Desde mi
ventana
“El recuerdo es el perfume del alma”
George Sand
Por: Edinson Martínez.
I
Si la vida es un sueño. Un
prolongado y repetido sueño al que nos convertimos una vez conocida la vida.
Puede que ahora, tal vez sólo seamos uno de ellos... ¿Cómo podríamos saber si
acaso no lo somos?... ¿Qué nos hace decir lo que realmente somos? No hay manera
de saberlo.
–Tío... ¿qué ves?
– Las nubes y las
montañas, ¡qué grandes son!
– ...Y tú, ¿qué
ves...?
– ¡Levántame para
ver... no alcanzo!
– ¡Sí, es cierto!
¡Ven para cargarte!
Un frío suave y
familiar, en compañía del sonido que sólo un río en su correr perenne puede
hacer: acarició mi cara a través de una también familiar ventana. Me trae a los
ojos un tiempo húmedo de olor a vegetación virgen. Es obvio que todo ahora ha
cambiado, tanto como he sentido yo el paso del tiempo. Siento nostalgia, aun de
aquellos días poco gratos. De la serenidad que tantas veces me conquistaba
mirando la inmensidad de las montañas y las nubes confundidas. Ahora, como nunca
antes, aprecio la frescura del verde extendido que nos invade sin condiciones.
Tomar distancia en el tiempo nos hace ver los detalles que siempre, habiendo
estado ahí, eran imperceptibles a nuestras rutinas que tenían otras atenciones.
–Vámonos, tío, hay
mucho polvo aquí. ¿Cómo se llama este sitio?
–¡Un depósito! Caminemos hasta el limonero. ¡Qué leal ha
sido!...
Son maduros sus tallos ahora, y
generosa como siempre su carga. Si sus hojas hablaran, ¡qué no dirían de nuestra
intimidad precoz! Me rendí ante esos ojos imberbes de color extraño que recién
llegaban al colegio junto con otros tantos como yo.
–¡Ah, limonero!...
–Es lindo el
limonero, tío, ¿cuántos años tendrá?
–Muchos. No… no.
En verdad, los suficientes para conocernos bien. Seguramente siempre ha estado
aquí. Como yo, que nunca he terminado de irme y ahora tú que siempre vendrás.
Era la tercera de
los hijos de una pareja de españoles recién llegados al pueblo. De Zaragoza
venía quién sabe por cuáles razones. Recuerdo bien las veces que me apartaba de
mis clases rutinarias para meterme embelesado en el mapa de España. Comencé a
enamorarme fantaseando del otro lado del mundo con los lugares remotos de la
geografía española. Fue mi primer amor; amor de sonrisa nerviosa, de
imaginación. En secreto, me imaginaba besando sus ojos apartando unos anteojos de
cristales transparentes que, a mi corazón le decían lo hermoso que le sentaban.
Justo en el limonero me atreví a besarla una mañana antes de hacer filas. ¡Qué
osadía tan grande! No sé de dónde tuve valor para hacerlo. Lo cierto es que, aún a pesar de los años, a este
tiempo todavía me provoca risa. No deja de darme el recuerdo de aquella
mañana un cierto frío entre el pecho y el estómago. ¿Qué será de ella?… ¿Me
recordará?
–Tío, ¿en qué
piensas?
–En la vida... en la vida. En las tantas
veces que frente a este limonero le hemos hablado. Y las tantas en que el mismo
nos habrá escuchado sin poder hacer otra cosa que acompañarnos. Desde luego que
todo ha cambiado, aunque siga siendo al final el mismo sitio con los mismos recuerdos
de siempre. ¿Estaremos aquí, ahora, como antes estuvimos? ¿Será todo esto un
sueño en el que siempre hemos estado? Si la vida es como una
película, que no importando las veces que la veamos siempre será ella misma: ¿concluiremos acaso que
siempre estaremos dentro del mismo espacio, y simultáneamente en todos los
lugares? ¿Estaremos como ahora viéndonos siempre en los mismos lugares a la
vez?
–Tío, estoy
cansada. ¡Vámonos!
–Ahora mismo...Camina.
Un día como éste
viajó el hombre a la luna. Justo, tal vez, cuando Ramiro, el loco del pueblo,
pasaba frente al colegio en su habitual caminata sin rumbo fijo. Afanado perseguía
a la luna a quien acusaba de quitarle quién sabe qué cosa. Era entretenido
verlo pelear sin sentido, con sus pensamientos disparatados se alejaba de un
extremo a otro de las calles a medio alumbrar, alborotando a la misma impasible
luna que ahora el hombre conquistaba como a un continente lejano. Para
nosotros, los muchachos del colegio, era nuestra diversión de tempranas horas
de la noche. La fuente de curiosidad natural de nuestra edad, junto a su manía
lunática, nos dedicábamos a mirar y descifrar la eterna desnudez de la luna con
su cara siempre sonriente.
–Tío, ¿tú viviste
aquí?
–Sí, hace mucho
tiempo... En realidad, creo que aún sigo viviendo.
–¿Por qué?
–No sé si me
entenderás. Pero creo que siempre permanecemos en los mismos lugares una vez
que hemos estado en ellos. Siempre estamos donde hemos estado... Lo que tal vez
nunca sepamos es si sólo somos parte de un sueño que al
azar y como actores de él figuramos como una realidad... O es que sencillamente
la vida misma, lo que conocemos como ella, no es otra cosa que el sueño mismo.
En ese caso, siempre somos un sueño...
–¡No entiendo
nada!
–No importa. Sólo
son cosas mías. Terminemos de salir del colegio... ¡Qué cosas digo...! ¡De la
panadería!
Ya el año en que
estudiamos las cosas no estaban muy bien para el colegio. La matrícula cada año
había venido disminuyendo. Era el comienzo del periodo de descenso de la
educación de internados tan en boga en los años cincuenta y parte de los sesenta.
No tenía mucho futuro como negocio. No sobrevivió al año siguiente. En su lugar
se instaló una flamante panadería en el área de las aulas. La parte posterior
que alguna vez sirvió de dormitorios se convirtió en un gran depósito. El resto
de las instalaciones más o menos conservan las mismas características. Hasta
los colores gris y blanco se han conservado en todas las paredes. La puerta
metálica que separa la calle del colegio aún se mantiene intacta... ¡Cuánto
costaba franquearla para ganar la calle a escondidas! Compartíamos todos los
mismos miedos al salir.
La parte superior
de la construcción, que era a la vez techo, y un desvencijado escenario que
alguna vez tuvo su tiempo de gloria, de noche, cuando pegaba la nostalgia
servía de lugar de juegos a nuestra imaginación para contener el vuelo del
pensamiento al hogar lejano. Me parecía un lugar misterioso. A cielo abierto
podíamos tener a nuestro antojo todas las estrellas y la oscuridad infinita del
espacio. En algunas noches de invierno, sin saber cómo ni de dónde, aparecía
una suave neblina que nos premiaba con su abrazo anónimo para hacerle juego al
ruidoso correr del río montaña abajo.
Cada mañana de los
domingos era obligada la asistencia a misa. De flux azul caminábamos una
distancia que aún me sigue pareciendo inmensa para llegar a la iglesia.
Víctor, una especie de guía y cuidador de toda la muchachera, que en realidad
hacía más de confidente de nuestras pillerías infantiles, caminaba media hora antes
por toda la habitación que ocupábamos, para ejercitar sus pies que no
terminaban por acostumbrarse a usar zapatos. Era el encargado, a falta del
propio director, de llevarnos en fila larga y azul por toda la calle. Tenía
siempre la cara roja, como picada por abejas.
Nunca tenía mal humor. Alguna vez me mostró un carné del partido
comunista, casi como en secreto, cuando el presidente Leoni visitó el pueblo
para inaugurar la recién construida iglesia.
II
–Ana María...
¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo estás?... ¡Dame un abrazo!
–Muy bien, tío.
Tú también te ves muy bien.
–De verdad que
estaba ansioso por verte. Ya pensaba que no vendrías a visitarme. Hace tiempo
que esperaba verte. ¡Cuánto tiempo ha pasado! ¡Ya eres toda una mujer!
–¡No digas
eso...! Siempre te recuerdo con tus historias, especialmente, con aquella en que
visitamos tu colegio.
–¡Aún seguimos visitándolo!
–No, sólo fuimos
una vez, sólo de paso. ¿Recuerdas?
–Aún lo visitamos, sobrina, aún lo visitamos...
–No, tío. Sólo fuimos en una oportunidad.
Hace en verdad mucho tiempo... ¿Cuánto? ¿Quince años?
-Más o menos ese
tiempo. Pero aún seguimos visitándolo. No porque las olas del mar que
siempre van y vienen, deja de ser el mismo mar. Ahora mismo podríamos ir si
quisiéramos. No importa cuánta distancia exista. Cuánto tiempo transcurra. Una
vez que vivimos nos convertimos en sueño. Para vivir sólo hace falta soñar, y los
sueños no tienen tiempo ni distancia...
Noche tras noche,
en esta ventana, antes de dormir, se perdían nuestras miradas sobre la ciudad
encendida que desde lejos nos parecía pequeña, como de juguete, a la que apenas
conocíamos. Las noches eran frías y calladas para invitar a la
imaginación.
Entre las ocho y nueve
de la noche, entraba en el extenso dormitorio, el director del colegio, su
misión habitual a estas horas del día, era obligar al sueño rebelde de la niñez
a rendirse hasta la nueva jornada.
–¡A dormir,
muchachos! –repetía en cada ocasión– ¡Se acabó la fiesta! ¡Mañana hay que
madrugar, muchachos!
Continuaba por la
habitación larga y más bien angosta que nos servía de dormitorio colectivo. En él,
de día, la luz del sol llenaba todo su espacio; como de noche la de las
estrellas
–Nada hay más
difícil, sobrina, que obligar al sueño en los niños.
–Ciertamente…
¿Por qué lo dices?
–Por
nada. Sólo pensaba...
–Sabes, Ana
María, la luz de muchas de las estrellas viaja millones de años para llegar
hasta nosotros. Muchas ya no existen, su luz es huérfana y continúa viajando.
Como nosotros, las personas, una vez que vivimos nos convertimos en sueño para
viajar eternamente.
–Nunca me he
detenido a pensar en eso de las estrellas. De hecho, no logro explicarme cómo
puede suceder algo así.
–Ana María... ¿Cuánto
tiempo hemos vivido y cuánto hemos sido sueño?
–No sé, ¿quién podría
saberlo, sí en efecto es así? Me inclino a pensar que somos reales. De
verdad... Como estamos aquí ahora. No somos un sueño. Puedo sentirlo como tú
sientes ahora que sentados uno junto al otro conversamos sobre la vida como un
sueño. Un sueño es un sueño y nada más que eso.
Desde aquí el
correr de todos los ríos es similar, con sus curvas y saltos como potro
salvaje, con su prisa inevitable, alegre, irrespetuosa y ruidosa. Con sus
historias escondidas y perdidas entre el rocío y las montañas. ¿Serán igual de
azul las aguas de El Ebro? Seguramente. Sin embargo, eso no es posible saberlo
desde un mapa. Desde la imaginación, cada cosa se pone en el lugar que
queramos. La Carrasca
y El Lentisco, desde mi ventana, se entrelazan con el bambú abundante que
bordea el río montaña abajo. En Las Bardenas y Los Monegros la neblina se
esconde entre los bambúes largos y alborotados. Todo es posible sin darnos
cuenta desde aquí. Hasta la Basílica de Nuestra Señora del Pilar puede ocupar
en segundos el lugar de la iglesia de San Rafael Arcángel.
El origen morisco
se delataba en sus ojos tras los cristales.
Grandes y de color extraño, entre avellana y miel que hablaban por su
cuenta. Alegre y bullosa, arrastrando eses me parecía eléctrica. Se cruzaron
nuestras vidas un instante, por el simple azar de las cosas, en el colegio,
como con cada uno de los cuales nos topamos en nuestras vivencias impacientes
de la niñez.
–Quién dice que
no somos reales. ¡Claro que lo somos! ¿Alguna vez le has preguntado a todos
cuantos tú ves en tus sueños si existen o no, si son reales o no?
–No, tío, claro
que no son reales como nosotros. No existen sino en mis sueños, como en los
tuyos. Todos a quienes vemos en sueños sólo viven en ellos. Pero aquí entre nosotros no
existen. No están...
–Muy bien, ¡¿qué
te hace decir que ellos no piensan lo mismo sobre nosotros?!
Desde la esquina
del colegio, en una casa toda blanca con flores y albahacas que perfumaban su
alrededor, nos llegaban abrazadas al viento las notas de la aprendiz de
piano que a muchos nos desvalijaba el corazón. Se nos iba el sol más
temprano en las tardes de los lunes y miércoles cuando sentaban a Mercedes frente a
su piano. Descifrando melodías a distancia, con la caricia de ellas que
a través del viento nos llegaban se nos iban las tardes. No había lugar para
ninguna otra cosa. El ocio convertido en acordes deslizaba nuestra imaginación
por horas. Cobijaba los pensamientos en la pianista compañera de clases.
–¿Sabes, sobrina?
No tenemos manera de saber lo que realmente somos. Tal vez somos una especie de
actores rebeldes de un sueño cualquiera. Que por momentos se atreve a mirarse,
tocarse y pensar que es el dueño del sueño. A veces, sobrina, tengo la
impresión de no ser real. De no existir. De conversar contigo sólo por la
terquedad de quien me ha estado soñando...
–¡No pienses eso!,
mejor hablemos de otras cosas...
–¡No!, espera un
momento. Creo, además, que sólo quien se pregunta sobre sí es quien no puede demostrar lo
que es. Que es real, en todo caso, como tú dices. La realidad no se demuestra.
Es ella y nada más. Entonces, ¡tú eres de verdad y yo soy una ficción... un
sueño! Como la luz de las estrellas que viaja sin que haya estrellas. Alguna
vez tuvo una de verdad...
–¡Por favor, tío!, no insistamos más en esto. Ya es suficiente. Luego
tendremos tiempo para hablar sobre el tema. Ahora tengo que irme. No quisiera
dejarte, pero debo irme. Hasta luego, tío. ¡Dame un beso!
III
En el mes de
julio suelen ocurrir cosas curiosas. Tan curiosas como los exámenes finales del
año escolar. ¡¿De quién habrá sido la idea de hacer finales como si todo
siempre tuviera un final?!
De ida por vuelta
no regresó nunca más el padre de Mercedes. Sin razones aparentes y tampoco
explicaciones nunca se supo de él. Todos en el colegio comentamos su partida
sin regreso. Sencillamente se evaporó. Imaginamos toda clase de cosas. La de
mayor fuerza consistía en presumirlo un agente secreto que en misión especial
estaba asignado a una investigación. Con los días, la rutina se fue comiendo la
desaparición y con ella los comentarios. Cada quien se hizo su propia versión y
construyó su verdad. Los niños, como los adultos, hacemos con frecuencia
nuestras verdades de la imaginación... Tal vez su padre nunca existió
realmente. Entre los años sesenta y ocho y sesenta y nueve ocurrían cosas como
éstas. El mundo entero era una curiosidad. Se fugaban las muchachas del pueblo
al despuntar la medianoche para dar comentario a todos de las impaciencias del
amor. Se mataba en otros lugares a quienes sólo querían que negros y blancos
fueran igual de humanos. Conquistaba el hombre a la luna con más facilidad que
los españoles a la América... ¿A quién pertenece ahora la luna, sus encantos y
sus riquezas? ¿A la humanidad que siempre ha soñado con ella o a quienes han
osado conquistarla?...
El agua de la
madrugada se contagiaba del frío que sólo los brincos debajo de la ducha podían
espantar. Tres, cuatro, cinco a la vez con la algarabía de las nuevas energías
entrábamos a la ducha colectiva para desafiar el agua y con ella un nuevo día.
Cualquier cosa sirve para jugar siendo niño. La pastilla de jabón que salta
para cualquier lado, su espuma blanca y abundante que se estira de cualquier
forma. Las gotas del agua fría y la fuerza del chorro que terminaban de correr
el sueño aún pegado a los ojos. Las toallas enrolladas como látigos
improvisados y sorpresivos que en medio del alboroto a más de uno sacaban las
primeras lágrimas del día.
En las filas,
impacientes y ordenadas para entrar a clases, cualquier tema servía de base a
una conversación seria, seguida entre dientes mientras el himno nacional
se empeñaba en suspenderla. Siempre hay de qué hablar en una fila de colegio.
Las mañanas eran
verdes. Un verde pálido que al tomar fuerza el día se confundía con el gris de
las nubes, dando lugar a todas las tonalidades posibles de esa pareja
espontánea de colores. Ningún día se parecía a otro. No sólo sus tonos, olores
y sonidos eran distintos. Entre niños cada día es diferente del otro. La rutina
simplemente no existe. A Mercedes no había manera de no mirarla. De reojo, en
las filas se llevaba las miradas que no podían mentir.
Un italiano viejo
y chiquito, estrafalario y gritón, que siempre usaba las mismas medias en unos
zapatos que probablemente vinieron con él de Europa, dos días por semana
dictaba sus clases de piano a Mercedes. Desde la esquina del colegio le veíamos
llegar siempre apurado, como queriéndose comer el día. De un carro plateado,
pequeño como un zapato de bebé gigante, se bajaba hiperquinético con un genio
terrible que hacía juego con una voz ronca que nadie se imaginaba salía de esa
estatura. Junto con los acordes, escuchábamos los dedos que tecleaban una y
otra vez la nota indebida y con ellos los gritos de la impaciencia que
obligaban a corregir.
Siempre era un
reto salir del colegio. Caminar montaña abajo para llegar hasta el río, mirar
de cerca su fuerza indetenible e imperturbable. Meter los pies en el agua fría
que desde lejos imaginábamos. Y luego correr de regreso para saltar
escurridizos la pared del colegio sin levantar sospechas. Cada ocasión invitaba a la otra y así fueron
muchas. El tiempo se nos hacía más corto con cada oportunidad y así se fue
extendiendo. Hasta que una tarde de fin de semana, del otro lado de la pared,
al mismo tiempo que saltábamos, todo el colegio se enteraba de nuestra
recurrente aventura. El director y su mujer ya nos esperaban en dirección para
pedirnos cuentas. Era una oficina con el piso de mosaico en tonos amarillo y
marrón. Con un escritorio y una Biblia de ribetes dorados y muy adornada, de
esas con las que se garantiza la entrada sin escalas al paraíso. Un ventilador
de techo con sus aspas que de vez en cuando daban vueltas. Sólo en ocasiones
muy especiales se entraba a tal recinto. Por muy buenas razones o por los
peores motivos. Según era el caso, por muy malas razones. Ciertamente era
peligroso abusar de una aventura como ésta. Los adultos tienen una dimensión
del peligro que de niño no se comprende. Nunca se piensa en ello. No se pensaba
en las loras, una especie curiosa de
culebras de color verde que se disimula entre la vegetación. De boca finita y
coqueta, roja, como delicadamente pintada de labial provocativo. Tampoco, se
pensaba en cualquier otra cosa que perturbara nuestras intenciones de llegar al
río y regresar sin que se nos sorprendiera.
De la reprimenda
junto con un par de cachetadas no nos quedaron ganas de volver. Después de
todo, ya no había muchos secretos por descubrir montaña abajo. De todos, Jerez,
el más ordenado y mejor estudiante, y a su vez el que con mayor facilidad
lloraba, se horrorizaba de sólo pensar el momento cuando su padre se enterara.
Fue el último en llegar al colegio, a finales de octubre. Con una maleta
grande, en dos tonos de color marrón. Pasó la primera noche sentado sobre ella
y abrazado con incontenible llanto a la columna principal de la habitación. No
había nada que lo calmara. Entre sollozos se quedó dormido culminando la
madrugada. En un par de días, era el mejor estudiante de sexto grado y el peor
deportista. No conocimos nunca una lágrima de él. No obstante su facilidad
para llorar. Tenía un defecto congénito en los lacrimales. No producía lágrimas... quienes lo
conocíamos sabíamos cuando lloraba de verdad porque se le ponían rojas las
ojeras y se le atragantaban las palabras.
IV
–Tío, ¿qué ves?
–Las nubes y las
montañas. ¡Con cuánta calma se mueven
las nubes!
Casi parece que
siempre fueran las mismas, como repitiendo al infinito las figuras que solo ellas saben hacer. Las
montañas, inmensas y calladas, se arropan con ellas, como sábanas de algodón
gigantes que no respetan distancias… ¿Estaremos aquí ahora? No hay manera de
saberlo.
–Esta ventana es
muy grande, tío, ¿se puede ver todo desde aquí?
–Desde un sueño
se puede ver todo cuanto queramos. Ayer es hoy y mañana es ayer, porque el
tiempo no existe, así exista noche, y también día. Desde una ventana, el mundo,
sin darse cuenta, lo tenemos también a nuestro antojo.
–¡Levántame, tío,
que no alcanzo a ver!
–¡Ah, caramba!
¡Tienes razón, ven para cargarte! Mira qué grande es todo. Parece
una pintura gigante, como una obra de arte inmensa. No falta ningún detalle en
ella, y hasta nosotros estamos incluidos. También, otra ventana o muchas otras
ventanas. Desde cada una de ellas se nos puede ver de la misma manera como
ahora nosotros lo hacemos. ¡¿Qué nos hace decir lo que realmente somos?!
–Tío, ¿cómo se
llama este sitio? Hay mucho polvo por todas partes…
–Es un depósito,
un almacén para guardar cosas. El polvo que parece talco es harina de trigo de
los sacos. Es el depósito de la panadería. Sin embargo, para mí sigue siendo un
dormitorio. Mira cómo es de grande. Toda la luz que necesita entra por la
ventana. Siempre ha sido así. De niño se
ve más grande. Se despierta uno como en el medio de un patio...
De lejos se
escucha el río, igual que todas las veces, nunca se detiene y tampoco deja de
hablarnos. No tiene descanso y menos fatiga. Las montañas, las nubes, el río
tienen la certeza que le regateamos a la vida. ¿Estaremos aquí ahora?...
–Vámonos, tío,
hay mucho polvo.
–Sí, vamos,
caminemos hasta el limonero. Todavía sigue allí. Vive despacio para no acabarse
nunca. Para seguir viéndonos entrar y salir en cada sueño, siempre en cada
ocasión, como la primera vez. ¿Me recordará Mercedes? Fue un azar como
cualquier otro sueño que nos hayamos conocido. Una fortuita ocasión durante aquella
mañana de las filas del colegio.
–¿Sabes,
Ana María? No tenemos manera de saber lo que realmente somos. Cada sueño es una
historia larga y al azar en la que somos sus personajes. Los invitados de cada
ocasión con un libreto por descubrir. Cada sueño es la vida y en cada ventana
hay un sueño que mira a otro, sin darse cuenta que ambos lo son. ¡Vámonos,
sobrina, tenemos mucho que andar!
Nota: Relato
corto publicado en el libro "Una historia por descubrir". Edinson
Martínez. Editorial A todo calor. Maracaibo. 2016.
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