1214
Por: Edinson Martínez
@emartz1
@emartz1
A
fulanita de tal, quien me invito a su casa
cuando aún faltaba mucho para
culminar el siglo veinte.
I
En el ocaso de las tardes calientes de esta tierra de
gramíneas y tunas, se pueden ver sobre el dique las garzas pacientes y
elegantes que recuerdan la costa lacustre. En la calle cinco de la
urbanización, justo la que corre paralela al muro, en la casa de la esquina del
final de la calle, Sebastián y Celina se sentaban a tomar café en las tardes
debajo de una enorme mata de mangos que cubría de sombras el patio de la casa. Miraban
desde allí las garzas que picoteaban entre el salitre y la grama silvestre, los
animalitos de la porción de terreno que separaba la calle de la escollera.
Cuando la sirena de las cuatro de la
tarde marcaba el fin de la jornada laboral, cada quien presuroso dejaba los
talleres y patio de tanques para integrarse a su vida doméstica; marchaban los
trabajadores a sus casas al encuentro de su mujer, muchachos, animales y matas,
en una rutina que raras veces se alteraba. Antes de casarse, Sebastián, que ya
entonces, vivía en la misma calle, en una casa de solteros, tenía por costumbre
ver llegar las garzas a picotear, se entretenía en el paisaje que de común con
su tierra de origen sólo tenía estas aves blancas y bandadas de gaviotas que
llenaban el cielo occidental.
Desde los primeros días de su llegada
había adquirido como costumbre mirar el paisaje, probablemente buscando las
similitudes que no eran muchas entre su tierra y ésta que ahora descubría,
siendo pocas, despertaban su admiración y le contagiaban por ratos el
pensamiento de recuerdos.
En el solsticio de verano de mil novecientos cuarenta y seis, con el mismo calor que no se extrañaba en estos lugares y el verde mar del Caribe como compañía, salió Sebastián de la isla. El occidente petrolero cautivaba su atención, suponía mejores días para él que una segura vida de pescador en la isla, por lo menos habría tenido la ocasión de escoger una opción diferente para vivir de no resultar lo que esperaba. A solas cavilaba muy adentro sobre los cambios que implicaban dejar la tierra de siempre, alegre a ratos, y confuso a veces, los dieciocho años de adrenalina se le arremolinaban queriendo acortar las distancias a tierra firme para comenzar lo que ya había decidido.
En el solsticio de verano de mil novecientos cuarenta y seis, con el mismo calor que no se extrañaba en estos lugares y el verde mar del Caribe como compañía, salió Sebastián de la isla. El occidente petrolero cautivaba su atención, suponía mejores días para él que una segura vida de pescador en la isla, por lo menos habría tenido la ocasión de escoger una opción diferente para vivir de no resultar lo que esperaba. A solas cavilaba muy adentro sobre los cambios que implicaban dejar la tierra de siempre, alegre a ratos, y confuso a veces, los dieciocho años de adrenalina se le arremolinaban queriendo acortar las distancias a tierra firme para comenzar lo que ya había decidido.
II
Cuando llegaban las lluvias, los
zancudos crecían tanto que parecían inyecciones sus picadas; mosquiteros
improvisados, cartones y hierbas que se quemaban servían para espantar a ratos
los insectos impertinentes. En la urbanización donde vivía Sebastián, que por
esos giros del idioma denominaban campo, cada día se albergaban a nuevas
personas que desempeñaban cualquier clase de labores. La vida se hacía cara
como en todo pueblo minero que descubría su riqueza como caída del cielo. Un
pañuelo planchado podía costar un real, y todo cuanto se consumía había que
pagarlo sin pretextos: el amor, la comida, los oficios del hogar, la ropa
lavada y planchada, así como tantas otras cosas de la vida cotidiana. Los
periodos de lluvias eran especialmente fastidiosos por sus implicaciones no
sólo naturales sino particularmente, porque multiplicaban, además, los gastos personales
y retrasaban los quehaceres ordinarios. Para quien vivía solo, las lluvias eran
un verdadero trauma que hacía añorar el polvo del verano y evidenciar la falta
de una mujer.
El primer año transcurrió velozmente,
los días pasaban tan rápido que apenas tenía tiempo de responder las cartas que
de la isla llegaron en tres ocasiones. La última de ellas comentaba a
Sebastián, entre muchos otros aspectos, la situación política del país. Su
padre le escribía con entusiasmo sobre Jóvito Villalba, a quien admiraba y
veneraba con pasión. De muchacho, mientras éste visitaba la isla en una de las
arengas públicas frecuentes de aquellos años, Sebastián y su padre expresaban
cada vez que podían su apoyo entusiasta agitando una bandera desde la puerta de
la casa. Siempre refería estos episodios con cariño, en algunas ocasiones
recordaba con afecto aquellos momentos de comunión política con que seguían
su padre y uno de sus compadres al destacado líder nacional. Ellos, ambos políticos de pueblo, luchadores contra
la dictadura de Gómez, habían huido
varias veces para salvar la vida.
Sebastián no regresó en años a la
isla, su padre le contaba en las cartas sobre el pueblo y familiares. En una de
ellas le hablaba de Celina, su ahijada, de quien Sebastián tenía un recuerdo
vago de una niña de doce años, era toda una señorita pecosa de piernas gruesas
la que ahora aparecía en las cartas de su padre rondando unos diecisiete años.
Añoraba de la isla el piñonate y los jobos que de vez en cuando le llegaban
como encargo. De los amigos que había dejado al momento de partir y sobre los
cuales preguntaba cada vez que escribía, invariablemente se habían hecho
pescadores algunos y otros contrabandistas. Con Celina comenzó al quinto año de
su ausencia de la isla un intercambio fugaz de cartas donde le hablaba del Lago
de Maracaibo y del petróleo, de su color negro misterioso que hacía ganar en un
mes lo que a un pescador le costaba varios meses de trabajo. Celina, como todos
en la isla, apenas imaginaba el color y olor de aquella deslumbrante riqueza
que atraía al mundo entero. Era un cruce de correspondencias sin sentido que
había comenzado veladamente estimuladas por su padre. Celina era huérfana de
madre y había quedado al cuidado de su padre y abuela paterna, era obvio que
pretendían resolver su casamiento a temprana edad, y el más indicado era
Sebastián.
III
La angustia de la espera se disipaba
ante la fuerza del viento golpeando los recuerdos de la niñez que se despedía.
Hasta el sabor del viento podía sentirlo mientras miraba la distancia infinita
del mar. Por horas, su cuerpo aferrado a la baranda celeste de La
Gaviota acompañó
el baile perpetuo de las olas en su ir y venir de la embarcación. Era una joven
alta y hermosa como pocas, de ojos color cielo que se abrían paso entre las
nubes y los recuerdos, ellos mismos no expresaban apremio alguno a pesar del
tiempo transcurrido desde que había decidido el abordaje.
Para Celina era la primera vez que
viajaba tales distancias, no sólo se estrenaba en un viaje de días, sino
también en una nueva vida en la condición de esposa. Hacía dos días se había casado
con Sebastián a través del padre, por intermedio de un poder de autorización
que había tardado días en llegar a la isla. El padre de Sebastián se había
casado en nombre de su hijo con Celina, como desde hacía tiempo lo había
deseado. Ella, ahora viajaba a su destino en otro lugar, con un esposo del que
apenas recordaba una flacura extrema. Le agradaba la forma en que le escribía,
la manera como describía sus días de empecinado trabajador en una tierra
distante. Se había enamorado de las cartas de Sebastián y a través de ellas de
quien las escribía.
Mientras viajaba, Celina recordaba
las cartas que se habían escrito durante el último año, las fotografías que de
ella ahora tenía Sebastián, especialmente tomadas para él por Rosendo, un
fotógrafo ambulante que visitaba los pueblos una vez por mes recibiendo y
entregando los encargos. Sebastián le aparecía en los sueños como un hombre
delgado, de hablar con pocos gestos en su rostro y ojos escrutadores. Los
sueños se le contaminaban de aquellos días en que le había visto de niña siendo
adolescente él. Por las cartas lo asumía como una persona amable y
conversadora, sin embargo, no lograba después de años imaginarlo en detalles,
el color de sus ojos, que a veces los recordaba negros y en otras ocasiones
marrones, se le confundían con sus deseos de quererlos verde intenso.
Los sonidos propios de la
aglomeración de personas apenas perturbaban su pensamiento extraviado. Celina
en su interior ya había llegado a su destino mucho antes de partir, imaginaba
el encuentro en el puerto con Sebastián esperándola. Cómo sería su trato, de
qué manera se mirarían, y qué tema escogerían para hablarse por primera vez.
Todas estas y otras preguntas le rondaban por su mente, inquiriéndose al mismo
tiempo sobre el por dónde comenzarían a hablarse.
Estos enamorados de las letras se
inquietaban por este encuentro de primera vez, la angustia les consumía en su
interior de similar manera para ambos que, luego, en las tardes de ocio frente
a las garzas pacientes, se confesarían como un recuerdo curioso por la forma
estrafalaria como habían llegado a formar pareja.
Desde muy temprano en la mañana,
Sebastián esperaba en el puerto la llegada de La
Gaviota. Era un día como cualquier otro, con el mismo sol
de siempre y el ajetreo de todos los días. Era inevitable que pasaran por su
mente sus días en la isla; los recuerdos de Celina siendo niña; detalles de las
cartas que se intercambiaron durante unos amores de letras. De su padre,
pidiéndole respeto y entrega para la ahijada. Su modo de expresar nerviosismo
lo hacía a través de la perplejidad con que se quedaba por ratos entregado a
sus pensamientos. No lograba imaginar a Celina en detalles, se le perdía en la
imaginación, donde en ocasiones se le aparecía delgada, y en otros momentos, robusta,
Alegre a veces, y más tarde triste. Naturalmente, se había casado con alguien
que no conocía. Eso le desconcertaba y se preguntaba cómo era que había llegado
a tal decisión. Pero no había culpables, tampoco era ese el sentido de la
interrogante. La decisión partió siempre de él mismo, y la iniciativa al
proponerle casamiento al filo de la novena correspondencia de intercambio,
aunque, ciertamente, reconociendo el papel de su padre como el auspiciante
discreto del casamiento, surgió enteramente de él, por tanto, aun cuando
admitía el avenimiento paterno, bien sabía que había sido decisión.
Todos estos pensamientos dándole
vueltas en su cabeza no hicieron que el tiempo transcurriera más rápido, el
reloj seguía corriendo al mismo ritmo que de costumbre, mientras Sebastián
esperando con sus cavilaciones metidas en un sombrero gris oscuro que se
resistía a dejarlo, se impacientaba ante la inminencia del arribo. A las tres y
veinticinco minutos de la tarde de un martes de carnaval que le hacía sudar
copiosamente, el chillido estrepitoso de una sirena lo desconectaba de sus
elucubraciones. Tocaba puerto La Gaviota.
IV
El corazón le movía los botones de la
camisa blanca que transfirió el color a su cara inquieta. Una a una miraba a las
mujeres quienes desfilaban por el desembarque, en todas ellas veía la misma foto
que guardaba en la cartera. Todas se le parecían Celina y con cada una sentía
dudas. Al cabo de un buen rato, una mujer de vestido celeste de una estatura
que no esperaba, le encontró la mirada impaciente que buscaba por todas partes
sin atinar en su propósito. En ese instante supo que tenía frente a sí los ojos
del amor de las cartas.
No hubo saludos de por medio, un
abrazo fugaz, tímido y entrecortado, siguió a la mirada de estos cónyuges
desconocidos. En las tardes de siempre,
luego se relatarían este instante como la sorpresa de sus vidas, cuando al
verse personalmente, frente a frente, descubren el escaso parecido con las
fotos que aún conservaban. La mirada de Celina de aquel martes de carnaval,
retratada para siempre en el recuerdo de Sebastián, no era sino el asombro con
el cual se expresaba por su estatura más baja que la de ella.
La vida de ambos no sería en adelante
la misma, en el camino a la casa que de siempre tendrían, uno que otro
comentario vago junto a pesados silencios acompañaron a esta pareja de
desconocidos. Desde adentro se
preguntaba Sebastián sobre ella, era inevitable reconocer que era una mujer
hermosa, de reojo mientras el silencio se apoderaba de ambos, la miraba con
ojos traviesos. Ahora comprendía que su padre de verdad le amaba.
En los largos años de vida común, en
las tardes, a la hora de la cena, cuando se dejaba mirar el sol extinguiéndose
entre colores y nubes casi blancas, se le iba el pensamiento con aquellos
detalles de este primer día. Fue en una de esas tardes cuando a pedido de
Sebastián comencé a escribir esta historia, yo mismo sentía que el corazón se
me detenía cuando, observando las garzas, Sebastián se preguntaba si serían las
mismas que de siempre habían llegado en todos estos años; si habrían envejecido
junto a él, posándose sobre la misma tierra para sólo complacerlo a él y
Celina. El amor de ambos no conoció hijos, y se conformaban con las plantas y
un par de loros parlanchines que les alborotaba las mañanas.
En una de las tardes de ocaso, como
invitado de ocasión por esos días en que Sebastián comenzaba a quedarse por
horas mirando a lo lejos y no se distinguía si estaba dormido con los ojos
abiertos o despierto con los ojos perdidos, comencé mis notas que luego leía
para su aprobación. En la cocina, una radio encendida en bajo volumen llevaba
años sin apagarse. En su modo de pensar temía que no volviera a encender. Unos
tras otros fueron pasando los detalles en sus ojos y de allí a sus palabras.
V
Sebastián, en cualquiera
de sus tardes se quedaría soñando despierto y no
regresaría, esto lo temía
con mayor certeza
a comienzos de mes, en junio,
cuando las lluvias son muy fuertes, y los días tienen una especial condición
para cambiar el estado de ánimo de la gente del sol. A Sebastián lo consumía el
Alzhéimer. Me hablaba sólo a ratos conforme se fue haciendo más evidente su
precaria salud. Tomaba notas cuando se podía de sus comentarios y de vez en
cuando me preguntaba algún detalle. Ya por estos días, antes que molestarle sus
lagunas mentales improvisaba alguno que otro comentario.
Sebastián en su vida fue un hombre de fidelidades
obsesivas, desde
que había llegado, el color verde era el único tono que había exhibido su casa,
adoraba el verde mate porque hacía juego con las plantas, así refería a Celina
cuando le sugería cambiarlo. El número postal de su casa –1214– siempre había
sido el mismo, decía que el treinta y tres encerrado en éste le había dado
suerte. Cuando me acerqué a su cuerpo aquella tarde, a mirar sus ojos sin vida
detrás de sus anteojos de carey, Luís Miguel cantaba a través de la vieja radio marrón que se había hecho tan
decrepita como sus dueños, No me platiques más. Siempre hay una canción
para cada ocasión –me dije– y con ella
se fugó mi pensamiento en los escasos segundos en que nos pasa por la mente la
vida entera. Quise dejarla culminar antes de apagar el aparato, igualmente
temía que no encendería de nuevo, en efecto, nunca más funcionó. Creo que así
lo habría preferido. Recostado en su silla de esterillas de colores blanco y
verde que conservaba de su treinta y tres aniversario de matrimonio, entre las
manos débiles sobre su vientre, un pedazo de papel sobresalía con expresión de
ofrenda para mí, lo guardaba como un regalo inolvidable que esta tarde frente
al dique, entre las garzas y el sol apagado de costumbre, me lo entregaba como
su última ocurrencia.
Del pensamiento secreto que te lleva dentro.
Que no conoce tiempo y me deja ausente.
Me acusa el beso que no tiene prisa.
Suave y tierno que se pierde en la brisa.
Me delatan los ojos que me llevan lejos,
para sin querer no estar
presente
declararme ausente...
Nota: Relato corto
publicado en el libro "Una historia por descubrir". Edinson Martínez.
Editorial A todo calor. Maracaibo. 2016. También publicado en el libro Poetas y Narradores del 2006. Ediciones del Instituto de Cultura Peruana. Por Ricardo Calderón. Editor.
1 comentario:
Muy bueno Edison felicitaciones muy buena Narrativa y bello Verso. Me gusto. Saludos y Mucho Exito.
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