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miércoles, 26 de junio de 2019

Al otro lado de la ventana

Al otro lado de la ventana
Crónicas perdidas

“Nunca hubo una muerte más anunciada...”.
Crónica de una muerte anunciada.
Gabriel García Márquez

Por: Edinson Martínez
@emartz1

Cuando cruzamos la última sección de aquella tenebrosa cárcel para ir directamente al área de visitas, en el patio interior que entorno a ella se conformaba, el tremedal de personas parecía una ciudad tras las rejas. En efecto, era eso, un tránsito sin rumbo fijo en el que los presos se movían entre los extremos del recinto con un propósito incierto. Así recuerdo aquel lugar cuando al asomarme por la única ventana de la recepción de reos, increpado por una voz desesperada que venía desde lo profundo de la adversidad pronunciando mi nombre con insistencia, pude verlos deambulando erráticamente. Era una voz sin fuerza, como apagada, algo ronca, pero claramente perceptible entre el rumor de aquella mañana ruidosa, caliente, como todas las de ese infierno, y pegajosa por el calor húmedo de la estación, en cuyo sopor se alzaban los olores pestilentes del desaseo y los humores ácidos del desamparo.  Probablemente haya sido un lunes, o un viernes, poco importa, todos los días podrían ser iguales allí, salvo aquellas horas en que casi al filo del mediodía, los custodios, presos y visitantes se congregaban en un tumulto que rezongaba, entonces, como un rumor colectivo parecido al zumbido sordo de un enjambre de cigarrones tensando el ambiente con su aleteo vigoroso. Flotando sobre éste las personas apresuradamente se expresaban las intimidades que ambas caras de un mismo mundo –el averno del encierro, y la ilusión de libertad del exterior– se reservaban para la ocasión.  Esta cárcel era un sitio descuidado a extremo de olvido del que, por cualquier causa, no necesariamente punible a niveles severos, se ingresaba y no se sabía si se tendría la suerte de salir con vida algún día. Era prácticamente una condena a muerte la que sufrían quienes allí estaban recluidos. Como, ciertamente, a los pocos meses de nuestra visita, sucedió para muchos de los que aquella mañana pude ver caminando en una suerte de romería sin sentido.

Días antes habíamos quedado, mi amigo y yo, en ir hasta la Cárcel de Sabaneta para ofrecer nuestra ayuda a un viejo compañero de labores que infelizmente había caído preso. Conocía bien a su familia y, a él mismo, desde hacía muchos años. Por los detalles que sus familiares me habían comentado y por saberlo una buena persona, sentí que debía poner a su orden la ayuda que me fuera posible, y así lo hicimos. Esa era, entonces, la razón por la cual en horas cercanas al mediodía, estábamos en la sala de visitas para reclusos de aquella horripilante cárcel. Por él esperábamos mientras a la ventana se asomó éste otro individuo. 
–¡Edinson! ¡Edinson!... –gritaba el hombre, desde el interior del martirio. Estiraba su mano curtida a través del precario espacio que dejaba la ventana semiabierta para enfatizar con sus gestos el clamor del llamado. Apenas podía verse una parte de su cara; sus ojos de un negro intenso sostenían el brillo luminoso de un destello de alegría. La nariz delgada que se desprendía de la frente angosta tramada de cabellos crespos, me resultaba familiar, sin embargo, no podía precisar claramente de quién se trataba. El abogado que me acompañaba, sorprendido, me mira con curiosidad, y enseguida me interroga.
–¿Tú lo conoces? ¿Es la persona que venimos a ver?
–No, él no es. No sé quién es ese…, pero su rostro me recuerda a alguien… –le respondí con dudas. «¿Serán figuraciones mías?», llegué a preguntarme durante un brevísimo instante de exploración de mi memoria en el que buscaba aquel semblante extraviado. Tenía esa vaga sensación de haberlo visto antes. A todas estas, el hombre seguía ahí intentando atraernos hasta su lugar, continuaba moviendo los dedos de una de sus manos haciéndonos señas, y a la vez procurando abrir el tramo de la ventana para revelarse con mayores detalles. Su mirada sonriente se fue mostrando diáfana como quien va descubriendo entre el infortunio una miga de aliento para aferrarse a ella con ilusión. Aquella expresión arrugada de todo el rostro tostado que alguna vez tuvo la frescura de la juventud, se esforzaba por exponerse a nuestra vista; mi amigo y yo tuvimos la impresión de un ser humano que buscaba desesperadamente arrebatarle a esos instantes efímeros e inaprensibles de un tiempo que ya no le pertenecía, una mínima porción de alborozo por encontrarse con alguien conocido que habitaba allende los linderos del cautiverio. Podría, incluso, pensarse que era una forma de acariciar a través de otras personas la libertad perdida. Ahí lo recordé, casi en el acto, detrás de la costra del sufrimiento que lacerante había venido devorando sus entrañas, marchitándole inclemente aquella figura del joven trabajador que tiempo atrás conocí. Claro que lo conocía, me dije enseguida, mientras intentaba acercarme hacia la ventana. 

Nuestro amigo fue trasladado en pocos minutos hasta nosotros. Un saludo muy afectivo nos dimos, nunca imaginó que iríamos por él intentando socorrerle en su lamentable circunstancia.  Agradeció nuestro gesto que, según nos comentó, era al momento innecesario, pues su causa estaba a punto de resolverse satisfactoriamente –y, afortunadamente, así fue– en pocas semanas, antes de la tragedia de la que pudo salvarse al salir en libertad. No quisimos comentarle nada sobre el encuentro inesperado con el hombre de la ventana para no entrar en detalles, y también porque nos apremiaba el corto tiempo de que disponíamos. De vez en cuando me lo encuentro en la calle, a más de veinte años de aquella fecha, ha conservado el mismo comportamiento ejemplar que siempre tuvo antes de ingresar a Sabaneta. 

En enero de mil novecientos noventa y cuatro un horrible siniestro asoló el centro penitenciario conocido como la Cárcel de Sabaneta, ciento cuatro presos perdieron la vida en un incendio provocado por los enfrentamientos entre bandas rivales dentro del recinto carcelario. Una masacre de la cual se destacó en todos los medios impresos y radioeléctricos del país, la crueldad humana en su máxima expresión, contándose entre aquellos deleites perversos, la escena diabólica de una disputa futbolística con la cabeza de una de las víctimas en macabro despliegue de entretenimiento para algunos de los que originaron en días previos el conflicto. Es hasta el presente, la mayor tragedia de esta naturaleza que ha sucedido en Venezuela. Muchas veces se comenta de modo fatídico la circunstancia por la que en ocasiones las personas nos encontramos en el lugar y momento equivocados, es el destino quien decide, según el decir de algunos, toda vez que ningún ser humano puede discernir con anticipación su hora final. Es el azar corriendo con todas sus leyes aleatorias quien lleva el control, «¿será siempre así?», me pregunta mi voz interior, esa que surge espontánea desde el mundo subterráneo de las cavilaciones y nadie tiene modos de acallar.

–¡Edinson!… Soy yo, Furruñao, el mecánico…  –me dijo el sujeto que repetía mi nombre, alzaba su voz por entre las dos hojas rectangulares en forma de romanilla de la ventana. Había notado nuestro desconcierto inicial, por lo que de inmediato agregó lo que él pensó era para mí mucho más familiar; su apodo en el taller mecánico donde trabajaba como ayudante. El área que ocupaban los cristales de la solitaria ventana, había sido rellenada por una especie de láminas de madera, probablemente de contrachapado, en previsión de la razonable seguridad que debería tener un lugar como aquel. Por este motivo el sujeto que se esforzaba en mostrarnos su rostro, intentaba con afán desplegar las tres o cuatro primeras secciones a fin de ganar visibilidad ante nosotros. Cuando pronunció su remoquete, ya lo había identificado con claridad, era aquel muchacho largo, de cara angulosa, siempre sonriente que se desempeñaba como ayudante de mecánica automotriz, donde con cierta regularidad, siempre que mi carro lo ameritaba, acudía a efectuar las reparaciones de rigor. Su propietario y yo hicimos una gran amistad. Era, también, un hombre muy jovial, de comentarios ocurrentes cuando menos se le esperaba. Él mismo fue quien le colocó el apodo al muchacho, surgido, quizás, de algunos de sus desplantes humorísticos durante uno de esos días de faena precaria. ¿Qué significaba? Nadie lo sabía, parecía la contracción arbitraria de unas vocales y consonantes para generar una expresión graciosa. Su nombre realmente era César. Con cautela me acerqué a la ventana y pude verlo con absoluta precisión. Me sorprendió su estado, y antes que ello, el que estuviera recluido en dicha cárcel. 
–¡Dame un cigarro!... ¡Dame algo…, lo que puedas, lo que tengas!… –exclamó aturdido, movía nerviosas sus manos, apoyando con sus gestos el petitorio desesperado. Intranquilo giraba su rostro calavérico hacia los lados, volteándolo diligente en acción mecánica a su espalda, tenía la inquietud de quienes han sido abandonados por el sosiego a fuerza de mantener alerta sus sentidos. 
–No tengo, César, yo no fumo…, pero toma, quédate con esto… 
Saqué varios billetes de baja denominación que llevaba perdidos en uno de mis bolsillos del pantalón y se los entregué apenado. Sentía que no era la mejor forma de tenderle una mano, de socorrerlo en su dramática condición. No tuvimos tiempo de hablar nada más. Apresurado tomó los billetes y raudo salió del recodo desde donde nos había divisado, y en el que cada vez que podía se apostaba en espera de una cara conocida, como quien aguarda la visita del cartero con la misiva que nunca llega. Se fue desplazando con el recorrido azaroso de una bala perdida; como ahora recuerdo desde aquella precaria vista hacia el interior del recinto, parecían todas esas personas de flacuras extremas privadas de porvenir. A zancadas largas y ligeramente encorvado lo vi alejarse mientras las ropas se le agitaban en volandas por el viento caliente de la hora. Nunca más supe de él sino hasta los primeros días del mes de enero de mil novecientos noventa y cuatro.

–Señorita, ¿quién ha estado buscándome? –pregunta el dueño del taller, cuando regresa de una de sus ausencias pasajeras durante las mañanas. La intimidad del lugar lucía raramente ordenada para tratarse de un taller de reparaciones mecánicas. Sus paredes compartían dos tonos de colores en delicada armonía de gris y blanco que se extendían a lo largo de toda la construcción.
Naiden, señor Monche… –responde la joven, en perfecta sincronía entre una sonrisa de dientes asombrosamente blancos y una mirada centelleante de pupilas oscuras. 
–¿Cómo dijo? –interroga, nuevamente el hombre.
–¡Na-i-den…! ¡¿Usted como que está sordo?!  –contesta la secretaria, en giro enfático de cuidadosa separación silábica para despejar las dudas del propietario del establecimiento. Monche se ríe, y unas arrugas entorno a sus ojos se aprietan delicadamente achinando su expresión facial. De inmediato, haciendo uso de su buen humor, la corrige con la inflexión socarrona que acostumbraba usar.
–No se dice na-i-den, se dice: ¡nadie! Repítalo conmigo… ¡Na-die!
En esa labor se encontraba el dueño del taller de mecánica automotriz, el doctor en motores, como rezaba un flamante diploma colgado en una de las paredes, cuando fui a visitarlo días siguientes al encuentro con Furruñao. No se sorprendió al comentarle sobre el caso, sabía de la terrible adversidad que había padecido su antiguo trabajador.
–¿Lo viste?... ¿Cómo está?... –me increpó con un cierto dejo lastimero.
–¡Mal! ¡De qué otro modo podría estar! –le respondí sin rodeos mientras caminábamos en dirección al área donde se reparaban los vehículos. En aquel taller, el espacio de labores mecánicas siempre estaba bien atendido, era una de las cosas que especialmente me llamaban la atención del establecimiento. Cada herramienta tenía su lugar preciso, los carros debidamente estacionados, y el piso, con sus naturales muestras de aceites y grasa en algunas de sus partes, pero nunca en condiciones de higiene deplorables, fuera de lo común, como ocurre con frecuencia en donde este tipo de oficios se llevaban a cabo.
–¡Que vaina!... Es un buen muchacho que tuvo la mala suerte esa noche de quedarse en casa de su hermano. Jamás lo hacía, pero cuando las cosas van a pasar, nadie te salva de ellas… –comentaba Monche, en tanto se inclinaba debajo de uno de los automóviles para ver el desempeño del nuevo ayudante–. Pareciera una ley de la vida, al pobre lo persigue siempre la adversidad–continuó murmurando, proyectando su voz bajo la intimidad mecánica del auto–. Decidió dormir allí, y a medianoche, una comisión de la policía judicial allanó la vivienda buscando al hermano que, en efecto, sí tenía cuentas pendientes con la justicia. Lo acusaron de complicidad en delitos cometidos por el otro. Todos hemos hablado en favor de él, pero, a la fecha, ya lleva varios meses en Sabaneta, y no creo que pueda salir hasta un largo tiempo –comentó finalmente, al levantarse del ras del piso.
Apenados por el hecho, nos despedimos con un par de palmadas apostando a que el muchacho pudiera sortear prontamente el terrible desenlace de su vida.
Allá lejos, un par de nubes negras escoltan un ave solitaria que entre el aire caliente de las alturas, esquiva las miradas borrosas de los hombres. Se mueve sigilosa en el horizonte mientras me retiro del lugar y lanzo una mirada descuidada al cielo plomizo del mes. Es el invierno de octubre cerrando su ciclo semestral.

Los detalles noticiosos de la tragedia del cuatro de enero de mil novecientos noventa y cuatro, dieron cuenta de una barbarie que con toda justicia se le denominó: la masacre de Sabaneta. Ahí, un grupo de reclusos en el paroxismo de su máxima crueldad, patearon en el  interior de la prisión que estos ojos vieron aquella mañana varios meses antes, la cabeza decapitada y sanguinolenta de un hombre, exhibición sádica de un macabro juego de fútbol en el que la parte superior del cuerpo degollado de aquel pobre diablo se iba chutando como una pelota entre los reos. En su rostro aparecía registrada la expresión siniestra del terror, huella inenarrable de aquellos últimos instantes de su vida martirizada. Sus desorbitados ojos hacía rato habían perdido esa chispa de energía que nos muestra vivos. Destello que aun en los peores momentos del dolor; sin embargo todavía, pueden expresar el hálito vital de la existencia que, tercamente en su lucha contra la muerte, intenta vencerla con las restantes fuerzas de la sobrevivencia. César Ocando, era su nombre, el mismo que asomara su vista desesperada pidiendo un cigarrillo, o cualquier cosa con sabor a libertad durante esa agobiada mañana en que nos saludamos. Era, él, Furruñao, el joven mecánico –y no me lo podía creer– de aquella tarde inocente en que, por una determinación de última hora, sin que mediara razón alguna, escogiera pasar la noche en casa de su hermano al salir de la jornada laboral, y no en la suya, como bien habría querido la suerte que a cada quien en algún instante se le esconde, para que sea, entonces, el infortunio que sin piedad tome su lugar. Son los dados del azar con el que juegan las invisibles fuerzas del destino que, lanzados desde el aleatorio capricho de las incertidumbres, se imponen detrás de cada acto inadvertido de los humanos. No hay modo de evitarlo, lo sabemos, lo ignoramos, ¿acaso importa?
La intervención de las autoridades militares después de varias horas, se abren paso entre los cadáveres a fin de tomar el control del penal, destaca la crónica. La masacre de Sabaneta ha culminado, y con ella la vida de aquellos seres que alcancé a mirar fugazmente como antesala del espectro que ahora son. El tiempo, y el olvido con el que se trenza cada instante, los va dejando atrás en el triunfo que la muerte va teniendo sobre la vida.

2 comentarios:

  1. Triste historia, donde siempre hay un inocente pagando una condena de un delito que no cometió, paz a su alma.

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  2. Brutal episodio retrato de los olvidados por el mundo

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