Páginas de interés en este blog

Páginas culturales de interés

Páginas más leídas

viernes, 3 de junio de 2016

Luisito, "el millonario"

Luisito, "el millonario"
Crónicas perdidas 
Por: Edinson Martínez
@emartz1

“Las hojas secas cubren en abundancia el camino de los recuerdos...”.

James Yoice


U
na de las leyendas urbanas más extendidas es la del mendigo millonario que simula una condición de pobreza para no revelar su verdadera condición de acaudalado. No ha faltado quien desde su ingenuidad haya creído y difundido las especies según las cuales alguno de esos parias urbanos que hemos visto en las esquinas extender su mano para pedir una limosna, son en realidad millonarios; ricos personajes disfrazados de pobres diablos que esconden su identidad quién sabe por cuáles razones.

Siendo niño, en la esquina donde transcurrieron mis primeros años, en aquella ciudad tan redonda como pequeña que era entonces, un personaje curioso en su apariencia y tanto más aún en su modo de vida, alimentó una de sus probablemente primeras leyendas urbanas. Surgió en el pueblo –que yo recuerde– prácticamente de la nada. Eso, naturalmente, sirvió de fundamento para aventurar cualquier historia grandilocuente. Algunos comenzaron por decir que Luisito –así le decían– se había escapado de un circo donde trabajaba como enano-payaso o malabarista. Que habiendo acumulado un buen dinero en su quehacer circense y cansado del ridículo al que se exponía en cada pueblo, escogió para huir o retirarse de la compañía de diversiones a nuestra ciudad, a Ciudad Ojeda, la última escala de un largo periplo pueblerino que había comenzado desde muy corta edad. 

Una mañana mis ojos de infante vieron pasar justo al lado de mi casa, a un hombre muy pequeño, vestía un traje oscuro o lo que quedaba de éste que, además, lucía extravagante en su cuerpo diminuto, caminando despacio, como contando sus pasos, con un sombrero gris percudido sobre una cabellera tupida que sobresalía del bombín más o menos aplastado. De su mano derecha pendía un saco de fique lleno de botellas de vidrio que descansaba encima de su espalda, tintineaban como una marimba desafinada cuando chocaban unas con otras, anunciando por anticipado su presencia taciturna. Se desplazaba por el callejón ubicado lateralmente a mi casa, en dirección a unos matorrales de un extenso terreno que para aquellas fechas quedaba detrás del grupo de viviendas que conformaban el sector donde viví. Todos los días lo veíamos salir muy temprano y regresaba cayendo la tarde, cuando los rayos del sol convocados por el ocaso se desmayaban atontados entre los copos de nubes que presagiaban la noche incipiente. Siempre hacía lo mismo, sujeto a una rutina cronometrada por razones de las cuales solo él era consciente. De vez en cuando nos miraba mientras pasaba a nuestro lado y, entonces, obsequiaba a los curiosos con una sonrisa escondida tras una barba poblada, canosa y revuelta de mesías errante. En el lugar que habitaba, una especie de choza fabricada por su tesón solitario, hecha de cartón, láminas de zinc y maderos viejos, una gran cantidad de botellas de vidrio, se apilaban multicolores, destacando entre ellas, verdes, marrones, transparentes, amarillentas, opacas y brillantes, que en obstinación de coleccionista se ordenaban por centenares o miles en una confusión de atolondrado empecinamiento. Mientras dejaba su cabaña por las horas en que hacía su recorrido citadino, los zagaletones del barrio husmeaban entre sus pertenencias, sacudían sus precarios enseres, y rompían algunas de sus frascos tornasolados. Siempre, como es natural, lo notaba; sin embargo, nunca llegaba a presentar reclamo alguno más allá de cierto señalamiento juicioso con un ademán de advertencia en sus manos.  Los comentarios sobre sus andanzas no se hicieron esperar en cada vecindario. En ellos, Luisito aparecía reiteradamente con su pose mansa en procura de los objetos que atesoraba con frenética devoción, todos se preguntaban sobre dicha afición que, aun sabiendo su propósito, preferían fantasear sobre él. Sin alardear, escudriñaba entre desperdicios, basureros fortuitos y solares abiertos sin dueños conocidos. Parecía un sabueso empecinado tras la presa esquiva. La leyenda fue cobrando fuerza conforme transcurrían los días y, sazonada con detalles ocurrentes según el ánimo del caserío visitado, llegaron a conferirle la condición de incógnito millonario. Comenzaba de este modo el mito urbano del impostor de pobre. Le vieron, incluso, salir de una de las escasas agencias bancarias locales después de guardar una suma considerable de dinero. Otros, todavía en mayor desborde fantasiosos, aseguraban haberlo visto, con sus propios ojos que habrían de comérselos los gusanos, cuando se apersonaba ante el cajero de unos de esos bancos con un saco lleno de monedas para depositarlas en su millonaria cuenta.

Pero, lo más curioso del personaje, es que no hablaba con nadie; tampoco era repelente o arisco, simplemente mostraba su cordialidad con el esbozo de aquella sonrisa inocente que parecía una mueca entre las barbas. “Es que no quiere trato con nadie porque pueden descubrirlo...”. Difundían en derroche imaginario los habituales de siempre. Unos y otros se repartían el producto de sus elucubraciones con la emoción del espejismo que ellos mismos habían creado. En fin de cuentas, en un pueblo donde las fantasías de otros lugares del mundo no eran cosas de extrañar, que un millonario autoexiliado escogiera esta modesta urbe para ocultarse, tampoco habría de ser un asunto como para asombrar las mentes alucinantes de una ciudad cuya historia en cierto modo se revelaba quimérica. A Ciudad Ojeda, como bien es sabido, llegaron –muchas veces de la noche a la mañana– personas de diferentes regiones del mundo y, junto a ellas, sus historias en las maletas de viajeros que portaban. “Yo era italiano”, nos comentó una vez a Miguel Apruzzesse y a mí, un viejo de ojos azules como el cielo y un pelo blanco platinado como un copo de nieve, que bien habría servido de molde viviente del San Nicolás que todos hemos conocido, durante una de esas visitas en campañas electorales que realizamos en uno de nuestros barrios en el siglo pasado. Nos sorprendió con su ocurrencia luego de increparlo sobre su origen, acompañado de un par de niños rubios percudidos por el sol y los mocos de una mañana solariega.

Luisito, en realidad, era mudo, apenas balbuceaba algunas palabras, y esa era la razón que explicaba aquella sonrisa extraviada entre el pelambre cenizo de su rostro, y los ademanes taciturnos, distraídos, como de siempre alelado, sin que de su boca saliera expresión alguna. Las botellas de vidrio las vendía, esa era la fuente de su miserable sustento. Todos lo sabían, pero la inventiva, fantasiosa y hablachenta de la monotonía pueblerina, le otorgaba aquel origen surrealista que pregonaban por doquier. Cuando nadie quiere ver lo que se exhibe evidente ante sus ojos, nada hará que se perciba en su diáfana verdad aquello que por sus pupilas se retrata en ostensible presencia.

Del mismo modo como apareció en la ciudad, también, se esfumó, algunos afirman que murió quemado en su casa, porque déjenme decirles, que tiempo después de habitar por el vecindario donde antes he comentado, uno de esos días que para entonces no tenían importancia para estos fines, decidió mudarse, naturalmente, sin decirle nada a nadie y, mucho menos consultar el parecer de sus curiosos vecinos. Nunca más se supo de él y en realidad pocos lo recuerdan. Es inevitable, pues aun siendo el mismo mar el que nos rodea, no siempre es la misma agua la que se bate entre las olas. Su historia se quedó en el tiempo como un recuerdo borroso, lleno del olvido en que se descuelgan las páginas caídas del almanaque de los humanos. Cuando comentaba sobre Luisito a varios de mi generación, en un ejercicio ocioso de mirar por el retrovisor de nuestras vidas, no faltó quien lanzara la pregunta que durante aquellos años varios se hicieran: ¿No sería verdad que Luisito era millonario?

Nota: Esta crónica forma parte del libro Desde mi ventana. Crónicas perdidas. Editorial A todo calor. 2020 

No hay comentarios:

Publicar un comentario