“La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir”.

Camilo José Cela

lunes, 28 de julio de 2025

¿Qué carajo hago yo aquí?

 Por Edinson Martínez

En el tránsito humano por asentar la voz en figuras tangibles para que las personas fueran capaces de leer y entonces conseguir que, el soplo del aliento inteligente que nos separa del resto de los seres vivos, no sucumbiera al olvido, los humanos hemos librado una ardua batalla desde el mismo instante en que se tuvo consciencia de la existencia misma. Es como si el instinto de la especie, tomándose de la mano de la voluntad, buscara dejar una huella en su paso por la vida, por el mundo en su ya largo trajinar. Los libros, en ese sentido, han salvado a la humanidad de la desmemoria. En el fondo, se me ocurre pensar, que es la necesidad de la trascendencia la que se esconde detrás de la escritura; el rio subterráneo sobre el que surca el propósito creativo de la historia que mece la pluma ante una página en blanco. “Los libros hacen los labios”, según se cuenta afirmó el escritor romano Quintiliano. Así que, la antigua metáfora, simplemente da cuenta del afán humano por asentar su huella en el tiempo a través de una cada vez mejor manera de cultivar la palabra. Afirmo, entonces, que la autora del título que identifica este texto, en cierto momento de su vida, llegó a plantearse en su más profunda y dolorida introspección, la interrogante sobre su existencia, escogiendo conforme a las claves de su tiempo, ese insubordinado acento con que se expresa al ofrecernos ¿Qué carajo hago yo aquí?

En ese sentido, es válido afirmar que el contexto histórico en que fuera publicada la novela, el año de 1974, es un momento en el que confluyen diversas corrientes de contracultura en el país y también fuera de este. Es, si se quiere, la decantación histórica de procesos gestados en la década precedente.   

Este libro es una publicación de modesto tiraje y no podría asegurar que hubo varias ediciones. Llegó a manos de los lectores por medio de una impresión tipográfica a cargo de un registro editorial de Tipografía El Sobre, de Caracas, con un prólogo del conocido periodista y escritor venezolano, Jesús Sanoja Hernández.

Se trata de una obra escrita por una autora venezolana, ya desaparecida, de nombre Irma Acosta, a la que hoy muy pocos recuerdan, pese al enardecido tono con que interpela al mundo al escoger el título de su libro.  Su publicación remite al año 1974, como dije antes, y quizás haya sido un par de años a lo sumo, cuando me la encontré en una pequeña librería propiedad de un italiano del atenazado pueblo petrolero en el que han transcurrido mis días. Durante aquel paseo tan rutinario como inocente en el que curioseaba sus austeras exhibidoras, el título me llamó la atención, tomé el libro de la estantería por su título y también por el precio, cuyo monto ha debido ser bastante económico, claramente asequible al bolsillo de un muchacho de pueblo terminando el bachillerato. Su presentación era de una mayúscula insignificancia, con un diseño muy básico, como si deliberadamente se quisiera presentarlo sin mayores pretensiones en su acabado, evidenciada en su tapa monocolor, de un tono cercano a una suerte de marrón pálido sin llegar a ser propiamente sepia, en donde destacaba en su parte superior la altisonante interrogante. Me lo llevé enseguida y por muchos años estuvo rodando conmigo, creo que fue uno de los primeros libros de la biblioteca que aspiraba a ir formando con los años, pero en algún momento de este medio siglo transcurrido desapareció de ella sin que me diera cuenta, ya tenía, no obstante, un lugar en mi memoria. Por su inolvidable título siempre lo he recordado, confieso que a veces cuando me he encontrado en algún lugar incómodo, de inmediato, como un centellazo viajando solitario desde las honduras caprichosas de los recuerdos, me aborda súbitamente aquella subversiva interrogante del libro de Irma Acosta.

De su lectura, realizada entre sobresaltos y aprensiones, recuerdo pocos detalles, no así la impresión, el sabor o la sensación que sentía a medida que me internaba en sus páginas, una extraña seducción masoquista, en la que se conjugaban el rechazo o la resistencia a continuar el texto, con la tentación y curiosidad por seguirla para conocer adónde me llevaría su autora. De aquel rastro que me ha quedado luego de tantos años, puedo decir que es un texto desarrollado con una profunda mirada interior, desgarrador, con un preponderante componente psicológico repleto de un aire desenfadado que superaba mi experiencia de lector imberbe y que, ahora mismo, a una persona de mentalidad conservadora, podría impulsarlo a cancelar su lectura. Por cierto, también debo confesar que una impresión similar me ocurrió al leer muchos años después El desbarrancadero de Fernando Vallejo.

El trabajo de Irma Acosta se presenta como una narrativa testimonial, escrito en primera persona, con una nada desdeñable pulsión erótica en todo el manuscrito, lindando muchas veces, y aquí debo decir, que es una apreciación muy subjetiva, entre lo autobiográfico y la ficción, con desdoblamientos eventuales en tercera persona buscando tal vez escabullir el rol personal de la autora. Confieso que, en el momento de leerlo, buscaba en el texto otro contenido. En aquellos años en Venezuela se publicaba mucha literatura testimonial con el ascendiente político que entonces me interesaba, en ¿Qué carajo hago yo aquí? no lo encontraba, por eso mi rechazo inicial, sin embargo, recuerdo que culminé su lectura, cerré sus páginas y lo ingresé junto a otros quince o veinte libros a mi santuario adolescente. Es la razón por la que puedo hablar de él con propiedad y valorarlo ahora, en esta etapa, bajo una perspectiva global e histórica. En tal sentido, puedo afirmar que, este modo de mirar la literatura, me refiero a la perspectiva testimonial, fue una propensión muy presente en aquel periodo, lapso en el que varios autores venezolanos publicaron sus experiencias en textos escritos en primera persona. Así, de este momento histórico, nos han quedado libros como Aquí no ha pasado nada (1972) de Ángela Zago, Aquí todo el mundo está alzao (1973) de Rafael Elino Martínez, El desolvido (1971) de Victoria Duno y Yo misma me presento (1974) de Tecla Tofano. Todos ellos, libros de páginas intimistas, acunados en el torbellino político del país de años precedentes, influidos, a su vez, por una relevante pasión impugnadora de emergentes movimientos de contracultura del momento, suerte de atmósfera contestaria que desde entonces nunca más pude apreciar en nuestra literatura.

Los primeros años de la década del setenta estuvieron muy influenciados por sucesos políticos de finales de la década anterior, el recordado mayo francés, cuestionador y levantisco, fue uno de esos acontecimientos que durante aquellos días todavía mantenía su fuerza impugnadora, abriendo las puertas a debates y movimientos que exigían derechos y reconocimientos en muchos lugares más allá de Francia. A este movimiento estudiantil se le considera, por ejemplo, como un importante impulsor del feminismo, la lucha por la igualdad y la liberación sexual.

Pero sigamos con Irma Acosta, se sabe que escribió muy poco, apenas dos novelas, la primera, esta que comentamos aquí, y, la otra, bajo un título redondeando el mismo aire desenfadado de la anterior, de nombre nada más y nada menos que, Mientras hago el amor (1977), obra con similar acento erótico y de narrativa nada convencional, según nos cuenta Ana Teresa Torres. Pero el caso es que nadie recuerda estas obras, tampoco a ella, pese a una importante figuración en círculos literarios de la capital del país, como, en efecto, pude comprobar, rodeada de autores que marcaron época en Venezuela. Entre 1964 y 1965, por ejemplo, se desempeñó como codirectora de la revista literaria Letra roja junto al escritor de País portátil, Adriano González León. Esa revista tenía entre sus colaboradores a la crème de la crème de la intelectualidad de la época, entre ellos a Ludovico Silva, Alfredo Chacón, José Ignacio Cabrujas, Caupolicán Ovalles, Orlando Araujo, Héctor Mujica y Manuel Caballero, entre otros.

Ana Teresa Torres, en su publicación Tradiciones e inauguraciones en la escritura de las narradoras venezolanas. De los años sesenta a la década finisecular. De la Revista Venezolana de Estudios de la Mujer. (Caracas: UCV, enero-junio 2003), señala sobre Irma Acosta lo siguiente:

“El orden familiar, fuertemente conmovido en la mentalidad de la década, se introduce en los textos de Acosta como otro elemento de violencia, a la que responde un odio homicida contra el padre. En la imposibilidad de la relación amorosa, el hombre deviene, en su segundo libro, en un objeto sexual para el placer de la mujer que, de ese modo, se libera de la violencia de la que se sentía víctima. Dentro de la escasa recepción bibliográfica de Acosta, merece la pena citar un artículo de prensa en el que Tecla Tofano (1927-1995) relaciona ¿Qué carajo hago yo aquí? con el suyo, Yo misma me presento (1974). Tofano considera este libro de Acosta como “la abertura de un camino hacia una nueva literatura”, en tanto, “el interés del libro es que Irma Acosta busca situarse desde ella misma y por sí”. La necesidad de justificar el libro, anteponiendo que se trata de un texto “personal, subjetivo, y por tanto, parcializado”, permite suponer que tales rasgos podían ser considerados “antiliterarios” por la crítica del momento.”

 

De aquel libro de título altanero no podría recodar un texto o una frase en particular, no obstante, flotando únicamente en los recuerdos, tengo en el desafío altivo de la desmemoria, la impresión que me causó al meterme en sus páginas, es como el perfume asociado a algún instante memorable de la vida que nunca se extravía, o el gesto repentino dibujado en un rostro cualquiera atrapado para siempre en nuestra historia de vida. ¿Qué carajo hago yo aquí?, es una historia tormentosa, es el sufrimiento narrado en primera persona, cuyo cimiento no es el raciocinio, la reflexión, sino el dolor expresado con desenfado, con altanería. “La base del yo no es el pensamiento, sino el sufrimiento, que es el más básico de todos los sentimientos”, llega a escribir Milan Kundera en La inmortalidad, registro narrativo que calza perfectamente en lo que pervive en mi memoria de la obra comentada. Y a propósito de esta consideración, Ana Teresa Torres, en el trabajo de investigación citado antes, señala que Irma Acosta se percibía a sí misma como una autora perteneciente al llamado “ciclo de dolor” de la literatura femenina de este periodo. “Estas jóvenes sesentistas comparten los extremos de la bohemia, en el espíritu de los poetas franceses “malditos”, que después inspiró a un grupo denominado “La pandilla de Lautreamont”. Apunta en el mismo trabajo Ana Teresa Torres.

Este texto lo escribo sin ánimo de crítica literaria sobre la obra de Irma Acosta, y mucho menos pretendo un examen de su narrativa a la luz de las disquisiciones propias de la academia. No, nada de eso, es que, simplemente, después de las muchas veces en que me he encontrado en situaciones embarazosas y, entonces, sin proponérmelo deliberadamente, apelo de modo espontáneo al título del libro para increparme en mi más absoluta intimidad, por tanto, lo menos que podría hacer es intentar rescatar del olvido la obra de aquella escritora aspirante a su modesta inmortalidad. “Tal vez las letras sean solo signos muertos y fantasmales, hijas ilegítimas de la palabra oral, pero los lectores sabemos insuflarles vida”, escribe Irene Vallejo –como si leyera mis pensamientos– en su extraordinaria obra El infinito en un junco. Pues, digamos que eso intento ahora con ¿Qué carajo hago yo aquí?

Y es que, en confesión que me atrevo a expresarles, como Neruda bien lo hace en su Poema 20 al regalarnos “Nosotros los de ayer ya no somos los mismos”, siento un afán de mi parte por revisar todo, evaluar y colocar bajo el candil de la madurez tanto como me sea posible en el fugaz instante del presente. De ahí este interés por ¿Qué carajo hago yo aquí?

El libro en referencia no es de fácil ubicación, asimismo, nadie recuerda a su autora. Estuve indagando entre, incluso escritores, y ninguno da cuenta de ella. “¿Qué cosas tiene la vida?”.    Tendría que decir. Así, pues, rendido ante la evidencia del olvido, no nos queda otra cosa que conformarnos con lo encontrado de manera fragmentada, y asumir, en consecuencia, como válidas las aseveraciones de quienes –muy pocos– han estudiado sus trabajos, entre ellos Isabel Piniella y Ana Teresa Torres. 

“Irma Acosta pertenece a lo que ella misma llama el “ciclo de dolor”. Sus dos libros de relatos, ya en los títulos – ¿Qué carajo hago yo aquí? (1974) y Mientras hago el amor (1977)- indican una propuesta antiliteraria. Se trata, sobre todo el primero, de un libro escrito en un discurso salvaje, con absoluto desprecio formal, cuyo propósito pareciera ser el trazado de una suerte de autobiografía, o al menos, explícitamente la autora declara que escribirá “en primera persona”, asumiendo que tal acto sea criticado. Claramente intenta transgredir la literatura formal, rebajar la dignidad del lenguaje, que, en ocasiones se hace escatológico, introduciendo temas sin duda poco transitados hasta el momento, como son los encuentros sexuales anónimos, la furia contra el acto sexual al servicio del hombre, el aborto, la bulimia, el suicidio, la locura, y el tratamiento psiquiátrico. Acosta introdujo esta temática del diálogo de la mujer y su psiquiatra, que con diferentes matices ha sido recurrentemente abordado tanto por narradoras como poetas”.

Tradiciones e inauguraciones en la escritura de las narradoras venezolanas. De los años sesenta a la década finisecular. De la Revista Venezolana de Estudios de la Mujer. (Caracas: UCV, enero-junio 2003).

 

Al parecer el texto de Irma Acosta, junto con otros de la misma generación de mujeres escritoras en Venezuela, entre ellas Mary Guerrero, Yolanda Capriles, Mariela Arvelo, Marina Castro, Miyo Vestrini, Victoria Stefano y otras, inserta en la literatura nacional nuevas sensibilidades, ya no solo porque las autoras son mujeres, sino en especial porque incorporan otras perspectivas en el campo narrativo, nuevos temas y modos de abordarlos bajo otra piel. Eso percibí del libro cuyo título me atrajo hace ya tantos años. El escritor español, Fernando Sanmartín, citado por Irene Vallejo, tiene una reflexión sobre el particular muy a la medida de lo que trato de explicar con el libro de Irma Acosta.

“El pasado nos define, nos da una identidad, nos empuja al psicoanálisis o al disfraz, a los narcóticos o al misticismo. Los que somos lectores tenemos un pasado dentro de los libros. Para bien o para mal. Porque leímos cosas que hoy nos causarían perplejidad, incluso aburrimiento. Pero también leímos páginas que todavía nos provocan entusiasmo o certezas. Un libro siempre es un mensaje”.

El Infinito en junco (2024). Irene Vallejo. Editorial Siruela.

 

Como antes señalé, fueron dos las obras de Irma Acosta, ambas en el mismo periodo, no escribió más, como si todo cuanto quisiera decir hubiera quedado agotado en sus dos títulos publicados. No es frecuente casos así, pero se dan, incluso entre autores notables. Juan Rulfo, por ejemplo, se despidió con menos de cinco libros publicados. Franz Kafka, con más o menos el mismo número. También Emily Brontë y César Vallejo y muy probablemente otros. No obstante, todos ellos nos dejaron un legado literario extraordinario y por eso son recordados.

A Irma Acosta la recuerda un muchacho de ayer, un afiebrado por la política y la lectura que cargó por años con su libro y que ahora lo rescata de la desmemoria en un momento en que, como atina a decir Joaquín Sabina, “Clark Kent ya no es Superman”, queriendo expresar con ello la idea según la cual todo cambia, en especial con el arribo de la madurez.

Al llegar aquí, al cierre de este modesto cordón de palabras, debo apuntar que, luego de consultar varias fuentes, preguntar aquí y allá por la escritora objeto de estas notas y su libro, me encontré con una publicación donde se comenta la obra y, por fortuna, se transcriben fragmentos de esta. Se trata de la revista A contra corriente, en donde un artículo suscrito por Isabel Piniella, de título ¿Revolución sin afecto? Voces femeninas críticas de la literatura venezolana. (2021), se amplía con bastante detalle el tema literario desplegado por diversas autoras venezolanas, entre ellas, Irma Acosta.

Se cierra la noche, el indescifrable infinito con su telón de estrellas vela mis anhelos, a mi espalda, su azulino fulgor, entre sosegado y misterioso, ingresando  por la ventana, abraza mi rebelde empeño desafiando el olvido, mientras Etta James, con su tono amartelado, va desmayando At Last con su sonoridad desolada, como si la cadencia nostálgica con que nos cubre sirviera de fondo para despedir estas notas con la declaración de intenciones con las que inicia Irma Acosta ¿Qué carajo hago yo aquí?


“Voy a hablar de mí, lo haré en primera persona; diré todo lo que siento, lo

pasado y lo presente, comenzaré bautizando las cosas, las situaciones, las

personas, nombres propios y nombres prestados.”

      ¿Qué carajo hago yo aquí? (1974). Irma Acosta. Tipografía El Sobre. Caracas.

 

sábado, 21 de junio de 2025

Se lee como una película

 Por Edinson Martínez


Las notas que por fin han conquistado estas páginas son el resultado de reiterados intentos por centrar las ideas sobre un contenido asaltado a cada rato por el asombro de las casualidades.

Culminando de leer El afgano y, contrario a mi costumbre, me tomé una fotografía con el libro en las manos para inmediatamente postearla en mis redes sociales. Al margen, se me ocurrió enviar la misma foto a unos pocos amigos recomendándoles al pie de la imagen la lectura de la novela. El caso es que, mientras la leía, en varios instantes me sentí como si estuviera viéndola en una película, por eso, cuando le escribí a mis amigos sobre ella, simplemente les remití la foto con la leyenda “Se lee como una película. Te la recomiendo”.

En el curso de su lectura pensaba en ocasiones sobre sí aquellos hechos que se contaban en la obra habían efectivamente ocurrido. Y, al propio tiempo, me preguntaba sobre si la novela no habría sido llevada ya al cine, pues no sería nada raro que así hubiera ocurrido en virtud de la pluma que firma el libro.

The Afghan, fue publicada en el Reino Unido por Frederick Forsyth en 2006, bajo el sello editorial Random House Mondadori, la misma casa editorial que lo edita en español recién comenzando el invierno del mismo año.

El célebre autor británico tiene en su haber varias novelas llevadas al cine – El día del Chacal. (1971), Los perros de la guerra. (1974), El expediente Odessa. (1972)–. Su estilo asombra por la admirable compenetración entre una narrativa escrita como un novelista, al propio tiempo que despliega la historia con la rigurosidad de un periodista acucioso. Al final, el lector podría concluir perfectamente que aquello que ha leído o visto en el cine es una historia verídica y no un texto de ficción.

En sus libros no hay espacio para la prosa poética que observamos en otros novelistas de su mismo género, o en aquellos colindantes con el tipo de narrativa donde el suspenso, la ansiedad, la intriga, el misterio y la incertidumbre son las emociones predominantes en el desarrollo de la trama. Frederick Forsyth destaca por su trabajo donde amalgama realidad con ficción, escudriñando en la vida real sobre acontecimiento históricos para luego desarrollarlos con maestría como una ficción que pareciera suplantar la realidad. No hay campo para la subjetividad narrativa en sus obras, es lo que percibo al leerlas, y por eso creo que es su sello particular al momento de abordar su creación. Quizás sea eso –se me ocurre pensar sin mucho análisis–  lo que allana el camino para que los guiones cinematográficos basados en sus textos hayan alcanzado el éxito que han obtenido inmediatamente de proyectarse en las salas de cine. Podría afirmar que, esa es su singular alquimia, puede gustar o no, y hasta desagradar a quienes buscan en el texto de un escritor un cierto vuelo intimista en una especie de embelesado placer con las palabras reproduciendo una realidad.

Entre 1976 y 1977 tuve la ocasión de ver el film El Día del Chacal. Era muy joven, entonces, y me limité a verlo como una buena película. Esta producción cinematográfica se había estrenado en 1973 fuera de Venezuela, pero más o menos para le fecha que indiqué antes, llegó al cine de mi ciudad; una proyección inusual en una sala de cine acostumbrada a filmes comerciales algo más del consumo masivo, en este caso, por ejemplo, Rocky y La profecía, casualmente del mismo periodo.

El guión de El Día del Chacal es de Kenneth Ross basado en la novela de nombre similar de Frederick Forsyth que había sido editada en 1971. La publicación, una vez en manos de los lectores, al poquísimo tiempo se convirtió en un best seller, calculándose por algunas fuentes el umbral de ventas en unos 75 millones de ejemplares hasta el presente. En la pantalla grande fue asimismo un exitazo en taquilla durante varios años, pero el caso es que, entonces, no se me ocurrió escudriñar sobre los hechos que se presentaban en el film. Y no es sino mucho después, cuando leí Los Centuriones. (1960), de Jean Lartéguy, un escritor y periodista francés que, a mi juicio, es quien mejor guarda similitud con el estilo de Frederick Forsyth, cuando decido investigar sobre el asunto de fondo en El Día del Chacal. La curiosidad me llevó en aquel tiempo a buscar la novela y leerla, posteriormente a indagar y descubrir que los hechos narrados en realidad tenían un sustento histórico de clara inspiración para la obra. Como igualmente sucede con Los Centuriones. 

Así, pues, en realidad, el intento de magnicidio para acabar con la vida del presidente francés Charles de Gaulle, nudo de la trama fílmica y por derivación del libro de Frederick Forsyth, había ocurrido efectivamente el 22 de agosto de 1962. Desde luego que los hechos no se desarrollaron exactamente como se cuentan en la historia, porque en este caso, dejaría de ser una novela, una obra de ficción, como en realidad lo es, para convertirse en su lugar en una crónica o en un documento periodístico.  Pero, ciertamente, el atentado, en efecto, ocurrió, y para más señas, fue una operación que involucró francotiradores para, con una precisión milimétrica, conseguir que el gobernante no escapara con vida, como bien se plasma en la película. En la novela, asimismo, se relata todo el proceso de planificación y la ejecución del atentado haciendo uso de la ficción histórica.

Por cierto, y a propósito del Chacal, no puedo dejar pasar la oportunidad para señalar lo que se cuenta sobre el terrorista venezolano Carlos Ilich Ramírez, quien alcanzó notoriedad internacional entre las décadas de los años setenta y ochenta del siglo pasado como el hombre más buscado por sus atentados y secuestros a nombre de la causa palestina. Justamente para la fecha en que se estrena el film comentado.

El caso es que, durante su persecución por varios países, sin tener clara todavía la identidad del terrorista, en Londres, se produce el allanamiento a una residencia donde se presumía su ubicación, al llegar las autoridades no lo encuentran y, en su lugar, entre todas las evidencias levantadas se consiguen con un ejemplar del libro de Frederick Forsyth, El Día del Chacal, a partir de ese momento, entonces, para la prensa mundial y para las agencias de seguridad europeas, el sujeto que más tarde identificarían, se conocería como el Chacal, mote con el que aún se le nombra.  

Pues bien, retomando el caso de El Afgano, debo señalar que, admirado por la abundancia de detalles encontrados en su lectura, la manera como se estructura la obra, por otra parte, y la diversidad de contraste y contextos geográficos presentes en ella, en ciertos momentos me parecía estar sentado en una sala de cine viendo su proyección, mientras que, al propio tiempo, me interrogaba sobre si esta novela no habría sido llevada al cine, me asaltaba, asimismo, la idea sobre el fundamento real de la historia escrita, algo similar al caso de El Día del Chacal. La verdad no puedo asegurar que se haya filmado una película basada en el libro, es muy probable, en cuanto lo determine, si es que la hay, la veré, y lo haré con la natural expectativa para apreciar su fidelidad al texto escrito por Forsyth.

En El Afgano la secuencia narrativa, el manejo de los tiempos, la voz del autor, los diálogos, y todo el ámbito contextual donde se desarrolla la trama, es casi, de hecho, una película. Este es un mérito innegable del autor británico cuando escribe sus novelas, como en igual sentido podría decirse de las novelas de Morris West, autor australiano quien también posee una destacada cantidad de obras llevadas al cine.  

El telón de fondo de la obra objeto de estas líneas es el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2011, sin ese hecho histórico no habría podido concebirse El Afgano. Sin embargo, la trama gira alrededor de la lucha contra la amenaza global del terrorismo islámico en periodo posterior a los ataques. Es, por tanto, una publicación que tercia de manera excepcional sobre un tema de palpitante actualidad. Así, entonces, la novela se inicia con un, si se quiere, desprevenido incidente que pone al descubierto toda una operación terrorista a gran escala a punto de llevarse a cabo, de allí que su narrativa se desarrolle bajo el dominio del suspenso, de la intriga, en el que, por cierto, el autor no busca presentarnos el prototipo de un protagonista al estilo de las obras de Ian Fleming, ni las disyuntivas morales de los personajes involucrados en conspiraciones como en las obras de Morris West, ese otro de los grandes del género del suspenso y la intriga. Ni una ficción cercana a la de John Katzenbach cuyos textos, ciertamente, plenos del suspenso, no alcanzan las proporciones de la documentación, del soporte y de la perspectiva, si se quiere, política, que encontramos en la creación literaria de Forsyth y en la de Jean Lartéguy, que, si me obligara a compararlos, concluiría que sus trabajos fusionan admirablemente, como dije antes, la ficción con un abordaje periodístico que sobresale por su pesquisa para armar con una lógica coherencia la verosimilitud de la trama. A ambos les inspira la historia, los conflictos reales, en especial aquellos que por su calibre conmocionan a colectividades mundiales, es la vena periodística, en ese sentido, el nervio vital que los impulsa, y lo hacen sin ceder un milímetro en beneficio de cualquier forma de prosa poética, intimista, o de identidad narrativa marcada por una reflexión personal, a diferencia, por ejemplo, de Michael Ondaatje, quien explora sucesos históricos del mismo orden, pero incorporando en este caso y a contrapelo de los citados, su voz reflexiva y emotiva amalgamada subjetivamente con la objetividad que aprecia.

En El Afgano, entre otros aspectos, por ejemplo, me llamó mucho la atención la mención que en alguna parte de la obra se hace sobre el asesinato de dos marineros venezolanos en Puerto España, Trinidad, tripulantes de una embarcación de nombre Doña María bajo el mando de un capitán, también venezolano, de nombre Pablo Montalbán. Este hecho se inscribe en el contexto del plan terrorista que fraguaban unos extremistas desde el otro lado del mundo. Cuando se lee la obra, y se pasea uno por sus detalles, no hay más opción que la de calificar al escritor como alguien dotado de una mente ingeniosa, sumamente cuidadoso, al extremo, podría decirse, para no dejar cabos sueltos en los detalles de la historia.

 

“En un sórdido bar junto al muelle en Puerto España, Trinidad, dos marineros mercantes fueron asaltados y asesinados por una banda del lugar. Las puñaladas se las habían asestado manos expertas.

Cuando llegó la policía, los testigos se vieron súbitamente aquejados de amnesia y solo recordaban que cinco asaltantes habían provocado la pelea y que estos eran isleños. […]  

[…] No habían tratado de robar las carteras de los hombres muertos, así que la policía de Puerto España los pudo identificar de inmediato: eran ciudadanos venezolanos y miembros de la tripulación de un barco del mismo país, que seguía en el puerto.

Los detalles del envío de los cuerpos de vuelta a Caracas recayeron sobre la embajada y el consulado venezolanos, mientras el capitán Montalbán se ponía en contacto con su agente local para sustituir a los marineros. El hombre fue dando voces y tuvo suerte. Encontró a dos jóvenes y educados indios de Kerala ansiosos por embarcar que se habían pagado una travesía alrededor del mundo con su trabajo y que, aunque carecieran de la carta de ciudadanía, tenían billetes de buenos marineros perfectamente válidos.

Embarcaron, se unieron a los otros cuatro marineros que componían la tripulación y el Doña María zarpó tan solo un día después de lo previsto.

El capitán Montalbán sabia vagamente que la mayor parte de la población de la India es hindú, pero no tenía ni la más remota idea de que también hay ciento cincuenta millones de musulmanes.”

    El Afgano. (2006). Frederick Forsyth

 

Frederick Forsyth falleció a los 86 años el pasado 9 de junio, muy probablemente cuando ya culminaba de leer El Afgano, y como en una conjunción precisa y misteriosa de ribetes cuánticos, me tomaba la fotografía para enviársela a mis conocidos para su lectura. Así, que, reitero ahora lo comentado en aquel momento. Lean la novela. Se lee como una película.