lunes, 22 de enero de 2024

La última página de una dictadura

 La última página de una dictadura

Por Edinson Martínez

@emartz1

Estas largas notas las inicio culminando ya la primera semana de enero, después de sacudirme la somnolencia que suele acompañar los días siguientes al cierre de año. Son el resultado de un conjunto de ideas que fueron dándome vueltas en la cabeza después de terminar de leer un libro de Igor Delgado Senior sugerentemente titulado Última Página. (Cronicuentos), editado por la Fundación El perro y la rana en 2021, y cuya publicación original es de 2016 a cargo de Lector Cómplice. Es una obra que compila 48 relatos cortos, textos de ficción heñidos con los datos de una realidad cruel, hiriente, insólita, subterránea al común de las personas, que se muestra a la luz del día con una lucidez narrativa sin cortapisas. Son las crónicas de última página de un periódico imaginario con el añadido literario de un perspicaz narrador.

Ahí me encontré con un relato –y a este se debe principalmente el aliento del presente texto– que al instante me obligó a investigar y atar cabos para seguirle la pista al hecho que sucedió en la turbulenta realidad trastocada con fines literarios que Igor Delgado Senior nos presenta. Su título: Esbirros de la dictadura perezjimenista asesinaron a famoso cantante mexicano.

 “Supo esa noche sin estrellas que algo iba a ocurrirle: los presagios volaban como briznas secretas y el aire daba vueltas con filosa intensidad. Cosmos profundos, estrépitos inaplazables.”

                                    Última Página. (Cronicuentos) (2021). Igor Delgado Senior.

Así comienza la historia del personaje de la crónica, Renato Colinas, un vuelo ficcional del autor sobre los últimos momentos de un cantante en la Caracas a punto de cerrar el ciclo de la última dictadura militar. Corría el año 1957, a nueve meses del fin de ella, aspecto que pude establecer una vez iniciada la labor de desbrozar los elementos de ficción narrativa de aquellos que, en efecto, constituyeron parte de la realidad, de la observación del contexto en que, ciertamente, ocurrieron los hechos y al mismo tiempo conformaron el magma para desarrollar la trama. Nueve meses mediaron entre aquel lance fatídico y el colapso del gobierno militar, como igual pudiera decirse del lapso que entraña la vida humana en el vientre materno. Muy probablemente para las personas que vivieron en edad adulta aquel periodo, el argumento del relato podría sonarles familiar, incluso aun en la clave de redacción literaria con que está presentado en el libro. Sin embargo, para el resto, para una buena porción de los venezolanos del presente, y también para los de la fecha en que se edita la obra por primera vez (2016), el tema les es absolutamente desconocido; una crónica más de las muchas que en este género se cultivan que, si no fuera por el título con el que se publica, tampoco habría despertado en mí la curiosidad de investigarlo y, muchísimo menos, motivarme a escribir estas líneas. Y, he aquí, entonces, un aspecto clave relativo a la memoria colectiva sobre la calificación de un tiempo que comienza a desvanecerse, a palidecer como esas fotografías familiares que van tornándose amarillentas, descoloridas, acumulando tanto pasado sobre lo que alguna vez fuera un vívido presente hasta que, incluso, en trueque insólito de la memoria, muchas veces llegar a apreciar con buenos ojos lo que en su momento no valió la pena o fueron instantes desagradables.  

Venezuela tiene una historia de regímenes militares tan extendida que sus gobiernos civiles en realidad han sido una minoría. El caudillo, las autocracias y las conspiraciones cuartelarias, nos han sido tan genuinamente criollas como la arepa.  Ya explicarán los historiadores esa propensión vernácula por la bota militar sino ejerciendo el gobierno, al menos merodeando como fantasma en la oscuridad los ejercicios civiles de la cosa pública. Y también ha sido así, en honor a la verdad, en casi todo el Caribe. Nuestra literatura da cuenta de ello de manera excepcional, abordando el tema de modo tan recurrente como creo que en ninguna otra parte del mundo. Y es que, el dictador militar latinoamericano, es un personaje novelesco, surrealista. Tomaría prestada la expresión que emplea Gabriel García Márquez para definirlo al amparo de sus fines literarios: “es un personaje mitológico”. Y, creo, como él, que es así. En ese sentido, el escritor colombiano, sobre el particular, nos ofrece en su retórica reflexión: 

“El tema ha sido una constante de la literatura latinoamericana desde sus orígenes, y supongo que lo seguirá siendo. Es comprensible, pues el dictador es el único personaje mitológico que ha producido la América, y su ciclo histórico está lejos de ser concluido.”

El olor de la guayaba. Gabriel García Márquez. Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza. (1982). Editorial La Oveja Negra. 

Nuestra última dictadura militar se instaló con un golpe de estado perpetrado contra el gobierno de Rómulo Gallegos en 1948, se despidió en enero de 1958. Los momentos finales los describe Guillermo García Ponce y Francisco Camacho Barrios en su libro El diario desconocido de una dictadura. (1980). Publicaciones Seleven. 

“La Junta Patriótica está en vela, Fabricio Ojeda permanece toda la noche en contacto con Centeno Lusinchi. También con el comando de la Huelga de Prensa. Díaz Rangel informa de los datos recogidos en el Puesto de Socorro y varios hospitales. Hasta las 11 de la noche del 22: 302 muertos y 1234 heridos.

Es la una menos treinta minutos de la madrugada. Pérez Jiménez llama por teléfono al coronel Pedro José Quevedo. La llamada es atendida por el capitán José Vicente Azopardo y el teniente José Luis Fernández.

–Coronel Quevedo. ¿Qué pasa en la Escuela Militar?... Dígale a los oficiales que si hay algún problema que vengan a conferenciar conmigo. Hablando podemos arreglar todo.

–General, los oficiales de la Escuela Militar no tenemos nada que conferenciar con usted. Esta es una batalla y la gana quien tenga más fuerza. Nosotros estamos ganando esa batalla. Si usted quiere conferenciar venga a la Escuela Militar. […]

Pérez Jiménez envía a su edecán mayor Cova Rey a averiguar cuál es el estado de ánimo en el Motoblindado, el Urdaneta y en Conejo Blanco…

[…] Es la una y treinta minutos. Cova Rey vuelve de su misión y conferencia a solas con Pérez Jiménez. La situación en los cuarteles no es buena.  […]

Llovera habla:

–Yo ya he tomado mi decisión. Me voy del país. Las Fuerzas Armadas están divididas…

[…] El mayor Cova Rey va a La Carlota a preparar el avión presidencial, La Vaca Sagrada. También llama a casa del presidente para que la familia esté lista a viajar. 

[…] Una hora después, una caravana de automóviles llega a La Carlota. El avión presidencial toma pista y levanta vuela hacia Santo Domingo. En los controles va el mayor Cova Rey y como pasajeros el general Marcos Pérez Jiménez, su esposa, sus tres hijas y su suegra; el general Luis Felipe Llovera Paéz, su esposa y dos hijos; el doctor Pedro Gutiérrez Alfaro, el doctor Antonio Pérez Vivas, el doctor Raúl Soulés y el señor Fortunato Herrera.

Por Radio Caracas habla Fabricio Ojeda, presidente de la Junta Patriótica.”. Páginas 407, 409, 413.

Durante la primera mitad del siglo XX y bastante más adelante, en el continente prosperaban las dictaduras como la verdolaga. Las hubo de diversa naturaleza política, no digamos ideológica si hubiera que referirse a una elaboración enjundiosa de argumentos que fuera más allá de la médula mesiánica que las caracterizaba. Todas ellas hacían gala de una verborrea de exaltación patriotera o chovinista que se resumía naturalmente en una persona, por lo general, en un militar con el pecho cargado de tantas medallas como un general soviético, como era el caso del dictador Rafael Leónidas Trujillo, conocido como “Chapitas”, por el gran número de condecoraciones que ostentaba en el pecho. Una observación fuera de lo común me llamó la atención sobre un comentario de Gabriel García Márquez sobre los rasgos comunes a los dictadores, a los más grandes, como aclara, destaca que tienen un similar origen familiar, educados siempre por una madre viuda, o con la ausencia del padre por cualquier otra razón en el núcleo familiar. Curiosamente Marcos Pérez Jiménez quedó huérfano a los 11 años de edad, su madre entonces ocupo el centro de su crianza. No digo nada más para no meterme en honduras psicoanalíticas que no son de mi dominio.

A todos estos autócratas precedentemente a sus nombres, se les identificaba con un fatuo cognomento pronunciado en exaltación adulante: el Salvador de la Patria, el Restaurador, el Benemérito y tantos otros.  

Nunca faltaron los dictadores pintorescos, estrafalarios, personajes de carne y hueso que se dudaría si en realidad no eran más bien protagonistas del universo narrativo del realismo mágico en el que tanto nos reconocemos. En Haití, por ejemplo, el dictador conocido como Papa Doc (François Duvalier), se cuenta que en una oportunidad ordenó exterminar todos los perros negros que había en el país porque uno de sus enemigos se había convertido en perro, en un perro negro. En Paraguay, el dictador que más tiempo estuvo en ejercicio (40 años), como presagiando la historia que habría de sobrevenir en el siguiente ciclo, el llamado doctor Francia (José Gaspar García y Rodríguez de Francia Velasco y Yegros), según ordenó que todo hombre mayor de 21 años debía casarse, tomando a continuación acciones gubernamentales para cumplir con semejante ocurrencia. En El Salvador, Maximiliano Hernández Martínez, dispuso forrar en papel rojo todo el alumbrado público, para combatir una epidemia de sarampión y cuentan que, en estrambótica erudición, usaba un péndulo para antes de comer los alimentos, lo levitaba encima de los platos a fin de determinar si estaban envenados.  El general Jorge Ubico, dictador en Guatemala, mandaba a apagar las luces de los pueblos a las nueve de la noche, para que las personas se levantaran temprano con ánimo y ganas de trabajar, y cuando una mujer se fugaba con un hombre, ordenaba buscarlos con la policía y después de darles unos cuerazos en la plaza del pueblo, los casaba con todos los rigores de la ley. Creo que no se salvaría ninguno de historias y ocurrencias grotescas más o menos similares, dando lugar a que la literatura las incorpore en la memoria de los pueblos con su impronta narrativa para resistir las embestidas del olvido.

Gabriel García Márquez confiesa en el texto citado –El olor de la guayaba– cómo fue que se le ocurrió escribir su novela El Otoño del patriarca, donde relata la historia de un dictador, un mandamás, que gobierna su nación por largos años con mano férrea, sometiendo a sus enemigos a torturas y humillaciones impensables para mantenerse en el poder, valiéndose a su vez de toda clase de artimañas que lo elevan a la condición de mito viviente.

“Mi intención fue siempre la de hacer una síntesis de todos los dictadores latinoamericanos, pero en especial del Caribe. Sin embargo, la personalidad de Juan Vicente Gómez era tan imponente, y además ejercía sobre mí una fascinación tan intensa, que sin duda el Patriarca tiene de él mucho más que de cualquier otro.”

El momento preciso para desarrollar una historia –como ocurre por lo general en los escritores–, suele llegar del modo más inesperado, a partir de una imagen que lo resume todo, que condensa en la ínfima parte de un instante toda la intención del propósito narrativo, como, en efecto, comenta García Márquez le ha sucedido en varias oportunidades para dar inicio a su alquimia creativa. Esto es precisamente lo que señala ante la pregunta de Plinio Apuleyo Mendoza sobre la novela que tan bien retrata al dictador rural caribeño.

“[…] En aquel antiguo caserón colonial, con una fuente en la mitad del patio y tiestos de flores alrededor, García Márquez encontró a un viejo mayordomo que servía allí desde los tiempos remotos de otro dictador, Juan Vicente Gómez. Viejo patriarca, de origen rural, de ojos y bigotes de tártaro, Gómez había muerto en su cama, tranquilamente, después de gobernar con puño de hierro a su país por cerca de treinta años. El mayordomo recordaba todavía al General; la hamaca donde dormía su siesta; el gallo de riña que le gustaba.

–¿Fue después de hablar con él cuando tuviste la idea de escribir la novela?

–No, fue el día en que la Junta de Gobierno estaba reunida en aquel mismo lugar, en Miraflores, dos o tres días después de la caída de Pérez Jiménez, ¿recuerdas?

Algo ocurría, periodistas y fotógrafos esperábamos en la sala presidencial. Eran cerca de las cuatro de la madrugada, cuando se abrió la puerta y vimos a un oficial, en traje de campaña, caminando de espaldas con las botas embarradas y una metralleta en la mano. Pasó entre nosotros, los periodistas. […]

Fue en ese instante, en el instante en que aquel militar salía de un cuarto en el que se discutía cómo iba a formarse definitivamente el nuevo gobierno, cuando tuve la intuición del poder, del misterio del poder.”        

Como antes comenté, la última dictadura militar en Venezuela fue depuesta en enero de 1958. Cumplió un ciclo de 10 años con un saldo de toda clase de agravios, persecuciones, desapariciones y asesinatos de líderes políticos, gremiales y sindicales, así como la aniquilación de las libertades públicas para asegurarse al poder, sin dejar de lado la ausencia de garantías civiles y el proceder arbitrario de los funcionarios adscritos a la seguridad para despachar asuntos personales por cuenta propia al amparo de su autoridad, tal como ocurrió con el cantante que motiva el presente texto y sobre el cual volveremos más adelante.

Este periodo de nuestra historia no requiere de mayores explicaciones para su caracterización: fue un gobierno militar, una dictadura.

El propio jerarca al respecto resumía su idea de democracia con olímpico desprecio en manifiesta consideración de acuerdo con su visón del Estado: el Nuevo Ideal Nacional.

En el libro de Agustín Blanco Muñoz –historiador y profesor titular de la Universidad Central de Venezuela– de la serie Testimonios violentos, titulado Habla el general Marcos Pérez Jiménez, (1983), editado por El Centro de Estudios de Historia Actual de la FACES-UCV, el autor nos entrega una extensa entrevista al exgobernante donde se pasea por diversos tópicos relativos a su asunción al poder, su desarrollo gubernamental y su caída. Transcribo para ustedes varias de sus aseveraciones en las que se retrata claramente, sin fingimiento alguno, su ideal tiránico del ejercicio del poder.

Así, ante el requerimiento del historiador sobre su parecer respecto a la legitimidad de origen de los gobiernos, este responde lo siguiente:

En cuanto al problema de la legitimidad de los gobiernos…

Ya vamos a volver a caer en el mismo terreno. Se lo he dicho: yo no comulgo con eso. Me parece que los hechos que son los que realmente importan bien o mal a la humanidad, sean superados por la legitimidad. […] La legitimidad, el origen de los gobiernos es para mí completamente secundario. Son los resultados los que importan a las colectividades inteligentes. Son las resultantes las que hacen que un gobierno sea deseado y repudiado. Pero la legitimidad me parece una cuestión de segunda categoría...”. Página 258.

Este asunto –la legitimidad de origen–  que introduce Agustín Blanco Muñoz en la entrevista es, sino crucial, al menos determinante a la hora de deslindar los límites entre una democracia y un régimen autoritario. Ya conocemos de propia fuente su punto vista. Y un poco al margen, permítaseme la digresión aprovechando la oportunidad, recuerdo haber leído en la propuesta fallida de reforma constitucional sometida a referendo en 2007, una redefinición de la legitimidad de origen, en donde el voto popular, perdía tal atributo y, en consecuencia, se introducía la idea de otras formas de legitimidad de origen contrarias a la tradición democrática conocida. Un tema controversial que pareciera hacer coincidir a quienes tienen una misma ascendencia profesional de tan persistente protagonismo en nuestra historia. 

En otra parte de la entrevista el autor del citado libro aborda directamente el aspecto relativo a la dictadura.

“Usted ha dicho reiteradas veces que son los resultados los que justifican un gobierno. Ahora bien, ¿por qué su gobierno en determinado momento también se cuida de la apariencia? Es decir ¿por qué acude, por ejemplo, a unas Cámaras Legislativas, a cuerpos institucionales, etc.? ¿Por qué no acepta simplemente que se es una dictadura?

Nunca me he sentido molesto porque me digan dictador. Hasta ahora no he visto en la historia de la humanidad que se llame dictador a quien se le pueda considerar un pendejo…”. 

[…] Recuerdo que en una oportunidad el padre Hernández, creo que era el párroco de San José, dijo que la Iglesia Católica era lo más parecido a la democracia. Y que por eso tenía que haber afinidad entre ambas instituciones.   Pero analicemos un poquito la expresión. ¿Qué es la Iglesia Católica? En principio está regida por alguien. Un Ser Supremo que no ha sido elegido por nadie. Dios en ese sentido se asemeja más a un dictador, en el buen sentido del término, que a un demócrata. Los fueros divinos en los que se basa la Iglesia no tienen nada de democráticos. […] Entonces, la estructura de la Iglesia Católica en sus orígenes divinos, y en su mecánica terrenal, no tiene nada de democrática. Y creo que eso es lo que le ha permitido a la Iglesia Católica durar sus dos mil años.”. Páginas 289 y 294.          

Marcos Pérez Jiménez apenas necesita excusas para convertir en paradigma aquello que únicamente es válido para los dogmas de fe. Se siente cómodo con la definición y proceder de un dictador y así lo admite. Una elocuente exhibición de la engreída percepción de sí mismo.   

Ahora bien, de vuelta con el aspecto relativo a la memoria colectiva sobre la calificación de aquel periodo que, como dije antes, su recuerdo comienza a desvanecerse y, de pronto para la presente y futuras generaciones de venezolanos, los resonantes nombres y ejecutorias de muchos de aquellos personajes, con el paso del tiempo les significará muy poca cosa o casi nada. Por eso creo que es importante que la sociedad toda, o al menos sus sectores más esclarecidos por su comprensión del valor de la democracia como el sistema de gobierno más cercano a las posibilidades reales de mayores garantías para el desarrollo integral del ser humano, reaccionen, diría que, en labor pedagógica, se me ocurre, quizás comenzando por usar el término “dictadura” en su justa medida para diferenciarlo de las prácticas arbitrarias de un gobierno, que por muy frecuentes que sean, si no resultan de un proceder sistémico, debidamente engranado en una perspectiva totalitaria, no deberíamos emplear. Sin una cultura democrática no es posible cimentar libertades y derechos civiles. Puede haber, como en algunos casos ocurre, progresos materiales, pero de nada valen si no hay una democracia sólida, con instituciones garantes de los derechos civiles, si no hay libertad.

En tal sentido, nunca estará de sobra destacar la gesta que hizo posible la caída de la dictadura; la crónica y explicación rigurosa de aquel lapso de nuestra historia, de ello surgirán lecciones nada desestimables para el presente y, naturalmente, para el futuro institucional del país. Hay tanto arrojo en esos años, tantas muestras desmesuradas de valentía, de desprendimiento personal y camaradería y, en especial, ejemplos de unidad y organización, que bien vale la pena recordar como especiales atributos en el desempeño de los actores políticos y las organizaciones civiles involucradas en esa lucha.

Héctor Rodríguez Bauza, protagonista de aquellos días nos regala una excelente crónica bajo el título Ida y Vuelta de la Utopía. (2015). Editorial Punto. De la cual les comparto su parecer sobre definiciones muy precisas relativas al 23 de enero de 1958. 

“Otra característica del 23 de enero, analizada casi hasta el agotamiento, es la amplia unidad que existió en Venezuela y que no se limitó al campo político, en el que los cuatro partidos existentes integraron la Junta Patriótica y el Frente Universitario, organismos que iniciaron y dirigieron la lucha del sector civil. Posteriormente se incorporaron los distintos colegios profesionales, las organizaciones obreras, los empresarios y los periodistas quienes jugaron un papel importantísimo en esas luchas.”

[…] En síntesis, los civiles por sí solos no hubieran logrado en fecha temprana la salida del dictador. Pero los militares opuestos a Pérez Jiménez por sí solos tampoco lo hubieran alcanzado. Por eso no se puede disminuir ni exagerar el papel de uno u otro en tales acontecimientos ni se puede catalogar lo ocurrido como un golpe militar más.”. Página 219.

Pero regresemos al relato sobre el cantante mexicano, Renato Colinas, a su trágico fin, que Igor Delgado Senior escribe en género de ficción, pero que, sin embargo, es una historia verídica.  

“Según las invocaciones de Renato, aquella Caracas exhibía progresos de granito y cemento que inauguraba en persona el dictador Pérez Jiménez (y escondía las torturas, los crímenes y la persecución contra los adversarios del régimen). El bolerista comenzó presentaciones en El Ancla y hasta ahí llegó a buscarlo una Cloe Ducaste de lentes oscuros, residenciada en Venezuela, piernas aún frescas y escoltas ubicuos que la cuidaban desde las sombras. Al finalizar la tanda musical, Cloe lo convidó a la mesa para envolverlo de abrazos y jurarle, como en las telenovelas, pasión inmortal: “Aunque estoy casada con un gran personero de este gobierno, todavía te amo a vos, ¿me comprendés?”. Luego susurró: “¡Debo marcharme! ¡Nos veremos pronto, cariño!”, y se fue en el hálito de su tibia fragancia. El pianista, un dominicano, precavido y fraterno, le advirtió a Renato: “¡Cuidado, chico!, es la mujer del temible Miguel Silvino Lanza, el Negro Lanza, segundo jefe de la Seguridad Nacional. Aléjate de ella, no te conviene, es un riesgo mayor; es como suicidarse de antemano”.    

Última Página. (Cronicuentos) (2021). Igor Delgado Senior. Página 25.

Renato Colinas no era ningún activista político ni un conspirador, quizás nada de eso le importaba, su interés se centraba únicamente en ver cómo redondeaba unos centavos para cubrir los gastos derivados de su residencia en Caracas. Era un artista que, de tanto dar vueltas entre el Caribe y Latinoamérica cuesta abajo, hasta el sur profundo, había malbaratado sus minutos de gloria –“La vida es un suspiro”, atinó a escribir en 1934 Carlos Gardel en su célebre tango Volver–, así que, instalado en la capital de Venezuela, buscaba afanosamente el modo de ganarse la vida alternándose entre los diferentes clubes nocturnos citadinos.

El cantante en la vida real fue un sujeto perseguido por las intrigas del medio artístico, desde México a la Argentina, donde compartió escena con los grandes intérpretes del momento, su trayectoria con frecuencia despertaba deslealtades. Renato se había casado en Cuba con una chilena, también artista, y después de un tiempo decidieron viajar a la Argentina, donde se radicaron. Para su perdición, fue en Buenos Aires, donde inició una relación extramarital con la mujer fatal que años más tarde, emigrada ella a Venezuela, le causaría la tragedia que el pianista dominicano le presagiara en el relato del autor de Última Página. (Cronicuentos).

Genaro Salinas era su nombre verdadero y la mujer, era la conocida actriz argentina de teatro y televisión Zoe Ducós, esposa entonces de Miguel Silvio Sanz, uno de los jefes de la Dirección de Seguridad Nacional, la policía política de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Se cuenta, de acuerdo con las versiones que circularon al margen de la prensa oficial que, el domingo 28 de abril de 1957, Genaro Salinas fue encontrado agonizante debajo de un puente de la Avenida Victoria de Caracas, tenía politraumatismos generalizados por lo que falleció ese mismo día. Al parecer, varios agentes de la Seguridad Nacional lo esperaron a la altura del puente y lo arrojaron a empellones al vacío, una vez en el piso le pasaron un automóvil por encima. La versión que circuló en los medios allegados a la dictadura refiere al caso como una caída al vacío a causa de una borrachera del artista.

Se cuenta que el cantante murió con los ojos exageradamente abiertos, y que Daniel Santos, al visitarlo en la funeraria, sacó un puñal de cruz guardado en su cintura, se lo puso en la frente y enseguida sus ojos se cerraron para siempre.  

Salinas fue amigo de Mario Suárez, Alfredo Sadel y Daniel Santos, era estimado en el ambiente caraqueño por la calidad de su voz y trato amable. Su muerte se convirtió en un lío de conjeturas, en un misterio, apuntando las saetas de las sospechas al manejo discrecional de la autoridad en un sistema sin garantías civiles. Una de las notas de última página de un régimen cuyo tinglado no podría ser menos presuntuoso: El Nuevo Ideal Nacional.  

 Ciudad Ojeda, 17 de enero de 2024.

miércoles, 26 de junio de 2019

Al otro lado de la ventana

Al otro lado de la ventana
Crónicas perdidas

“Nunca hubo una muerte más anunciada...”.
Crónica de una muerte anunciada.
Gabriel García Márquez

Por: Edinson Martínez
@emartz1

Cuando cruzamos la última sección de aquella tenebrosa cárcel para ir directamente al área de visitas, en el patio interior que entorno a ella se conformaba, el tremedal de personas parecía una ciudad tras las rejas. En efecto, era eso, un tránsito sin rumbo fijo en el que los presos se movían entre los extremos del recinto con un propósito incierto. Así recuerdo aquel lugar cuando al asomarme por la única ventana de la recepción de reos, increpado por una voz desesperada que venía desde lo profundo de la adversidad pronunciando mi nombre con insistencia, pude verlos deambulando erráticamente. Era una voz sin fuerza, como apagada, algo ronca, pero claramente perceptible entre el rumor de aquella mañana ruidosa, caliente, como todas las de ese infierno, y pegajosa por el calor húmedo de la estación, en cuyo sopor se alzaban los olores pestilentes del desaseo y los humores ácidos del desamparo.  Probablemente haya sido un lunes, o un viernes, poco importa, todos los días podrían ser iguales allí, salvo aquellas horas en que casi al filo del mediodía, los custodios, presos y visitantes se congregaban en un tumulto que rezongaba, entonces, como un rumor colectivo parecido al zumbido sordo de un enjambre de cigarrones tensando el ambiente con su aleteo vigoroso. Flotando sobre éste las personas apresuradamente se expresaban las intimidades que ambas caras de un mismo mundo –el averno del encierro, y la ilusión de libertad del exterior– se reservaban para la ocasión.  Esta cárcel era un sitio descuidado a extremo de olvido del que, por cualquier causa, no necesariamente punible a niveles severos, se ingresaba y no se sabía si se tendría la suerte de salir con vida algún día. Era prácticamente una condena a muerte la que sufrían quienes allí estaban recluidos. Como, ciertamente, a los pocos meses de nuestra visita, sucedió para muchos de los que aquella mañana pude ver caminando en una suerte de romería sin sentido.

Días antes habíamos quedado, mi amigo y yo, en ir hasta la Cárcel de Sabaneta para ofrecer nuestra ayuda a un viejo compañero de labores que infelizmente había caído preso. Conocía bien a su familia y, a él mismo, desde hacía muchos años. Por los detalles que sus familiares me habían comentado y por saberlo una buena persona, sentí que debía poner a su orden la ayuda que me fuera posible, y así lo hicimos. Esa era, entonces, la razón por la cual en horas cercanas al mediodía, estábamos en la sala de visitas para reclusos de aquella horripilante cárcel. Por él esperábamos mientras a la ventana se asomó éste otro individuo. 
–¡Edinson! ¡Edinson!... –gritaba el hombre, desde el interior del martirio. Estiraba su mano curtida a través del precario espacio que dejaba la ventana semiabierta para enfatizar con sus gestos el clamor del llamado. Apenas podía verse una parte de su cara; sus ojos de un negro intenso sostenían el brillo luminoso de un destello de alegría. La nariz delgada que se desprendía de la frente angosta tramada de cabellos crespos, me resultaba familiar, sin embargo, no podía precisar claramente de quién se trataba. El abogado que me acompañaba, sorprendido, me mira con curiosidad, y enseguida me interroga.
–¿Tú lo conoces? ¿Es la persona que venimos a ver?
–No, él no es. No sé quién es ese…, pero su rostro me recuerda a alguien… –le respondí con dudas. «¿Serán figuraciones mías?», llegué a preguntarme durante un brevísimo instante de exploración de mi memoria en el que buscaba aquel semblante extraviado. Tenía esa vaga sensación de haberlo visto antes. A todas estas, el hombre seguía ahí intentando atraernos hasta su lugar, continuaba moviendo los dedos de una de sus manos haciéndonos señas, y a la vez procurando abrir el tramo de la ventana para revelarse con mayores detalles. Su mirada sonriente se fue mostrando diáfana como quien va descubriendo entre el infortunio una miga de aliento para aferrarse a ella con ilusión. Aquella expresión arrugada de todo el rostro tostado que alguna vez tuvo la frescura de la juventud, se esforzaba por exponerse a nuestra vista; mi amigo y yo tuvimos la impresión de un ser humano que buscaba desesperadamente arrebatarle a esos instantes efímeros e inaprensibles de un tiempo que ya no le pertenecía, una mínima porción de alborozo por encontrarse con alguien conocido que habitaba allende los linderos del cautiverio. Podría, incluso, pensarse que era una forma de acariciar a través de otras personas la libertad perdida. Ahí lo recordé, casi en el acto, detrás de la costra del sufrimiento que lacerante había venido devorando sus entrañas, marchitándole inclemente aquella figura del joven trabajador que tiempo atrás conocí. Claro que lo conocía, me dije enseguida, mientras intentaba acercarme hacia la ventana. 

Nuestro amigo fue trasladado en pocos minutos hasta nosotros. Un saludo muy afectivo nos dimos, nunca imaginó que iríamos por él intentando socorrerle en su lamentable circunstancia.  Agradeció nuestro gesto que, según nos comentó, era al momento innecesario, pues su causa estaba a punto de resolverse satisfactoriamente –y, afortunadamente, así fue– en pocas semanas, antes de la tragedia de la que pudo salvarse al salir en libertad. No quisimos comentarle nada sobre el encuentro inesperado con el hombre de la ventana para no entrar en detalles, y también porque nos apremiaba el corto tiempo de que disponíamos. De vez en cuando me lo encuentro en la calle, a más de veinte años de aquella fecha, ha conservado el mismo comportamiento ejemplar que siempre tuvo antes de ingresar a Sabaneta. 

En enero de mil novecientos noventa y cuatro un horrible siniestro asoló el centro penitenciario conocido como la Cárcel de Sabaneta, ciento cuatro presos perdieron la vida en un incendio provocado por los enfrentamientos entre bandas rivales dentro del recinto carcelario. Una masacre de la cual se destacó en todos los medios impresos y radioeléctricos del país, la crueldad humana en su máxima expresión, contándose entre aquellos deleites perversos, la escena diabólica de una disputa futbolística con la cabeza de una de las víctimas en macabro despliegue de entretenimiento para algunos de los que originaron en días previos el conflicto. Es hasta el presente, la mayor tragedia de esta naturaleza que ha sucedido en Venezuela. Muchas veces se comenta de modo fatídico la circunstancia por la que en ocasiones las personas nos encontramos en el lugar y momento equivocados, es el destino quien decide, según el decir de algunos, toda vez que ningún ser humano puede discernir con anticipación su hora final. Es el azar corriendo con todas sus leyes aleatorias quien lleva el control, «¿será siempre así?», me pregunta mi voz interior, esa que surge espontánea desde el mundo subterráneo de las cavilaciones y nadie tiene modos de acallar.

–¡Edinson!… Soy yo, Furruñao, el mecánico…  –me dijo el sujeto que repetía mi nombre, alzaba su voz por entre las dos hojas rectangulares en forma de romanilla de la ventana. Había notado nuestro desconcierto inicial, por lo que de inmediato agregó lo que él pensó era para mí mucho más familiar; su apodo en el taller mecánico donde trabajaba como ayudante. El área que ocupaban los cristales de la solitaria ventana, había sido rellenada por una especie de láminas de madera, probablemente de contrachapado, en previsión de la razonable seguridad que debería tener un lugar como aquel. Por este motivo el sujeto que se esforzaba en mostrarnos su rostro, intentaba con afán desplegar las tres o cuatro primeras secciones a fin de ganar visibilidad ante nosotros. Cuando pronunció su remoquete, ya lo había identificado con claridad, era aquel muchacho largo, de cara angulosa, siempre sonriente que se desempeñaba como ayudante de mecánica automotriz, donde con cierta regularidad, siempre que mi carro lo ameritaba, acudía a efectuar las reparaciones de rigor. Su propietario y yo hicimos una gran amistad. Era, también, un hombre muy jovial, de comentarios ocurrentes cuando menos se le esperaba. Él mismo fue quien le colocó el apodo al muchacho, surgido, quizás, de algunos de sus desplantes humorísticos durante uno de esos días de faena precaria. ¿Qué significaba? Nadie lo sabía, parecía la contracción arbitraria de unas vocales y consonantes para generar una expresión graciosa. Su nombre realmente era César. Con cautela me acerqué a la ventana y pude verlo con absoluta precisión. Me sorprendió su estado, y antes que ello, el que estuviera recluido en dicha cárcel. 
–¡Dame un cigarro!... ¡Dame algo…, lo que puedas, lo que tengas!… –exclamó aturdido, movía nerviosas sus manos, apoyando con sus gestos el petitorio desesperado. Intranquilo giraba su rostro calavérico hacia los lados, volteándolo diligente en acción mecánica a su espalda, tenía la inquietud de quienes han sido abandonados por el sosiego a fuerza de mantener alerta sus sentidos. 
–No tengo, César, yo no fumo…, pero toma, quédate con esto… 
Saqué varios billetes de baja denominación que llevaba perdidos en uno de mis bolsillos del pantalón y se los entregué apenado. Sentía que no era la mejor forma de tenderle una mano, de socorrerlo en su dramática condición. No tuvimos tiempo de hablar nada más. Apresurado tomó los billetes y raudo salió del recodo desde donde nos había divisado, y en el que cada vez que podía se apostaba en espera de una cara conocida, como quien aguarda la visita del cartero con la misiva que nunca llega. Se fue desplazando con el recorrido azaroso de una bala perdida; como ahora recuerdo desde aquella precaria vista hacia el interior del recinto, parecían todas esas personas de flacuras extremas privadas de porvenir. A zancadas largas y ligeramente encorvado lo vi alejarse mientras las ropas se le agitaban en volandas por el viento caliente de la hora. Nunca más supe de él sino hasta los primeros días del mes de enero de mil novecientos noventa y cuatro.

–Señorita, ¿quién ha estado buscándome? –pregunta el dueño del taller, cuando regresa de una de sus ausencias pasajeras durante las mañanas. La intimidad del lugar lucía raramente ordenada para tratarse de un taller de reparaciones mecánicas. Sus paredes compartían dos tonos de colores en delicada armonía de gris y blanco que se extendían a lo largo de toda la construcción.
Naiden, señor Monche… –responde la joven, en perfecta sincronía entre una sonrisa de dientes asombrosamente blancos y una mirada centelleante de pupilas oscuras. 
–¿Cómo dijo? –interroga, nuevamente el hombre.
–¡Na-i-den…! ¡¿Usted como que está sordo?!  –contesta la secretaria, en giro enfático de cuidadosa separación silábica para despejar las dudas del propietario del establecimiento. Monche se ríe, y unas arrugas entorno a sus ojos se aprietan delicadamente achinando su expresión facial. De inmediato, haciendo uso de su buen humor, la corrige con la inflexión socarrona que acostumbraba usar.
–No se dice na-i-den, se dice: ¡nadie! Repítalo conmigo… ¡Na-die!
En esa labor se encontraba el dueño del taller de mecánica automotriz, el doctor en motores, como rezaba un flamante diploma colgado en una de las paredes, cuando fui a visitarlo días siguientes al encuentro con Furruñao. No se sorprendió al comentarle sobre el caso, sabía de la terrible adversidad que había padecido su antiguo trabajador.
–¿Lo viste?... ¿Cómo está?... –me increpó con un cierto dejo lastimero.
–¡Mal! ¡De qué otro modo podría estar! –le respondí sin rodeos mientras caminábamos en dirección al área donde se reparaban los vehículos. En aquel taller, el espacio de labores mecánicas siempre estaba bien atendido, era una de las cosas que especialmente me llamaban la atención del establecimiento. Cada herramienta tenía su lugar preciso, los carros debidamente estacionados, y el piso, con sus naturales muestras de aceites y grasa en algunas de sus partes, pero nunca en condiciones de higiene deplorables, fuera de lo común, como ocurre con frecuencia en donde este tipo de oficios se llevaban a cabo.
–¡Que vaina!... Es un buen muchacho que tuvo la mala suerte esa noche de quedarse en casa de su hermano. Jamás lo hacía, pero cuando las cosas van a pasar, nadie te salva de ellas… –comentaba Monche, en tanto se inclinaba debajo de uno de los automóviles para ver el desempeño del nuevo ayudante–. Pareciera una ley de la vida, al pobre lo persigue siempre la adversidad–continuó murmurando, proyectando su voz bajo la intimidad mecánica del auto–. Decidió dormir allí, y a medianoche, una comisión de la policía judicial allanó la vivienda buscando al hermano que, en efecto, sí tenía cuentas pendientes con la justicia. Lo acusaron de complicidad en delitos cometidos por el otro. Todos hemos hablado en favor de él, pero, a la fecha, ya lleva varios meses en Sabaneta, y no creo que pueda salir hasta un largo tiempo –comentó finalmente, al levantarse del ras del piso.
Apenados por el hecho, nos despedimos con un par de palmadas apostando a que el muchacho pudiera sortear prontamente el terrible desenlace de su vida.
Allá lejos, un par de nubes negras escoltan un ave solitaria que entre el aire caliente de las alturas, esquiva las miradas borrosas de los hombres. Se mueve sigilosa en el horizonte mientras me retiro del lugar y lanzo una mirada descuidada al cielo plomizo del mes. Es el invierno de octubre cerrando su ciclo semestral.

Los detalles noticiosos de la tragedia del cuatro de enero de mil novecientos noventa y cuatro, dieron cuenta de una barbarie que con toda justicia se le denominó: la masacre de Sabaneta. Ahí, un grupo de reclusos en el paroxismo de su máxima crueldad, patearon en el  interior de la prisión que estos ojos vieron aquella mañana varios meses antes, la cabeza decapitada y sanguinolenta de un hombre, exhibición sádica de un macabro juego de fútbol en el que la parte superior del cuerpo degollado de aquel pobre diablo se iba chutando como una pelota entre los reos. En su rostro aparecía registrada la expresión siniestra del terror, huella inenarrable de aquellos últimos instantes de su vida martirizada. Sus desorbitados ojos hacía rato habían perdido esa chispa de energía que nos muestra vivos. Destello que aun en los peores momentos del dolor; sin embargo todavía, pueden expresar el hálito vital de la existencia que, tercamente en su lucha contra la muerte, intenta vencerla con las restantes fuerzas de la sobrevivencia. César Ocando, era su nombre, el mismo que asomara su vista desesperada pidiendo un cigarrillo, o cualquier cosa con sabor a libertad durante esa agobiada mañana en que nos saludamos. Era, él, Furruñao, el joven mecánico –y no me lo podía creer– de aquella tarde inocente en que, por una determinación de última hora, sin que mediara razón alguna, escogiera pasar la noche en casa de su hermano al salir de la jornada laboral, y no en la suya, como bien habría querido la suerte que a cada quien en algún instante se le esconde, para que sea, entonces, el infortunio que sin piedad tome su lugar. Son los dados del azar con el que juegan las invisibles fuerzas del destino que, lanzados desde el aleatorio capricho de las incertidumbres, se imponen detrás de cada acto inadvertido de los humanos. No hay modo de evitarlo, lo sabemos, lo ignoramos, ¿acaso importa?
La intervención de las autoridades militares después de varias horas, se abren paso entre los cadáveres a fin de tomar el control del penal, destaca la crónica. La masacre de Sabaneta ha culminado, y con ella la vida de aquellos seres que alcancé a mirar fugazmente como antesala del espectro que ahora son. El tiempo, y el olvido con el que se trenza cada instante, los va dejando atrás en el triunfo que la muerte va teniendo sobre la vida.

domingo, 16 de junio de 2019

Ahora que soy padre

Ahora que soy padre


Ahora que soy padre, 
y lo he sido, para tenerte siempre conmigo.
No sé por qué ahora lo digo,
después de tanto invertido,
en este oficio que, una vez emprendido
no hay manera de dejarlo al olvido,
como no deja su canción al cantante,
y la yunta al buey andante, 
el aroma a la flor, o el vuelo a las alas del pájaro en el cielo abundante.
Ahora que soy padre, 
y lo he sido, para intentar lo nunca aprendido,
como cuando se camina por vez primera erguido,
o, también, inicia escuela, el párvulo expectante,
con su mirada chispeante.
Nada sabemos, si no es con cada paso vencido,
que con el miedo prendido,
vamos por todas partes abriendo caminos. 
Es en este sentido,
la historia de cada padre querido,
que adivinando el camino,
con acierto y desatino, 
va armando el destino. 
No sé por qué ahora lo digo, 
después de tanto cariño contigo, 
que con el tiempo en testigo, 
vivirá siempre conmigo. 
Ahora que soy padre, 
y lo he sido, sea entonces, el amor por los hijos, 
que una vez conocido, 
nunca se da por perdido, 
y, sea también, ese amor escondido, 
por el hábito extendido, 
de no mostrar lo sentido, 
que ahora he querido, 
escribir para ti estos versos sencillos. 

Edinson Martínez

viernes, 14 de junio de 2019

Entre el Ecuador y el Trópico de Cáncer


Entre el Ecuador y el Trópico de Cáncer
Por: Edinson Martínez
@emartz1

Me hormiguean los pies, siento como si corrieran muchos de esos diligentes y ocupados animalitos entre mis piernas y pies cansados; mis manos parecieran hincharse, las siento pesadas, en ocasiones torpes mientras las abro y cierro para ejercitarlas. Hoy es viernes, el mismo de cada semana, lleno de sol, y mucha gente en la calle aguardando la noche para sus rituales ocupaciones de fin de semana. Los viernes son por costumbre una especie de fiesta colectiva. Es la una y treinta minutos de la tarde, en mis manos, que a cada rato estiro, sostengo el trozo de papel con el número 348, indica el lugar que me corresponde en la caja del banco para ser atendido. Espero el turno para hacer efectivo el pago del cheque de mis honorarios. Hace rato que voy desgranando las horas de apremio que todos compartimos; inevitables, se han ido dibujado en nuestros rostros a modo de hastío indisimulable. Al pie de la numeración del trozo de papel que hace tiempo acaricio, la leyenda indica que tengo cuarenta y siete personas por delante.  Levanto la mirada de la pequeña hoja rectangular con la que juego y, miro en derredor, al hacer un conteo mental de la cantidad de personas dentro del banco, noto entre ellas a toda clase de gente. Las hay jóvenes, viejas, morenas, blancas, feas, bonitas, mal humoradas, y chistosas que juegan sacando cuentas al azar con sus papelitos. Algunas de estas personas sonríen cuando piensan en la lotería, asocian el número del tique de espera con los sorteos de la lotería; se imaginan apostando a los tres dígitos que marcan el lugar de atención en cada caja.
En una de las esquinas del salón cuadrangular que conforma la entidad bancaria, una pantalla de TV intenta distraernos la tarde con una programación que se repite cada tres minutos, lo hace a modo de secuencia, y en una especie de sinfín. Las imágenes que desfilan a vista de todos, destacan los servicios que ofrece el banco: “Tu Punto de Apoyo”. Es la leyenda principal de las imágenes publicitarias que observamos. El audio de respaldo apenas se escucha. También, en honor a la verdad, es que nuestros oídos se llenan de las conversaciones de todos los que estamos en la angustiosa espera. Se escuchan todo tipo de charlas en voz baja, flotan en el aire en una atmosfera de coros disimiles, son palabras sueltas que van y vienen acompañadas con los gestos de cada quien.
Así transcurren las horas, aun con toda nuestra atención en los números que reflejan las pantallas digitales de cada caja, es imposible no atender a lo que hablan las personas. Son como retazos individuales de la intimidad de cada una de ellas que van compartiéndose entre todos nosotros. Un aviso ubicado al lado derecho de uno de los cubículos donde opera una de las cajeras más activas del banco, en realidad, todas se observan diligentes, pero ella destaca, o así me lo parece, sobre las otras, sin saber exactamente por qué. Salta a la vista llamando la atención por sus grandes letras rojas y negras, acosándonos de modo imperativo y reglamentario, con el lema: “Prohibido usar celular”. 
La empleada, es una chica morena, bastante joven, con un pequeño lunar debajo de su ojo izquierdo, como una suerte de mancha diminuta aún perceptible a distancia sobre su rostro bien cuidado. De vez en cuando levanta su mirada para observar la cantidad de personas dentro del recinto. La escogí al azar, porque ya he dicho no tener fundamento racional para fijarme en ella, para imaginarla atendiéndome en un ejercicio de ocio inevitable a estas horas. Reconozco que es el fruto de la angustia insoportable. Me figuro el instante en que le entrego en sus manos el tique 348, visualizando el hecho con precisión, como sugieren quienes hablan de este tipo de técnicas, en las que a través de la imaginación se crea la realidad deseada.  No importa si es pura fantasía o ilusión, igual me da consuelo. Con los ojos abiertos miro hacia ella, evitando atender a mi entorno. Quiero irme pronto de aquí, hace mucho tiempo que espero y las piernas me duelen por la dilatada atención aguardando de pie.  Imagino el teclado de la computadora que opera la chica morena, sus manos hábiles que se mueven precisas sobre cada tecla. En este momento sólo quiero ver mi número en la pantalla digital que los registra para entonces acudir presuroso hasta ella. En el monitor de la empleada vuela mi imaginación, ahí observo el número que llevo en mis manos.
El aviso de prohibición de usar teléfonos celulares, es visible en distintos lugares dentro del banco. Debería estar claro para sus clientes la restricción expresa de usar teléfonos en sus instalaciones; sin embargo, a mi lado, una mujer de cabello corto, con anteojos de sol que inexplicablemente le cubren los ojos cuando no se expone a él, se entretiene con una llamada que lleva varios minutos cosquillándole en su oído derecho. Nadie presta atención a ese detalle, seguramente a mí me pasaría inadvertido si no fuera por el agobio de esperar por cuarenta y siete personas que deben pasar por caja antes de mí. La mujer se esmera en hablar en voz baja a su interlocutor. No obstante, de vez en cuando sube el tono y se le escapa algún pormenor revelador de la conversación.
Nuevas personas entran al banco, como hace rato lo hicimos muchos de nosotros, vienen apresuradas, inquietas, expectantes. Al entrar las invade la atmosfera interna de todas las conversaciones que incoherentes se mezclan entre sí.  También los cajeros aportan su parte; se intercambian comentarios, frases sueltas, diretes de todo género y divagaciones sólo comprensibles para quienes comparten el mismo oficio durante horas. La mujer de las gafas oscuras, todavía mantiene su conversación telefónica, como si aquel aviso que tanto lo prohíbe estableciera una excepción con ella.
Cuando llevo casi dos horas y media de espera, la chica bronceada que escogí desde las probabilidades de un albur inocente, levanta su mirada y se encuentra con la mía. Una mirada de ojos negros con una chispa brillante en el medio como figuro tienen los míos. La pantalla digital ha cambiado su numeración y de inmediato los dígitos del tique que llevo en las manos aparece en ella. Verifico enseguida el papel y compruebo que efectivamente se trata de los mismos.  Presuroso avanzo hacia la cajera del lunar y me planto frente a ella con cédula de identidad, cheque y documentos en mano. Mientras le hago la entrega de rigor, me dice:
–Buenas tardes, tienes rato esperando, me di cuenta de tu angustia, siempre hay que esperar en un banco, son muchos los detalles que deben tomarse en cuenta...
Sorprendido por su comentario, mis labios secos de modo automático le retribuyen una sonrisa discreta, algo apenada por creer que de tanto mirarla se había dado cuenta de mi tontería, enseguida me repongo y le devuelvo el saludo con una cortesía ceremoniosa.
–Buenas tardes, sí, claro, un poco cansado por la espera...
Su atención se posa sobre los documentos que le entrego; observo de cerca su lunar, es como un detalle coqueto sobre su rostro, un puntito oscuro que se mueve a capricho de unos ojos negros achinados. Cuando extiende su mano para retirar los papeles, su cara se inclina ligeramente, el lunar me recuerda una compañera de clases extraviada en mi memoria. Son los gestos, y a veces los aromas que, por sus similitudes, nos hacen mirar a las personas de hoy como si fueran las de ayer. La selección de la cajera no la hice yo, tampoco fue el azar, la hizo el lunar desde el escondite de mis recuerdos.
Detrás del cubículo que ocupa, se observa en letras grandes el mismo lema comercial de la pantalla de TV. “Tu Punto de Apoyo”.  Mientras ella revisa la documentación que recién le entregaba, observa el cheque, y lo lee por ambas caras; a través del cristal del lugar que la separa de los clientes, a modo de espejo donde se reflejan las personas que aguardan en el banco, noto que la mujer de las gafas oscuras ubicada detrás de mí, ya ha dejado de hablar por teléfono. Sentada, espera su turno.
–Señor, tiene que esperar un poco más mientras confirmamos la emisión del cheque, tenga el tique y aguarde a que le llamemos. Decepcionado, es inevitable que no lo estéextiendo mi mano derecha, y retiro nuevamente, el mismo papel de hace un rato. Desganado termino por decirle:
Si no hay más nada que hacer… Bueno, esperaremos de nuevo, gracias, señorita…
Del monitor de la TV, ahora cuando estoy más cercano al aparato debido a la escasa distancia que tiene con el cubículo de la joven que acaba de atenderme, observo las mismas imágenes que se han repetido por horas, muestran la cara sonriente de un empleado bancario en pulcra camisa blanca y corbata azul entregando un fajo de billetes a un cliente contento. Esta vez, escucho con claridad el slogan bancario: “Al alcance de tus manos. Banco Confianza. Tu punto de apoyo”
La mujer que hablaba por el móvil aún tiene puestas las gafas oscuras, sentada en el mismo sitio, como atornillada, espera su turno. En todo este tiempo he ido venciendo la incomodidad de estar parado, el hormigueo en mis piernas, aunque todavía presente, lo noto menos intenso. De nuevo con mi tique, regreso a la ubicación original, al lado de la mujer de anteojos negros. Observo en ella un rostro familiar, algo me dice que su cara redonda y nariz larga, pertenecen a una no sé quién que da vueltas en mis recuerdos sin poder atraparla. Me acerco a ella y le pregunto: 
Disculpe, ¿qué número le tocó?
El 438 me responde secamente.  
Son los mismos dígitos del papel que tengo desde temprano, pero en orden inverso, lo noto enseguida. La mujer apenas voltea a mirarme, no tiene interés en continuar la conversación. Sin embargo, me atrevo a forzar un comentario adicional. 
Yo tengo el 348, estoy esperando la confirmación del cheque… con toda esta gente por delante, seguro debo esperar un buen rato más. Usted, probablemente, también tendrá que esperar mucho, hasta es posible que deba venir el lunes, son muchas las personas por atender… Insisto y, en efecto, trato de extender vanamente la charla repentina. Su semblante me era tan familiar que buscaba el modo de poder precisarla físicamente y en sus ademanes, pretendía por ello alargar la plática. Pero, sus lentes opacos no sólo me lo impedían al evitar el contacto visual, sino que, además, le conferían un aspecto de intriga junto a su negativa a entablar afinidad. “¿Por qué no se quitará las gafas?”. Me interrogaba mientras me fugaba por mis recuerdos tras su búsqueda.
A la entrada del banco, un sticker pegado en la puerta, indica entre otras figuras de prohibición, un rostro que lleva gafas atravesado por una raya roja en diagonal. Es evidente que no se está permitido usar anteojos oscuros en el interior del establecimiento.
La mujer no responde a mi comentario. No tiene ningún interés en prolongar un intercambio verbal, en su lugar, de modo más o menos tranquila, sin muestras de mayor apremio, mira a ratos la pantalla del teléfono. Su foco de atención es evidente que se encuentra sobre el aparato, despreviniéndose del papel que con el número suscrito en él conserva en una de sus manos. Detrás de esos anteojos se aprecia ligeramente el contorno de unos ojos tranquilos que parecieran no importarle la espera, como quien mira a todos y no ve nada porque sencillamente está en otra parte.  Es una mujer joven y delgada con una expresión nostálgica que contrasta con el torbellino bancario de un viernes de fin de mes por la tarde. Viéndola en detalles descubro el rostro familiar que hace rato persigo en la memoria. ¡Es el rostro de ella!... ¡claro!... ¡Mi maestra de cuarto de grado! Me quedaba alelado con ella. La recuerdo con cariño a pesar de su genio terrible, nunca sabíamos qué esperar de ella, su carácter se escondía en una mirada serena e indescifrable de ojos chiquitos. Siempre usaba unas gafas oscuras, de montura gruesa que, incluso, en plena clase jamás se quitaba.

Después de varias horas de espera, me acerco hasta el supervisor en procura de información sobre mí caso. Debo agregar que desde mi llegada al banco hasta que finalmente fui atendido por la chica del lunar, transcurrieron dos horas y treinta minutos, a esto debo sumar una hora adicional de espera, hasta que finalmente decido acudir al supervisor.  Un hombre de edad madura, de corbata azul y camisa blanca, tal como lo exige el banco. Para abordar al empleado tuve que decidirme entrar a su oficina sin anunciarme, era necesario hacerlo de este modo, obviando el protocolo de rigor si quería conocer el estado de mi operación bancaria.  
Buenas tardes, licenciado, ¿podría atenderme un par de minutos? Tengo mucho tiempo esperando, me gustaría saber qué ha pasado con mi cheque –le digo, apenas asomándome a su despacho.
¿Cuál cheque? –me responde, sin que mediara saludo alguno. El hombre contesta con una pregunta, ante lo cual, enseguida, muestro el papel con la secuencia numérica y agrego la explicación requerida: El cheque que entregué a la cajera del cubículo uno hace poco más de una hora. Desde entonces espero por el llamado para recibir el pago.
Ah… Ok. déjame ver si está en este lote…
El supervisor revisa diligente, busca entre varios papeles dentro de una carpeta destinada para estos fines. Luego de unos exasperantes minutos responde.
Muy bien, aquí está. Tienes que esperar un poco más. No tenemos línea telefónica disponible en el momento, por eso no hemos podido confirmar la emisión.  
¿Cuánto tiempo? Hace ya más de tres horas que estoy en el banco… replico de inmediato. Pienso al mismo tiempo, sin atreverme a expresarlo a viva voz por temor a complicar las cosas, el lema principal del banco: “¡¿Tu punto de apoyo!?”. Mi rostro con seguridad lo dijo sin que saliera de mis labios palabra alguna. Aun así, el empleado bancario responde con su usual desenfado.
 No sé…debes esperar.
A través de la puerta principal del banco: dividida en dos hojas de vidrio, se observa una larga cola de personas que aguardan con paciencia sus turnos frente a un local de víveres para comprar jabón de tocador, pasta dental y pañales. Es frecuente verlo en distintos puntos de la ciudad en estos días. La causa es muy sencilla: la escasez de productos es un hecho cotidiano, todos lo saben y cada quien busca tener ventaja sobre otros para obtenerlos; la ventaja es el lugar en la cola que cada quien tiene sobre la otra persona. En realidad, nunca alcanzarán para todos. También todos lo saben. En la extensa fila destacan principalmente mujeres, su tamaño tiene una forma irregular por las curvas que doblan en varias esquinas. A mi derecha, como la veo, a vista de mirada rápida desde el banco, parece un prolongado trazo predominantemente amarillo determinado por el color de las prendas que usan las señoras y jovencitas. Es una especie de larga pincelada en movimiento, matizada por el tono de piel de las personas.  Cuando llegué al banco, ellas estaban bajo los lacerantes rayos del sol de abril, el mes más caluroso y húmedo del año. En cierto modo, me consideré afortunado al contemplarlas desde la estancia acogedora de “Tu punto de apoyo”.
Mientras espero por el supervisor que agiliza mi asunto, las pantallas digitales han continuado su curso ascendente en la numeración. Para este momento la cantidad de personas pendientes para ser atendidas, ha disminuido considerablemente. A las cinco y diez minutos de la tarde, cuando el propósito de mi visita al banco por instantes parecía olvidárseme, el supervisor me llama a su oficina a fin de explicarme las dificultades para confirmar la emisión del cheque que aguardo por cobrar.
Debido a la hora y al día, no podemos cancelarle hoy. Tendrá que venir el lunes, ha sido imposible confirmar la emisión del cheque… –me dice, con un cierto tono apenado mientras me extiende los documentos. Mi molestia, inocultable, la manifiesto de inmediato. Algo me impulsaba a querer romperle la cara al hombre, pero, en verdad no era su culpa, tampoco podía romper los cristales del banco, porque en ese caso habría de ir preso. No pudiendo articular palabras, que seguro no han sido necesarias, extiendo mi mano para recibir los papeles mientras lanzó el tique sobre su escritorio. Sin despedirme me dirijo hacia la puerta principal.

Cuando camino a la salida del banco, en la pantalla digital de la cajera a quien había dedicado parte mis pensamientos aquella tarde, noto registrado desde hace unos minutos el número 438, nuevamente y por última vez, miro a la empleada del lunar, y en ese momento delante de ella, la mujer de las gafas oscuras, que esta vez, se las ha levantado y colocado sobre su cabeza, recibe un grupo de billetes a modo de pago. Los toma rápidamente y coloca en su bolso, despidiéndose con un “gracias” soltado al aire, y presurosa camina en dirección a la calle. En el trayecto, apenas unos metros, tal vez ocho o nueve, otra vez se coloca sus anteojos, encontrándonos justo cuando el vigilante abre la enorme puerta de vidrio para abrirnos paso. Afuera, con la cola de personas de fondo esperando sus pañales, en esta tierra entre el Ecuador y el Trópico de Cáncer, alguien en un vehículo está esperándola, antes de subirse al auto, cuando ya es evidente que se marcharía, voltea para mirarme, gira como si de pronto tuviera algo pendiente que a último momento recuerda, se quita los anteojos y me dice:
Yo no soy tu maestra de cuarto grado…