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lunes, 20 de mayo de 2019

Me gusta la vida enormemente

Me gusta la vida enormemente

Por: Edinson Martínez
@emartz1
Hay quienes dicen que es una de las ciudades más bellas del planeta, refugio de poetas y escritores de todo género. Es la cuna del impresionismo y no hay manera de evitar a los pintores que en sus espacios ya tradicionales, aguardan el ojo del comprador  de ocasión. No será probablemente el paraíso terrenal, pero suele citarse, como el lugar más cercano a éste y que muchos han soñado para visitar en algún momento de sus vidas. París, es de un color plomizo en otoño, con un frío modesto que le abre las puertas al invierno.  

Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo. Me moriré en París -y no me corro- tal vez un jueves, como es hoy de otoño…”. Escribió César Vallejo, el poeta peruano que escogió  la ciudad luz para vivir y morir. El escritor y ocasionalmente periodista, con la vivencia etérea que suelen tener los poetas entregados al sentido profundo de lo que escriben, murió el 15 de abril de 1938, en una lluviosa tarde parisina, tal como en su obra “Piedra blanca sobre piedra negra”, premonitoriamente lo hiciera varios años antes. ¡Qué mayor privilegio para un poeta desprenderse de este mundo del mismo modo en que alguna vez lo escribiera!

A la salida del Museo de Louvre, la rue rivoli, recibe  cada año más de veinte millones turistas de todo el mundo, ninguno de ellos evidentemente recuerda al distinguido poeta peruano. Las tardes o mañanas con sus colores fortuitos que en su momento despertaron los sentidos de los impresionistas, transcurren sin otra condición que la luz descompuesta en sus infinitas gamas para deleite de la vista de los humanos.

Resultado de imagen para rue rivoliAl cruzar la calle, muy cerca de una tienda de perfumes baratos (para los parisinos), y al lado de un restaurante de comida rápida, del cual entran y salen personas como hormigas que apenas se miran y descubren en idiomas extraños. Una vitrina exhibidora de souvenir reclama imperiosa la vista de los transeúntes, esos que por millones el destino ha colocado allí, y ocasionalmente, intercambian al azar un esbozo de sonrisa que nunca más se repetirá. En la vitrina se muestran toda clase de pequeños detalles para regalos, la tienda es de mediana dimensión y en la estantería principal se ofrecen objetos de todo tipo para el forastero que siempre lleva en mente a alguien para obsequiarlo con algún presente. Figuras pequeñas, grandes y medianas, se agrupan destacadas para llamar la atención de los compradores de ocasión. En otro espacio, maletas y maletines de cuero, plástico y diversos materiales se apilan con el mismo propósito. La puerta abierta del lugar deja ver el fondo interior de la tienda, desde allí una mujer sentada dirige su vista a quienes por curiosidad, como en mi caso, se detienen frente al mostrador, apenas se percibe su presencia sigilosa, escruta con sus ojos de gata mansa los gestos y los labios que musitan en todos los idiomas del mundo que por allí pasan. Su mirada se cruzó con la mía por unos brevísimos segundos. Eran verdes, brillantes, luminosos e intimidantes.

-¡Hola! -dije enseguida con voz firme. Sus ojos se abrieron con sorpresa ante el saludo en español que un anónimo en una ciudad de diez millones de habitantes le ofrecía aquella mañana –¡Qué me va a entender ésta lo que yo diga!–, agregué en voz alta, mientras ella me miraba fijamente en esos segundos, en su rostro una sonrisa espontánea  se dibujó en anticipo de una pregunta que en asombro para mi dejó salir de sus labios.
-¿Tú eres un fantasma o qué? Tengo más de diez años en éste mismo lugar y eres la primera persona que pasa y me saluda en español... 


Me gusta la vida enormemente
pero, desde luego, 
con mi muerte querida y mi café 
y viendo los castaños frondosos de París 
y diciendo: 
Es un ojo éste, aquél; una frente ésta, aquélla... Y repitiendo: 
¡Tanta vida y jamás me falla la tonada!
¡Tantos años y siempre, siempre, siempre!


César Vallejo

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