Entre 25 y 26, diagonal al Paraíso
"El escritor es un
hombre sorprendido. El amor es motivo de sorpresa y el humor, un pararrayos
vital".
Alfredo Bryce Echenique.
Por: Edinson Martínez.
El vehículo disminuye la velocidad
hasta detenerse a un lado de la avenida. Desde el extremo opuesto al lugar en
que finalmente se frena, dos muchachos lo observan deslizarse a un ritmo lento,
se mueve despacio y vacilante ante la vista de ambos, viniendo en camino desde la
intersección en que apareció abruptamente durante esta incipiente mañana. Por
segundos lo ven acelerar y recortar al mismo tiempo, como si dudara en
continuar por su ruta o estacionarse. Por último, en lo que pareciera una
decisión definitiva, se estaciona dejando atrás el titubeo en su marcha.
El par de chicos cubren su turno
matutino en la estación de gasolina ubicada en el lado contrario de la avenida.
En cierto modo, testigos inadvertidos de esta hora en la que hay muy pocas
personas en la calle. Este sábado está cargado de los contrastes más
pintorescos del año. Es navidad, no es cualquier fecha en el almanaque. El
conductor del vehículo está consciente de la fecha, sabe de su significado, mientras
va desacelerando para buscar un lugar donde estacionar; a lo lejos escucha la
primera detonación –en todo caso la primera que oye– de fuegos artificiales del
día. Hace poco menos de una hora que
conduce al azar por la ciudad. Desde que abandonara la celebración extendida
hasta la madrugada junto a colegas de profesión, vagaba de un extremo a otro
por las solitarias calles y avenidas. En todas las vías apenas se percibían transeúntes
y vehículos que tempranamente en el día parecieran no tener rumbos definidos.
Sin embargo, siempre para esta fecha en la ciudad alguien lanza a su antojo a
cualquier de las horas –habría que decir deshoras– los cohetones
que trastornan el sonido natural de la urbe, aquel que las personas en cada
lugar componen sin pausa durante su cotidianidad.
Hacia la esquina donde hace unos
segundos esperaba para avanzar y finalmente detenerse a unos cuantos metros,
tal vez cien o ciento cincuenta a lo sumo, una patrulla policial en sentido
contrario de la misma vía se dirige hasta ella, ésta disminuye la velocidad
casi al propio tiempo en que lo hace el sedán gris de modelo relativamente
reciente que observan los chicos desde la gasolinera. En algún momento, ambas
unidades que viajaban en sentido inverso, se toparon en paralelo. El conductor
del vehículo gris los mira avanzar. Van de prisa, tal vez no respeten el
semáforo de la intersección, dijo para sí, refiriéndose a la unidad
policial. «¿Es rutina o urgencia?». Se
pregunta en su monólogo interior debido a la frecuencia con la que ha visto a
este tipo de unidades atravesar las calles a toda velocidad y pocas veces
detenerse en los semáforos. «¿Llegarán a tiempo en su urgencia?». Vuelve a
interrogarse con angustia mientras observa el andar de la patrulla.
El profesor, duda unos segundos para
detener la marcha de su vehículo, aminora y en el acto empuja de nuevo el pedal
para acelerar, como si él mismo quisiera atender la solicitud de auxilio que
presume le ha sido exigida al carro policial, finalmente se detiene. La ciudad
apenas despierta este sábado de navidad. También a esta fecha, cobran fuerza
las elucubraciones propias de una celebración prolongada y los temores de una
ciudad atormentada.
Los dos muchachos distraen el tiempo
conversando sobre el día de navidad y ambos observan, al principio sin mucho
interés, el vehículo que se estaciona al otro lado de la avenida. ¿Qué de
especial podría tener aquel, cuando normalmente transitan por ella cientos o
miles de ellos todo el tiempo? Sin embargo, no es su aparcamiento intempestivo
lo que les llamará la atención en breve.
A esta hora aún no llega el primer
cliente del día, y el aviso luminoso de la estación –rojo y amarillo– en pocos
minutos, con la fuerza de los primeros rayos del sol, se apagará. El tiempo comenzará
a transcurrir entonces sin que la rutina normal de la jornada termine por
despegar, sobre ella, cualquier conversación tiene sentido de grandeza, y hasta
el más insignificante de los temas es de toda una solemnidad.
–¿Qué planes tienes para esta noche? –pregunta
Ricardo a su compañero de labores, mientras esperan por el primer vehículo para
surtirlo de combustible.
–Nada especial, de seguro unas
cervecitas con algunos amigos, siempre lo mismo de cada año. Esta fecha nos da
la excusa para continuar lo que cada semana hemos venido haciendo –responde
Luis, sin poder evitar un cierto tono lacónico en su afirmación.
–Es verdad lo que dices; sin embargo,
esta ocasión es especial, es una ilusión a la que todos tenemos derecho –va argumentando
el más joven de los dos– ¡Es navidad, Luis! ¡Anímate! Yo sí pienso pasarla en
grande –afirma entusiasta, Ricardo, tratando de convencer al amigo de las
singulares bondades de la Pascua.
El vehículo se detiene y transcurren
varios minutos, más de los que normalmente puede alguien tomar para descender
de un automóvil una vez que ha decidido estacionarse. Desde el lado opuesto de
la vía nada puede verse hacía dentro de él; las ventanillas tapizadas con el
papel oscuro que las cubre, no sólo aminoran el impacto de los rayos solares
sobre las personas, también impiden la vista franca hacía su interior. Ricardo
y Luis notan que pasa el tiempo y ninguna persona sale del auto. Las luces de
la estación y el aviso luminoso se apagan por efecto de la luz solar que
acciona la fotocelda. Es ahora de día plenamente.
–¿Viste el carro del otro lado? –pregunta
Ricardo, algo inquieto por el extraño vehículo que ahora observa junto al
compañero con marcado interés.
–Sí, tengo rato viéndolo…–responde
Luis, en tono bajo, tratando de fijar su mirada para indagar dentro del auto, luego
concluye:
–Nadie ha salido de él…
–Uju… vamos a esperar a ver qué pasa –expresa
Ricardo, casi encima de las palabras de Luis cuando culmina su comentario, cruzándose
de brazos junto al compañero con la vista puesta hacia el misterioso auto.
Ambos esperan ansiosos a que alguien salga, aun cuando sea tan sólo para
satisfacer la curiosidad que ahora les ha quitado el interés en el
trabajo. Desde la estación no pueden
determinar si el vehículo permanece encendido, sólo tienen la certeza de que
llegó hace cierto tiempo y ninguna persona ha salido de éste.
–Es posible que sea un carro robado –comenta
nuevamente, Luis, al retomar la conversación.
–No, no tiene sentido, tal vez espera
a alguien –dice Ricardo, en un tono para sí mismo, sin pretender responderle al
amigo, porque realmente trata de convencerse de su argumento. De seguidas,
entonces, sobre la misma idea, agrega:
–Sí, seguro espera por otra persona
que a lo mejor se ha retrasado.
Luis observa al amigo que ha
respondido sin referirse a él, detalla sus gestos que exhibe con ambas manos y
hombros, en una especie de resignación que apela a cualquier idea para explicar
el hecho que a él le parecía sospechoso.
En efecto, dudaba de la explicación aventurada por Ricardo.
–¿Por qué no abre la ventana,
entonces? –pregunta Luis, una vez que la intriga cobra fuerza en su mente.
–No sé, tal vez sea una mujer, quizá
no quiere que la vean –responde Ricardo, forzando de nuevo el argumento que
inicialmente ha esgrimido.
–¡No, no puede ser! Las mujeres no
conducen tan temprano y tampoco se estacionan a un lado de la avenida por largo
tiempo –refuta Luis de modo vehemente, apoya su comentario con el movimiento de
su dedo índice en expresión negativa. En realidad, esconde con su gesto la fragilidad
de una explicación como esa.
–Entonces, hay dos personas en el
carro, un hombre y una mujer. Sí, eso es, una parejita… –tras su ocurrencia, especie
de salida de último momento para ganar la controversia, Ricardo deja asomar una
sonrisa pícara que achinan unos ojos negros que brillan cuando ríe.
–Tampoco creo que sea una pareja, ¡es
de día Ricardo! –reitera exaltado, Luis, negando la idea probable de una mujer
en el auto.
–No importa. ¡El amor no tiene
horario, mi hermano! –exclama finalmente, Ricardo, intentando escabullirse con
su argumento.
El reloj de este sábado de navidad
empieza a desbocarse una vez que se despejan con intensidad los rayos del
sol. En la gasolinera ha comenzado la
faena antes que del vehículo salga alguien. El sedán continuaba allí, del otro
lado, impasible y desesperando al par de muchachos que ya aguardaban por alguna
señal desde más de media hora en que lo avistaron por primera vez.
Un par de carros llegan a surtir
combustible; luego uno y después otro. Sin darse cuenta la rutina de cada
jornada había comenzado entonces. Ricardo y Luis, atienden los surtidores sin
descuidar su atención en el extraño sedán estacionado que no daba muestras de
movimiento en su interior. Había transcurrido medía hora desde que el profesor
decidió detener su vehículo a un costado lado de la arteria vial. En el asiento
trasero, lleva un lote de libros y revistas que ocupan buena parte del espacio
del auto. Son revistas coleccionables, de circulación nacional y ediciones de
muchos años. Están ordenadas y bien cuidadas. Las tomó el día anterior de la
biblioteca de su madre y piensa obsequiarlas como presente de navidad. Desde
hace mucho tiempo nadie tiene interés en ellas; efectivamente son de colección,
están en la biblioteca sólo por saberse que están allí, como los hechos que
narran y describen, estando apenas en la memoria de algunas personas en una
especie de recuerdo vago, general, y a retazos de lo que en un tiempo fue
novedad, noticia o moda para seguir.
–¿Hijo y papá no es lo mismo? –pregunta
la anciana, con la ingenuidad de una mirada extraviada que, en realidad, es la
consecuencia de un desvarío algo más que senil.
–No es lo mismo, mamá, claro que no.
Yo soy tu hijo, ¡tu hijo, mamá! –exclama con los ojos húmedos el profesor,
mientras la toma de uno de sus brazos para ayudarla a caminar. Aquella escena
de hace dos años con su madre le pasa por segundos en su mente mientras se
voltea a mirar las revistas en el asiento. Toma la botella de licor y bebe un
trago durmiendo sus párpados. El profesor evidentemente estaba borracho, varias
horas de celebración habían hecho su efecto, aunque en verdad estaba más triste
que ebrio, era inevitable para él sentirse de este modo cada vez que tomaba
licor. Al contemplar el lote de revistas, estiró su mano derecha y tomó una de
ellas, curiosamente una del medio sin saber exactamente por qué, y no la
primera en la parte superior del bulto de más fácil acceso.
La luz del sol entraba con nitidez a
través del parabrisas frontal del vehículo; sin abrir alguna de las ventanas
podía apreciar las imágenes y eventualmente leer los titulares. Desde adentro
podía ver con precisión hacía afuera, hacia la amplia avenida que había
recorrido un buen rato antes; al otro lado de ella, una estación de gasolina,
sin clientes aún, apagaba sus luces para dar la bienvenida a la luz del día.
Dos muchachos miraban hacia él; no le importa, se concentra en la revista que
ha escogido.
Cuando el supervisor de la gasolinera
llega a la estación a cubrir su turno. Ricardo y Luis lo abordan una vez que
abre el local, oficina y depósito a la vez, como parte de sus tareas habituales.
Nunca antes un vehículo estacionado en la avenida les había inquietado tanto.
–¿Podría estar muerta la persona allí
dentro? –se pregunta, el más joven de los chicos de la gasolinera.
–Fíjate, que eso sí es posible, un
infarto a lo mejor –reconoce Ricardo, mientras piensa en la opción que acaba de
sugerir el amigo.
–¿No será mejor llamar a la policía? –propone
esta vez Luis. La cara del compañero de trabajo se llena de dudas sobre qué
hacer al momento y de inmediato sugiere.
–Vamos a preguntarle a Víctor.
El supervisor terminaba de acomodar
la gasolinera, hacía los últimos toques de rutina para iniciar el turno del
día. Cada mañana repetía las mismas tareas: una especie de costumbre laboral
que por años ha venido haciendo. Revisa el almacén, el mostrador y exhibidor de
productos y, posteriormente los sanitarios de atención al público que con
especial esmero trataba de tenerlos limpios durante toda la jornada de trabajo.
En la personalidad de Víctor, su obsesión por la limpieza y el orden, destacan
por sobre cualquier otra de sus virtudes. La estación de gasolina era
reconocida en la zona por la pulcritud de sus baños y atención a los clientes.
La patrulla policial, en efecto, no
respetó la luz roja del semáforo de la esquina, apenas verifican la
intersección, asegurándose de su soledad, y avanzan raudos en recta trayectoria
por la avenida, se alejan despavoridos como suelen andar. Atrás queda el
vehículo con el profesor dentro, cuando lo han avistado en sentido opuesto, lo
miran con descuido como si no existiera, y en el retrovisor, por última vez, en
la distancia, lo divisa el conductor segundos después, sin que signifique para
él un auto al que haya que prestar atención. El chofer de la unidad policial, se
acomoda en el asiento y aprieta el pedal, acelerándola sin impedimentos.
–¡Tengo hambre compadre! –dice el
conductor de la patrulla a su compañero de guardia. Toma el volante con la mano
derecha, justo en el medio, sobre la parte superior y, adicionalmente le
comenta.
–¡De noche el tiempo pasa más lento y
uno siente mucha hambre! –se toca la panza con la mano izquierda y sonríe
cuando mira a su copiloto.
–¡Ajá, la guardia de día es mejor! –responde
Simón, el oficial que le hace pareja. Un policía delgado y de estatura mediana.
–¡Y todavía nos falta una hora más
para entregar la guardia! Al final de la avenida hay una venta de arepas
rellenas muy buenas y exquisitas. ¡Nunca pago… cortesía del dueño! –continúa
comentando el chofer; un oficial de policía algo gordo, de cabello abundante y bigotes
gruesos como una brocha.
El profesor, hojea la revista que ha
tomado del medio del lote; su perspectiva de matemático, acostumbrado a
cálculos estadísticos, promedios y otra suerte de acertijos numéricos,
probablemente sea lo que explique por qué escogió la revista del centro del
bulto y no de arriba. El medio a fin de cuentas es una división de los dos
extremos. La repasa y con su mano derecha va observando las páginas
amarillentas, los despojos del olvido haciendo su trabajo. «Después de Franco:
esperanza y miedo». Destaca uno de sus titulares. En otro, «Maritza Pineda, Miss Venezuela 1975, se sometió a cirugía
estética». «Astronautas del Apolo 11 y Soyuz se dan la mano en el espacio»: en
otro de los encabezados mira las fotos y toma un trago nuevamente. Decide
apagar el vehículo, y luego de unos minutos, guarda la botella debajo del
asiento que ocupa; cierra la revista y la coloca junto a las otras, haciendo un
torpe esfuerzo por ubicarla en el mismo sitio de donde la sacó minutos antes. La
dificultad para ponerla en el mismo orden, atendiendo a la singularidad
escrupulosa de su modo de ser, finalmente lo resigna a dejarla sobre el bulto
de revistas.
El supervisor junto a los dos
muchachos, observa paciente a través del amplio cristal de la puerta de la
oficina de la estación. Aparenta tranquilidad, sin embargo, ante el
comportamiento de sus trabajadores, comienza a manifestar cierta desazón.
–No se preocupen por eso, si hay
alguien en ese carro, tiene que salir en cualquier momento.
–¡Es que ya tiene bastante tiempo! –riposta
Luis
–¿Cuánto es mucho tiempo? ¿Una o dos
horas? –le pregunta Víctor
–¡No tanto como eso, pero sí tiene más
de media hora! –vuelve a responder Luis, mientras Ricardo mueve afirmativamente
la cabeza con su gesto característico de levantar ambas cejas.
El profesor
abre y cierra sus manos, como ejercitándolas, gira su rostro de un lado a otro,
de izquierda a derecha y decide salir del vehículo. Se arregla los anteojos
como ajustándolos en su cara y abre la puerta suavemente. Cuando sale, respira
hondo y estira su cuerpo, de seguidas emprende varios pasos en sentido
contrario al vehículo, como si pretendiera dejarlo ahí; en el trayecto se toca
inicialmente el bolsillo trasero derecho de su pantalón, una prenda arrugada
por el uso, de color crema percudido; se busca algo mientras avanza varios
pasos, de inmediato revisa sus otros bolsillos, retira sus manos vacías y mira
hacia la esquina, aquella por donde hace tiempo ha cruzado para estacionarse. A
poco de andar, se detiene y regresa de nuevo al sedán gris, esta vez como si
hubiese olvidado algo. Extrañamente abre la puerta trasera y entra en el
vehículo, la cierra y se acomoda al lado del lote de revistas que
cuidadosamente aparta para buscarse lugar en el asiento.
Los tres empleados de la gasolinera,
se han retirado de la puerta de la oficina que tiene vista a la avenida, han
decidido reportar a la policía el vehículo sospechoso. Ricardo y Luis, inquietos,
se manifiestan plenamente de acuerdo; Víctor, algo más sereno en su actitud,
les aprueba de manera solidaria para de una vez por todas aclarar el asunto.
Apresurados, antes que algún otro vehículo ingrese a la estación por combustible,
se dirigen al viejo escritorio ubicado en el lado derecho de la
oficina/depósito, donde reposa el teléfono de la gasolinera. Desde allí apenas
pueden observar los aparatos que surten el combustible. Esta vez, no tienen
vista al costado opuesto de la avenida, hasta el lugar donde se encuentra el
inquietante automóvil. Por ello no han visto cuando el profesor ha salido del
vehículo y de inmediato reingresado a él; se han perdido el momento que les
habría ahorrado las elucubraciones sobre el misterioso sedán gris.
–Creo que es lo mejor para salir de
dudas –dice Víctor, en tono determinante mientras camina al frente de los dos
empleados para realizar la llamada telefónica a la policía.
–¿Cuánto tiempo me dijeron que tiene
el carro estacionado?... Seguro me lo preguntarán –les inquiere Víctor a sus
compañeros de trabajo.
–Más o menos treinta o cuarenta minutos
–responde nuevamente Luis, quien para el momento ya estaba convencido que
dentro del vehículo, en efecto, había una persona fallecida.
Los policías de guardia, detienen la
unidad a un lado de la venta de arepas y desayunos. Desde muy temprano,
personas que transitan por la vía, visitan el modesto local para desayunar. Los
oficiales salen de la patrulla y el dueño del negocio de comidas los mira dirigirse
hasta una de las mesas. Lo saludan levantando la mano en una especie de
sustitución del «buenos días» por aquel gesto de la mano abierta, apenas hablan
y bajan la mirada hacia la mesa, caminan atontados hacía el lugar donde comerán.
La mañana de este sábado muestra los rayos del sol con el aire fresco de la
temporada decembrina. Cuatro de las siete mesas del local están ocupadas; los
policías escogieron la más cercana al auto de labores, y con panorámica
integral al espacio del modesto e improvisado restaurant al aire libre. El dueño, un hombre de edad madura y calvo,
se dirige enseguida hasta la pareja de agentes.
–Buenos días, ¿cómo están ustedes? –saluda,
mostrando una sonrisa incómoda, que aparenta una cordialidad incapaz de exhibirse
con franqueza.
–¡Bien! –responden en coro, los dos funcionarios,
y el conductor de la unidad, agrega de inmediato:
–Hermano, tenemos hambre, toda la
noche trabajando… protegiendo a los ciudadanos, ya sabes… –dice el hombre, con
una sonrisa socarrona, mientras enseña unos dientes grandes y amarillentos por
efectos de la nicotina.
–Ya les traigo un par de arepas bien
resueltas, jugo de guayaba y café para espantar el sueño–promete el dueño del
restaurant, y se retira diligente en busca del ofrecimiento.
Los agentes se miran complacidos. El
chofer con gesto de cansancio, se acaricia la frente y con la mano derecha se
toca suavemente los ojos que cierra fatigados, aspira profundo como si tomara
todo el aire a su alrededor. El compañero de guardia, gira su mirada, haciendo una
especie de paneo sobre el resto de las personas que permanecen en el lugar; el
radiotransmisor que lleva en las manos, lo coloca sobre la mesa, moviéndole el
botón del volumen para bajarlo y escucharlo discretamente. Ninguno tiene
interés en hablar, sólo quieren comer y culminar el turno de trabajo.
El profesor revisa apresurado el
asiento delantero, el del conductor que hace unos minutos ocupaba, examina
debajo de éste y a un lado con esmerado esfuerzo, ahí se topa de nuevo con la
botella de licor, la aparta sin interés en ella y, se pregunta: ¿dónde dejé
la billetera? Se revisa otra vez los bolsillos, buscando en su memoria el lugar
donde habría podido dejarla, trata de recordar en vano. No la llevaba consigo, como
pudo darse cuenta al tocarse el cuerpo, tampoco la encuentra dentro del coche. Rendido
se recuesta en el asiento intentando de recordar la última ocasión en que sacó
su billetera. Ahora, entonces, quita la tapa de la botella y toma un trago
pretendiendo sosiego. Cierra los ojos y relajado nuevamente se exprime la
memoria. El lote de revistas de colección le sirve de apoyo a su brazo derecho,
está cansado y las ideas como torbellino le dan vueltas, se recuesta sobre el
espaldar mullido, sosteniendo en su mano izquierda la botella a medio consumir.
Luego del siguiente trago, la coloca entre sus piernas. El sueño como el fuego que
prende en segundos, con el último sorbo, comienza a desfallecer, transitando por
las veredas traicioneras del adormecimiento paulatino de sus sentidos. Resbala hacia
su derecha, cabeceando encima del espaldar del asiento, y, entonces, su cuerpo,
rindiéndose va directo hacía las trincheras anestésicas del sueño profundo.
Desde el lado izquierdo del puesto
del conductor, discretamente colocada entre la puerta y la base del asiento, en
el piso del carro, allí se esconde la cartera del profesor a la espera paciente
de la sobriedad. Protagonista onírico ahora de un sueño venido del cansancio y
el alcohol, en él se ve regresando sobre sus pasos de hace un rato, camina
presuroso dando la cara al sol del Este. Revisa su bolsillo mientras avanza,
esta vez toca su billetera cuando se acerca a la esquina, gira a la izquierda y
las personas que ya comenzaban a ser muchas, lo miran acercarse hasta la
taquilla. Temprano éste día habría de llevar el dinero que prometió al menor de
sus hijos. El Banco Principal, era su
destino.
–¡171 a la orden!... ¿En qué podemos
servirle?
–¡Buenos días, oficial! –dice el
supervisor, al momento en que el operador de la central de emergencias policiales
atiende la llamada.
–Le hablamos de la estación de gasolina
Buena Vista, mi nombre es Víctor Ramírez, soy el encargado de la estación.
Estoy llamando para reportar un vehículo sospechoso estacionado desde mucho hace
rato en la avenida…
–¡Deme su dirección, por favor!
–Avenida Intercomunal, entre calles
25 y 26, diagonal a la esquina del Banco Principal, al lado del Bar Paraíso –responde
de inmediato el supervisor de la gasolinera. El par de jóvenes observan atentos,
pendientes de cada palabra que expresa su jefe.
–¿Qué observa sospechoso del
vehículo? –pregunta el operador.
–Tiene bastante tiempo estacionado y
ninguna persona ha salido de él, tampoco se puede ver quien lo conduce porque
tiene las ventanas con papel oscuro –explica en detalles, Víctor, al tiempo que
Ricardo se acerca hasta la puerta de la oficina para mirar a través del vidrio
que a modo de ventana tiene la puerta. Nada parece alterado. Allí está, el
carro gris del profesor, en el mismo lugar, sin ninguna alteración, tal como lo
han venido viendo desde temprano.
–¿Cuánto tiempo tiene estacionado? –continúa
del otro lado de la línea telefónica el operador. El funcionario hace su
trabajo; recopila los pormenores para reportar la novedad.
–¡Entre unos cuarenta o cuarenta y
cinco minutos!
El supervisor al responder mira su
reloj, lo hace por costumbre antes que por referencia temporal, puesto que el
sedán gris está allí mucho antes de tomar su turno de trabajo. Ricardo y Luis,
en efecto, sí tenían una idea bien ajustada sobre el intervalo transcurrido.
–Describa el vehículo, color, modelo,
año y si puede número de placas, por favor- inquiere el operador policial.
A este tiempo han transcurrido apenas
unos breves minutos, probablemente un minuto y varios segundos; a lo sumo un
par y algo más. Los tres empleados sienten como si toda la mañana hubiese
transcurrido de golpe. Luis, camina entre la puerta de la oficina y el lado
izquierdo de Víctor, quien sostiene en su oído derecho la bocina del teléfono.
Ricardo, pendiente de los surtidores de gasolina, aguarda la llegada de algún
cliente y se mueve para observar el carro al otro extremo de la avenida.
–Las placas no podemos verlas desde
donde estamos. Es de color gris, gris claro, tipo sedán, marca Chevrolet y
modelo reciente, tal vez del año pasado, no sabría decir exactamente, porque
ese modelo es muy parecido al de éste año –explica Víctor, con un gesto de
fastidio ante la secuencia de interrogantes. Sin embargo, continúa respondiendo
conservando la calma, comprende que debe suministrar toda la información
solicitada.
–¡Muy bien, enviaremos una unidad!...
¡Manténgase pendiente y a distancia… Gracias!
Cuelga el teléfono, mira a sus dos
compañeros de trabajo y a modo de instrucciones les dice:
–¡Listo! Ahora vamos a esperar; pero
no vamos hasta allá, miremos desde aquí, así es mejor. Uno nunca sabe… ¡los
mirones son de palos!
El supervisor y los dos chicos salen
de la oficina/depósito y se ubican cerca de uno de los surtidores de gasolina,
desde donde pueden apreciar todos los detalles de lo que suponen sucedería en
unos minutos. Cuando toman posición, un cliente estaciona en uno de los
surtidores, el primero de la izquierda. El conductor abre la ventana y pide
combustible. Luis, atiende diligente al inoportuno cliente. Ricardo y Víctor,
especulan de nuevo sobre el enigmático carro.
La luz roja del radiotransmisor
discretamente colocado a un lado del servilletero, parpadea súbitamente, y en
la voz de un hombre entrenado para este tipo de eventos, se escucha el reporte
de la última novedad del turno. Los dos policías prestan atención al llamado de
la central. El chofer, toma el aparato y mueve la perilla del volumen acercándolo
hasta su oído, probablemente en un gesto de resguardo o discreción, inducido,
seguramente, por la cantidad de personas que en el momento estaban en el
restaurante.
El operador de guardia reporta a la
unidad PR-495 el parte oficial sobre la denuncia que minutos antes Víctor ha
presentado. Las instrucciones llegan justamente cuando el dueño del restaurante
que, indistintamente, también, hace de mesero la mayor parte de las veces, lleva
los platos con el servicio de comida para los dos agentes. En ese instante,
observa cuando uno de los policías toma el aparato de comunicaciones y se lo
acerca para escucharlo; para evitar interrumpirlo, con rapidez, coloca el par
de platos sobre la mesa, y apurado se retira al mostrador, casi al mismo tiempo
en que Simón se levanta.
La ruta de la patrulla policial cubre
ordinariamente la extensa avenida de la ciudad, la recorre varias veces en la
noche y dos días a la semana ambos agentes comparten la misma guardia. «Vehículo
sospechoso, tipo sedán, color gris claro, marca Chevrolet. Estacionado en la Avenida Intercomunal ,
entre calles 25 y 26, diagonal al Paraíso, frente a la estación de gasolina
Buena Vista. Unidad PR-495 dirigirse hasta allá de inmediato», dice el operador
de la central.
Simón aprieta simultáneamente los
labios y los ojos cuando escucha. En
segundos, ambos oficiales se miran, el chofer toma uno de los vasos que minutos
antes ha servido el dueño del negocio, apura la bebida y exclama: ¡Coño que
vaina! El colega lo imita con la expresión usual de su cara en estos casos;
aprieta la boca y se encoge de hombros. Rápido se dirigen al vehículo mientras
se despiden del dueño del establecimiento, con el mismo ademán con el que
llegaron.
–¡Nos vamos, gracias!... ¡El viernes
regresamos!
Las personas apenas voltean la mirada
hacia ellos y los ven marcharse apremiados. El dueño del local, atento en sus
quehaceres, sorprendido por la prisa, igualmente los despide con el característico
saludo de su mano abierta diciendo adiós.
Los anteojos le caían sobre la punta
de la nariz, y la boca entreabierta dejaba pasar el aliento, inhalaba profundo
a ratos y expulsaba parte del aire fétido que a las fosas nasales les sobraba.
Un silbido de baja intensidad le salía con la respiración, amplificándose desmedido
bajo el silencio interior del vehículo. El profesor ingresaba al Banco
Principal sin haber dejado por segunda vez el sedán gris, se desplazaba por los
laberintos oníricos de sus deseos, como quien dormido apremiado por las ganas
de orinar, se mira en el sueño descargando su vejiga en la taza de su baño. El
trio de la gasolinera vigilaba aguardaba expectante la llegada de la policía.
Los dos oficiales abordan la PR-495 y rápido dejan el
estacionamiento del local de comidas, toman la avenida y esta vez en sentido
contrario al que traían, doblan a la derecha y avanzan a toda velocidad por ella.
El primer semáforo los socorre con la luz verde; el siguiente, en rojo, corrió
la misma suerte que hace cuarenta y cinco minutos tuvo aquel de la esquina donde
destaca el Bar Paraíso. Al llegar a la intersección de la calle 26, donde el
sedán apareció con el alba este fin de semana, lo divisan a la distancia, parqueado
a varios metros de la esquina por donde ya habían pasado mucho antes. Lo observan
sin novedad.
El carro policial se aproxima, ubicándose
detrás del vehículo del profesor, a un trecho discrecional, conforme prescribe
el protocolo en estos casos. Las luces rojas del techo de la unidad parpadean,
y el sonido estridente de su alarma colma el ambiente. La pareja de agentes,
comunica por radio a la central que se encuentran en el lugar. En el auto
misterioso no se aprecia nada anormal; salvo que lleva mucho tiempo estacionado
y ninguna persona ha salido de éste, según testimonio reportado hace pocos
minutos por empleados de la gasolinera desde el extremo opuesto de la vía. El
chofer de la unidad policial, habla por altavoz en dirección al sedán y ordena
salir a quienes se encuentran en su interior.
Los tres empleados observan apostados
el curso de los hechos, como espectadores de película de acción, sólo tienen interés
en lo que sucede del lado contrario de la avenida. Ninguno de ellos habla.
Miran la patrulla y escuchan su alarma junto a la orden de uno de los oficiales.
Del interior del sedán gris no sale nadie. Víctor, contempla a sus compañeros y
les dice en tono de pregunta:
– ¡¿Estará muerto?!
Luis, no responde, gesticula con una expresión
de duda en las cejas arqueadas, y el movimiento leve de su cabeza. Ricardo, tampoco,
contesta, gira su rostro para escrutar preciso el carro del profesor. Fija la
atención de sus ojos negros en el vehículo, y una leve sonrisa se le dibuja repentina
en la cara en compañía de una sonora exclamación:
–¡Está borracho coño! ¡Claro,
pendejos, es navidad! ¡Está borracho y dormido!...
Los otros compañeros al escucharlo, levantan
sus ojos como buscando lógica a la fulminante ocurrencia de Ricardo. A lo
lejos, impertinente, una detonación de cohetones,
suena con fuerza en el cielo claro de esta mañana, a distancia se observa el
humo del artefacto explosivo que se desvanece entre las nubes. Es lo propio de
estos días. De seguidas un par de estallidos adicionales suenan con la misma
intensidad. Los tres amigos, se miran y ríen a carcajadas.
El impacto de los cohetones, sacuden el sueño del
profesor, sobresaltado se acomoda con sus dedos los anteojos a punto de caerse
sobre las revistas, se los empuja a la base de la nariz, entre ambas sus cejas
pobladas, el lugar que ocupan desde siempre para corregir su miopía
transformada en presbicia. Escucha sorprendido la orden policial y mira a
través del vidrio posterior de su sedán. Aún medio dormido, observa enseguida
la botella entre sus piernas; rápido trata de esconderla debajo del asiento del
piloto, en su intento desesperado y torpe se topa con la billetera que hace un
rato buscaba con afán.
–¡Carajo, si la estuviera buscando no
la hubiera encontrado! –exclama, entre molesto y sorprendido.
De un tirón, uno de los agentes policiales
abre la puerta del conductor, y el otro hace lo mismo desde el lado opuesto.
Ambos han desenfundado armas en previsión reglamentaria. El profesor aturdido los mira, sonríe nervioso,
levanta enseguida los brazos que recoge de entre sus piernas y expresa con
fuerza: ¡Coño, por fin llegan a tiempo!
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