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viernes, 31 de mayo de 2019

1214


1214
                                   Por: Edinson Martínez
@emartz1
                                                               
 A fulanita de tal, quien me invito a su casa 
cuando aún faltaba  mucho para culminar el siglo veinte.

I


En el ocaso de las tardes calientes de esta tierra de gramíneas y tunas, se pueden ver sobre el dique las garzas pacientes y elegantes que recuerdan la costa lacustre. En la calle cinco de la urbanización, justo la que corre paralela al muro, en la casa de la esquina del final de la calle, Sebastián y Celina se sentaban a tomar café en las tardes debajo de una enorme mata de mangos que cubría de sombras el patio de la casa. Miraban desde allí las garzas que picoteaban entre el salitre y la grama silvestre, los animalitos de la porción de terreno que separaba la calle de la escollera. 
Cuando la sirena de las cuatro de la tarde marcaba el fin de la jornada laboral, cada quien presuroso dejaba los talleres y patio de tanques para integrarse a su vida doméstica; marchaban los trabajadores a sus casas al encuentro de su mujer, muchachos, animales y matas, en una rutina que raras veces se alteraba. Antes de casarse, Sebastián, que ya entonces, vivía en la misma calle, en una casa de solteros, tenía por costumbre ver llegar las garzas a picotear, se entretenía en el paisaje que de común con su tierra de origen sólo tenía estas aves blancas y bandadas de gaviotas que llenaban el cielo occidental. 
Desde los primeros días de su llegada había adquirido como costumbre mirar el paisaje, probablemente buscando las similitudes que no eran muchas entre su tierra y ésta que ahora descubría, siendo pocas, despertaban su admiración y le contagiaban por ratos el pensamiento de recuerdos. 
En el solsticio de verano de mil novecientos cuarenta y seis, con el mismo calor que no se extrañaba en estos lugares y el verde mar del Caribe como compañía, salió Sebastián de la isla. El occidente petrolero cautivaba su atención, suponía mejores días para él que una segura vida de pescador en la isla, por lo menos habría tenido la ocasión de escoger una opción diferente para vivir de no resultar lo que esperaba. A solas cavilaba muy adentro sobre los cambios que implicaban dejar la tierra de siempre, alegre a ratos, y confuso a veces, los dieciocho años de adrenalina se le arremolinaban queriendo acortar las distancias a tierra firme para comenzar lo que ya había decidido.

II

Cuando llegaban las lluvias, los zancudos crecían tanto que parecían inyecciones sus picadas; mosquiteros improvisados, cartones y hierbas que se quemaban servían para espantar a ratos los insectos impertinentes. En la urbanización donde vivía Sebastián, que por esos giros del idioma denominaban campo, cada día se albergaban a nuevas personas que desempeñaban cualquier clase de labores. La vida se hacía cara como en todo pueblo minero que descubría su riqueza como caída del cielo. Un pañuelo planchado podía costar un real, y todo cuanto se consumía había que pagarlo sin pretextos: el amor, la comida, los oficios del hogar, la ropa lavada y planchada, así como tantas otras cosas de la vida cotidiana. Los periodos de lluvias eran especialmente fastidiosos por sus implicaciones no sólo naturales sino particularmente, porque multiplicaban, además, los gastos personales y retrasaban los quehaceres ordinarios. Para quien vivía solo, las lluvias eran un verdadero trauma que hacía añorar el polvo del verano y evidenciar la falta de una mujer.     


El primer año transcurrió velozmente, los días pasaban tan rápido que apenas tenía tiempo de responder las cartas que de la isla llegaron en tres ocasiones. La última de ellas comentaba a Sebastián, entre muchos otros aspectos, la situación política del país. Su padre le escribía con entusiasmo sobre Jóvito Villalba, a quien admiraba y veneraba con pasión. De muchacho, mientras éste visitaba la isla en una de las arengas públicas frecuentes de aquellos años, Sebastián y su padre expresaban cada vez que podían su apoyo entusiasta agitando una bandera desde la puerta de la casa. Siempre refería estos episodios con cariño, en algunas ocasiones recordaba con afecto aquellos momentos de comunión política con que seguían su padre y uno de sus compadres al destacado líder nacional. Ellos, ambos políticos de pueblo, luchadores contra la dictadura de Gómez, habían huido varias veces para salvar la vida.
Sebastián no regresó en años a la isla, su padre le contaba en las cartas sobre el pueblo y familiares. En una de ellas le hablaba de Celina, su ahijada, de quien Sebastián tenía un recuerdo vago de una niña de doce años, era toda una señorita pecosa de piernas gruesas la que ahora aparecía en las cartas de su padre rondando unos diecisiete años. Añoraba de la isla el piñonate y los jobos que de vez en cuando le llegaban como encargo. De los amigos que había dejado al momento de partir y sobre los cuales preguntaba cada vez que escribía, invariablemente se habían hecho pescadores algunos y otros contrabandistas. Con Celina comenzó al quinto año de su ausencia de la isla un intercambio fugaz de cartas donde le hablaba del Lago de Maracaibo y del petróleo, de su color negro misterioso que hacía ganar en un mes lo que a un pescador le costaba varios meses de trabajo. Celina, como todos en la isla, apenas imaginaba el color y olor de aquella deslumbrante riqueza que atraía al mundo entero. Era un cruce de correspondencias sin sentido que había comenzado veladamente estimuladas por su padre. Celina era huérfana de madre y había quedado al cuidado de su padre y abuela paterna, era obvio que pretendían resolver su casamiento a temprana edad, y el más indicado era Sebastián.

III

La angustia de la espera se disipaba ante la fuerza del viento golpeando los recuerdos de la niñez que se despedía. Hasta el sabor del viento podía sentirlo mientras miraba la distancia infinita del mar. Por horas, su cuerpo aferrado a la baranda celeste de La Gaviota acompañó el baile perpetuo de las olas en su ir y venir de la embarcación. Era una joven alta y hermosa como pocas, de ojos color cielo que se abrían paso entre las nubes y los recuerdos, ellos mismos no expresaban apremio alguno a pesar del tiempo transcurrido desde que había decidido el abordaje.
Para Celina era la primera vez que viajaba tales distancias, no sólo se estrenaba en un viaje de días, sino también en una nueva vida en la condición de esposa. Hacía dos días se había casado con Sebastián a través del padre, por intermedio de un poder de autorización que había tardado días en llegar a la isla. El padre de Sebastián se había casado en nombre de su hijo con Celina, como desde hacía tiempo lo había deseado. Ella, ahora viajaba a su destino en otro lugar, con un esposo del que apenas recordaba una flacura extrema. Le agradaba la forma en que le escribía, la manera como describía sus días de empecinado trabajador en una tierra distante. Se había enamorado de las cartas de Sebastián y a través de ellas de quien las escribía.
Mientras viajaba, Celina recordaba las cartas que se habían escrito durante el último año, las fotografías que de ella ahora tenía Sebastián, especialmente tomadas para él por Rosendo, un fotógrafo ambulante que visitaba los pueblos una vez por mes recibiendo y entregando los encargos. Sebastián le aparecía en los sueños como un hombre delgado, de hablar con pocos gestos en su rostro y ojos escrutadores. Los sueños se le contaminaban de aquellos días en que le había visto de niña siendo adolescente él. Por las cartas lo asumía como una persona amable y conversadora, sin embargo, no lograba después de años imaginarlo en detalles, el color de sus ojos, que a veces los recordaba negros y en otras ocasiones marrones, se le confundían con sus deseos de quererlos verde intenso.
Los sonidos propios de la aglomeración de personas apenas perturbaban su pensamiento extraviado. Celina en su interior ya había llegado a su destino mucho antes de partir, imaginaba el encuentro en el puerto con Sebastián esperándola. Cómo sería su trato, de qué manera se mirarían, y qué tema escogerían para hablarse por primera vez. Todas estas y otras preguntas le rondaban por su mente, inquiriéndose al mismo tiempo sobre el por dónde comenzarían a hablarse.
Estos enamorados de las letras se inquietaban por este encuentro de primera vez, la angustia les consumía en su interior de similar manera para ambos que, luego, en las tardes de ocio frente a las garzas pacientes, se confesarían como un recuerdo curioso por la forma estrafalaria como habían llegado a formar pareja.

Desde muy temprano en la mañana, Sebastián esperaba en el puerto la llegada de La Gaviota. Era un día como cualquier otro, con el mismo sol de siempre y el ajetreo de todos los días. Era inevitable que pasaran por su mente sus días en la isla; los recuerdos de Celina siendo niña; detalles de las cartas que se intercambiaron durante unos amores de letras. De su padre, pidiéndole respeto y entrega para la ahijada. Su modo de expresar nerviosismo lo hacía a través de la perplejidad con que se quedaba por ratos entregado a sus pensamientos. No lograba imaginar a Celina en detalles, se le perdía en la imaginación, donde en ocasiones se le aparecía delgada, y en otros momentos, robusta, Alegre a veces, y más tarde triste. Naturalmente, se había casado con alguien que no conocía. Eso le desconcertaba y se preguntaba cómo era que había llegado a tal decisión. Pero no había culpables, tampoco era ese el sentido de la interrogante. La decisión partió siempre de él mismo, y la iniciativa al proponerle casamiento al filo de la novena correspondencia de intercambio, aunque, ciertamente, reconociendo el papel de su padre como el auspiciante discreto del casamiento, surgió enteramente de él, por tanto, aun cuando admitía el avenimiento paterno, bien sabía que había sido decisión.
Todos estos pensamientos dándole vueltas en su cabeza no hicieron que el tiempo transcurriera más rápido, el reloj seguía corriendo al mismo ritmo que de costumbre, mientras Sebastián esperando con sus cavilaciones metidas en un sombrero gris oscuro que se resistía a dejarlo, se impacientaba ante la inminencia del arribo. A las tres y veinticinco minutos de la tarde de un martes de carnaval que le hacía sudar copiosamente, el chillido estrepitoso de una sirena lo desconectaba de sus elucubraciones. Tocaba puerto La Gaviota.

IV

El corazón le movía los botones de la camisa blanca que transfirió el color a su cara inquieta. Una a una miraba a las mujeres quienes desfilaban por el desembarque, en todas ellas veía la misma foto que guardaba en la cartera. Todas se le parecían Celina y con cada una sentía dudas. Al cabo de un buen rato, una mujer de vestido celeste de una estatura que no esperaba, le encontró la mirada impaciente que buscaba por todas partes sin atinar en su propósito. En ese instante supo que tenía frente a sí los ojos del amor de las cartas.
No hubo saludos de por medio, un abrazo fugaz, tímido y entrecortado, siguió a la mirada de estos cónyuges desconocidos.  En las tardes de siempre, luego se relatarían este instante como la sorpresa de sus vidas, cuando al verse personalmente, frente a frente, descubren el escaso parecido con las fotos que aún conservaban. La mirada de Celina de aquel martes de carnaval, retratada para siempre en el recuerdo de Sebastián, no era sino el asombro con el cual se expresaba por su estatura más baja que la de ella.
La vida de ambos no sería en adelante la misma, en el camino a la casa que de siempre tendrían, uno que otro comentario vago junto a pesados silencios acompañaron a esta pareja de desconocidos.  Desde adentro se preguntaba Sebastián sobre ella, era inevitable reconocer que era una mujer hermosa, de reojo mientras el silencio se apoderaba de ambos, la miraba con ojos traviesos. Ahora comprendía que su padre de verdad le amaba. 

En los largos años de vida común, en las tardes, a la hora de la cena, cuando se dejaba mirar el sol extinguiéndose entre colores y nubes casi blancas, se le iba el pensamiento con aquellos detalles de este primer día. Fue en una de esas tardes cuando a pedido de Sebastián comencé a escribir esta historia, yo mismo sentía que el corazón se me detenía cuando, observando las garzas, Sebastián se preguntaba si serían las mismas que de siempre habían llegado en todos estos años; si habrían envejecido junto a él, posándose sobre la misma tierra para sólo complacerlo a él y Celina. El amor de ambos no conoció hijos, y se conformaban con las plantas y un par de loros parlanchines que les alborotaba las mañanas.
En una de las tardes de ocaso, como invitado de ocasión por esos días en que Sebastián comenzaba a quedarse por horas mirando a lo lejos y no se distinguía si estaba dormido con los ojos abiertos o despierto con los ojos perdidos, comencé mis notas que luego leía para su aprobación. En la cocina, una radio encendida en bajo volumen llevaba años sin apagarse. En su modo de pensar temía que no volviera a encender. Unos tras otros fueron pasando los detalles en sus ojos y de allí a sus palabras. 

V

Sebastián, en   cualquiera   de   sus   tardes se quedaría   soñando despierto   y   no regresaría,  esto lo  temía   con   mayor   certeza   a  comienzos de mes, en junio, cuando las lluvias son muy fuertes, y los días tienen una especial condición para cambiar el estado de ánimo de la gente del sol. A Sebastián lo consumía el Alzhéimer. Me hablaba sólo a ratos conforme se fue haciendo más evidente su precaria salud. Tomaba notas cuando se podía de sus comentarios y de vez en cuando me preguntaba algún detalle. Ya por estos días, antes que molestarle sus lagunas mentales improvisaba alguno que otro comentario. 

Sebastn en su vida fue un hombre de fidelidades obsesivas, desde que había llegado, el color verde era el único tono que había exhibido su casa, adoraba el verde mate porque hacía juego con las plantas, así refería a Celina cuando le sugería cambiarlo. El número postal de su casa –1214– siempre había sido el mismo, decía que el treinta y tres encerrado en éste le había dado suerte. Cuando me acerqué a su cuerpo aquella tarde, a mirar sus ojos sin vida detrás de sus anteojos de carey, Luís Miguel cantaba a través de la vieja radio marrón que se había hecho tan decrepita como sus dueños,  No me platiques más. Siempre hay una canción para cada ocasión –me dije–  y con ella se fugó mi pensamiento en los escasos segundos en que nos pasa por la mente la vida entera. Quise dejarla culminar antes de apagar el aparato, igualmente temía que no encendería de nuevo, en efecto, nunca más funcionó. Creo que así lo habría preferido. Recostado en su silla de esterillas de colores blanco y verde que conservaba de su treinta y tres aniversario de matrimonio, entre las manos débiles sobre su vientre, un pedazo de papel sobresalía con expresión de ofrenda para mí, lo guardaba como un regalo inolvidable que esta tarde frente al dique, entre las garzas y el sol apagado de costumbre, me lo entregaba como su última ocurrencia.

Del pensamiento secreto que te lleva dentro.
Que no conoce tiempo y me deja ausente.
Me acusa el beso que no tiene prisa.
Suave y tierno que se pierde en la brisa.
Me delatan los ojos que me llevan lejos,
para sin querer no estar presente
declararme ausente...












Nota: Relato corto publicado en el libro "Una historia por descubrir". Edinson Martínez. Editorial A todo calor. Maracaibo. 2016. También publicado en el libro Poetas y Narradores del 2006. Ediciones del Instituto de Cultura Peruana. Por Ricardo Calderón. Editor. 

viernes, 24 de mayo de 2019

El mundo según Cruz Diez

El "inventor" del arte óptico y cinético, vive en el recuerdo del mundo del arte y de los mejores afectos de los venezolanos. Más de cincuenta años de su creación artística revive con una retrospectiva en una galería de París. El color, siempre efímero y cambiante, domina el universo del venezolano Carlos Cruz Diez, "el Papa" del arte óptico y cinético, quien, en su larga trayectoria cuenta en sus búsquedas, éxitos y fracasos, en ocasión de una muestra presentada en una galería de París para celebrar los cinquenta años de su obra. Instalaciones que juegan con la luz y el color, obras vibrantes como el arcoíris, en cartón corrugado o aluminio, o ilusiones ópticas que reclaman la participación del visitante: la muestra en la galería Denise René resume 50 años de la obra de Cruz Diez, nacido en Caracas en agosto de 1923.

Titulada "Circunstancia y ambigüedad del color", la exposición dio pie a un reportaje especial que hoy hemos querido compartir especialmente. La "retrospectiva recuerda que ese año cumplía medio siglo de haberse instalado en París", dice el artista, bajito y con una mirada que chispea de inteligencia, humor, curiosidad, juventud. En la entrevista con la AFP, el pionero del arte óptico y cinético ríe recordando que de joven se había comprometido en un arte figurativo, de tipo "realismo socialista", y explica cómo se sumió en el mundo del color, construyendo una teoría y una obra que le ha ganado reconocimiento mundial.

"Desde mediados de la década del 50, yo empecé a sentir que había un estancamiento en la pintura. Todos los artistas pintaban de la misma manera, en América Latina y también en Europa", cuenta.

"Recuerdo por ejemplo que la primera vez que visité París, en 1955, fui al Salón de Mayo. Era el apogeo del arte abstractro, y yo pensé que se trataba de una exposición individual, porque todos los cuadros eran iguales, parecía que había sólo una manera de pintar".

"Luego regresé en 1960, y entonces era el apogeo del arte gestual, el formalismo. Era como una inmensa Academia. Y esas Academias, uno tiene necesidad de romperlas, abrir nuevos horizontes, buscar otras cosas", dijo Cruz Diez.

"Me di cuenta que hasta entonces se había tratado al color sobre todo como el acompañante de la forma. El color estaba sobre el soporte, y de ahí no salía. Me tomó muchos años de reflexión, de búsquedas, pero logré una noción conceptual distinta, en la que el color es una situación, una circunstancia".

"Mis experiencias en la naturaleza me enseñaron que el color es autónomo, no necesita de soporte", dijo el artista, que recordó un fenómeno que ocurre en el trópico, en agosto, cuando el sol se va ocultando y crea una atmosféra incandescente. "Todo se tiñe de rojo naranja, todo cambia de color".

"Eso me ayudó a entender que el color es una circunstancia, que todo está coloreado, el aire, el espacio. Y me di por meta encontrar un sistema en el que el color flotara en el espacio, que saliera del soporte", explicó.

"Y ese es el propósito de todo mi trabajo a través de estos 60 años: tratar de decir que el color es una situación, está en el espacio, no necesita la forma, porque es un hecho autónomo, un hecho afectivo".

Para el artista, convencido de que el "arte es total", el color es indisociable del mundo afectivo.

"Cuando usted dice me gusta ese azul, no hay soporte lógico. Fíjate: ahora que tenemos las computadoras, tenemos 18 millones de colores. Y porqué escoge uno ese azul?", pregunta, señalando una obra que cuelga en la galería.

"Es porque el color es afectivo. Es como una mujer. Uno dice: ésa es la que me gusta. Y lo que he tratado de hacer a través de toda mi trayectoria, desde los años 60, es explorar esta otra noción del color", enfatiza el artista, fiel a sus descubrimientos, a sus utopías.

"Eso mismo es lo que sigo haciendo ahora, sólo enriqueciendo esta visión con nuevas tecnologías, con nuevas posibilidades, pero siempre desarrollando esa idea conceptual: el color es una situación", concluye Cruz Diez, que hace unos años tomó también la nacionalidad francesa.

"Ha sido un trabajo bastante solitario, con muchos fracasos y hallazgos. Pero ahora veo tantos jóvenes que siguen mi trabajo", confiesa el artista, mientras la galería se va llenando de público, amigos y admiradores.

Tomado de AFP con las notas de actualización a cargo de Desde mi ventana. 

lunes, 20 de mayo de 2019

Me gusta la vida enormemente

Me gusta la vida enormemente

Por: Edinson Martínez
@emartz1
Hay quienes dicen que es una de las ciudades más bellas del planeta, refugio de poetas y escritores de todo género. Es la cuna del impresionismo y no hay manera de evitar a los pintores que en sus espacios ya tradicionales, aguardan el ojo del comprador  de ocasión. No será probablemente el paraíso terrenal, pero suele citarse, como el lugar más cercano a éste y que muchos han soñado para visitar en algún momento de sus vidas. París, es de un color plomizo en otoño, con un frío modesto que le abre las puertas al invierno.  

Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo. Me moriré en París -y no me corro- tal vez un jueves, como es hoy de otoño…”. Escribió César Vallejo, el poeta peruano que escogió  la ciudad luz para vivir y morir. El escritor y ocasionalmente periodista, con la vivencia etérea que suelen tener los poetas entregados al sentido profundo de lo que escriben, murió el 15 de abril de 1938, en una lluviosa tarde parisina, tal como en su obra “Piedra blanca sobre piedra negra”, premonitoriamente lo hiciera varios años antes. ¡Qué mayor privilegio para un poeta desprenderse de este mundo del mismo modo en que alguna vez lo escribiera!

A la salida del Museo de Louvre, la rue rivoli, recibe  cada año más de veinte millones turistas de todo el mundo, ninguno de ellos evidentemente recuerda al distinguido poeta peruano. Las tardes o mañanas con sus colores fortuitos que en su momento despertaron los sentidos de los impresionistas, transcurren sin otra condición que la luz descompuesta en sus infinitas gamas para deleite de la vista de los humanos.

Resultado de imagen para rue rivoliAl cruzar la calle, muy cerca de una tienda de perfumes baratos (para los parisinos), y al lado de un restaurante de comida rápida, del cual entran y salen personas como hormigas que apenas se miran y descubren en idiomas extraños. Una vitrina exhibidora de souvenir reclama imperiosa la vista de los transeúntes, esos que por millones el destino ha colocado allí, y ocasionalmente, intercambian al azar un esbozo de sonrisa que nunca más se repetirá. En la vitrina se muestran toda clase de pequeños detalles para regalos, la tienda es de mediana dimensión y en la estantería principal se ofrecen objetos de todo tipo para el forastero que siempre lleva en mente a alguien para obsequiarlo con algún presente. Figuras pequeñas, grandes y medianas, se agrupan destacadas para llamar la atención de los compradores de ocasión. En otro espacio, maletas y maletines de cuero, plástico y diversos materiales se apilan con el mismo propósito. La puerta abierta del lugar deja ver el fondo interior de la tienda, desde allí una mujer sentada dirige su vista a quienes por curiosidad, como en mi caso, se detienen frente al mostrador, apenas se percibe su presencia sigilosa, escruta con sus ojos de gata mansa los gestos y los labios que musitan en todos los idiomas del mundo que por allí pasan. Su mirada se cruzó con la mía por unos brevísimos segundos. Eran verdes, brillantes, luminosos e intimidantes.

-¡Hola! -dije enseguida con voz firme. Sus ojos se abrieron con sorpresa ante el saludo en español que un anónimo en una ciudad de diez millones de habitantes le ofrecía aquella mañana –¡Qué me va a entender ésta lo que yo diga!–, agregué en voz alta, mientras ella me miraba fijamente en esos segundos, en su rostro una sonrisa espontánea  se dibujó en anticipo de una pregunta que en asombro para mi dejó salir de sus labios.
-¿Tú eres un fantasma o qué? Tengo más de diez años en éste mismo lugar y eres la primera persona que pasa y me saluda en español... 


Me gusta la vida enormemente
pero, desde luego, 
con mi muerte querida y mi café 
y viendo los castaños frondosos de París 
y diciendo: 
Es un ojo éste, aquél; una frente ésta, aquélla... Y repitiendo: 
¡Tanta vida y jamás me falla la tonada!
¡Tantos años y siempre, siempre, siempre!


César Vallejo

Puerto soledad


Puerto soledad

A la mujer que abrió las alas de mis fantasías, Magüe.
 Edinson Martínez
@emartz1


Del techo colgaba durante el invierno una gota que, olvidada en verano, se hacía insoportable en los días de lluvias, una olla improvisada la recibía, paciente y tenaz, junto a las sombras de la noche durante toda la temporada. La gota de agua siempre es la misma, se suelta del techo siendo una y otra vez aquella que antes ha caído. Sobre la nada, una película de figuras humanas y semihumanas se proyectaba hasta la madrugada en el cielo interior que miraba caerla en persistente silencio. Los perros de la calle, hacían coro junto a Kalimán en el ladrido colectivo que, en comparsa fortuita, azoraban el misterio de aquellas horas nocturnas, entre todos ladraban las figuras que el azar iban construyendo con los brazos de los árboles que se batían contra el viento mojado.  De vez en cuando aparecía sobre las ventanas algún destello de luz que se perdía en el techo de la habitación, renovándose cada vez que surgía otro fogonazo inesperado desde la calle. Así pasaban de rato en rato, entre la noche y el amanecer, los resplandores que daban nuevas formas a la película imaginaria que le mantenían despierto en la hamaca. Por su mente antes que, por otro lugar, personajes de otros mundos iban dibujándose sobre las paredes, trenzados en el mutismo de la madrugada cuando se desprendían de los faros de algún vehículo solitario extrañamente circulando por aquella calle angosta. 
En una de las ventanas, una imagen, esta vez claramente humana, acercaba su cara tratando de mirar el interior de la habitación, iba esforzándose a través del vidrio turbio, que por las muchas otras manos que antes lo habían tocado, apenas permitía apreciar, de modo borroso y fantasmal, la intimidad que protegía. Posando suavemente su palma abierta sobre el cristal, como evitando alertar con algún ruido innecesario la paz que dentro se adueñaba de sus inquilinos, aproximaba su mirada mientras pulía el vidrio allanando mejor vista entre la menguada claridad que nublaba el ambiente. Luego de unos instantes, extiende uno de sus brazos, el izquierdo, como bien pudo notarse, desde la mirada pasmada que le hacían de entre el calor húmedo de la hamaca, para mediante tres toques ligeros sobre la puerta anunciar su presencia.  La persona no pronunciaba ninguna palabra; nada salía de su boca para destacar su presencia, había sido esa siempre su costumbre, de modo que esta vez sería igual que todas las anteriores. Tampoco era necesario que lo hiciera, pues sólo él solía sonar la puerta de ese modo, y así lo identificaba, mediante ese lenguaje sin palabras que suelen ser los gestos y las costumbres, la abuela de quien abriendo los ojos del sobresalto, los fijaba atentos sobre él desde el tejido abierto de la hamaca.
–¡Ya voy, ya voy!…  –dijo la anciana, con un tono de voz muy bajo, casi en sigilo, pretendiendo evitar que el resto de las personas se despertaran. En efecto, nadie más escuchó el llamado ni su respuesta diligente. Caminando a paso lento, firme, se orienta en medio de la penumbra, buscando a tientas la tranca que sirve de seguro a la puerta sin cerraduras. Era mama, abriéndole paso para que junto al viento de la madrugada, ingresara apremiado hasta la cálida intimidad de la habitación. El hombre se tocaba inquieto el cabello húmedo, con ambas manos se lo llevaba hacia atrás, empujándolo junto a las gotas de agua que, cayendo sobre sus hombros, resbalaban hacía su camisa empapada. De pie, ahora, ante la vista de ella, su figura lucía esbelta, espigada como una palmera, metida entre la luz menguada de la sala que desde el exterior venía perseguida por la vista atenta del muchacho. Con un ademán calmado, una vez que fue restableciéndose de la agitación inicial, comenzó a sacudirse suavemente la ropa, apartando inútilmente los restos de la lluvia que todavía llevaba encima.  Las bocanadas de aire frío que se colaron con la misma rapidez en que lo hizo el hombre, se esparcieron en toda la estancia, llegando a través del reducido espacio en que consistía un pasillo central, hasta los confines de la modesta cocina de la vivienda. El mismo que ambos tomarían para ir hasta donde finalmente descansarían. Ahí, el olor a tierra mojada asociado al frio, invadió en generosa presencia, el ambiente alimentado por un precario fuego que horas antes levantaba el hervor de la cocción responsable de la mezcla de aromas que reposaban allí imperturbables, alquimia exótica de toronjil con yerbabuena perfumando con hechizo de pócima, los linderos apaciguados de aquel lugar. Sobre una mesa redonda, extravagancia decorativa que alteraba el rigor del resto del área, un ejemplar de «Puerto soledad», mostraba marcando unas páginas distraídamente abiertas, alborotadas en agite espontáneo y desganado por el paso de una brisa suave, la lectura en espera de la ocasión que vendría luego para recomenzarla, como si antes se hubiese interrumpido deliberadamente. Travesura inocente del azar, impulsada por el misterio de las horas. 

–¿De dónde vienes?...
–Del mundo, mama… del mundo. Estoy bien, ya lo ves. ¿Cómo están por aquí?...
–Todos estamos bien. Seguimos igual… como siempre, nada ha cambiado por estos lados… Hemos cambiado tan poco que ahora dudamos si somos los mismos de siempre. ¿Qué te habías hecho? ¿Dónde andabas?...
Un silencio repentino detrás de una mirada evasiva, daba paso a una sonrisa que mostraba unos dientes blancos bien alineados, haciéndose más evidentes que de ordinario en la oscuridad. Era suficiente aquella sonrisa, y el gesto que la acompañaba, para abrir un corazón detenido en el tiempo que no necesitaba de palabras esperando noticas de él.

Confundido entre las horas, mirando desde el catre las figuras del techo y las sombras de la noche, apenas escuchaba en susurros una conversación venida desde la cocina, una travesía de palabras que llegaban a ratos como navegando sobre una corriente de aguas en remanso. Las voces que se perderían con los primeros fulgores del alba, se irían a su vez con el invierno persistente de aquella madrugada de junio; mitad del año en que los vapores calientes de la temporada, se mezclaban con las diluviales precipitaciones que enlodaban el pueblo sin descanso. Su mayor angustia la representaba la gota pendiendo del techo, cayendo sobre el recipiente que la esperaba en cronométrica precisión. Aquel año las lluvias habían sido más fuertes que de costumbre, la calle y, en especial, la esquina antes de llegar a ella, mostraba en toda su magnitud el efecto del agua sobre la tierra; un charco enorme que impedía el paso a todo aquel que lo quisiera; salvo, claro está, de aquellos que estuvieran dispuestos a cruzarlo por causa particular, o no les importara las consecuencias de hacerlo. De noche no había manera de saber cómo transitar y menos qué esperar al atravesar la esquina que obligatoriamente habría de vadearse para llegar a la vivienda.
Mama, que mal está la calle, apenas se distingue en la oscuridad el tamaño del lodazal, no hay forma de caminar por ella sin atascarse en el barrial. ¿Cómo es posible? ¡Está peor que antes!… ¡Qué calamidad!

Desde hacía mucho tiempo el sueño se le había desterrado más que de sus ojos, del ánimo e interés por éste. Sin embargo, no podía moverse a voluntad, su cuerpo le pesaba como si estuviera sujeto a una carga de plomo. Abría y cerraba los ojos observando todo cuanto la vista le alcanzaba bajo las tinieblas. El parloteo lejano le mantenía atento, escuchándolo a retazos mientras inútilmente intentaba acomodar su rostro para distinguir a quienes conversaban.  Una sensación de tullimiento le trastornaba sin poder quitársela de encima.

–Las lluvias han sido muy fuertes durante este año, y, esta calle, ya sabes, nunca ha tenido dolientes. Desde siempre ha sido así, es como si aquí no viviéramos personas, nadie se acuerda de nosotros.
–Donde ahora vivo, cuando se anuncia un temporal, nos alegramos por las bondades del cielo sobre la tierra. La vemos caer como un regalo al que se espera ansiosamente. El campo cambia de colores mientras la mar se encrespa con sus olas que luego buscan refugio en la serenidad de la costa. Las personas nos dejamos mojar con la promesa de felicidad que hace el chaparrón sobre los cultivos que aguardan por él.

Más que en otras ocasiones, la noche había sido muy larga, por lo menos así le parecía, percepción de las horas que siendo todas iguales, no siempre se cuentan del mismo modo cuando los latidos del corazón se agitan por la angustia. Sentía que el aire frío del invierno se hermanaba con la penumbra nocturna para paralizarle el sueño que, en lugar de vencer su tediosa vigilia, como usualmente sucede durante la conjunción mágica de ambos, sin embargo, ahora, lo obligaban a mantenerse absorto mirando la oscuridad y las sombras que de ella se desprendían. No buscaba nada, pero se sentía perdido, entumecido en todo su cuerpo. En la olla, la gota de lluvia que tenazmente había venido cayendo desde su firmamento particular; sobre su borde opaco, de metal viejo y apachurrado de tanto cucharearse sobre el fuego, toda el agua acumulada en la víspera se asomaba derramándose dentro de la habitación, justo debajo de la hamaca. 

Las voces iban y venían por momentos, en pausados ratos, como en un juego de palabras liado en el viento ligero. A veces el silencio entre ambos se prolongaba, y entonces un coro desafinado de varias aves madrugadoras, cuyo reloj biológico no admite dilaciones, se escuchaba jubiloso anunciando el nuevo día. A través del tejido de diminutos trozos marrones que como un negativo de película tenía la hamaca, podía mirar su entorno, sus ojos se metían entre ellos y husmeaban en derredor, siempre impedido por las fantasías que poblaban su imaginación, y también, por las certezas que su vista limitadamente percibía, se esforzaba con desesperación. El olor del café llenaba la habitación mientras el humo de la vieja cafetera iba dibujándose en el aire como un volcán diminuto. De ese modo se figuraba el ascenso humeante del vapor, no sólo ahora, cuando advierte su aroma, sino, igualmente, desde cuando muy niño fantaseaba con profusión con cada detalle en derredor; extasiándose con el recorrido marcial de las hormigas; con el vuelo acrobático y preciso de las libélulas que en imitación de ellas hacen los helicópteros, y con el anestésico acto, que como atisbo de sesión de hechicería, unas plantitas a ras de tierra, cuando apenas se le rozaba, sus hojas se aquietaban en sueño efímero. En aquellos días se quedaba alelado viendo como tomaba cuerpo la nube de humo que salía resollando de la cafetera encumbrándose sobre el fogón.  

El área de la cocina vista a través de los cuadros de la trama, se veía más pequeña de lo que era, lucía semejante a la perspectiva que se tiene cuando se encogen los dedos y se forma un cañón con ellos a modo de telescopio; al final de la mira, dos personas compartían sentadas una frente a la otra, sus palabras y silencios intermitentes en encuentro aplacado en el que los gestos suaves y pacientes de sus manos se expresaban obsequiosos sustituyéndose las voces por momentos. Mientras se hablaban, ese rumor apagado como un rosario de entonaciones, se alzaba pretendidamente bajito para que fueran los sonidos del alba quienes tomaran lugar en el sosiego de las horas. Parecía un sueño traído por la lluvia. Intentaba moverse y no podía, una y otra vez sus ojos escrutaban con impaciencia en derredor sin poder emitir sino su parecer que quedaba atrapado en las fantasías que le dominaban. Miraba como la gota de agua todavía se dejaba caer en el perol, derramándose indolente sobre el piso, no sería la primera vez que esto sucediera y por eso le exasperaba. En efecto, en tiempos lluviosos era más o menos común que el agua pasara del techo a la olla y de ésta al cemento opaco del piso. Aun siendo de este modo, no dejaba de angustiarle porque ésta vez a diferencia de las anteriores, miraba la secuencia de llenado desde temprano, había notado el momento en que sobrepasaba el borde del recipiente, y desparramándose en el piso, debajo de la hamaca, comenzaba a correr deprisa como un río desbocado abriéndose cause entre los enseres de la casa.

A tragos de café, pausaban su conversación, y en la mesa, sobre un mantel de cuadros verdes y blancos, las tazas despedían un hilillo de humo que perfumaba la sala y la cocina entera, parecían sorberlos en cámara lenta mientras hablaban a retazos mientras el agua seguía su curso molesto, siendo inevitable que ya inundara toda la intimidad amodorrada de la vivienda. En momentos como estos la idea de ir al colegio bajo el temporal, dejaba de atormentarlo, comprendía que no habría modo de cruzar las calles bajo el asedio invernal y el lodo atascándolas cuando amainara el diluvio tropical. De nuevo abría los ojos verificándose su vigilia, se sentía despierto, cabalmente despabilado, sin embargo, apenas podía moverse. Escuchaba, olía, y veía con la certeza misma de sentirse vivo. Dirigía su mirada a la ventana, el techo, la cocina y el resto lo imaginaba. Quería levantarse y cambiar la olla para aliviar la angustia de sentir anegarse toda la casa. Pero apenas podía pestañar, descubrir sus pupilas en un esfuerzo supremo para verificar la certeza de su conciencia. Antes había evitado delatar su interés por la conversación que llegaba desde la cocina, eso pensaba, creyendo la causa que reprimía sus movimientos, ahora no estaba seguro si habría podido moverse a voluntad. Cuando el agua, tocando en desmedida el borde de la cacerola para descargarse generosa sobre sus límites, ondulando como ola su contenido con cada gota descolgada de las alturas; con la penúltima de ellas, a cuyo desplome el recipiente tremaba sobrepasado, el muchacho rompe el velo de la inconsciencia que le figura la verdad a la que se resiste. Abre bruscamente sus ojos y se mueve a voluntad. En la cocina, al mirar entorno a la mesa, no había nadie, el susurro entrecortado de palabras que flotaba en el ambiente, también se disipa. Y el olor a café que inspiraba su olfato con alucinantes comparaciones, igualmente se esfuma.
–¡Mama!... ¡El agua se bota! –grita, y sus palabras se quedan todavía enredadas entre la espesa manta que forma la tela de la hamaca– ¡Mama... el agua de la olla! –vuelve a decir con desesperación. Una vez que tuvo libertad para moverse, al desplazar su torso, el resto de su cuerpo se sintió en plenitud de estirarse, su rostro enfoca su mirada y, ahí, al costado impasible en el que antes figuraba las fantasías que le convencían de su realidad, Mama dormía. Un ronquido suave salía de sus labios como un silbido similar al resoplido del viento cuando se escapa por un orificio. La puerta estaba cerrada y la cacerola tenía el agua por la mitad. Hacía rato había dejado de llover. En la mesa de la cocina, «Puerto soledad», tenía sus páginas cerradas, en su parte posterior, una reseña breve concluía: 


«Algunas de sus cartas esporádicas, llegadas de lugares diferentes, daban cuentas de él, eran largas y bien escritas. Había en ellas una nostalgia indescifrable, apenas perceptible. Eran escritas como quien escribía más para sí que para otros. Abrazadas con la lluvia y el viento, nos trasladan a los confines interiores de quien bordea los límites entre la fantasía y la realidad; de alguien que, no encontrando los senderos del regreso, ha de conformarse con vivir en el puerto de la soledad»



Nota: Relato corto publicado en el libro "Una historia por descubrir". Edinson Martínez. Editorial A todo calor. Maracaibo. 2016