sábado, 12 de marzo de 2016

El fósforo

El fósforo

“Las fatigas de la vida nos enseñan únicamente a apreciar los bienes de la vida”.

Goethe

Edinson Martínez 
@emartz1 



Cuando me desperté en la mañana, tenía la boca seca, sentía los ojos pesados negándose a desperezárseme, resistiéndose tercamente a abrirse no obstante los repetidos intentos para conseguirlo. En la brevedad de los minutos iniciales, mis retinas fueron esquivando la luz que se asomaba por la ventana del cuarto. Lo último que recuerdo de la noche anterior fue la pregunta de mi madre: ¿desde cuándo no ves una caja de fósforos? Era tan grande la escasez de alimentos, medicinas y repuestos para automóviles, que las restricciones comenzaban a extenderse hacia aquellos bienes que no eran precisamente de consumo básico; sin embargo, no por ello menos importantes, en cierto modo, también, detrás de aquella carencia, con toda seguridad, se escondía algún drama íntimo, personal, tan válido como cualquier otro de los tantos que se manifiestan en nuestros quehaceres habituales; donde las privaciones cotidianas se multiplican con asombrosa velocidad. La falta de una cajetilla de fósforos puede, en efecto, trastocar la básica normalidad de cualquier familia cuando se enfrenta al hecho de encender la hornilla de una cocina.

Me quedé pensando un rato sobre la pregunta, que cuando me fue planteada no le presté atención. La mirada de ojos pardos de mi madre brillaba en medio de las plantas de helechos que detrás formaban una especie de pintura con ella en el centro. Es cierto, no he visto cajetillas de fósforos en ningún establecimiento comercial, su ausencia en los anaqueles pasaría desapercibida sino fuera porque aún -no obstante la variedad de dispositivos modernos para obtener fuego que, también, padecen el mismo mal de la escasez- en nuestros hogares una cajetilla de fósforos -cerillas, en el hablar de los naturales de la madre patria-, es un artículo imprescindible para encender la cocina. Este adminiculo cuyo origen realmente es incierto -como suele suceder con las cosas sencillas de la vida-; sin embargo, es atribuido a los chinos y asociado al mundo occidental por virtud de los legendarios viajes de Marco Polo en sus travesías por aquellos exóticos lugares. Pero su invención moderna, se remonta a 1805 en París, durante el periodo napoleónico. Su debut mundial se hizo en 1875 en el Nuevo Mundo, luego de superados los largos años de emancipación española, en Santiago de Chile, en la Exposición Internacional de Santiago. 

Una cerilla debe haber encendido algunos, sino todos, los cañones de la flota franco-española en la batalla de Trafalgar en 1805, la mayor batalla naval de la historia que enfrentó a las potencias militares más poderosas del planeta de aquel momento. Y como siempre se ha dicho, de todo se aprende en la vida, aun de los hechos más dolorosos. La célebre batalla que perdió la alianza franco-hispana a manos del no menos reconocido almirante Nelson de la escuadra inglesa, dejó para la historia varias enseñanzas militares, entre ellas, que la superioridad numérica no siempre es la clave para una victoria. Que no siempre los protagonistas salen indemnes. El almirante Nelson, en cuyo honor y hazaña estratégica, se erigió una plaza en Londres en 1830, la cual fue bautizada como Trafalgar Square, murió en combate de un certero disparo en la columna vertebral, y su cadáver debió ser envasado en un barril de brandy de Jerez para conservarlo hasta regresar a Londres. Recuerdo que para los tiempos de la guerra fría, una serie de TV americana de nombre “Viaje al fondo del mar”, tenía dentro su elenco de estrellas, un protagonista que similarmente se identificaba como almirante Nelson… ¿Sería mera casualidad?... ¡Claro que no! En la televisión, y muchísimo menos en aquellos tiempos, nada era casual o dejado al azar en la programación televisiva que llegaba a millones de norteamericanos y, desde luego, también a nuestros hogares, siendo como éramos, el área de influencia, geopolíticamente hablando, de eso que con frecuencia se alude al imperio.

Una sola chispa de un (fósforo) puede hacer encender la pradera, dijo en 1930 Mao Tse Tung en su larga marcha revolucionaria en China -por cierto, expresión de uso recurrente en la fraseología revolucionaria, y torpemente citada en nuestros días, por el diputado que instaló la recientemente electa Asamblea Nacional-. La chispa, Iskra, (chispa en ruso), fue el periódico de los revolucionarios rusos editado a partir de 1900. Su lema: “De una chispa el fuego se reavivará”, forma parte de la historiografía soviética, cuya autoría se atribuye a Vladimir Ilich Ulianov (Lenin). En nuestros predios más cercanos, fue La Chispa, un periódico artesanal, hecho a multígrafo de primera tecnología -la más antigua, quise decir- que hizo ganador a un movimiento político de izquierda -por primera vez desde su fundación, ahora remota, un 10 de marzo de 1936-, las elecciones sindicales del Sindicato Petrolero de Trabajadores de Lagunillas (STPL), el más grande e importante sindicato petrolero de Venezuela, con un lozano dirigente obrero a la cabeza, enfrentado a la clase sindical dominante del momento, su nombre era Gerásimo Chávez. Eso fue, sí mi memoria aún conserva la claridad de entonces, en el lapso de 1974 a 1975. 

Una cajetilla de fósforos, y por derivación, un fósforo, es algo tan sencillo, tan elemental, que quién podría notar la ausencia de tan insignificante artículo. Es tan poca cosa que por esa misma razón no debería escasear. No obstante… ¡No hay fósforos! Nunca se ha escuchado decir que alguien acapare fósforos; ni siquiera creo que sirvan en nuestro tiempo para encender los cañones de la guerra asimétrica; ni tampoco elemento estratégico de la guerra económica, esa nueva integrante de la garrulería doctrinaria del gobierno, que bien justifica la escasez de crema dental como la de fármacos para enfermedades crónicas. 

Cuando mi madre me preguntó por la cajetilla de fósforos, recién terminaba el mes de diciembre de 2015. Supongo, ahora que finalizamos el primer mes del año, que una caja de cerillas es un verdadero artículo de lujo, una opulencia que alguno de nuestros bolsillos conservaría para ocasiones especiales, como, en efecto, se nos han ido convirtiendo las cosas más sencillas de la cotidianidad, ni hablar de aquellas que en algún momento fueron excepcional disfrute de la modernidad.

Martes 09 de carnaval de 2016

jueves, 10 de marzo de 2016

Magüe

Magüe
Edinson Martínez
@emartz1

El texto que acompaña estas breves líneas de presentación, es un artículo publicado en los ahora lejanos días de comienzos de los años noventa del siglo pasado. Lleva un titulo curioso que en este momento confieso uso como seudónimo en algunos relatos de obligatoria presentación con esta formalidad.  No tengo por tanto, si es que debiera tenerla, explicación racional para argumentar por qué decidí transcribirlo de aquel, mi primer libro publicado en 1995, con el titulo de Mural de papel, a este blog. Mientras lo transcribo, un torbellino de recuerdos vienen a mi encuentro, imágenes de niño que hace un rato cuando releía Magüe, cruzaron mi mente. 
Recuerdo aquella mañana cuando  inclinándome sobre la cama, alcancé a mirar la lluvia que caía con fuerza desde temprano, miraba a través de la ventana de mi cuarto.  Las romanillas permanecían cerradas para evitar la lluvia, y apenas una hendija horizontal permitía la vista al exterior dado que las piezas de madera que las conformaban se acoplaban entornadas. Un pequeño frasco de medicinas, de pastillas, con su tapa de goma a presión, impedía el cierre hermético de aquellas rusticas hojas de madera, colocado a propósito para ver el patio de la casa, en su interior guardaba el tesoro más preciado para  mi entonces; un trío de metras de colores azules y verde mar que esperaban por el alivio de mis dolores y fiebre de varios días. Al mover las  romanillas, el aire fresco con el aroma de la lluvia, tocaba libre mi cara mocosa mientras miraba decepcionado  el campo de juego lleno de agua y lodo,  era el patio de mi casa que días después sería el terreno seco y polvoriento  que todo jugador de metras anhela.

Magüe

Cuando la avenida Bolívar no era entonces lo que es hoy, tampoco la Alonso de Ojeda, y la calle Vargas, mucho menos, a Ciudad Ojeda podía recorrérsele en unos cuantos minutos. En esos tiempos solía acompañar a mi abuela con bastante frecuencia en sus menesteres como vendedora a domicilio de mercancías diversas. Era su compañero inseparable en su actividad diaria por diferentes partes de Lagunillas, Cabimas y Ciudad Ojeda. Sus marchantes, como acostumbraba decir, eran también los míos. De hecho, me tocaba llevar las cuentas en una libreta pequeña con cada uno de los detalles. Era a veces un esfuerzo grande para mí porque a penas estaba aprendiendo a escribir y memorizando las tablas de matemáticas que la maestra Josefalina, con mano firme,  y amable, a la vez, se esmeraba en enseñarnos en la escuela. La vida era sencilla entonces.

Con la simplicidad que van dando los  años –eran tantos que con el tiempo perdió la cuenta sobre su edad, y cuando se la recordaba, me volvía niño otra vez al encontrar la misma mirada de siempre– resumía las cosas en  un antiguo dicho popular, tal vez, del siglo pasado por la referencia que hacía sobre personajes de la época. 
Servir para merecer
ninguno lo consiguió;
y lo vino a conseguir
aquel que menos sirvió.
De sus conversaciones me quedan cientos de nombres que, por la frecuencia con que los mencionaba, se nos fueron haciendo familiares. Historias de piel morena de sierra coriana que no están en ningún libro ni en ningún lugar. No le conocí a mi abuela resentimiento alguno hacia nadie, su larga vida estuvo llena  de muchas adversidades que estoy seguro habrían hecho a cualquiera rencoroso y envidioso de la dicha ajena. Sin embargo, nunca le escuche resentir de nadie. Creo que su tenacidad fue una de sus mayores virtudes, tanto que aún a los noventa y dos años aspiraba vivir por lo menos cien más... Y hasta me parecía que cada año cumplido la hacía más joven. 
De campesina serrana a manumisa de los Arcaya fue su adolescencia en Falcón. Llegó a ser lavandera de los campos petroleros cuando recién comenzaba el aturdido y afiebrado mundo de la industria petrolera, y  vendedora a domicilio de ropa, lencería y cosméticos recorriendo los pueblos y caseríos que se erigían al amparo petrolero.
Pocas veces llegué  a ver algo que la doblegara o afligiera seriamente. Una de ellas fue separarse de la amiga con la que por más de cuarenta años había compartido desvelos y anhelos desde los tiempos menesterosos de la explotación petrolera. Así, cada mañana debajo de las matas de mango valenciano que nunca vi crecer porque siempre fueron grandes, Ruperta atendía a mi abuela en su ritual visita, y sus conversaciones fueron variando con el tiempo desde el dulce de piñonate hasta ya en el ocaso de la vida, sobre los achaques del cuerpo que se resiste al tiempo: los dolores de espalda, rodillas, piernas, brazos y manos eran los temas avanzando el ocaso de sus días. Una tarde de mayo vio partir para siempre a Ruperta Subero de esta tierra rumbo a Margarita sin que Magüe  mi abuela pudiera despedirla por una confusión de horarios. Tiempo después nos enterábamos de que había muerto en la isla. Mi abuela siempre llevó en su pensamiento la tristeza por no haberla despedido.
Cuando en 1984 me tocó  ser candidato a concejal por el MAS y los resultados tampoco nos favorecieron, supe después que buena parte de su tiempo lo había dedicado mi abuela, tarjetón electoral en mano, a hacerme campaña. Qué razones daba para que votaran por mí, en verdad no las sé. No creo que ella entendiera mucho de estas cosas y pienso que la única, y la mejor razón para mí, es que sencillamente era su nieto. Y me dijo luego de conocidos los resultados: la vida no vale nada si no hay adversidad. Toda cara tiene su cruz  y toda derrota su victoria. Algún día será…

En el proceso que recién finalizó no tuve a Magüe en mi campaña. Los estragos del tiempo la vencieron finalmente a mitad de año. Pero estoy seguro que de haber estado presente, su conclusión habría sido la misma de 1984. No hay derrota sin victoria.

Ciudad Ojeda, 30/12/1992