domingo, 3 de diciembre de 2023

Historias profanas. De Gardel a Sarli

Historias profanas
De Gardel a Sarli


Por Edinson Martínez

En la ciudad donde he vivido siempre, durante mi niñez y parte de la adolescencia, había dos salas de cine emblemáticas, estaban ubicadas en el mismo perímetro urbano de su casco central, frente a la plaza principal de aquel bucólico pueblo de entonces.
 Uno de aquellos cines exhibía las novedades de la pantalla grande que llegaban con el retraso comprensible para un apartado pueblo a orillas del lago de Maracaibo lleno de migrantes europeos y gente venida de todas partes atraída por la explotación petrolera. El otro de los cines no se detenía mucho en escogencias fílmicas, todos los días tenía cartelera de dos turnos; el primero de ellos cayendo la noche, y el otro, inmediatamente después, cuando el común de los habitantes de aquella ciudad redonda con unas cuatro calles más o menos importantes, comenzaba a cabecear por el cansancio de la jornada laboral. Ciudad Ojeda es su nombre.

Así, en esos instantes dando paso a la noche plena, la pantalla del viejo establecimiento a cielo abierto, irónicamente identificado como Cine Nuevo, se encendía tentadora ante sus lúbricos espectadores para seducirlos durante casi dos horas con las imágenes impúdicas de la proyección para adultos. Hasta el filo de la medianoche se extendía la función, y luego, como una romería de noctámbulos impenitentes, en silencio, o en alegría contenida, cada quien buscaba el modo de regresar a su casa en un pueblo vencido por el sueño.   

Por razones de edad, como adolescente, nunca pude entrar a ninguna de esas proyecciones, pues, siendo tan pequeño el poblado, cada portero, casi siempre seleccionado por su cara de vinagre para desempeñar su papel a cabalidad, conocía a las generaciones de muchachos deseosos de conseguir un asiento en una de estas funciones sin tener la edad respectiva. Así que la única opción consistía en burlar las prescripciones reglamentarias, entrañando de este modo una doble infracción para los menores de edad: ver una película pornográfica sin edad para ello, y, además, violar la seguridad del cine para conseguir semejante propósito. Más tarde, cuando aquel cine erótico de los años sesenta y setenta del siglo pasado se convirtió en una risible y atontada muestra libidinosa del género, por virtud de las fronteras lujuriosos que fueron superándose en las grotescas escenas de las sucesivas producciones, pues dejó de interesarnos. Al portero, podía verlo de vez en cuando en una de las cafeterías aledañas al cine; un pintoresco lugar propiedad de los únicos dos suizos que vivían en la ciudad. Ya no era el ácido personaje de aquellos años, sino un sujeto reservado, flaco y largo con cara de chino viejo que tomaba una taza de café con manos temblorosas en evidente muestra de un Parkinson avanzando sin remedio.    

De aquellos días inquietos que el recuerdo comienza a palidecer, tengo presente las imágenes de la fachada del Cine Nuevo, en cuyos flancos de su entrada principal se exhibían llamativos afiches o posters de la película de turno, mientras en la parte superior, en grandes letras, destacaba el título del estreno para adultos. De muchas de ellas tengo el recuerdo vivo anunciándose tentadoramente en sus carteles de promoción. En ellos se mostraba la figura voluptuosa de la estrella en pose sugestiva, en tanto, de manera visiblemente calculada, destacaban el nombre de la protagonista y el respectivo lema publicitario: Isabel Sarli en Lujuria Tropical. Pasión en sus ojos, fuego en sus labios, deseo en su cuerpo.

La ficha técnica de la producción fílmica, era lo de menos, a nadie le interesaba, apenas el nombre del director, en algunos casos, dada la filiación existente entre él y la sensual interprete, del resto, como podría ser el guionista, edición y montaje, musicalización, o el nombre del conjunto de actores y actrices que asimismo formaban parte de la realización cinematográfica, a pocos importaba. Nadie se detenía en semejantes detalles.

En realidad, esta clase de filmes era un producto de consumo masivo para hombres, correspondiendo estrictamente a los valores y cultura dominante de la sociedad machista y sexista de aquella época, así que sólo interesaban las escenas de los desnudos que realizaba la protagonista. La propia actriz argentina mencionada antes, en algún momento, contando varias de sus anécdotas en diversas apariciones, llegó a referir que, sus películas cuando no tenían desnudos, su éxito era muy limitado y de poca aceptación del público. En una entrevista con Jorge Coscia en Puerto Cultura en septiembre de 2012, así lo afirma: 

“…Y la película, yo no hice desnudos porque decían que, si Armando era un comerciante, que me ponía desnuda y así ganaba dinero, el otro que era un intelectual, tan querido por los periodistas, y a Armando no lo querían, era el loco, le decían el loco…bueno, yo no voy a hacer desnudos, y no hice desnudos… Setenta veces siete [comenta el entrevistador], un fracaso de público, una película con muchos valores artísticos […]

Hablábamos de Setenta veces siete [continua Jorge Coscia], dirigida por Torre Nilsson, una película que desilusionó a muchos de los seguidores de las películas de Armando Bo porque no había desnudos […]

Viste … [refiere Isabel Sarli] Que iba siempre un hombre con un cuenta ganado para contar la gente que entra al cine y dicen que, cuando se estrenó Setenta veces siete, uno dijo:

“¡Esta es la peor de Armando Bo!”. Porque no había ningún desnudo…”

Mientras escribo esta crónica, lindando la medianoche, se desata una tormenta surgida del calor húmedo que ha sofocado todo el día; se levanta rabiosa viniendo del oeste, marcando el inicio del cambio de temporada climática en la región. En mayo, las lluvias se anuncian con unos calorones pegajosos que, cuando menos las personas esperamos, de pronto en el cielo incandescente que un sol como un disco leonado alumbra, se forma una ventolera que rápidamente trasmuta en oscuros nubarrones lanzando unas gotas pareciendo proyectiles de agua. Así es nuestro trópico deslumbrante –pienso–, ese que Regis Debray con su mirada de otras latitudes, admitiera alucinado en la narrativa de una de sus novelas.

“¿Cómo inventar la melodía de un tiempo cómplice en una región que no tiene estaciones? ¿Cómo componer una partitura para dos voces y un violoncelo donde hace más de treinta grados a la sombra desde la mañana a la noche y nunca menos de veinte desde el atardecer a la mañana? ¿Dónde el verano está separado del invierno por un aguacero y no por un otoño? ¿Dónde los verdes son verdes lo mismo en julio que en enero y las corolas de los tulipanes escarlatas durante todo el año…? El año de Europa es una montaña rusa, un folletín de episodios…”      

          El Indeseable (1975). Regis Debray

El 25 de abril de 1935 Carlos Gardel llegó a Venezuela, venía de Puerto Rico, y era la primera vez que se encontraba en América del Sur, sí en América del Sur, si tomáramos en serio, con la prescindencia obvia del sarcasmo implícito que tiene aquel episodio comentado por el también argentino Tomas Eloy Martínez, cuando de regreso a Buenos Aires, después de pernoctar en Caracas, el taxista muy solemnemente le pregunta: “¿qué tal van las cosas por América Latina?

En efecto, era la primera ocasión en que el ídolo tocaba tierra tropical en el subcontinente. Fue un jueves de abril cuando arribó al puerto de La Guaira, una localidad del centro norte costero de Venezuela, precipitada sobre una extendida costa del mar Caribe, teniendo de fondo el paisaje verde de las montañas que rodean la capital del país. El Caribe, para quienes por primera vez se le acercan, tiene una impresión deslumbrante, de desconcierto no siempre bien comprendida por quienes en un principio lo descubren: una realidad llena de hechos extraordinarios rodeada de un paisaje natural exótico, y una alucinante variedad de formas culturales que amalgama las ancestrales con las raíces africanas y la presencia europea de la Conquista, y también, además, la subsiguiente a causa de los grandes conflictos armados del siglo pasado.  Gabriel García Márquez, así lo apunta en sus Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, en una publicación titulada El olor de la guayaba (1982).  

“Yo creo que el Caribe me enseñó a ver la realidad de otra manera, a aceptar los elementos sobrenaturales como algo que forma parte de nuestra vida cotidiana. El Caribe es un mundo distinto cuya primera obra de literatura mágica es el Diario de Cristóbal Colón, libro que habla de plantas fabulosas y de mundos mitológicos.

Sí la historia del Caribe está llena de magia traída por los esclavos negros de África, pero también por los piratas suecos, holandeses […]. La síntesis humana y los contrastes que hay en el Caribe no se ven en otro lugar del mundo…” 

Aquel día, Carlos Gardel se sintió rodeado del júbilo parroquiano de un país dominado por el conservadurismo y una autocracia de más de un cuarto de siglo. Pocas veces un suceso con esas características ocurría en la cotidianidad soporífera de la dictadura. Más tarde atemperados los ánimos en ciudad costera, Gardel y su comitiva se trasladan a Caracas en un viaje de dos horas por vía férrea. Su llegada a la capital causó el mismo entusiasmo y veneración con el que fuera recibido en La Guaira.

El cantante venía a Venezuela a realizar varias presentaciones, por eso los organizadores de la gira escogieron las ciudades de mayor población y dinamismo económico, y de acuerdo con ello ofrecieron recitales en Caracas, Valencia, Maracay y Maracaibo. Ante el mismísimo dictador Juan Vicente Gómez, en la ciudad de Maracay, realizó una presentación con exclusividad. El viejo y taimado autócrata espantaba entonces de sus alrededores, la mosca de la muerte olfateando su destino –Gómez falleció el 17 de diciembre de ese mismo año–, acaso también la de algún otro en asombrosa fatalidad poco después. Enguantado, como de costumbre, y con su proceder austero, recibió a Gardel y sus acompañantes, igualmente seducido por su talento.    

Una vez concluida la bien estructura gira en el centro del país, continuó a Maracaibo, la capital del naciente emporio petrolero de Venezuela, donde haría una exquisita actuación en los escenarios más importantes de la ciudad, conocidos como teatro Baralt y teatro Metro. En ellos estuvo los días 18 y 19 de mayo de 1935, ovacionado y venerado como todo un ídolo.

Así pues, el éxito del periplo artístico había desbordado las expectativas de sus promotores. Entonces, en último momento, fuera de los planes iniciales, un empresario de espectáculos de nombre Giovanny Pasini, persuade a los organizadores de la prolongada gira, de la idea de incorporar una nueva presentación. Sería un evento relámpago, muy rápido, a pocas horas, en una ciudad cercana, de nombre Cabimas; el verdadero epicentro de la producción petrolera nacional, incluso del hemisferio occidental, a la que Eduardo Galeano, el escritor uruguayo, visitaría décadas después y bautizara como El pezón de América. 

Esta ciudad contaba con una población de unos quince mil habitantes y era el asiento, por otra parte, de las más importantes empresas transnacionales que explotaban el petróleo en todo el planeta. Para trasladarse a ella debían viajar atravesando las aguas del lago de Maracaibo, un estuario de 13.210 km² de superficie que separa a la capital –Maracaibo– del resto de la geografía regional. La travesía la realizarían en una embarcación pequeña durante dos horas surcando el remanso lacustre.

Así, el 20 de mayo, el empresario y propietario del lugar –Cine Internacional– donde actuaría Carlos Gardel, se vistió de gala para recibirlo.

Una multitud se concentró en el muelle de Cabimas para darle la bienvenida al Zorzal Criollo. Personas de todas las edades y sexo se agolparon para ver pasar al célebre cantante quien, con su cortesía habitual, saludaba a todos los admiradores que más tarde vería en el Cine Internacional.

A las 7 de la noche la locación estaba de bote en bote, no cabía un alma. Todo presagiaba un éxito rotundo. Al parecer, Gardel había sido contratado para cantar únicamente tres temas, presumimos, sólo eso, que fueron los tangos de mayor popularidad, entre ellos, quizás, el infaltable Cuesta abajo, o Por una cabeza, tal vez, Tomo y obligo, o Mi Buenos Querido, si asumiéramos que fueron cuatro y no tres. “La memoria es, al fin de cuentas, una cuestión de lenguaje”, diríamos, acompañando aquellas palabras de Tomás Eloy Martínez durante el verano sureño de 2006 en su artículo Con el pasado que vuelve. Pues, la cantidad no alteraría en nada, los sucesos que habrían de presentarse en poco tiempo. 

El caso es que, promediando las diez de la noche, el espectáculo da inicio con la aparición en escena del ídolo tanguero, sus guitarristas acompañaron la ejecución acordada y, al finalizar, sin mayores explicaciones, Carlos Gardel se retiró apresurado sin despedirse. El público, en medio del calor sofocante, del alboroto expectante cobrando fuerza, al darse cuenta, como siempre ocurre en estos casos, siguiendo a una voz incendiaria surgida de la euforia, se enardeció tanto que, en cuestión de segundos, generó una revuelta. Ese descontrol alcanzó fue tan brutal que, las instalaciones del cine, ante la vista de todos, de pronto comenzaron a ser devoradas por un fuego desenfrenado que se extendía desde el fondo del austero proscenio. En pocos minutos las lenguas flameantes del candelero siniestro consumieron el cine de Pasini,

Carlos Gardel regresó a Maracaibo, probablemente no se enteró de lo ocurrido en Cabimas, quizás llegó a tener alguna información vaga, o imprecisa del incidente, nadie lo podría asegurar. El cantante, como estaba previsto, en poco tiempo partió a Curazao, posteriormente a Colombia, y a Medellín, en donde a treinta y cuatro días de aquel incidente en la levantisca tierra petrolera, fallece en el trágico accidente aéreo que marca un antes y un después en la historia del tango.    

La leyenda urbana que surge de aquel suceso en Cabimas, registra los hechos de otra manera: una desmelenada salida del artista, perseguido por una multitud reclamándole por una pésima presentación, en la que nunca pudo escucharse nítidamente su voz ni los acordes de los guitarristas en la abreviada interpretación. Acaso Jorge Luis Borges, en su genialidad, comprendiera este proceder humano de fabular al margen de la realidad, como el camino a la inmortalidad.

“La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecuta puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo entre los mortales tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso.”

El Aleph (1949). Jorge Luis Borges

En mayo, el mes escogido por los indescifrables caprichos del azar, Gustavo Cerati –y esto lo recuerdo ahora– nos visitó en Venezuela para ofrecer el recital que le traía de gira por varios países de la región. Fue el último concierto del paisano de Gardel. El 15 de mayo de 2010, después de ofrecer su presentación en Caracas, Cerati sufrió un accidente cerebrovascular isquémico del cual nunca pudo recuperarse.

En el juego de la vida, un poco en manifestación sarcástica al fortuito vaivén de los hechos que trastocan el discurrir parsimonioso de la vida, Daniel Santos canta esa reconocida melodía tropical. He aquí el estribillo de la canción estrenada en 1953.

En el juego de la vida

Juega el grande y juega el chico

Juega el blanco y juega el negro

Juega el pobre y juega el rico.

En el juego de la vida

Nada te vale la suerte

Porque al fin de la partida

Gana el albur de la muerte…

Y confieso que quizás sea una tentación de escritor la de atar casualidades, donde no existe sino una circunstancia transmutando en la imaginación del autor. Al fin y al cabo, el oficio, pareciera que nos va cincelando como el escultor moldea a su obra. En Panamá, en la recepción del hotel donde me hospedé años atrás, aquella tarde mientras esperaba por el taxi, caminaba de un lugar a otro, un poco impaciente me movía, y de pronto, un señor que me observaba sin percatarme, se me acerca amable y después de un saludo con tanta cortesía que parecía un esgrimista de las palabras, me preguntó: “¿Usted es escritor?”

Entonces, pensé –mirándolo sonriente–, que cada quien busca en este mundo de anónimos andantes, a lo mejor sin saberlo, a sus propias contrapartes, o quizás la levadura de la alquimia creativa que a veces le absorta. Los celosos suelen ver infieles en el conjunto; los policías a los maleantes; los médicos, los signos del enfermo en el paciente que aún no tiene. El político, a un seguidor tras cada gesto inocente y, el escritor, a sus personajes del próximo libro. Aquel encuentro, también fue durante un mayo caluroso presagiando tormenta, justo como ahora, cuando escribo esta crónica de historias profanas.

Y es que suelen ser tan indescifrables las vertientes del azar, los cabos sueltos de una realidad que se muestra en episodios aislados, que, si no fuera porque es muy larga y lenta la historia de los hombres, las casualidades nunca se advertirían. En 1958 Pascual Nicolás Pérez, boxeador argentino, campeón mundial del peso mosca, tuvo como retador al único venezolano que hizo mérito para destronarlo, su nombre: Ramón (Ramoncito) Arias, natural de Cabimas. La contienda se llevó a cabo el 19 de abril de 1958, en Caracas, y esa noche, Arias fue derrotado por decisión. Su pueblo, Cabimas, atento a los pormenores, lo vio ganador.

En mayo de 2007, de regreso de Buenos Aires, tal vez a unos cuatro o cinco días, posiblemente en la semana siguiente, una noche ahora imprecisa, ya tarde, costándome un poco conciliar el sueño, decidí mirar la televisión para intentar dormirme. Así, jugando con el control remoto, fui paseándome por varios de los canales sin interés específico en ninguno, de repente, al detenerme en América TV, noto que, en un programa de entrevistas, al parecer de personalidades del medio artístico, una mujer mayor conversaba amenamente con el periodista. Se trataba de una anciana muy atractiva, elegante, con gran facilidad para expresarse y, sobre todo, bastante espontánea para referir cada comentario, eso, precisamente, fue lo que hizo –si obviamos el imperativo albur de las casualidades– que me quedara siguiendo la entrevista hasta conocer de quién se trataba. Al cabo de unos minutos, no muchos, el presentador finalmente dice su nombre: ¡Isabel Sarli!

Sí, nada más y nada menos, que la chica sensual, medio desnuda que aparecía en los posters de mi adolescencia anunciando sus películas en el Cine Nuevo de mis recuerdos. Nunca había visto una entrevista de ella ni tan siquiera escuchado su voz hasta esa medianoche. Hablaba de su experiencia como actriz de cine erótico, de la censura en la Argentina para las producciones de este género. De aquellas cintas que mejor recordaba por su desafío artístico y técnico; de sus filmaciones en Brasil, Uruguay, Paraguay, México, Estados Unidos y otros países; de su amor devoto por Armando Bo, su esposo, en fin, un repaso más o menos nostálgico de su vida, a propósito del cual, el entrevistador, quizás aprovechando ese soplo mustio con el que en ocasiones giraba la conversación, le inquiere de pronto sobre alguna anécdota que particularmente recuerde. Aquí, entonces, la Coca Sarli, como también se le conoció, comienza por decir con una sonrisa llena de gracia:

Sí, tengo una anécdota que recuerdo muy particularmente, fue en Venezuela [Entonces, todos mis sentidos se pusieron alerta], en una región petrolera…, que ahora, esperáte…, no recuerdo bien…, sí, ya está, en Cabimas, fue en Cabimas…, donde nos contrataron para hacer una presentación, una promoción o algo así, aquello estaba lleno, el cine, muchos hombres, trabajadores petroleros, seguro... El caso es que se formó un alboroto tan grande, todos exaltados, volaron sillas y cosas, y la gente se nos venía encima. Tuvimos que salir prácticamente corriendo de aquel lugar.

De aquella entrevista conservo nítidamente en mis recuerdos sus comentarios, y eso es justamente lo que hago al transcribirlos. No pudo ella establecer la fecha de aquel episodio ni el momento preciso en que estuvo en Venezuela.

En 1964 se estrenó la película Lujuria Tropical, llegó a las carteleras de los cines comenzando el año, según anotaciones de la época, fue todo un éxito taquillero. El filme es una coproducción argentino-venezolana rodada en el oriente de Venezuela, en una paradisiaca playa emplazada en las costas del mar Caribe de nombre playa Colorada, una verdadera incitación al pecado por la calidez de sus aguas y un paisaje estimulante. Allí estuvo Hilda Isabel Gorrindo Sarli (Isabel Sarli) junto al resto del elenco de la producción cinematográfica, y naturalmente, su director y guionista Armando Bo –que aquí, de acuerdo con la chispa caribeña para referirnos a situaciones como estas, diríamos sobre él: “que era el novio de la madrina, cuarto bate y dueño del equipo”–. 

Es probable que, en la oportunidad del rodaje, la actriz haya visitado a Cabimas, o, más tarde, durante el estreno, en enero de 1964, y fue entonces, cuando ocurrió el episodio contado por ella ya de manera graciosa en América TV.

El caso es que de esa visita apenas queda el recuerdo, una luz viajando huérfana entre el sueño y la realidad. 

jueves, 19 de octubre de 2023

Que nadie sepa mi sufrir

Que nadie sepa mi sufrir

Por Edinson Martínez
@emartz1


No tratándose de mis pesares, debo aclarar a mis lectores que el título del presente texto corresponde a una vieja canción escrita en 1936 por un argentino de nombre Enrique Dizeo, poeta y compositor dedicado al género del tango. Es una de esas letras corta venas, angustiante y sufriente, a la usanza de las tragedias del desamor cantadas en los tangos que, sin embargo, fue arreglada en ritmo de vals peruano por el también argentino Ángel Cabral. Creo, de acuerdo con los entendidos, en que fue la pieza musical de mayor reconocimiento para su autor. ¡Y vaya que tuvo una extensa lista de composiciones!

Enrique Dizeo tuvo una larga vida, murió a los 87 años, después de vivir entre dos siglos y conocer a las glorias más destacadas del género al que dedicó su talento. Murió en Buenos Aires, durante el otoño de 1980, mientras las hojas de cada Jacarandá se desprendían marchitas a causa del ciclo estacional que cambia el clima de la ciudad. Llevó una vida de contumaz soltería y con ella se despidió de este mundo, como quizás podría expresar la letra de cualquiera de sus inspiraciones.  

La canción me despertó el interés a partir de un comentario inocente realizado por un viejo amigo sobre Julio Jaramillo, el cantante ecuatoriano que anduvo de gira –y de farra también–  por varios rincones de nuestro país, dejando, sino un hijo, al menos varios corazones rotos entre muchas de sus admiradoras.

El Ruiseñor de América, como se le conocía al ídolo musical, estrenó la ya casi olvidada melodía en 1973. De inmediato se convirtió en todo un éxito, como casi todas sus interpretaciones, pues no había rocola que no sonara la canción ni despecho que no la exigiera para alimentar la congoja. Cincuenta años atrás las penas de amor se saldaban con licor y música, no sé ahora cómo se resolverán, si es que acaso todavía existen desconsuelos del corazón. El caso es que esta canción, como muchas otras, según la moda de la época, estaba hecha a la medida para aliviar las aflicciones de Cupido.   

No te asombres si te digo lo que fuiste.

Un ingrato con mi pobre corazón.

Porque el fuego de tus lindos ojos negros.

Alumbraron el camino de otro amor.

Y pensar que te adoraba tiernamente.

Que a tu lado como nunca me sentí.

Y por estas cosas raras de la vida.

Sin el beso de tu boca yo me vi.

Amor de mis amores, amor mío.

¿Qué me hiciste?

Que no puedo conformarme

Sin poderte contemplar…

Que nadie sepa mi sufrir suena reinventada en la voz de Julio Jaramillo en acordes de bolero, dejándose escuchar con ese tono tan particular que los especialistas denominan tenor ligero mientras que, para el común, sus interpretaciones simplemente estaban realizadas con un acento suave y delicado similar al movimiento que despliega una bailarina de ballet. Ya pocos recordaban aquella vieja canción cuando el ecuatoriano la puso de nuevo entre los gustos de la gente, no obstante, que la melodía ya había alcanzado un importante éxito a mitad del siglo pasado en la voz de la leyenda francesa Edith Piaf, quien tomó sus acordes y la versionó con otra letra bajo un título diferente, dándola a conocer así internacionalmente como si en realidad se tratara de una novedad armónica. Una osadía musical de alguien que se había convertido en un mito viviente, aportándole al encanto de la composición, el valor agregado del talento de su voz. El título en francés de dicha versión es La foule (La multitud).  

Al parecer el origen de esta curiosidad musical se remonta a una visita de la cantante parisina a la Argentina en 1953, a la ciudad de Buenos Aires, donde realizó varias presentaciones. Eran los tiempos de gloria del peronismo (1946-1955), y una cierta admiración estética por el ámbito cultural y arquitectónico francés, pues, por alguna razón, a la capital del país sureño, alguna vez se le conoció como la Paris de Sudamérica. Así entonces, la renombrada figura de la canción, pudo escucharla en la voz de un cantante de nombre Alberto Castillo. De inmediato se prendó de la pieza musical y en 1957, por encargo a Michel Rivgauche (1923-2005), letrista y arreglista francés, se estrenó la nueva versión resultando en todo un éxito. Desconozco si se libraron los respectivos derechos de autor y demás asuntos legales concernientes a la difusión de La foule dada la similitud de sus acordes con la pieza original. En nuestros tiempos, sin las validaciones de rigor, eso habría significado una reclamación legal de grandes proporciones.Vo a ver la ciudad en fiesta y en el delirio.

Asfixiando bajo el sol y bajo la alegría.

Y oigo en la música los gritos, las risas.

Que estallan y reverberan a mi alrededor.

Y perdida entre esta gente que me empuja.

Despistada, desamparada, me quedo allí.

Cuando de pronto me doy la vuelta, él retrocede.

Y la muchedumbre viene y me tira entre sus brazos

                                                           Versión en español de La foule

Como puede notarse son letras diferentes, pero, como antes señalé, tienen una idéntica cadencia musical.

En 1973, fecha del estreno de la canción por Julio Jaramillo, en Venezuela se vivía un clima de efervescencia política derivada de las elecciones presidenciales que se llevarían a cabo en diciembre. En junio de ese año, el Consejo Supremo Electoral rechazó la inscripción de la candidatura de Marcos Pérez Jiménez, solicitada por el partido Cruzada Cívica Nacionalista. La resolución se fundamentó en la enmienda constitucional que lo inhabilitó políticamente. A cincuenta años de aquella decisión, el país todavía apela a inhabilitaciones políticas como instrumento de contención para garantizar la estabilidad del statu quo.   

Así como el llamado boom literario latinoamericano iniciado en la década precedente transformó para siempre la percepción del resto del mundo sobre nuestra literatura, a partir de 1973, entre octubre y diciembre de dicho año, las relaciones de los países exportadores de petróleo, entre ellos, naturalmente Venezuela, y las economías desarrolladas, en términos de la dinámica de precios y producción de crudo, ya no serían nunca más las mismas. En ese lapso de unos pocos meses, las cotizaciones internacionales del petróleo se cuadruplicaron, ubicándose en casi 12 dólares el barril. De modo que, en diciembre, el aspirante presidencial victorioso, ya sabía que su periodo gubernamental contaría, al menos, durante su primer año, con abundantes ingresos fiscales para sus planes.  

“En octubre de 1973, la OPEP dispuso suspender sus envíos de petróleo a Estados Unidos, en represalia por el apoyo de Washington a Israel durante la guerra de Yom Kipur. Al mismo tiempo, decidió recortar su producción y fijar precios de exportación más altos, que pasaron de US$ 2,90 a mediados de 1973 a US$ 5,12 en octubre y a US$ 11,65 en diciembre.

La multiplicación por cuatro de los precios provocada por el embargo del petróleo árabe y la asunción por los exportadores del control completo para fijar esos precios, produjeron grandes cambios en todos los rincones de la economía mundial.”

Tomado de El Economista. Versión digital. Por Pablo Maas. (8 de julio de 2021)

Entre 1973 y 1977, varias veces el ídolo ecuatoriano anduvo de gira por nuestro país, en la región donde vivo era frecuente verlo presentarse y concitar alrededor suyo una multitud de seguidores. En ocasiones, huyéndole en cierto modo a las impertinencias de muchos de sus admiradores, daba sus paseos acompañado de sus más íntimos bajo la mayor reserva posible, sin embargo, aquello resultaba inútil, le era inevitable disimular aquel semblante cobrizo de risa fácil sembrado en la memoria colectiva con tanto afecto.

De la mano de un empresario artístico con nombre de personaje novelesco vino a tierras zulianas incontables cantidad de veces. Pedro Camacho se llamaba, como aquel de La tía Julia y el escribidor de Mario Vargas Llosa, quien acompañándolo en los trajines de sus presentaciones siempre resultaba admirado por el hondo calado del cantante en el sentimiento popular. En ocasiones, tratando de evadir el asedio de las personas, intentaba ocultar su figura con algún ingenio inocente que al final resultaba inútil.

Julio Jaramillo era un hombre de mediana estatura, de cabello negro como una noche sin luna, siempre domesticado por el Brylcreem para que ni un solo pelo estuviera fuera de lugar. Se esmeraba en su cuidado personal siendo consciente del imán que atraían a las multitudes. Tenía un andar aplacado, como si midiera cada movimiento antes de proceder a ejecutarlo. Sus devociones, plenas de los excesos que en el medio abundaban, contrastaban con esa manera aliviada de conducirse. Tenía el aspecto natural de un seductor sin que debiera guiñar un ojo para comunicar su encanto. Era como un gato salvaje ponderando su presa cuando se quedaba callado, siempre vestido con una impecable guayabera blanca que rara vez dejaba de usar. Tuvo, según cuentan, 27 hijos y una infinita cantidad de mujeres. 

Julio Jaramillo murió en 1978, con apenas 42 años de edad, debido a una complicación vesicular que lo condujo a dos intervenciones seguidas para que, finalmente, un paro cardiaco lo despachara de este mundo en Guayaquil, su tierra natal. Fue un jueves, quizás como aquel que escribiera para sí César Vallejo en Piedra blanca sobre piedra negra.

“Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo. Me moriré en París -y no me corro- tal vez un jueves, como es hoy de otoño…”. 

La muerte del celebrado cantante se convirtió en la noticia impacto para toda la región. No hubo quién no lamentara su fallecimiento ni estación radial que no dedicara un programa especial con ocasión de su repentino deceso. Aquel día, en evidente muestra de su cercanía popular, en extraño giro de las cabriolas del azar, como igualmente ocurre ahora mientras escribo este texto, Juvencio Pulgar, diputado y secretario general del MAS en el estado Zulia, en la reunión ordinaria de su Comité Regional, al enterarse de la noticia, solicitó con la más absoluta solemnidad, un minuto de silencio en sentido homenaje al cantor popular. Debo decir ahora, escribiendo estas líneas que debo suspender por un rato, que Juvencio Pulgar también acaba de fallecer.  

Una madrugada, navegando en las nebulosas sendas de los recuerdos, cuenta uno de los testigos de aquellos días que el olvido irá sepultando, cercano el amanecer, en la recta final de unos tragos extendidos más allá de lo debido. De pronto, cuando ya no se esperaba a ningún otro cliente debido a las horas despeñándose atribuladas por la pendiente del nuevo día, un vehículo grande, de lujo, color blanco, moviéndose a paso lento, como si primero husmeara antes de decidirse a llegar, se detiene en el estacionamiento del club nocturno donde él y otros amigos despachaban sus últimos tragos.

“Aquel lugar era un establecimiento amplio, casi al aire libre, con muchas plantas y luces de colores en los techos de los corredores, siempre con un viento fresco que a esas horas era una bendición, mientras la música sonaba fuerte por todas partes, pero, sin embargo, dejaba fluir la conversación sin ese calibre atronador de estos días.

En una de las esquinas, pese al aire libre que circulaba, un ventilador inmenso no dejaba nunca de soplarnos generoso. Detrás de él, una mujer grande, con su mirada puesta en los clientes, no perdía detalles del cosmos etílico del salón. El caso es que, una vez aparcado el vehículo, un sujeto desciende de este con toda calma, se acerca caminando firme, pero pausado, erguido como una vara, de cabello oscuro y brillante, acompañado de quien salta presto del lado del chofer,

A medida que se acercaban al recinto, su figura se fue haciendo más nítida ante la iluminación de aquel club nocturno. El hombre vestía una guayabera blanca, manga larga, haciéndolo ver más elegante y sobrio en aquel lugar. En seguida, me doy cuenta del porte del individuo, de sus ademanes en el caminar, y al observar su cara de adolecente alegre, ciertamente, me pareció conocida, y por eso comienzo a buscarle las semejanzas con el ídolo ecuatoriano. Ni la ropa ni su andar eran propios del resto de los presentes.

A todas estas, el resto de quienes estaban en el salón, no se dieron cuenta de su presencia. Cada quien estaba en lo suyo y, como es de suponer, con mucho licor encima. Pero siempre hay un ojo que mira y un oído que escucha. La mujer detrás del ventilador cuando vio entrar al corredor principal aquella silueta en su impecable guayabera blanca, su cuerpo se irguió en reacción automática, como si viera un espanto, obedeciendo de inmediato a un impulso no consciente, como esas reacciones que se expresan súbitamente sin control alguno. Después, cuando reconoce la certeza de su presunción, en dominio pleno de sus gestos de perplejidad, se levanta del asiento rápidamente, y entonces toda su humanidad se despliega franca, como una pantera saliendo del tedio al estirar sus extremidades en exótica estampa.  De sus labios, en nítida locución, salieron las dos palabras que hicieron girar los rostros de varios clientes.

“¡Julio Jaramillo!”, exclamó jubilosa, poniéndose, en acto seguido, la mano en su boca.

–¿Y, era de verdad, Julio Jaramillo? –le preguntó.

–¡Claro que lo era!

Al pronunciar aquel nombre, los individuos que estábamos en sus cercanías nos sorprendimos, uno de ellos, el más joven y animado, se levantó de la silla, pidiéndole que lo acompañara para dar la bienvenida al famoso cantante. Lo cierto es que cuando la pareja de improvisados anfitriones va en dirección al sujeto, la persona que venía junto a él los detuvo a muy poca distancia, así como hacen los escoltas con sus protegidos, cerrándoles el paso casi al frente de quien se creía era el Ruiseñor de América. Entonces la mujer, burlándolo, dobló su mano en abierta coquetería y se la extendió embelesada para darle la bienvenida. “¡Bienvenido, Julio Jaramillo, al Campestre!”, le dijo eufórica.

El hombre se sonrió guardando silencio. Tomó delicadamente su mano y se la llevó cortésmente hasta sus labios, besándola en caballerosa muestra de su condición de seductor. Allí, en ese instante, me convencí de que realmente era Julio Jaramillo. La rocola, entonces, a todo volumen, sonó frenética Que nadie sepa mi sufrir.”  

miércoles, 30 de agosto de 2023

¿Un Nobel de Literatura en camino?

 ¿Un Nobel de Literatura en camino?

Por Edinson Martínez

@emartz1

Este artículo será largo, como probablemente haya sido la espera para muchos escritores a las puertas de obtener el más importante premio de la literatura universal. Cuando salga, estaremos a pocas semanas de conocer el veredicto de la Academia Sueca sobre el Premio Nobel de Literatura del presente año.

La decisión, por lo general, se hace pública durante los días iniciales de octubre, en su primera semana, de modo que todos los aspirantes, habiendo esperado con la natural ansiedad el transcurrir de varios meses, incluso de años, como los casos notables de reconocidos autores, ya en la recta final, no es nada aventurado imaginar que, por estos días, cada quien de los postulados tenga dándole vueltas el premio en su cabeza. Es humano que así sea, pues no se trata de cualquier decisión, el Nobel constituye, en un muy amplio sentido, la coronación literaria de todo escritor.

En uno de mis artículos anteriores (El peso de las palabras: 21 gramos) me referí al caso de Rómulo Gallegos, postulado nueve veces al premio, entre 1951 y 1967, sin conseguir, como sabemos, el ansiado galardón. Asimismo, de pasada, recordamos la injusticia cometida, a mi juicio, con Jorge Luis Borges, quien quizás sea uno de los más destacados escritores de habla hispana del siglo veinte sin obtener el mencionado premio. Acostumbrado como estaba a su reiterada nominación anual sin prosperar, en cierto momento, afirmó: “De hecho creo que podría decirse que es una tradición nórdica no otorgarme el Nobel. Ya es una parte de la mitología nórdica…”. El autor argentino, pese a no recibir la distinción, sin embargo, su nombre figura entre los grandes escritores de nuestro tiempo.  

Pablo Neruda recibió en 1971 el Nobel de Literatura, siendo el sexto escritor de habla hispana y el tercer latinoamericano en recibirlo, pues ya antes, en 1945, Gabriela Mistral lo había conseguido y Miguel Ángel Asturias en 1967, cuando, precisamente, por última vez Rómulo Gallegos estuvo postulado.

El poeta chileno escribe en sus memorias una extensa referencia sobre el tema que bien vale la pena citar. 

“La verdad es que todo escritor de este planeta llamado Tierra quiere alcanzar alguna vez el Premio Nobel, incluso los que no lo dicen y también los que lo niegan.”

Este comentario forma parte de su publicación Confieso que he vivido. Memorias. (1974). Y, ahí, realizando una suerte de confesión, cuenta, por otra parte, los pormenores de su larga espera y del momento en que, finalmente, fue seleccionado.

“Mi Premio Nobel tiene una larga historia. Durante muchos años sonó mi nombre como candidato sin que ese sonido cristalizara en nada.

En el año 1963 la cosa fue seria. Los radios dijeron y repitieron varias veces que mi nombre se discutía firmemente en Estocolmo y que yo era el más probable vencedor entre los candidatos al Premio Nobel. Entonces Matilde y yo pusimos en práctica el plan número tres de defensa doméstica. Colgamos un candado grande en el viejo portón de Isla Negra y nos pertrechamos de alimentos y vino tino.  […]

Los periodistas llegaron pronto. Los mantuvimos a raya. No pudieron traspasar aquel portón, salvaguardado por un enorme candado de bronce tan bello como poderoso. Detrás del muro exterior rondaban como tigres. ¿Qué se proponían? ¿Qué podía decir yo de una discusión en la que sólo tomaban parte académicos suecos en el otro lado del mundo? […]

La radio nos anuncia que un buen poeta griego ha obtenido el renombrado premio. Los periodistas emigraron. Matilde y yo nos quedamos finalmente tranquilos.” 

Esta referencia nos remite a 1963, ocho años antes de que finalmente recibiera el premio. En 1971, Pablo Neruda, embajador en Francia, se enteró de su nueva nominación a través de la acostumbrada vía de los rumores, los periódicos anunciaban una y otra vez su nombre, pero prevenido de la anual decepción, aburrido, como él mismo confiesa, optó por una comedida precaución. “Ya me parecía irritante ver aparecer mi nombre en las competencias anuales, como si yo fuera un caballo de carreras”.

Muchos autores, con reales y efectivas probabilidades de obtener el premio, de seguro experimentaron similar, incluso, el mismo el fastidio que Neruda señala en su libro.

Cuentan que el escritor Paul Valéry, siendo nominado como uno de los más firmes candidatos al premio, la mañana en que se discutía en Estocolmo el veredicto, salió de su casa muy temprano a una especie de excursión para contener el nerviosismo, cuando regresó preguntó a su secretaria si había tenido alguna llamada telefónica, y entonces, esta le respondió afirmativamente. Ansioso, estimando que, en efecto, era lo que esperaba, de nuevo la interrogó, imaginamos algo como: “¿qué noticia le dieron?”. Para su sorpresa, la secretaria contestó: “era una periodista sueca que quería saber su opinión sobre el movimiento emancipador de las mujeres”.

El mismo escritor a veces refería la anécdota con la ironía que, ciertamente, contiene y que deja un lejano sabor amargo. Nunca recibió el Nobel.  

El caso es que, Neruda, recién operado y apenas recuperándose, en París, esperó la notificación oficial del embajador sueco, no obstante que la radio francesa ya daba por hecho que el Premio Nobel de Literatura le había sido otorgado al poète chilien Pablo Neruda.

“Yo estaba recién operado, anémico y titubeante al andar, con pocas ganas de moverme. Llegaron los amigos a comer conmigo aquella noche. Matta, de Italia; García Márquez, de Barcelona; Siqueieros de México; Miguel Otero Silva, de Caracas; Arturo Camacho Ramírez, del propio París; Cortázar, de su escondrijo. Carlos Vasallo, chileno, viajó desde Roma para acompañarme a Estocolmo. […] La ceremonia ritual del Premio Nobel tuvo un público inmenso, tranquilo y disciplinado, que aplaudió oportunamente y con cortesía. El anciano monarca nos daba la mano a cada uno; nos entregaba la medalla y el cheque; y retornábamos a nuestro sitio en el escenario, ya no escuálido como en el ensayo, sino cubierto ahora de flores y de sillas ocupadas.”

Después del poeta chileno, hubo de esperarse en Latinoamérica once años por el siguiente laureado, en 1982 le fue concedido el Nobel de Literatura Gabriel José de la Concordia García Márquez. Hacía quince años que se había publicado su obra más célebre, "Cien años de soledad”.

“Allí, de pie bajo la fría noche mexicana, vestido con una chaqueta deportiva de cuadritos y un suéter de cuello abierto, estaba uno de sus más viejos y entrañables amigos, escritor y colombiano como él, y también residente en México.

–¡Gabito! –exclamó Mutis, asombrado, ante aquel hombre que parecía temblar de pies a cabeza. Y era cierto: Gabriel García Márquez estaba pálido y como asustado.

–¿Qué te pasa, hermano? –preguntó Mutis.

–Necesito que me escondas en tu casa –murmuró el novelista.

–¿Y esa vaina? –se extrañó Mutis–. Ya sé: peleaste con Mercedes.

–Peor, hermano –dijo García Márquez, con un gran desconsuelo–. Me acaban de dar el Premio Nobel...”

Así relata el periodista Juan Gossaín en una crónica titulada “Un amigo vale más que un Nobel”, publicada en la revista Semana el 21 de octubre de 1982, las tribulaciones de García Márquez al saberse ganador del premio el día 20 de octubre de 1982.

“El miércoles 20 de octubre, a las nueve de la noche, sonó tres veces el timbre de la puerta. La casa de Álvaro Mutis, en el sector de San Jerónimo, está situada en uno de los barrios más tranquilos y hermosos de México. De manera que aquella persona que estaba timbrando desesperadamente desde la calle, rompiendo en astillas el silencio de la noche, debió provocar un mohín de censura en los vecinos.

–¡Ya voy, ya voy! –gritó Mutis desde la sala, preguntándose quién podría ser el que llegara a importunar a semejante hora.”

Para la fecha recién se había publicado su libro El olor de la guayaba. (1982), bajo el sello editorial de La Oveja Negra, en Bogotá, con un tiraje de 200.000 ejemplares. En esta obra; una amena y desembarazada conversación con su carnal Plinio Apuleyo Mendoza, los dos autores se pasean por diversos temas, se diría que conversaron de lo humano y lo divino con absoluta franqueza, sin embargo, por ninguna parte figura mención o referencia aun cuando fuere pasajera al citado premio, como podría haberse esperado de alguien tan reconocido ya en el mundo literario, quizás haya sido por prudencia, o que, efectivamente, el escritor prefería no pensar en ese tema, dejando correr las aguas libremente en el río.

Una vez concedido el premio, precisamente, ese mismo año, todo parecería indicar a que, en efecto, para García Márquez, aquel genio saliendo de la botella, fue una verdadera sorpresa.

“Mutis se quedó con la boca abierta. Ahora el que empezó a temblar fue él.

Álvaro Mutis tomó a García Márquez del brazo, lo hizo entrar, cerró la puerta y regresaron al estudio.

El anfitrión sirvió whisky en dos vasos. Gabito bebió un trago largo.

–Ahora sí, cuéntame el cuento –le dijo Mutis, tranquilizándolo, y sentándose frente a él.

–Me llamó Pierre Shoris... –comenzó a decir Gabito.

–¿Quién es ese? –interrumpió Mutis.

–El vice-ministro de Relaciones Exteriores de Suecia –explicó Gabo–. Es amigo mío y me dijo: “Tienes que venir a Estocolmo el 11 de diciembre, pero con frac”.

–¡Mierda! –exclamó Mutis, sorprendido.”

En 1990, ocho años después del Nobel anterior, la Academia Sueca otorgó a Octavio Paz el Premio Nobel de Literatura, en reconocimiento a su "apasionada obra literaria de amplios horizontes, moldeada por una inteligencia sensual y un humanismo íntegro", según recoge el diario El País, de España, el 11 de octubre de 1990. Asimismo, destaca que el escritor mexicano se refirió al veredicto en los términos siguientes:

“Mi gran satisfacción ha sido tener lectores, porque ese es el mejor premio para un escritor.”

Octavio Paz ya había recibido el Premio Cervantes en 1981, de modo que la acreditación del celebrado galardón de la literatura universal, probablemente no representó una sorpresa para él, no obstante, se refiriera a este como: “una gran sorpresa, una gran alegría, y una profunda emoción; no me lo esperaba”. 

Aventuro esa afirmación conforme había transcurrido su intensa vida literaria, definida por sus contemporáneos como prolífica y apasionada, acreedora, por otra parte, de los más relevantes reconocimientos que escritor alguno hubiera podido aspirar. De modo que, si las saetas del azar no actuaban desorientando con sus veleidosos rumbos el futuro literario del autor, de seguro el Nobel habría de llegarle en cualquier momento.

Pues lo hizo a sus 76 años, estando en Nueva York mientras preparaba una conferencia para las Naciones Unidas y decenas de periodistas intentaban llegar hasta él para conocer sus impresiones. “El Nobel no me cambiará, y me obligará a seguir escribiendo”, dijo.

El escritor, un hombre vinculado intelectualmente a la izquierda, para quien “la fama es peligrosa y hay que luchar contra ella con ironía”, recibió la noticia con pasmosa tranquilidad.

Para su biógrafa, la escritora Elena Poniatowska, el poeta fue “un hombre que vivió para las letras”, y, en efecto, así lo evidencia su extensa producción literaria desde que publicara su primera obra, Luna Silvestre en 1933.

De acuerdo con Poniatowska, una de las consecuencias más notables del premio para el autor de El laberinto de la soledad. (1950), fue que lo convirtió en “el intelectual que el país presentaba al mundo”, un poco parecido a lo que ocurrió en Colombia con Gabriel García Márquez.  

Pese a la afirmación sobre las consecuencias que el Nobel tendría para él, minimizando en cierto modo su impacto como la referencia literaria que en adelante sería, como similarmente, ocho años atrás dijera García Márquez, “la vida va a seguir igual. Yo no voy a cambiar”. El premio lo convirtió en el puente entre México y el resto del mundo. Así, ese mismo día en que se conocía el veredicto, hubo de responder a los periodistas que, apremiados por redactar sus primeras impresiones, le abordaban en el hotel Drake de Nueva York con una infinidad de interrogantes en español, inglés y francés. “El Nobel no me cambiará, y me obligará a seguir escribiendo”. Ya lo había hecho sin que pudiera evitarlo.

Cuenta la crónica generalizada sobre los momentos previos al conocimiento del nuevo Premio Nobel de Literatura de 2010, que Mario Vargas Llosa se encontraba en la Universidad de Princeton preparando su clase para el curso “Filosofía de la escritura”, como usualmente hacía en su acostumbrada rutina académica. Nada presagiaba en su habitual comparecencia antes sus estudiantes, que en unos instantes todo cambiaría, únicamente él sabe si en aquellos momentos pasaba por su mente el Premio; si por tan sólo en unos instantes fugaces, como le ocurre a todo el mundo, un pensamiento huérfano se les escapaba desde sus más íntimas cavilaciones, para en ejercicio de fantasía incontenible, imaginarse la acreditación del mencionado galardón.

Cuando de pronto sonó el teléfono, con el secretario general de la Academia Sueca notificándole la decisión que todo autor espera algún día, el rostro del escritor se iluminó: “Señor Vargas Llosa, me complace anunciarle que es el ganador del Premio Nobel de Literatura”.

Había transcurrido un tiempo notable desde la última acreditación para un latinoamericano, dos décadas, exactamente, para que de nuevo un escritor –el quinto– de esta región del mundo obtuviera el renombrado premio de las letras. Era la mañana del 7 de octubre de 2010.

Así parecía, entonces que, de nuevo, domeñadas todas las corrientes del azar, confluyeran excepcionalmente otra vez congeniando talento, perseverancia, ingenio creativo, calidad narrativa y, especialmente, honestidad intelectual, en un solo nombre, uno de los más conspicuos representantes de aquello que se conoció entre los años sesenta y setenta del siglo pasado como el boom literario latinoamericano. Vargas Llosa tenía entonces 74 años de edad, eran ya lejanos los días de sus inicios como narrador reconocido. En 1962 con su novela La ciudad y los perros, obtiene el Premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral. Y en 1967 el Premio Rómulo Gallegos con su obra La casa verde. En 1986 es reconocido con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y en 1994 el Premio Cervantes. Sólo era cuestión de tiempo, como antes señalé con Octavio Paz, que el Nobel estuviera en su camino.

Peter Englund, secretario permanente del comité del Nobel, dijo que telefoneó a Vargas Llosa para darle la noticia. “Me dio un poco de vergüenza llamarlo tan temprano. Pero estaba levantado desde las 5 de la mañana preparando una clase (...) Estaba eufórico. Estaba muy, muy emocionado”. Según se reseñó en Reuters el 7 de octubre de 2010.

“Esta mañana creí que podría ser una broma la llamada de ese señor que me dijo que era el secretario general de la Academia Sueca”, relató en la conferencia de prensa que Reuters recoge ampliamente.

El Nobel de Literatura, a diferencia de las otras distinciones, no se otorga debido a una investigación o un descubrimiento particular, sino por todo un recorrido, que suele llevar una vida entera, de exploración narrativa, de innovación en las infinitas posibilidades que la plástica de las palabras, inventándose al amparo de la búsqueda humana para alumbrar ilusiones, pueda hacer de las capacidades expresivas una fuente de inspiración para los lectores. 

Mario Vargas Llosa es uno de los intelectuales más relevantes de nuestro tiempo, su obra, inmensa, prolífica, como pocos, es una obligada referencia de la literatura de habla hispana del siglo pasado y de lo que va del presente. Es una fortuna, juicio personal, naturalmente, que no resultara vencedor en la contienda política en la que los peruanos optaron por el dislate fujimorista. De seguro habría sido un buen presidente, no abrigo dudas sobre eso, pero aquella experiencia, en un país con las complejidades estructurales del Perú, con las insospechadas tramas de conspiraciones y tragedias de toda suerte que suele ser vida de nuestros países, no sé si habría valido la pena apartarlo de su pasión, esa que tanto le ha aportado a nuestro tiempo, para sumergirlo en ese Canudos ingrato que el destino se empeña en forjar para nuestros pueblos. 

“Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana.”

(Fragmento del discurso de Mario Vargas Llosa durante la entrega del Premio Nobel de Literatura 2010)

Como al principio indiqué, a la fecha de hoy, cuando se publica el presente artículo, pocos días faltarán para conocerse el veredicto sobre el Nobel de Literatura de 2023, quiera, como también antes dije, que todas las atolondradas corrientes con las que nos sorprende con frecuencia el azar, jueguen limpio y se apacienten con la serenidad, acaso rindiéndose ante la evidente contundencia de la consecuente labor literaria de alguien como Rafael Cadenas, nuestro admirado poeta, para que pueda coronar en el sereno crepúsculo de su vida, el más alto reconocimiento de las letras universales. ¡Que así sea!