El jabón
"La vida hay que tomarla con amor y con humor. Con amor para comprenderla y con humor para soportarla".
Anónimo
Edinson Martínez
@emartz1
La
costumbre de bañarse a diario –a veces más de una vez– en nuestros países, es
un antiquísimo hábito de pulcritud, heredado de aquellos tiempos remotos del
guayuco o taparrabo que modestamente exhibían nuestros antepasados. Esta
práctica de higiene personal llamó poderosamente la atención de quienes pisaron
por primera vez nuestro continente en el ocaso del siglo XV. Es oportuno
advertir –y valga la digresión explicativa, no nos vaya a salir alguno de esos
puntillosos que sobre temas históricos no perdonan el menor desliz– que
demostrado está que desde mucho antes de aquella aventura transoceánica
iniciada en Puerto de Palos –como se nos enseñaba desde el tercer grado de
instrucción primaria, en esos lejanos días en que los maestros estaban
autorizados por nuestros padres a doblarnos las rodillas y/o sacarnos las lágrimas
por alguna travesura u omisión académica– hacia ésta parte del mundo, otros ya
habían pasado revista con relativa asiduidad a los predios exóticos de lo que
hoy en día es el subcontinente de las mayores desigualdades sociales del
planeta: Latinoamérica. Pues bien, siendo el baño frecuente una novedad de ostensibles
beneficios sobre nuestro cuerpo, su higiene, y naturalmente, el olor que emana
de éste, no dudo en pensar que fue bien acogida por los conquistadores
europeos, y como se acostumbra decir por estos días, fue nuestro legado para
ellos que, dependiendo del cristal con que se mire el asunto, podría incluso
ser uno de nuestros mejores aportes para el viejo mundo.
Pero como en todas las
sucesiones, los beneficiarios –¡y beneficiarias!, diría uno de estos maniáticos
de las precisiones del género y no del idioma– pueden optar libérrimamente por
tomarlas o asumirlas, o bien, rechazarlas, desentendiéndose de este modo del
legado que a otros ha costado ingentes esfuerzos. Algunos, entonces, las
recibieron y practicaron en lo sucesivo con absoluta devoción, mientras que otros
la desdeñaron. Hace algunos años fui a Margarita, cuando tomar el sol en alguna
de sus playas era una experiencia babélica.
Al subir al avión, de regreso, una de las azafatas que por protocolo y cortesía aeronáutica recibe a los pasajeros, mostraba un semblante rígido, carente de aquella y obsequiosa sonrisa de rigor. Firme, elegante, y espigada como una mata de coco, nos saludaba con sus buenos días. Sin embargo, evitaba meter –tal vez, sería mejor decir: esquivaba dirigir su mirada– su cara hacia el interior de la aeronave. Dentro, con nuestro calorcito tropical expresado al máximo, una legión de caras rubias y cabellos de tonos Igora Royal 9FA, generaban un atmosférico* ambiente cargado de un vaho encebollado que súbitamente me hizo comprender la razón de la mirada toreada de la aeromoza. Había casi olvidado aquella escena de finales del siglo pasado, pero hace unos días volví a recordarla en medio de una interesante y estimulante aventura –de qué otro modo podría calificarse una experiencia como ésta, sino es a partir de la nueva interpretación de la realidad, aquella según la cual el mundo al revés para otros, es el derecho para nosotros: lo feo es bonito, lo malo es bueno, la guerra es la paz, una mentira la verdad, las colas una ficción, y la inseguridad una sensación– de una semana en cola, léase bien, una semana, para comprar una batería a mi carro que justo el treinta y uno de diciembre me dejó varado. La mezcla de aromas, tufos y tufillos que la ausencia de jabón, primero y, luego, desodorante –ese maravilloso invento de la modernidad para corregir nuestros defectos de fábrica– que fueron acumulándose al calor de los intensos rayos solares de esta región del mundo, democráticamente nos fue igualando a todos bajo la misma condición mal oliente. Allí, entonces, descubrimos el barro del cual estamos hecho todos.
Al subir al avión, de regreso, una de las azafatas que por protocolo y cortesía aeronáutica recibe a los pasajeros, mostraba un semblante rígido, carente de aquella y obsequiosa sonrisa de rigor. Firme, elegante, y espigada como una mata de coco, nos saludaba con sus buenos días. Sin embargo, evitaba meter –tal vez, sería mejor decir: esquivaba dirigir su mirada– su cara hacia el interior de la aeronave. Dentro, con nuestro calorcito tropical expresado al máximo, una legión de caras rubias y cabellos de tonos Igora Royal 9FA, generaban un atmosférico* ambiente cargado de un vaho encebollado que súbitamente me hizo comprender la razón de la mirada toreada de la aeromoza. Había casi olvidado aquella escena de finales del siglo pasado, pero hace unos días volví a recordarla en medio de una interesante y estimulante aventura –de qué otro modo podría calificarse una experiencia como ésta, sino es a partir de la nueva interpretación de la realidad, aquella según la cual el mundo al revés para otros, es el derecho para nosotros: lo feo es bonito, lo malo es bueno, la guerra es la paz, una mentira la verdad, las colas una ficción, y la inseguridad una sensación– de una semana en cola, léase bien, una semana, para comprar una batería a mi carro que justo el treinta y uno de diciembre me dejó varado. La mezcla de aromas, tufos y tufillos que la ausencia de jabón, primero y, luego, desodorante –ese maravilloso invento de la modernidad para corregir nuestros defectos de fábrica– que fueron acumulándose al calor de los intensos rayos solares de esta región del mundo, democráticamente nos fue igualando a todos bajo la misma condición mal oliente. Allí, entonces, descubrimos el barro del cual estamos hecho todos.
Cuando era niño solía
venderse en todos los comercios, además con una abundante publicidad en medios
impresos y audiovisuales en el país, un jabón de tocador conocido como Salvavidas, lo recuerdo de un color
anaranjado, de forma hexagonal y muy duro al tacto, tenía un olor extraño, un
aroma a no sé qué cosa horrible, tan desagradable que, al compararlo con los
otros jabones disponibles en el mercado, bien podría emplearse para uso de
mascotas. Hasta su forma, pero principalmente, su olor, remedaban las mismas
propiedades de aquellos indicados específicamente para tales usos. Pues bien,
en esos días de cola llegué a extrañar un Salvavidas.
Comienzo a recordarlo hasta con cariño, en una especie de nostalgia en la que
se reconcilian los malos recuerdos con el presente. Hecho que se repite con
alguna frecuencia cuando los humanos intentamos edulcorar el pasado para
contrastarlo con el presente, llegando incluso a extrañarlo, aun sabiéndolo
horrible. Por eso, ahora: ¡qué maravilloso sería tener ahora un Salvavidas!
Llega a mi memoria un
episodio jabonoso de hace algunos años, anecdótico como ha sido esta breve
crónica. Para la primera mitad de la década de los ochenta. Estando de visita
por razones laborales en una empresa transnacional, petrolera, mientras
esperaba el turno para ser atendido, en la sala de recepción, una joven
secretaria nos recibía a todos con exquisita cordialidad. Al cabo de unos
minutos, tal vez un cuarto de hora, un hombre muy grande; inmenso de largo y
ancho, hizo su entrada en la pequeña oficina, venía complaciente y jovial. Tenía
idea de haberlo visto antes. Constantemente su fotografía aparecía en la prensa
regional asociada con alguna noticia del ámbito en que se desempeñaba. Nunca lo
había visto en persona, pero no habría sido necesario para identificarlo, pues su
inolvidable cara destacaba por un bigote tan grueso como una brocha de tres pulgadas.
Llevaba unos grandes anteojos de carey que no sé por qué hacían juego con un
grotesco peinado hacia atrás al estilo Brylcreem.
Indudablemente que su fisonomía era de una irrepetible singularidad. Se acercó
diligente, ágil –como no se imaginaría nadie que lo viera a primera vista–,
hasta la chica recepcionista. Supe en el
acto que se trataba de don Pedro Gauna Moreno, un veterano dirigente sindical
de aquellos años.
Por el trato hacia la chica concluí que la conocía y, luego del saludo con las cortesías zalameras de obligado cumplimiento mientras todos los visitantes, dos o tres personas, observábamos callados, sacó de uno de sus bolsillos grandotes del también mayúsculo pantalón de caqui, un par de jabones de tocador marca Cadum –el jabón cosmético de moda, perfumado y con bonita forma que a efectos subliminales a mí todavía me sigue pareciendo estar viendo a Susana Giménez con su shock de frescura–. Era evidente que se trataba de un halago para la recepcionista. La joven tomó el par de jabones, recuerdo eran de empaque verde, y los guardó discretamente en su escritorio. De inmediato, don Pedro entró raudo a la entrevista, antes –por supuesto– de quienes habíamos llegado previamente. Rato después, regresó y se despidió de la oficinista con la misma zalamería del comienzo. En esos tiempos –y en el presente con mucha más razón dada su ausencia absoluta de los anaqueles de toda clase de mercados en Venezuela–, los jabones abrían puertas. ¡Qué bueno sería tener ahora uno de esos Cadum, aunque también vendrían bien un par de Salvavidas!
Por el trato hacia la chica concluí que la conocía y, luego del saludo con las cortesías zalameras de obligado cumplimiento mientras todos los visitantes, dos o tres personas, observábamos callados, sacó de uno de sus bolsillos grandotes del también mayúsculo pantalón de caqui, un par de jabones de tocador marca Cadum –el jabón cosmético de moda, perfumado y con bonita forma que a efectos subliminales a mí todavía me sigue pareciendo estar viendo a Susana Giménez con su shock de frescura–. Era evidente que se trataba de un halago para la recepcionista. La joven tomó el par de jabones, recuerdo eran de empaque verde, y los guardó discretamente en su escritorio. De inmediato, don Pedro entró raudo a la entrevista, antes –por supuesto– de quienes habíamos llegado previamente. Rato después, regresó y se despidió de la oficinista con la misma zalamería del comienzo. En esos tiempos –y en el presente con mucha más razón dada su ausencia absoluta de los anaqueles de toda clase de mercados en Venezuela–, los jabones abrían puertas. ¡Qué bueno sería tener ahora uno de esos Cadum, aunque también vendrían bien un par de Salvavidas!
*.- Expresión de mi amigo Chemel Noguera -músico melenudo poseído por el rock, y diseñador gráfico de alucinante creatividad- para describir una situación particular fuera de lo común.
4 comentarios:
Excelente!!
SI ESTE GOBIERNO CONTINÚA, VAMOS A TENER QUE ASEARNOS COMO LAS GALLINAS, CON TIERRA, YA QUE NI EL JABÓN AZUL SE CONSIGUE, PERO ES QUE ESA GUERRA ECONÓMICA NOS ESTÁ MATANDO MIENTRAS ELLOS SE ESTÁN LLENANDO AÚN CUANDO LAS ARCAS SE ESTÁN VACIANDO.
BRAVO Amigo ! me gusta la armonía y sincronización del lenguaje y su temática, con una impecable cronología jabonosa...Recibe mis más sinceras felicitaciones y mis mejores deseos de bienestar individual, familiar y socia! Hasta muy pronto...
Bueno tampoco era tan Horrible el olor del Salvavidas a mi me gustaba, excelente articulo me trajo buenas memorias.
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