Por Edinson Martínez
En ese sentido, es válido afirmar que el
contexto histórico en que fuera publicada la novela, el año de 1974, es un momento
en el que confluyen diversas corrientes de contracultura en el país y también
fuera de este. Es, si se quiere, la decantación histórica de procesos gestados
en la década precedente.
Este libro es una publicación de modesto
tiraje y no podría asegurar que hubo varias ediciones. Llegó a manos de los
lectores por medio de una impresión tipográfica a cargo de un registro
editorial de Tipografía El Sobre, de Caracas, con un prólogo del conocido
periodista y escritor venezolano, Jesús Sanoja Hernández.
Se trata de una obra escrita por una
autora venezolana, ya desaparecida, de nombre Irma Acosta, a la que hoy muy
pocos recuerdan, pese al enardecido tono con que interpela al mundo al escoger
el título de su libro. Su publicación
remite al año 1974, como dije antes, y quizás haya sido un par de años a lo
sumo, cuando me la encontré en una pequeña librería propiedad de un italiano
del atenazado pueblo petrolero en el que han transcurrido mis días. Durante
aquel paseo tan rutinario como inocente en el que curioseaba sus austeras
exhibidoras, el título me llamó la atención, tomé el libro de la estantería por
su título y también por el precio, cuyo monto ha debido ser bastante económico,
claramente asequible al bolsillo de un muchacho de pueblo terminando el
bachillerato. Su presentación era de una mayúscula insignificancia, con un diseño
muy básico, como si deliberadamente se quisiera presentarlo sin mayores
pretensiones en su acabado, evidenciada en su tapa monocolor, de un tono
cercano a una suerte de marrón pálido sin llegar a ser propiamente sepia, en donde
destacaba en su parte superior la altisonante interrogante. Me lo llevé enseguida
y por muchos años estuvo rodando conmigo, creo que fue uno de los primeros
libros de la biblioteca que aspiraba a ir formando con los años, pero en algún
momento de este medio siglo transcurrido desapareció de ella sin que me diera
cuenta, ya tenía, no obstante, un lugar en mi memoria. Por su inolvidable
título siempre lo he recordado, confieso que a veces cuando me he encontrado en
algún lugar incómodo, de inmediato, como un centellazo viajando solitario desde
las honduras caprichosas de los recuerdos, me aborda súbitamente aquella
subversiva interrogante del libro de Irma Acosta.
De su lectura, realizada entre sobresaltos
y aprensiones, recuerdo pocos detalles, no así la impresión, el sabor o la
sensación que sentía a medida que me internaba en sus páginas, una extraña
seducción masoquista, en la que se conjugaban el rechazo o la resistencia a
continuar el texto, con la tentación y curiosidad por seguirla para conocer
adónde me llevaría su autora. De aquel rastro que me ha quedado luego de tantos
años, puedo decir que es un texto desarrollado con una profunda mirada
interior, desgarrador, con un preponderante componente psicológico repleto de un
aire desenfadado que superaba mi experiencia de lector imberbe y que, ahora
mismo, a una persona de mentalidad conservadora, podría impulsarlo a cancelar
su lectura. Por cierto, también debo confesar que una impresión similar me
ocurrió al leer muchos años después El
desbarrancadero de Fernando Vallejo.
El trabajo de Irma Acosta se presenta como
una narrativa testimonial, escrito en primera persona, con una nada desdeñable
pulsión erótica en todo el manuscrito, lindando muchas veces, y aquí debo decir,
que es una apreciación muy subjetiva, entre lo autobiográfico y la ficción, con
desdoblamientos eventuales en tercera persona buscando tal vez escabullir el
rol personal de la autora. Confieso que, en el momento de leerlo, buscaba en el
texto otro contenido. En aquellos años en Venezuela se publicaba mucha literatura
testimonial con el ascendiente político que entonces me interesaba, en ¿Qué carajo hago yo aquí? no lo
encontraba, por eso mi rechazo inicial, sin embargo, recuerdo que culminé su
lectura, cerré sus páginas y lo ingresé junto a otros quince o veinte libros a
mi santuario adolescente. Es la razón por la que puedo hablar de él con
propiedad y valorarlo ahora, en esta etapa, bajo una perspectiva global e
histórica. En tal sentido, puedo afirmar que, este modo de mirar la literatura,
me refiero a la perspectiva testimonial, fue una propensión muy presente en aquel
periodo, lapso en el que varios autores venezolanos publicaron sus experiencias
en textos escritos en primera persona. Así, de este momento histórico, nos han
quedado libros como Aquí no ha pasado
nada (1972) de Ángela Zago, Aquí todo
el mundo está alzao (1973) de Rafael Elino Martínez, El desolvido (1971) de Victoria Duno y Yo misma me presento (1974) de Tecla Tofano. Todos ellos, libros de
páginas intimistas, acunados en el torbellino político del país de años
precedentes, influidos, a su vez, por una relevante pasión impugnadora de
emergentes movimientos de contracultura del momento, suerte de atmósfera
contestaria que desde entonces nunca más pude apreciar en nuestra literatura.
Pero sigamos con Irma Acosta, se sabe que escribió muy poco, apenas dos novelas, la primera, esta que comentamos aquí, y, la otra, bajo un título redondeando el mismo aire desenfadado de la anterior, de nombre nada más y nada menos que, Mientras hago el amor (1977), obra con similar acento erótico y de narrativa nada convencional, según nos cuenta Ana Teresa Torres. Pero el caso es que nadie recuerda estas obras, tampoco a ella, pese a una importante figuración en círculos literarios de la capital del país, como, en efecto, pude comprobar, rodeada de autores que marcaron época en Venezuela. Entre 1964 y 1965, por ejemplo, se desempeñó como codirectora de la revista literaria Letra roja junto al escritor de País portátil, Adriano González León. Esa revista tenía entre sus colaboradores a la crème de la crème de la intelectualidad de la época, entre ellos a Ludovico Silva, Alfredo Chacón, José Ignacio Cabrujas, Caupolicán Ovalles, Orlando Araujo, Héctor Mujica y Manuel Caballero, entre otros.
Ana Teresa Torres, en su publicación Tradiciones e inauguraciones en la escritura
de las narradoras venezolanas. De los años sesenta a la década finisecular.
De la Revista Venezolana de Estudios de la Mujer. (Caracas: UCV, enero-junio
2003), señala sobre Irma Acosta lo siguiente:
“El
orden familiar, fuertemente conmovido en la mentalidad de la década, se
introduce en los textos de Acosta como otro elemento de violencia, a la que
responde un odio homicida contra el padre. En la imposibilidad de la relación
amorosa, el hombre deviene, en su segundo libro, en un objeto sexual para el
placer de la mujer que, de ese modo, se libera de la violencia de la que se sentía
víctima. Dentro de la escasa recepción bibliográfica de Acosta, merece la pena
citar un artículo de prensa en el que Tecla Tofano (1927-1995) relaciona ¿Qué
carajo hago yo aquí? con el suyo, Yo misma me presento (1974). Tofano considera
este libro de Acosta como “la abertura de un camino hacia una nueva
literatura”, en tanto, “el interés del libro es que Irma Acosta busca situarse
desde ella misma y por sí”. La necesidad de justificar el libro, anteponiendo
que se trata de un texto “personal, subjetivo, y por tanto, parcializado”,
permite suponer que tales rasgos podían ser considerados “antiliterarios” por
la crítica del momento.”
De aquel libro de título altanero no
podría recodar un texto o una frase en particular, no obstante, flotando
únicamente en los recuerdos, tengo en el desafío altivo de la desmemoria, la
impresión que me causó al meterme en sus páginas, es como el perfume asociado a
algún instante memorable de la vida que nunca se extravía, o el gesto repentino
dibujado en un rostro cualquiera atrapado para siempre en nuestra historia de
vida. ¿Qué carajo hago yo aquí?, es
una historia tormentosa, es el sufrimiento narrado en primera persona, cuyo
cimiento no es el raciocinio, la reflexión, sino el dolor expresado con
desenfado, con altanería. “La base del yo
no es el pensamiento, sino el sufrimiento, que es el más básico de todos
los sentimientos”, llega a escribir Milan Kundera en La inmortalidad, registro narrativo que calza perfectamente en lo
que pervive en mi memoria de la obra comentada. Y a propósito de esta
consideración, Ana Teresa Torres, en el trabajo de investigación citado antes,
señala que Irma Acosta se percibía a sí misma como una autora perteneciente al
llamado “ciclo de dolor” de la literatura femenina de este periodo. “Estas
jóvenes sesentistas comparten los extremos de la bohemia, en el espíritu de los
poetas franceses “malditos”, que después inspiró a un grupo denominado “La
pandilla de Lautreamont”. Apunta en el mismo trabajo Ana Teresa Torres.
Este texto lo escribo sin ánimo de crítica literaria sobre la obra de Irma Acosta, y mucho menos pretendo un examen de su narrativa a la luz de las disquisiciones propias de la academia. No, nada de eso, es que, simplemente, después de las muchas veces en que me he encontrado en situaciones embarazosas y, entonces, sin proponérmelo deliberadamente, apelo de modo espontáneo al título del libro para increparme en mi más absoluta intimidad, por tanto, lo menos que podría hacer es intentar rescatar del olvido la obra de aquella escritora aspirante a su modesta inmortalidad. “Tal vez las letras sean solo signos muertos y fantasmales, hijas ilegítimas de la palabra oral, pero los lectores sabemos insuflarles vida”, escribe Irene Vallejo –como si leyera mis pensamientos– en su extraordinaria obra El infinito en un junco. Pues, digamos que eso intento ahora con ¿Qué carajo hago yo aquí?
Y es que, en confesión que me atrevo a expresarles,
como Neruda bien lo hace en su Poema 20
al regalarnos “Nosotros los de ayer ya no somos los mismos”, siento un afán de
mi parte por revisar todo, evaluar y colocar bajo el candil de la madurez tanto
como me sea posible en el fugaz instante del presente. De ahí este interés por ¿Qué carajo hago yo aquí?
El libro en referencia no es de fácil
ubicación, asimismo, nadie recuerda a su autora. Estuve indagando entre,
incluso escritores, y ninguno da cuenta de ella. “¿Qué cosas tiene la
vida?”. Tendría que decir. Así, pues, rendido
ante la evidencia del olvido, no nos queda otra cosa que conformarnos con lo
encontrado de manera fragmentada, y asumir, en consecuencia, como válidas las
aseveraciones de quienes –muy pocos– han estudiado sus trabajos, entre ellos Isabel
Piniella y Ana Teresa Torres.
“Irma
Acosta pertenece a lo que ella misma llama el “ciclo de dolor”. Sus dos libros
de relatos, ya en los títulos – ¿Qué carajo hago yo aquí? (1974) y Mientras
hago el amor (1977)- indican una propuesta antiliteraria. Se trata, sobre todo
el primero, de un libro escrito en un discurso salvaje, con absoluto desprecio
formal, cuyo propósito pareciera ser el trazado de una suerte de autobiografía,
o al menos, explícitamente la autora declara que escribirá “en primera
persona”, asumiendo que tal acto sea criticado. Claramente intenta transgredir
la literatura formal, rebajar la dignidad del lenguaje, que, en ocasiones se
hace escatológico, introduciendo temas sin duda poco transitados hasta el
momento, como son los encuentros sexuales anónimos, la furia contra el acto
sexual al servicio del hombre, el aborto, la bulimia, el suicidio, la locura, y
el tratamiento psiquiátrico. Acosta introdujo esta temática del diálogo de la
mujer y su psiquiatra, que con diferentes matices ha sido recurrentemente
abordado tanto por narradoras como poetas”.
Tradiciones e inauguraciones en la
escritura de las narradoras venezolanas. De los años sesenta a la década
finisecular. De la Revista Venezolana de Estudios de
la Mujer. (Caracas: UCV, enero-junio 2003).
Al parecer el texto de Irma Acosta, junto
con otros de la misma generación de mujeres escritoras en Venezuela, entre
ellas Mary Guerrero, Yolanda Capriles, Mariela Arvelo, Marina Castro, Miyo
Vestrini, Victoria Stefano y otras, inserta en la literatura nacional nuevas
sensibilidades, ya no solo porque las autoras son mujeres, sino en especial
porque incorporan otras perspectivas en el campo narrativo, nuevos temas y
modos de abordarlos bajo otra piel. Eso percibí del libro cuyo título me atrajo
hace ya tantos años. El escritor español, Fernando Sanmartín, citado por Irene
Vallejo, tiene una reflexión sobre el particular muy a la medida de lo que
trato de explicar con el libro de Irma Acosta.
“El
pasado nos define, nos da una identidad, nos empuja al psicoanálisis o al
disfraz, a los narcóticos o al misticismo. Los que somos lectores tenemos un
pasado dentro de los libros. Para bien o para mal. Porque leímos cosas que hoy
nos causarían perplejidad, incluso aburrimiento. Pero también leímos páginas
que todavía nos provocan entusiasmo o certezas. Un libro siempre es un mensaje”.
El Infinito en
junco (2024). Irene Vallejo. Editorial Siruela.
A Irma Acosta la recuerda un muchacho de
ayer, un afiebrado por la política y la lectura que cargó por años con su libro
y que ahora lo rescata de la desmemoria en un momento en que, como atina a
decir Joaquín Sabina, “Clark Kent ya no es Superman”, queriendo expresar con
ello la idea según la cual todo cambia, en especial con el arribo de la madurez.
Al llegar aquí, al cierre de este modesto
cordón de palabras, debo apuntar que, luego de consultar varias fuentes,
preguntar aquí y allá por la escritora objeto de estas notas y su libro, me
encontré con una publicación donde se comenta la obra y, por fortuna, se
transcriben fragmentos de esta. Se trata de la revista A contra corriente, en donde un artículo suscrito por Isabel
Piniella, de título ¿Revolución sin
afecto? Voces femeninas críticas de la literatura venezolana. (2021), se
amplía con bastante detalle el tema literario desplegado por diversas autoras
venezolanas, entre ellas, Irma Acosta.
Se cierra la noche, el indescifrable
infinito con su telón de estrellas vela mis anhelos, a mi espalda, su azulino
fulgor, entre sosegado y misterioso, ingresando por la ventana, abraza mi rebelde empeño desafiando
el olvido, mientras Etta James, con su tono amartelado, va desmayando At Last con su sonoridad desolada, como
si la cadencia nostálgica con que nos cubre sirviera de fondo para despedir
estas notas con la declaración de intenciones con las que inicia Irma Acosta ¿Qué carajo hago yo aquí?
“Voy
a hablar de mí, lo haré en primera persona; diré todo lo que siento, lo
pasado
y lo presente, comenzaré bautizando las cosas, las situaciones, las
personas,
nombres propios y nombres prestados.”
¿Qué
carajo hago yo aquí? (1974). Irma Acosta. Tipografía El Sobre. Caracas.
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