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domingo, 13 de agosto de 2017

Un viaje sin retorno

Un viaje sin retorno
Crónicas perdidas
Por: Edinson Martínez
@emartz1


"Nuestra vida cotidiana es bombardeada por casualidades, más exactamente por encuentros casuales de personas y acontecimientos a los que se llama coincidencias".

Milan Kundera



Nada es más parecido a un caballo que una moto, briosa cuando el piloto apenas conoce su talante, desbocada cuando el torrente de hormonas del conductor la hace volar sobre el pavimento, jubilosa cuando la destreza del jinete sobre el volante –las riendas– arranca las cabriolas festivas que exhibe a eufóricos expectantes. Aquella tarde frente al último semáforo de la avenida, aquel que marca el límite entre las parroquias Alonso de Ojeda y Venezuela, se posó en segundos a mi derecha aquel animal metálico, rojo escarlata, con su jinete al mando. Sin advertirlo, como procedente desde alguna puerta invisible que ocasionalmente conecta el destino con el presente, se me apareció resonando sus escapes a golpes estridentes de monóxido. Durante unos breves segundos en giro de autómata poseído, el hombre sobre la motocicleta proyecta su mirada en derredor, me mira sin verme, apenas tiene atención para el cambio de luces del semáforo.  Es Alberto, me dije, mientras recordaba algunas escenas del colegio donde estudiamos los primeros años de la primaria. La memoria suele ser caprichosa –ya lo he dicho antes–, a veces como una película nos conecta con el pasado remoto en instantes; sin embargo, en otros momentos no podemos recordar el nombre de alguien que nos ha sido presentado horas antes. Recuerdo que eran dos hermanos, apellidados con el nombre de la capital de España, detalle inolvidable para cualquier muchacho aprendiz de las capitales del mundo en aquellos días. Eran dos estudiantes como tantos otros si no fuera por el hecho de que uno de ellos tenía dificultad para hablar fluido, se le “pegaban los platinos”, así se decía entonces de todo aquel que presentaba algún grado de tartamudez, limitación, por cierto, superada con creces por su habilidad excepcional para jugar a las metras.  Alberto, en cambio, era ágil y maromero, particularmente dotado para los deportes. Después del tercer grado les perdí la pista, supe de Alberto porque eventualmente, ya en edad adulta, participaba en competencias de ciclismo, deporte que por mucho tiempo tuvo en nuestra ciudad gran cantidad de seguidores. Era frecuente los fines de semana observar las vías cerradas al tráfico común porque los pedalistas tomaban su lugar para competir entre ellos a propósito de alguna convocatoria ciclística. A varias de estas justas deportivas asistí como ocasional espectador para entretener el ocio dominguero.   

Cuando enciende la esperada luz verde, el motociclista acelera con fuerza toda la cilindrada que a cuatro tiempos desarrolla el portento de doble ruedas, los cauchos chillan en el asfalto y levantan como niebla diabólica el humo azul resultante de la fricción desmesurada. Las bicicletas son parientes cercanos de las motos, especie de primos hermanos de un mismo tronco genealógico, por cuanto es apenas la combustión la que los separa. De modo que no es de extrañar que alguien con afición por el ciclismo, también termine siendo un apasionado por las motocicletas. Tal vez ese haya sido el caso de Alberto Madrid. En el colegio donde estudiamos, una única maestra velaba por nuestro aprendizaje, y también, por nuestras travesuras que eran muchas, inocentadas bobas –valga la acotación generacional– al tenor de las que a medio siglo o más son frecuentes en nuestros centros educativos. No había pupitres, sólo bancas de madera, pesadas y pulidas. Debajo de grandes matas y en una especie de porche estrecho de una vieja casona color verde desteñido recibíamos clases en grupos. Era una construcción antigua, con mis ojos de infante la veía como un castillo viejo en medio de un pueblo que comenzaba a crecer.  Era el colegio Nuestra Señora del Valle ubicado en el lugar en que años después se establecería un centro clínico con el mismo nombre. Desde ese mismo colegio, cuando me dirigía a casa con el bulto escolar a medio cerrar y la algarabía que suele ser una fiesta cuando los escolares dejan las aulas, escuché de una radio encendida a todo volumen de una de las viviendas vecinas, la noticia que sacudió al mundo: ¡El presidente John Kennedy había sido asesinado!

Una vez que inicié la marcha, en la siguiente intersección, decidí regresar, opté por dar la vuelta en “U” a la altura del antiguo cementerio municipal, el lugar donde nadie debe hacerlo por prohibiciones expresas de ley, y, asimismo, por el sentido común que habría de privar en una vía que es de tan alto tráfico en ambos sentidos. Hecho este, que, reconociéndose, sin embargo, nadie le presta atención, sino en poquísimas y raras excepciones. Esta vez, por fortuna para este relator, no tuve nada que lamentar, giré con habilidad de infractor furtivo y regresé a la ciudad. Algo del presente que ya era pasado me impulsó a último momento a desechar el propósito de continuar hasta mi destino original. Siempre me ha sorprendido la magia que significan los planos temporales en que discurrimos; el pasado, el presente y el futuro. El presente está lleno de pasado y el futuro un espectro que cabalga indescifrable sobre el presente.


A toda velocidad vi perderse en la distancia de la larga avenida la moto con el antiguo compañero de aulas. De la boca del escape, el chorro de humo se aventaba con furia a espaldas del piloto, mientras su imagen borrosa iba ondeando en el viento que contracorriente aturdía con delirio su camisa, su cuerpo luchaba con la aceleración de la máquina que devoraba en segundos el tiempo que le restaba en este mundo. Desbocado ante mis ojos, se alejaba de la vida sin saberlo. Nadie es testigo de su muerte, de ese viaje sin retorno que sólo tiene un protagonista: uno mismo.  Al día siguiente, El Regional del Zulia, diario local, registraba en su habitual página de sucesos, la muerte trágica del conocido corredor amateur de ciclismo del municipio. Allí lo leí en un presente que ya era pasado.

9 comentarios:

  1. Gracias Edinson! Con esta historia me llevaste de la mano al pasado. De pronto era yo quien iba manejando, mirando a Alberto por la ventanilla del auto. Me hiciste recordar mis dias de escuela... Estaba leyendo y estaba en el patio a la hora del recreo.
    Gracias por el paseo al pasado!

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  2. Ciertamente, volver al pasado, escuchar el timbre y esa algarabía y fiesta que era salir del colegio y caminar con tus amigos de regreso a casa...y también escuchar las motos y ver las bicicletas en competencia los domingos.... volver al pasado ... que gratos recuerdos, un abrazo

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  3. Saludos, gracias por leernos, compartan lo leído.

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  4. Excelente!! Triste desenlace de una historia, matizada con episodios de nuestra infancia y adolescencia que captaron mi atención con alegría y nostalgia al mismo tiempo...Bravo Martinez!!

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  5. Es el viaje de la vida, donde compartimos momentos que con el tiempo sabremos si fueron felices o tristes, si nos marcarom o no y que definitivamente nos dice que nadie ni nada pasa desapercibidoq que todos los caminos como ños recuetdos van y vienen hasta que em uno cualquiera no encontramos el retorno. Me encantó.

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  6. Cautivadora historia!! Como siempre el escritor logra involucrarme en su relato...gracias!

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  7. Bravooooo x Edinson.. Muy bien narrada esta historia. También recordé como me atraía una moto y su piloto����������������

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