Por Edinson Martínez
Así, en esos instantes dando paso a la noche plena, la
pantalla del viejo establecimiento a cielo abierto, irónicamente identificado
como Cine Nuevo, se encendía tentadora
ante sus lúbricos espectadores para seducirlos durante casi dos horas con las
imágenes impúdicas de la proyección para adultos. Hasta el filo de la medianoche
se extendía la función, y luego, como una romería de noctámbulos impenitentes,
en silencio, o en alegría contenida, cada quien buscaba el modo de regresar a
su casa en un pueblo vencido por el sueño.
Por razones de edad, como adolescente, nunca pude entrar a ninguna
de esas proyecciones, pues, siendo tan pequeño el poblado, cada portero, casi
siempre seleccionado por su cara de vinagre para desempeñar su papel a
cabalidad, conocía a las generaciones de muchachos deseosos de conseguir un
asiento en una de estas funciones sin tener la edad respectiva. Así que la
única opción consistía en burlar las prescripciones reglamentarias, entrañando
de este modo una doble infracción para los menores de edad: ver una película
pornográfica sin edad para ello, y, además, violar la seguridad del cine para conseguir
semejante propósito. Más tarde, cuando aquel cine erótico de los años sesenta y
setenta del siglo pasado se convirtió en una risible y atontada muestra
libidinosa del género, por virtud de las fronteras lujuriosos que fueron
superándose en las grotescas escenas de las sucesivas producciones, pues dejó
de interesarnos. Al portero, podía verlo de vez en cuando en una de las cafeterías
aledañas al cine; un pintoresco lugar propiedad de los únicos dos suizos que
vivían en la ciudad. Ya no era el ácido personaje de aquellos años, sino un
sujeto reservado, flaco y largo con cara de chino viejo que tomaba una taza de
café con manos temblorosas en evidente muestra de un Parkinson avanzando sin remedio.
La ficha técnica de la producción fílmica, era lo de menos,
a nadie le interesaba, apenas el nombre del director, en algunos casos, dada la
filiación existente entre él y la sensual interprete, del resto, como podría
ser el guionista, edición y montaje, musicalización, o el nombre del conjunto
de actores y actrices que asimismo formaban parte de la realización
cinematográfica, a pocos importaba. Nadie se detenía en semejantes detalles.
En realidad, esta clase de filmes era un producto de
consumo masivo para hombres, correspondiendo estrictamente a los valores y cultura
dominante de la sociedad machista y sexista de aquella época, así que sólo
interesaban las escenas de los desnudos que realizaba la protagonista. La
propia actriz argentina mencionada antes, en algún momento, contando varias de
sus anécdotas en diversas apariciones, llegó a referir que, sus películas
cuando no tenían desnudos, su éxito era muy limitado y de poca aceptación del
público. En una entrevista con Jorge Coscia
en Puerto Cultura en septiembre de 2012, así lo afirma:
“…Y la película, yo no hice desnudos porque decían que, si
Armando era un comerciante, que me ponía desnuda y así ganaba dinero, el otro
que era un intelectual, tan querido por los periodistas, y a Armando no lo
querían, era el loco, le decían el loco…bueno, yo no voy a hacer desnudos, y no
hice desnudos… Setenta veces siete [comenta el entrevistador], un fracaso de público, una
película con muchos valores artísticos […]
Hablábamos de Setenta
veces siete [continua Jorge Coscia], dirigida
por Torre Nilsson, una película que desilusionó a muchos de los seguidores de
las películas de Armando Bo porque no había desnudos […]
Viste … [refiere Isabel Sarli] Que iba siempre un hombre
con un cuenta ganado para contar la
gente que entra al cine y dicen que, cuando se estrenó Setenta veces siete, uno dijo:
“¡Esta es la peor de Armando Bo!”. Porque no había ningún
desnudo…”
Mientras escribo esta crónica, lindando la medianoche, se desata una tormenta surgida del calor húmedo que ha sofocado todo el día; se levanta rabiosa viniendo del oeste, marcando el inicio del cambio de temporada climática en la región. En mayo, las lluvias se anuncian con unos calorones pegajosos que, cuando menos las personas esperamos, de pronto en el cielo incandescente que un sol como un disco leonado alumbra, se forma una ventolera que rápidamente trasmuta en oscuros nubarrones lanzando unas gotas pareciendo proyectiles de agua. Así es nuestro trópico deslumbrante –pienso–, ese que Regis Debray con su mirada de otras latitudes, admitiera alucinado en la narrativa de una de sus novelas.
“¿Cómo inventar la melodía de un tiempo cómplice en una
región que no tiene estaciones? ¿Cómo componer una partitura para dos voces y
un violoncelo donde hace más de treinta grados a la sombra desde la mañana a la
noche y nunca menos de veinte desde el atardecer a la mañana? ¿Dónde el verano
está separado del invierno por un aguacero y no por un otoño? ¿Dónde los verdes
son verdes lo mismo en julio que en enero y las corolas de los tulipanes
escarlatas durante todo el año…? El año de Europa es una montaña rusa, un
folletín de episodios…”
El Indeseable (1975). Regis Debray
El 25 de abril de 1935 Carlos Gardel llegó a Venezuela, venía de Puerto Rico, y era la primera vez que se encontraba en América del Sur, sí en América del Sur, si tomáramos en serio, con la prescindencia obvia del sarcasmo implícito que tiene aquel episodio comentado por el también argentino Tomas Eloy Martínez, cuando de regreso a Buenos Aires, después de pernoctar en Caracas, el taxista muy solemnemente le pregunta: “¿qué tal van las cosas por América Latina?
En efecto, era la primera ocasión en que el ídolo tocaba tierra tropical en el subcontinente. Fue un jueves de abril cuando arribó al puerto de La Guaira, una localidad del centro norte costero de Venezuela, precipitada sobre una extendida costa del mar Caribe, teniendo de fondo el paisaje verde de las montañas que rodean la capital del país. El Caribe, para quienes por primera vez se le acercan, tiene una impresión deslumbrante, de desconcierto no siempre bien comprendida por quienes en un principio lo descubren: una realidad llena de hechos extraordinarios rodeada de un paisaje natural exótico, y una alucinante variedad de formas culturales que amalgama las ancestrales con las raíces africanas y la presencia europea de la Conquista, y también, además, la subsiguiente a causa de los grandes conflictos armados del siglo pasado. Gabriel García Márquez, así lo apunta en sus Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, en una publicación titulada El olor de la guayaba (1982).
“Yo creo que el Caribe me enseñó a ver la realidad de otra
manera, a aceptar los elementos sobrenaturales como algo que forma parte de
nuestra vida cotidiana. El Caribe es un mundo distinto cuya primera obra de
literatura mágica es el Diario de
Cristóbal Colón, libro que habla de plantas fabulosas y de mundos
mitológicos.
Sí la historia del Caribe está llena de magia traída por los esclavos negros de África, pero también por los piratas suecos, holandeses […]. La síntesis humana y los contrastes que hay en el Caribe no se ven en otro lugar del mundo…”
Aquel día, Carlos Gardel
se sintió rodeado del júbilo parroquiano de un país dominado por el
conservadurismo y una autocracia de más de un cuarto de siglo. Pocas veces un
suceso con esas características ocurría en la cotidianidad soporífera de la
dictadura. Más tarde atemperados los ánimos en ciudad costera, Gardel y su
comitiva se trasladan a Caracas en un viaje de dos horas por vía férrea. Su
llegada a la capital causó el mismo entusiasmo y veneración con el que fuera
recibido en La Guaira.
El cantante venía a Venezuela a realizar varias
presentaciones, por eso los organizadores de la gira escogieron las ciudades de
mayor población y dinamismo económico, y de acuerdo con ello ofrecieron
recitales en Caracas, Valencia, Maracay y Maracaibo. Ante el mismísimo dictador
Juan
Vicente Gómez, en la ciudad de Maracay, realizó
una presentación con exclusividad. El viejo y taimado autócrata espantaba
entonces de sus alrededores, la mosca de la muerte olfateando su destino –Gómez
falleció el 17 de diciembre de ese mismo año–, acaso también la de algún otro en
asombrosa fatalidad poco después. Enguantado, como de costumbre, y con su
proceder austero, recibió a Gardel y sus acompañantes, igualmente seducido por
su talento.
Una vez concluida la bien estructura gira en el centro del
país, continuó a Maracaibo, la capital del naciente emporio petrolero de
Venezuela, donde haría una exquisita actuación en los escenarios más importantes
de la ciudad, conocidos como teatro Baralt y teatro Metro. En ellos estuvo los
días 18 y 19 de mayo de 1935, ovacionado y venerado como todo un ídolo.
Así pues, el éxito del periplo artístico había desbordado
las expectativas de sus promotores. Entonces, en último momento, fuera de los
planes iniciales, un empresario de espectáculos de nombre Giovanny
Pasini, persuade a los organizadores de la
prolongada gira, de la idea de incorporar una nueva presentación. Sería un
evento relámpago, muy rápido, a pocas horas, en una ciudad cercana, de nombre
Cabimas; el verdadero epicentro de la producción petrolera nacional, incluso
del hemisferio occidental, a la que Eduardo Galeano, el escritor uruguayo, visitaría décadas después y
bautizara como El pezón de América.
Así, el 20 de mayo, el empresario y propietario del lugar –Cine
Internacional– donde actuaría Carlos Gardel,
se vistió de gala para recibirlo.
Una multitud se concentró en el muelle de Cabimas para
darle la bienvenida al Zorzal Criollo. Personas
de todas las edades y sexo se agolparon para ver pasar al célebre cantante
quien, con su cortesía habitual, saludaba a todos los admiradores que más tarde
vería en el Cine Internacional.
A las 7 de la noche la locación estaba de bote en bote, no
cabía un alma. Todo presagiaba un éxito rotundo. Al parecer, Gardel había sido
contratado para cantar únicamente tres temas, presumimos, sólo eso, que fueron
los tangos de mayor popularidad, entre ellos, quizás, el infaltable Cuesta abajo, o Por una cabeza, tal vez, Tomo
y obligo, o Mi Buenos Querido, si
asumiéramos que fueron cuatro y no tres. “La
memoria es, al fin de cuentas, una cuestión de lenguaje”, diríamos,
acompañando aquellas palabras de Tomás Eloy Martínez durante el verano sureño de 2006 en su artículo Con el
pasado que vuelve. Pues, la cantidad no
alteraría en nada, los sucesos que habrían de presentarse en poco tiempo.
El caso es que, promediando las diez de la noche, el
espectáculo da inicio con la aparición en escena del ídolo tanguero, sus
guitarristas acompañaron la ejecución acordada y, al finalizar, sin mayores
explicaciones, Carlos Gardel se retiró
apresurado sin despedirse. El público, en medio del calor sofocante, del
alboroto expectante cobrando fuerza, al darse cuenta, como siempre ocurre en
estos casos, siguiendo a una voz incendiaria surgida de la euforia, se
enardeció tanto que, en cuestión de segundos, generó una revuelta. Ese
descontrol alcanzó fue tan brutal que, las instalaciones del cine, ante la
vista de todos, de pronto comenzaron a ser devoradas por un fuego desenfrenado que
se extendía desde el fondo del austero proscenio. En pocos minutos las lenguas
flameantes del candelero siniestro consumieron el cine de Pasini,
Carlos
Gardel regresó a Maracaibo, probablemente no se
enteró de lo ocurrido en Cabimas, quizás llegó a tener alguna información vaga,
o imprecisa del incidente, nadie lo podría asegurar. El cantante, como estaba
previsto, en poco tiempo partió a Curazao, posteriormente a Colombia, y a
Medellín, en donde a treinta y cuatro días de aquel incidente en la levantisca tierra
petrolera, fallece en el trágico accidente aéreo que marca un antes y un
después en la historia del tango.
La leyenda urbana que surge de aquel suceso en Cabimas,
registra los hechos de otra manera: una desmelenada salida del artista,
perseguido por una multitud reclamándole por una pésima presentación, en la que
nunca pudo escucharse nítidamente su voz ni los acordes de los guitarristas en la
abreviada interpretación. Acaso Jorge Luis Borges, en su genialidad, comprendiera este proceder humano de
fabular al margen de la realidad, como el camino a la inmortalidad.
“La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los
hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecuta
puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro
de un sueño. Todo entre los mortales tiene el valor de lo irrecuperable y de lo
azaroso.”
El Aleph
(1949).
Jorge Luis Borges
En mayo, el mes escogido por los indescifrables caprichos del azar, Gustavo Cerati –y esto lo recuerdo ahora– nos visitó en Venezuela para ofrecer el recital que le traía de gira por varios países de la región. Fue el último concierto del paisano de Gardel. El 15 de mayo de 2010, después de ofrecer su presentación en Caracas, Cerati sufrió un accidente cerebrovascular isquémico del cual nunca pudo recuperarse.
En el juego de la vida, un poco en manifestación sarcástica al fortuito vaivén de
los hechos que trastocan el discurrir parsimonioso de la vida, Daniel
Santos canta esa reconocida melodía tropical. He
aquí el estribillo de la canción estrenada en 1953.
En el juego de la vida
Juega el grande y juega
el chico
Juega el blanco y juega
el negro
Juega el pobre y juega el
rico.
En el juego de la vida
Nada te vale la suerte
Porque al fin de la
partida
Gana el albur de la
muerte…
Y confieso que quizás sea una tentación de escritor la de atar casualidades, donde no existe sino una circunstancia transmutando en la imaginación del autor. Al fin y al cabo, el oficio, pareciera que nos va cincelando como el escultor moldea a su obra. En Panamá, en la recepción del hotel donde me hospedé años atrás, aquella tarde mientras esperaba por el taxi, caminaba de un lugar a otro, un poco impaciente me movía, y de pronto, un señor que me observaba sin percatarme, se me acerca amable y después de un saludo con tanta cortesía que parecía un esgrimista de las palabras, me preguntó: “¿Usted es escritor?”
Entonces, pensé –mirándolo sonriente–, que cada quien busca
en este mundo de anónimos andantes, a lo mejor sin saberlo, a sus propias contrapartes,
o quizás la levadura de la alquimia creativa que a veces le absorta. Los
celosos suelen ver infieles en el conjunto; los policías a los maleantes; los
médicos, los signos del enfermo en el paciente que aún no tiene. El político, a
un seguidor tras cada gesto inocente y, el escritor, a sus personajes del
próximo libro. Aquel encuentro, también fue durante un mayo caluroso
presagiando tormenta, justo como ahora, cuando escribo esta crónica de
historias profanas.
Y es que suelen ser tan indescifrables las vertientes del
azar, los cabos sueltos de una realidad que se muestra en episodios aislados,
que, si no fuera porque es muy larga y lenta la historia de los hombres, las
casualidades nunca se advertirían. En 1958 Pascual Nicolás Pérez, boxeador argentino, campeón mundial del peso mosca, tuvo
como retador al único venezolano que hizo mérito para destronarlo, su nombre: Ramón
(Ramoncito) Arias, natural de Cabimas. La contienda se
llevó a cabo el 19 de abril de 1958, en Caracas, y esa noche, Arias fue
derrotado por decisión. Su pueblo, Cabimas, atento a los pormenores, lo vio
ganador.
En mayo de 2007, de regreso de Buenos Aires, tal vez a unos cuatro o cinco días, posiblemente en la semana siguiente, una noche ahora imprecisa, ya tarde, costándome un poco conciliar el sueño, decidí mirar la televisión para intentar dormirme. Así, jugando con el control remoto, fui paseándome por varios de los canales sin interés específico en ninguno, de repente, al detenerme en América TV, noto que, en un programa de entrevistas, al parecer de personalidades del medio artístico, una mujer mayor conversaba amenamente con el periodista. Se trataba de una anciana muy atractiva, elegante, con gran facilidad para expresarse y, sobre todo, bastante espontánea para referir cada comentario, eso, precisamente, fue lo que hizo –si obviamos el imperativo albur de las casualidades– que me quedara siguiendo la entrevista hasta conocer de quién se trataba. Al cabo de unos minutos, no muchos, el presentador finalmente dice su nombre: ¡Isabel Sarli!
Sí, nada más y nada menos, que la chica sensual, medio
desnuda que aparecía en los posters
de mi adolescencia anunciando sus películas en el Cine Nuevo de mis recuerdos. Nunca había visto una entrevista de
ella ni tan siquiera escuchado su voz hasta esa medianoche. Hablaba de su experiencia
como actriz de cine erótico, de la censura en la Argentina para las
producciones de este género. De aquellas cintas que mejor recordaba por su
desafío artístico y técnico; de sus filmaciones en Brasil, Uruguay, Paraguay, México,
Estados Unidos y otros países; de su amor devoto por Armando Bo, su esposo, en
fin, un repaso más o menos nostálgico de su vida, a propósito del cual, el
entrevistador, quizás aprovechando ese soplo mustio con el que en ocasiones giraba
la conversación, le inquiere de pronto sobre alguna anécdota que
particularmente recuerde. Aquí, entonces, la
Coca Sarli, como también se le conoció, comienza por decir con una sonrisa
llena de gracia:
Sí, tengo una anécdota que recuerdo muy particularmente,
fue en Venezuela [Entonces, todos mis sentidos se pusieron alerta], en una
región petrolera…, que ahora, esperáte…, no recuerdo bien…, sí, ya está, en
Cabimas, fue en Cabimas…, donde nos contrataron para hacer una presentación,
una promoción o algo así, aquello estaba lleno, el cine, muchos hombres,
trabajadores petroleros, seguro... El caso es que se formó un alboroto tan
grande, todos exaltados, volaron sillas y cosas, y la gente se nos venía
encima. Tuvimos que salir prácticamente corriendo de aquel lugar.
De aquella entrevista conservo nítidamente en mis recuerdos sus comentarios, y eso es justamente lo que hago al transcribirlos. No pudo ella establecer la fecha de aquel episodio ni el momento preciso en que estuvo en Venezuela.
En 1964 se estrenó la película Lujuria
Tropical,
llegó a las carteleras de los cines
comenzando el año, según anotaciones de la época, fue todo un éxito taquillero.
El filme es una coproducción argentino-venezolana rodada en el oriente de
Venezuela, en una paradisiaca playa emplazada en las costas del mar Caribe de
nombre playa Colorada, una verdadera incitación al pecado por la calidez de sus
aguas y un paisaje estimulante. Allí estuvo Hilda Isabel
Gorrindo Sarli (Isabel Sarli) junto al resto del elenco de la producción
cinematográfica, y naturalmente, su director y guionista Armando Bo –que aquí,
de acuerdo con la chispa caribeña para referirnos a situaciones como estas, diríamos
sobre él: “que era el novio de la madrina, cuarto bate y dueño del equipo”–.
Es probable que, en la oportunidad del rodaje, la actriz
haya visitado a Cabimas, o, más tarde, durante el estreno, en enero de 1964, y
fue entonces, cuando ocurrió el episodio contado por ella ya de manera graciosa
en América TV.
El caso es que de esa visita apenas queda el recuerdo, una luz viajando huérfana entre el sueño y la realidad.