamos hechos.   



Nota: El agua aún sigue siendo un severo problema para la ciudad, ahora cuando culmino la crónica, tres días han transcurrido desde la última vez que el grifo ha celebrado la excepcionalidad de su presencia.