“La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir”.

Camilo José Cela

lunes, 28 de julio de 2025

¿Qué carajo hago yo aquí?

 Por Edinson Martínez

En el tránsito humano por asentar la voz en figuras tangibles para que las personas fueran capaces de leer y entonces conseguir que, el soplo del aliento inteligente que nos separa del resto de los seres vivos, no sucumbiera al olvido, los humanos hemos librado una ardua batalla desde el mismo instante en que se tuvo consciencia de la existencia misma. Es como si el instinto de la especie, tomándose de la mano de la voluntad, buscara dejar una huella en su paso por la vida, por el mundo en su ya largo trajinar. Los libros, en ese sentido, han salvado a la humanidad de la desmemoria. En el fondo, se me ocurre pensar, que es la necesidad de la trascendencia la que se esconde detrás de la escritura; el rio subterráneo sobre el que surca el propósito creativo de la historia que mece la pluma ante una página en blanco. “Los libros hacen los labios”, según se cuenta afirmó el escritor romano Quintiliano. Así que, la antigua metáfora, simplemente da cuenta del afán humano por asentar su huella en el tiempo a través de una cada vez mejor manera de cultivar la palabra. Afirmo, entonces, que la autora del título que identifica este texto, en cierto momento de su vida, llegó a plantearse en su más profunda y dolorida introspección, la interrogante sobre su existencia, escogiendo conforme a las claves de su tiempo, ese insubordinado acento con que se expresa al ofrecernos ¿Qué carajo hago yo aquí?

En ese sentido, es válido afirmar que el contexto histórico en que fuera publicada la novela, el año de 1974, es un momento en el que confluyen diversas corrientes de contracultura en el país y también fuera de este. Es, si se quiere, la decantación histórica de procesos gestados en la década precedente.   

Este libro es una publicación de modesto tiraje y no podría asegurar que hubo varias ediciones. Llegó a manos de los lectores por medio de una impresión tipográfica a cargo de un registro editorial de Tipografía El Sobre, de Caracas, con un prólogo del conocido periodista y escritor venezolano, Jesús Sanoja Hernández.

Se trata de una obra escrita por una autora venezolana, ya desaparecida, de nombre Irma Acosta, a la que hoy muy pocos recuerdan, pese al enardecido tono con que interpela al mundo al escoger el título de su libro.  Su publicación remite al año 1974, como dije antes, y quizás haya sido un par de años a lo sumo, cuando me la encontré en una pequeña librería propiedad de un italiano del atenazado pueblo petrolero en el que han transcurrido mis días. Durante aquel paseo tan rutinario como inocente en el que curioseaba sus austeras exhibidoras, el título me llamó la atención, tomé el libro de la estantería por su título y también por el precio, cuyo monto ha debido ser bastante económico, claramente asequible al bolsillo de un muchacho de pueblo terminando el bachillerato. Su presentación era de una mayúscula insignificancia, con un diseño muy básico, como si deliberadamente se quisiera presentarlo sin mayores pretensiones en su acabado, evidenciada en su tapa monocolor, de un tono cercano a una suerte de marrón pálido sin llegar a ser propiamente sepia, en donde destacaba en su parte superior la altisonante interrogante. Me lo llevé enseguida y por muchos años estuvo rodando conmigo, creo que fue uno de los primeros libros de la biblioteca que aspiraba a ir formando con los años, pero en algún momento de este medio siglo transcurrido desapareció de ella sin que me diera cuenta, ya tenía, no obstante, un lugar en mi memoria. Por su inolvidable título siempre lo he recordado, confieso que a veces cuando me he encontrado en algún lugar incómodo, de inmediato, como un centellazo viajando solitario desde las honduras caprichosas de los recuerdos, me aborda súbitamente aquella subversiva interrogante del libro de Irma Acosta.

De su lectura, realizada entre sobresaltos y aprensiones, recuerdo pocos detalles, no así la impresión, el sabor o la sensación que sentía a medida que me internaba en sus páginas, una extraña seducción masoquista, en la que se conjugaban el rechazo o la resistencia a continuar el texto, con la tentación y curiosidad por seguirla para conocer adónde me llevaría su autora. De aquel rastro que me ha quedado luego de tantos años, puedo decir que es un texto desarrollado con una profunda mirada interior, desgarrador, con un preponderante componente psicológico repleto de un aire desenfadado que superaba mi experiencia de lector imberbe y que, ahora mismo, a una persona de mentalidad conservadora, podría impulsarlo a cancelar su lectura. Por cierto, también debo confesar que una impresión similar me ocurrió al leer muchos años después El desbarrancadero de Fernando Vallejo.

El trabajo de Irma Acosta se presenta como una narrativa testimonial, escrito en primera persona, con una nada desdeñable pulsión erótica en todo el manuscrito, lindando muchas veces, y aquí debo decir, que es una apreciación muy subjetiva, entre lo autobiográfico y la ficción, con desdoblamientos eventuales en tercera persona buscando tal vez escabullir el rol personal de la autora. Confieso que, en el momento de leerlo, buscaba en el texto otro contenido. En aquellos años en Venezuela se publicaba mucha literatura testimonial con el ascendiente político que entonces me interesaba, en ¿Qué carajo hago yo aquí? no lo encontraba, por eso mi rechazo inicial, sin embargo, recuerdo que culminé su lectura, cerré sus páginas y lo ingresé junto a otros quince o veinte libros a mi santuario adolescente. Es la razón por la que puedo hablar de él con propiedad y valorarlo ahora, en esta etapa, bajo una perspectiva global e histórica. En tal sentido, puedo afirmar que, este modo de mirar la literatura, me refiero a la perspectiva testimonial, fue una propensión muy presente en aquel periodo, lapso en el que varios autores venezolanos publicaron sus experiencias en textos escritos en primera persona. Así, de este momento histórico, nos han quedado libros como Aquí no ha pasado nada (1972) de Ángela Zago, Aquí todo el mundo está alzao (1973) de Rafael Elino Martínez, El desolvido (1971) de Victoria Duno y Yo misma me presento (1974) de Tecla Tofano. Todos ellos, libros de páginas intimistas, acunados en el torbellino político del país de años precedentes, influidos, a su vez, por una relevante pasión impugnadora de emergentes movimientos de contracultura del momento, suerte de atmósfera contestaria que desde entonces nunca más pude apreciar en nuestra literatura.

Los primeros años de la década del setenta estuvieron muy influenciados por sucesos políticos de finales de la década anterior, el recordado mayo francés, cuestionador y levantisco, fue uno de esos acontecimientos que durante aquellos días todavía mantenía su fuerza impugnadora, abriendo las puertas a debates y movimientos que exigían derechos y reconocimientos en muchos lugares más allá de Francia. A este movimiento estudiantil se le considera, por ejemplo, como un importante impulsor del feminismo, la lucha por la igualdad y la liberación sexual.

Pero sigamos con Irma Acosta, se sabe que escribió muy poco, apenas dos novelas, la primera, esta que comentamos aquí, y, la otra, bajo un título redondeando el mismo aire desenfadado de la anterior, de nombre nada más y nada menos que, Mientras hago el amor (1977), obra con similar acento erótico y de narrativa nada convencional, según nos cuenta Ana Teresa Torres. Pero el caso es que nadie recuerda estas obras, tampoco a ella, pese a una importante figuración en círculos literarios de la capital del país, como, en efecto, pude comprobar, rodeada de autores que marcaron época en Venezuela. Entre 1964 y 1965, por ejemplo, se desempeñó como codirectora de la revista literaria Letra roja junto al escritor de País portátil, Adriano González León. Esa revista tenía entre sus colaboradores a la crème de la crème de la intelectualidad de la época, entre ellos a Ludovico Silva, Alfredo Chacón, José Ignacio Cabrujas, Caupolicán Ovalles, Orlando Araujo, Héctor Mujica y Manuel Caballero, entre otros.

Ana Teresa Torres, en su publicación Tradiciones e inauguraciones en la escritura de las narradoras venezolanas. De los años sesenta a la década finisecular. De la Revista Venezolana de Estudios de la Mujer. (Caracas: UCV, enero-junio 2003), señala sobre Irma Acosta lo siguiente:

“El orden familiar, fuertemente conmovido en la mentalidad de la década, se introduce en los textos de Acosta como otro elemento de violencia, a la que responde un odio homicida contra el padre. En la imposibilidad de la relación amorosa, el hombre deviene, en su segundo libro, en un objeto sexual para el placer de la mujer que, de ese modo, se libera de la violencia de la que se sentía víctima. Dentro de la escasa recepción bibliográfica de Acosta, merece la pena citar un artículo de prensa en el que Tecla Tofano (1927-1995) relaciona ¿Qué carajo hago yo aquí? con el suyo, Yo misma me presento (1974). Tofano considera este libro de Acosta como “la abertura de un camino hacia una nueva literatura”, en tanto, “el interés del libro es que Irma Acosta busca situarse desde ella misma y por sí”. La necesidad de justificar el libro, anteponiendo que se trata de un texto “personal, subjetivo, y por tanto, parcializado”, permite suponer que tales rasgos podían ser considerados “antiliterarios” por la crítica del momento.”

 

De aquel libro de título altanero no podría recodar un texto o una frase en particular, no obstante, flotando únicamente en los recuerdos, tengo en el desafío altivo de la desmemoria, la impresión que me causó al meterme en sus páginas, es como el perfume asociado a algún instante memorable de la vida que nunca se extravía, o el gesto repentino dibujado en un rostro cualquiera atrapado para siempre en nuestra historia de vida. ¿Qué carajo hago yo aquí?, es una historia tormentosa, es el sufrimiento narrado en primera persona, cuyo cimiento no es el raciocinio, la reflexión, sino el dolor expresado con desenfado, con altanería. “La base del yo no es el pensamiento, sino el sufrimiento, que es el más básico de todos los sentimientos”, llega a escribir Milan Kundera en La inmortalidad, registro narrativo que calza perfectamente en lo que pervive en mi memoria de la obra comentada. Y a propósito de esta consideración, Ana Teresa Torres, en el trabajo de investigación citado antes, señala que Irma Acosta se percibía a sí misma como una autora perteneciente al llamado “ciclo de dolor” de la literatura femenina de este periodo. “Estas jóvenes sesentistas comparten los extremos de la bohemia, en el espíritu de los poetas franceses “malditos”, que después inspiró a un grupo denominado “La pandilla de Lautreamont”. Apunta en el mismo trabajo Ana Teresa Torres.

Este texto lo escribo sin ánimo de crítica literaria sobre la obra de Irma Acosta, y mucho menos pretendo un examen de su narrativa a la luz de las disquisiciones propias de la academia. No, nada de eso, es que, simplemente, después de las muchas veces en que me he encontrado en situaciones embarazosas y, entonces, sin proponérmelo deliberadamente, apelo de modo espontáneo al título del libro para increparme en mi más absoluta intimidad, por tanto, lo menos que podría hacer es intentar rescatar del olvido la obra de aquella escritora aspirante a su modesta inmortalidad. “Tal vez las letras sean solo signos muertos y fantasmales, hijas ilegítimas de la palabra oral, pero los lectores sabemos insuflarles vida”, escribe Irene Vallejo –como si leyera mis pensamientos– en su extraordinaria obra El infinito en un junco. Pues, digamos que eso intento ahora con ¿Qué carajo hago yo aquí?

Y es que, en confesión que me atrevo a expresarles, como Neruda bien lo hace en su Poema 20 al regalarnos “Nosotros los de ayer ya no somos los mismos”, siento un afán de mi parte por revisar todo, evaluar y colocar bajo el candil de la madurez tanto como me sea posible en el fugaz instante del presente. De ahí este interés por ¿Qué carajo hago yo aquí?

El libro en referencia no es de fácil ubicación, asimismo, nadie recuerda a su autora. Estuve indagando entre, incluso escritores, y ninguno da cuenta de ella. “¿Qué cosas tiene la vida?”.    Tendría que decir. Así, pues, rendido ante la evidencia del olvido, no nos queda otra cosa que conformarnos con lo encontrado de manera fragmentada, y asumir, en consecuencia, como válidas las aseveraciones de quienes –muy pocos– han estudiado sus trabajos, entre ellos Isabel Piniella y Ana Teresa Torres. 

“Irma Acosta pertenece a lo que ella misma llama el “ciclo de dolor”. Sus dos libros de relatos, ya en los títulos – ¿Qué carajo hago yo aquí? (1974) y Mientras hago el amor (1977)- indican una propuesta antiliteraria. Se trata, sobre todo el primero, de un libro escrito en un discurso salvaje, con absoluto desprecio formal, cuyo propósito pareciera ser el trazado de una suerte de autobiografía, o al menos, explícitamente la autora declara que escribirá “en primera persona”, asumiendo que tal acto sea criticado. Claramente intenta transgredir la literatura formal, rebajar la dignidad del lenguaje, que, en ocasiones se hace escatológico, introduciendo temas sin duda poco transitados hasta el momento, como son los encuentros sexuales anónimos, la furia contra el acto sexual al servicio del hombre, el aborto, la bulimia, el suicidio, la locura, y el tratamiento psiquiátrico. Acosta introdujo esta temática del diálogo de la mujer y su psiquiatra, que con diferentes matices ha sido recurrentemente abordado tanto por narradoras como poetas”.

Tradiciones e inauguraciones en la escritura de las narradoras venezolanas. De los años sesenta a la década finisecular. De la Revista Venezolana de Estudios de la Mujer. (Caracas: UCV, enero-junio 2003).

 

Al parecer el texto de Irma Acosta, junto con otros de la misma generación de mujeres escritoras en Venezuela, entre ellas Mary Guerrero, Yolanda Capriles, Mariela Arvelo, Marina Castro, Miyo Vestrini, Victoria Stefano y otras, inserta en la literatura nacional nuevas sensibilidades, ya no solo porque las autoras son mujeres, sino en especial porque incorporan otras perspectivas en el campo narrativo, nuevos temas y modos de abordarlos bajo otra piel. Eso percibí del libro cuyo título me atrajo hace ya tantos años. El escritor español, Fernando Sanmartín, citado por Irene Vallejo, tiene una reflexión sobre el particular muy a la medida de lo que trato de explicar con el libro de Irma Acosta.

“El pasado nos define, nos da una identidad, nos empuja al psicoanálisis o al disfraz, a los narcóticos o al misticismo. Los que somos lectores tenemos un pasado dentro de los libros. Para bien o para mal. Porque leímos cosas que hoy nos causarían perplejidad, incluso aburrimiento. Pero también leímos páginas que todavía nos provocan entusiasmo o certezas. Un libro siempre es un mensaje”.

El Infinito en junco (2024). Irene Vallejo. Editorial Siruela.

 

Como antes señalé, fueron dos las obras de Irma Acosta, ambas en el mismo periodo, no escribió más, como si todo cuanto quisiera decir hubiera quedado agotado en sus dos títulos publicados. No es frecuente casos así, pero se dan, incluso entre autores notables. Juan Rulfo, por ejemplo, se despidió con menos de cinco libros publicados. Franz Kafka, con más o menos el mismo número. También Emily Brontë y César Vallejo y muy probablemente otros. No obstante, todos ellos nos dejaron un legado literario extraordinario y por eso son recordados.

A Irma Acosta la recuerda un muchacho de ayer, un afiebrado por la política y la lectura que cargó por años con su libro y que ahora lo rescata de la desmemoria en un momento en que, como atina a decir Joaquín Sabina, “Clark Kent ya no es Superman”, queriendo expresar con ello la idea según la cual todo cambia, en especial con el arribo de la madurez.

Al llegar aquí, al cierre de este modesto cordón de palabras, debo apuntar que, luego de consultar varias fuentes, preguntar aquí y allá por la escritora objeto de estas notas y su libro, me encontré con una publicación donde se comenta la obra y, por fortuna, se transcriben fragmentos de esta. Se trata de la revista A contra corriente, en donde un artículo suscrito por Isabel Piniella, de título ¿Revolución sin afecto? Voces femeninas críticas de la literatura venezolana. (2021), se amplía con bastante detalle el tema literario desplegado por diversas autoras venezolanas, entre ellas, Irma Acosta.

Se cierra la noche, el indescifrable infinito con su telón de estrellas vela mis anhelos, a mi espalda, su azulino fulgor, entre sosegado y misterioso, ingresando  por la ventana, abraza mi rebelde empeño desafiando el olvido, mientras Etta James, con su tono amartelado, va desmayando At Last con su sonoridad desolada, como si la cadencia nostálgica con que nos cubre sirviera de fondo para despedir estas notas con la declaración de intenciones con las que inicia Irma Acosta ¿Qué carajo hago yo aquí?


“Voy a hablar de mí, lo haré en primera persona; diré todo lo que siento, lo

pasado y lo presente, comenzaré bautizando las cosas, las situaciones, las

personas, nombres propios y nombres prestados.”

      ¿Qué carajo hago yo aquí? (1974). Irma Acosta. Tipografía El Sobre. Caracas.

 

sábado, 21 de junio de 2025

Se lee como una película

 Por Edinson Martínez


Las notas que por fin han conquistado estas páginas son el resultado de reiterados intentos por centrar las ideas sobre un contenido asaltado a cada rato por el asombro de las casualidades.

Culminando de leer El afgano y, contrario a mi costumbre, me tomé una fotografía con el libro en las manos para inmediatamente postearla en mis redes sociales. Al margen, se me ocurrió enviar la misma foto a unos pocos amigos recomendándoles al pie de la imagen la lectura de la novela. El caso es que, mientras la leía, en varios instantes me sentí como si estuviera viéndola en una película, por eso, cuando le escribí a mis amigos sobre ella, simplemente les remití la foto con la leyenda “Se lee como una película. Te la recomiendo”.

En el curso de su lectura pensaba en ocasiones sobre sí aquellos hechos que se contaban en la obra habían efectivamente ocurrido. Y, al propio tiempo, me preguntaba sobre si la novela no habría sido llevada ya al cine, pues no sería nada raro que así hubiera ocurrido en virtud de la pluma que firma el libro.

The Afghan, fue publicada en el Reino Unido por Frederick Forsyth en 2006, bajo el sello editorial Random House Mondadori, la misma casa editorial que lo edita en español recién comenzando el invierno del mismo año.

El célebre autor británico tiene en su haber varias novelas llevadas al cine – El día del Chacal. (1971), Los perros de la guerra. (1974), El expediente Odessa. (1972)–. Su estilo asombra por la admirable compenetración entre una narrativa escrita como un novelista, al propio tiempo que despliega la historia con la rigurosidad de un periodista acucioso. Al final, el lector podría concluir perfectamente que aquello que ha leído o visto en el cine es una historia verídica y no un texto de ficción.

En sus libros no hay espacio para la prosa poética que observamos en otros novelistas de su mismo género, o en aquellos colindantes con el tipo de narrativa donde el suspenso, la ansiedad, la intriga, el misterio y la incertidumbre son las emociones predominantes en el desarrollo de la trama. Frederick Forsyth destaca por su trabajo donde amalgama realidad con ficción, escudriñando en la vida real sobre acontecimiento históricos para luego desarrollarlos con maestría como una ficción que pareciera suplantar la realidad. No hay campo para la subjetividad narrativa en sus obras, es lo que percibo al leerlas, y por eso creo que es su sello particular al momento de abordar su creación. Quizás sea eso –se me ocurre pensar sin mucho análisis–  lo que allana el camino para que los guiones cinematográficos basados en sus textos hayan alcanzado el éxito que han obtenido inmediatamente de proyectarse en las salas de cine. Podría afirmar que, esa es su singular alquimia, puede gustar o no, y hasta desagradar a quienes buscan en el texto de un escritor un cierto vuelo intimista en una especie de embelesado placer con las palabras reproduciendo una realidad.

Entre 1976 y 1977 tuve la ocasión de ver el film El Día del Chacal. Era muy joven, entonces, y me limité a verlo como una buena película. Esta producción cinematográfica se había estrenado en 1973 fuera de Venezuela, pero más o menos para le fecha que indiqué antes, llegó al cine de mi ciudad; una proyección inusual en una sala de cine acostumbrada a filmes comerciales algo más del consumo masivo, en este caso, por ejemplo, Rocky y La profecía, casualmente del mismo periodo.

El guión de El Día del Chacal es de Kenneth Ross basado en la novela de nombre similar de Frederick Forsyth que había sido editada en 1971. La publicación, una vez en manos de los lectores, al poquísimo tiempo se convirtió en un best seller, calculándose por algunas fuentes el umbral de ventas en unos 75 millones de ejemplares hasta el presente. En la pantalla grande fue asimismo un exitazo en taquilla durante varios años, pero el caso es que, entonces, no se me ocurrió escudriñar sobre los hechos que se presentaban en el film. Y no es sino mucho después, cuando leí Los Centuriones. (1960), de Jean Lartéguy, un escritor y periodista francés que, a mi juicio, es quien mejor guarda similitud con el estilo de Frederick Forsyth, cuando decido investigar sobre el asunto de fondo en El Día del Chacal. La curiosidad me llevó en aquel tiempo a buscar la novela y leerla, posteriormente a indagar y descubrir que los hechos narrados en realidad tenían un sustento histórico de clara inspiración para la obra. Como igualmente sucede con Los Centuriones. 

Así, pues, en realidad, el intento de magnicidio para acabar con la vida del presidente francés Charles de Gaulle, nudo de la trama fílmica y por derivación del libro de Frederick Forsyth, había ocurrido efectivamente el 22 de agosto de 1962. Desde luego que los hechos no se desarrollaron exactamente como se cuentan en la historia, porque en este caso, dejaría de ser una novela, una obra de ficción, como en realidad lo es, para convertirse en su lugar en una crónica o en un documento periodístico.  Pero, ciertamente, el atentado, en efecto, ocurrió, y para más señas, fue una operación que involucró francotiradores para, con una precisión milimétrica, conseguir que el gobernante no escapara con vida, como bien se plasma en la película. En la novela, asimismo, se relata todo el proceso de planificación y la ejecución del atentado haciendo uso de la ficción histórica.

Por cierto, y a propósito del Chacal, no puedo dejar pasar la oportunidad para señalar lo que se cuenta sobre el terrorista venezolano Carlos Ilich Ramírez, quien alcanzó notoriedad internacional entre las décadas de los años setenta y ochenta del siglo pasado como el hombre más buscado por sus atentados y secuestros a nombre de la causa palestina. Justamente para la fecha en que se estrena el film comentado.

El caso es que, durante su persecución por varios países, sin tener clara todavía la identidad del terrorista, en Londres, se produce el allanamiento a una residencia donde se presumía su ubicación, al llegar las autoridades no lo encuentran y, en su lugar, entre todas las evidencias levantadas se consiguen con un ejemplar del libro de Frederick Forsyth, El Día del Chacal, a partir de ese momento, entonces, para la prensa mundial y para las agencias de seguridad europeas, el sujeto que más tarde identificarían, se conocería como el Chacal, mote con el que aún se le nombra.  

Pues bien, retomando el caso de El Afgano, debo señalar que, admirado por la abundancia de detalles encontrados en su lectura, la manera como se estructura la obra, por otra parte, y la diversidad de contraste y contextos geográficos presentes en ella, en ciertos momentos me parecía estar sentado en una sala de cine viendo su proyección, mientras que, al propio tiempo, me interrogaba sobre si esta novela no habría sido llevada al cine, me asaltaba, asimismo, la idea sobre el fundamento real de la historia escrita, algo similar al caso de El Día del Chacal. La verdad no puedo asegurar que se haya filmado una película basada en el libro, es muy probable, en cuanto lo determine, si es que la hay, la veré, y lo haré con la natural expectativa para apreciar su fidelidad al texto escrito por Forsyth.

En El Afgano la secuencia narrativa, el manejo de los tiempos, la voz del autor, los diálogos, y todo el ámbito contextual donde se desarrolla la trama, es casi, de hecho, una película. Este es un mérito innegable del autor británico cuando escribe sus novelas, como en igual sentido podría decirse de las novelas de Morris West, autor australiano quien también posee una destacada cantidad de obras llevadas al cine.  

El telón de fondo de la obra objeto de estas líneas es el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2011, sin ese hecho histórico no habría podido concebirse El Afgano. Sin embargo, la trama gira alrededor de la lucha contra la amenaza global del terrorismo islámico en periodo posterior a los ataques. Es, por tanto, una publicación que tercia de manera excepcional sobre un tema de palpitante actualidad. Así, entonces, la novela se inicia con un, si se quiere, desprevenido incidente que pone al descubierto toda una operación terrorista a gran escala a punto de llevarse a cabo, de allí que su narrativa se desarrolle bajo el dominio del suspenso, de la intriga, en el que, por cierto, el autor no busca presentarnos el prototipo de un protagonista al estilo de las obras de Ian Fleming, ni las disyuntivas morales de los personajes involucrados en conspiraciones como en las obras de Morris West, ese otro de los grandes del género del suspenso y la intriga. Ni una ficción cercana a la de John Katzenbach cuyos textos, ciertamente, plenos del suspenso, no alcanzan las proporciones de la documentación, del soporte y de la perspectiva, si se quiere, política, que encontramos en la creación literaria de Forsyth y en la de Jean Lartéguy, que, si me obligara a compararlos, concluiría que sus trabajos fusionan admirablemente, como dije antes, la ficción con un abordaje periodístico que sobresale por su pesquisa para armar con una lógica coherencia la verosimilitud de la trama. A ambos les inspira la historia, los conflictos reales, en especial aquellos que por su calibre conmocionan a colectividades mundiales, es la vena periodística, en ese sentido, el nervio vital que los impulsa, y lo hacen sin ceder un milímetro en beneficio de cualquier forma de prosa poética, intimista, o de identidad narrativa marcada por una reflexión personal, a diferencia, por ejemplo, de Michael Ondaatje, quien explora sucesos históricos del mismo orden, pero incorporando en este caso y a contrapelo de los citados, su voz reflexiva y emotiva amalgamada subjetivamente con la objetividad que aprecia.

En El Afgano, entre otros aspectos, por ejemplo, me llamó mucho la atención la mención que en alguna parte de la obra se hace sobre el asesinato de dos marineros venezolanos en Puerto España, Trinidad, tripulantes de una embarcación de nombre Doña María bajo el mando de un capitán, también venezolano, de nombre Pablo Montalbán. Este hecho se inscribe en el contexto del plan terrorista que fraguaban unos extremistas desde el otro lado del mundo. Cuando se lee la obra, y se pasea uno por sus detalles, no hay más opción que la de calificar al escritor como alguien dotado de una mente ingeniosa, sumamente cuidadoso, al extremo, podría decirse, para no dejar cabos sueltos en los detalles de la historia.

 

“En un sórdido bar junto al muelle en Puerto España, Trinidad, dos marineros mercantes fueron asaltados y asesinados por una banda del lugar. Las puñaladas se las habían asestado manos expertas.

Cuando llegó la policía, los testigos se vieron súbitamente aquejados de amnesia y solo recordaban que cinco asaltantes habían provocado la pelea y que estos eran isleños. […]  

[…] No habían tratado de robar las carteras de los hombres muertos, así que la policía de Puerto España los pudo identificar de inmediato: eran ciudadanos venezolanos y miembros de la tripulación de un barco del mismo país, que seguía en el puerto.

Los detalles del envío de los cuerpos de vuelta a Caracas recayeron sobre la embajada y el consulado venezolanos, mientras el capitán Montalbán se ponía en contacto con su agente local para sustituir a los marineros. El hombre fue dando voces y tuvo suerte. Encontró a dos jóvenes y educados indios de Kerala ansiosos por embarcar que se habían pagado una travesía alrededor del mundo con su trabajo y que, aunque carecieran de la carta de ciudadanía, tenían billetes de buenos marineros perfectamente válidos.

Embarcaron, se unieron a los otros cuatro marineros que componían la tripulación y el Doña María zarpó tan solo un día después de lo previsto.

El capitán Montalbán sabia vagamente que la mayor parte de la población de la India es hindú, pero no tenía ni la más remota idea de que también hay ciento cincuenta millones de musulmanes.”

    El Afgano. (2006). Frederick Forsyth

 

Frederick Forsyth falleció a los 86 años el pasado 9 de junio, muy probablemente cuando ya culminaba de leer El Afgano, y como en una conjunción precisa y misteriosa de ribetes cuánticos, me tomaba la fotografía para enviársela a mis conocidos para su lectura. Así, que, reitero ahora lo comentado en aquel momento. Lean la novela. Se lee como una película.

viernes, 1 de marzo de 2024

Cuando las palabras seducen y estremecen

  Por Edinson Martínez
@emartz1

Ante un trozo de papel en blanco hay alguien más que un escritor queriendo desatar una tormenta de palabras para describir una realidad. Hay una comunión de dioses apostados en el lado sedicioso del Edén haciendo sus milagros con todas las voces concurriéndole apresuradas para transformarse en historias. Fábulas que luego intentarán colmar de sueños a los lectores, y entonces, ya algunos de aquellos no volverán a ser los mismos de antes, como tampoco quien las concibe.

La creación literaria ayuda a las personas a elevarse sobre sí mismas, influye en quien las escribe y al propio tiempo en quien las lee. Porque cada texto al mostrar una realidad, sensibiliza doblemente, así sea una mera fantasía, pues concita una reflexión y un ejercicio de la intelectualidad con la fuerza suficiente para modificar convicciones.

Hace poco culminé de leer Otras fabulas del agua. (2022), de Alexis Fernández, bajo el sello editorial de Editorial Kuruvinda.  Hay un gran trabajo ahí, una esmerada labor con las palabras, sólo comparable al oficio de un alquimista cuando a través de una afinada fusión consigue su quimérico propósito. Pues, esa cadencia melodiosa, como un solfeo de palabras con que aborda el exótico paisaje del sur del lago de Maracaibo, nos acerca al misterio de lo que mucho se desconoce de aquellos parajes.

Es un viaje por aquella naturaleza indómita, pleno de todos los inimaginables matices del verde invadiendo nuestras pupilas. Ese cosmos vernáculo, en sí mismo, tiene mérito poético propio, un elan vital que aturde los sentidos para que sólo sea la contemplación, en una suerte de numen precipitado, quien termine atrapando al espectador con estoica admiración, olvidándose de sí mismo, como ocurre en casos de absorta observación.  

Es un libro de una exquisita sensibilidad, profundamente humano; un tributo a los sentidos, cuya narrativa, unida a las bellas ilustraciones de Hilario Atienzo para complemento de lo que ya hermosamente se describe, es un bálsamo con el efecto atemperante de un blue. Su prólogo, a cargo de Orlando Villalobos Finol, nos alienta en la lectura. Es tan esmerado como el contenido mismo que se despliega en sus 137 páginas.   

Entonces, comienza mi reflexión, unas anotaciones espontáneas, que fui haciendo en mi libreta de rigor al cabo de varios días, acaso arrobado por la narrativa y también la curiosidad. A veces, aunque tenemos la capacidad de la observación, patrimonio acumulado de nuestra especie, apenas comprendemos el papel del hombre en su conjunto, en especial, su relación con la naturaleza. Así, en el metafórico trayecto de Otras fabulas del agua, su autor nos une a la corriente desbocada de los ríos que atraviesan poblaciones, sin cuya presencia jamás habría fecundado la poesía de la obra. Todos los tiempos se han alineado en torno a ellos; son los ríos Escalante, Chama, Catatumbo, Torondoy, dibujando las formas de los pueblos levantados en sus dominios, para en una osada convivencia con inimaginables seres que nos observan desde su asombrosa constelación de azares, integrarnos a criaturas del agua, del aire y de la tierra, dejando que esta humana discordancia, apenas advirtiendo la presencia de semejante prodigio, trastoque con sus menesteres profanos el equilibrio natural que millones de años han logrado establecer. En ese mundo descomunal siento mi fragilidad, mi atronada comparecencia, como aquel punto sobrevenido en una agenda de trabajo universal.

“Hay un colegio en Ologá y en sus paredes de viento las pizarras suelen colgar de las nubes y sus libros de agua y cuadernos y lápices de salitre y tormenta penden de algunos astros y pájaros cercanos mientras nosotros con tizas de colores azuzamos el celeste luminoso de las canaguaras que asoman sus ojos de fuego por las ventanas sin ventanas.
¡Pero es lunes! Dice un personaje escapado de uno de los libros llevados por uno de los pájaros que portan en sus alas el alma de la laguna.
¡Hay clases de geografía! Susurra otro personaje saltado de unas páginas coloreadas hora cuando la laguna gira tras los astros, los pájaros y las pizarras que siguen los empeños del viento.
El maestro habla de torrentosos ríos de frágiles nacientes y anchurosas desembocaduras.
Habla de un río tan largo como el mundo y tiene por nombre ¡Catatumbo!
Habla de un río sin una sola cachama que se hace llamar ¡El Chama!
Habla de un río que tiene la vida por delante y lo nombran ¡Escalante!
Mientras tanto nosotros pintamos un relámpago que desborda nuestros cuadernos.
Un amarillo extendido que lanza atarrayas como rayos sobre las aguas.
A plena luz del día el relámpago sin trueno se torna invisible.
Un amarillo espantado que sale a trote del colegio y avanza en sus callejuelas de agua y revuelve los trastos de cocina y desata los espejos inclinados y regresa ya tarde relinchando como un potro desinflado.
Sin embargo, no podemos contener la llamarada que se desborda de nuestras manos.
Un relámpago silente y errático, rutilante y esquivo se reanima en nuestros cuadernos.
Los ríos del maestro con sus nombres sonoros y crujientes se cuecen bajo su lumbre.”

COLEGIO EN LAS AGUAS
Para David y Victoria
Otras fabulas del agua. (2022). Alexis Fernández. Editorial Kuruvinda.

La mariposa Monarca recorre cuatro mil quinientos kilómetros de distancia, viajando sólo a la luz del día para cumplir su destino; su misión de vida en su eterno retorno preservando su especie, llevando en sus genes los códigos de su infinita reproducción que pocos llegan a presentir, como señala Alexis Fernández, en Veintiocho días en la vida de una Mariposa Monarca.

Las mariposas repiten su ciclo en un imperecedero regreso, acaso dictado por el destino, o por la genética secular que las eterniza como especie, que al final no siendo lo mismo, como canta Silvio Rodríguez, resulta igual a los efectos de su perenne regreso, porque no hay cambios en la rutina que conforme a sus leyes invisibles, repite cada vida como una réplica de la anterior, sin que aquello sea expiación de culpas o pecados que nunca han tenido, pese al atrevimiento de obsequiar a los únicos seres inteligentes del planeta, la maravilla de su aleteo policromático y el encanto de las flores deleitando nuestras pupilas en virtud de su menester persistente. Son seres de una inocente belleza en masiva travesía cumpliendo con el sino de su existencia. Entonces recuerdo al amante perseguido por la interrogante:
–Si vivieras otra vida, ¿la harías conmigo?
–Aunque así quisiera, no hay modo de escapar a la ya vivida. En un eterno retorno, siempre será la misma vida junto a ti, porque no hay ensayo para la vida, aun regresando eternamente, lo único que conseguiremos es repetirla ad infinitum.
Lucubraciones de aire estrafalario, admito, que únicamente se le ocurren a un conciliador de ficciones contagiado por la rebelión de ingenio que conforma Otras fabulas del agua.
La prosa y la poesía se toman de la mano cuando la realidad que se observa trastoca los sentidos, mientras conmueve el pensamiento obligando al autor a refugiarse en la palabra para intentar transferir al lector el mismo encanto que le apasiona. En la obra comentada, existe una armoniosa conjunción de ambas vertientes de la literatura. Oportuno, en consecuencia, me ha parecido citar a Eduardo Liendo en torno al tema.  

“El proceso de la creación según lo refieren muchos autores es complejo y exigente, y puede transitar o transcurrir por diversos estados de ánimo: Ideas, intuiciones, dudas desánimos, motivaciones, aflicciones, despechos, alegrías y otras manifestaciones, de acuerdo con el temperamento y la experiencia de cada autor. Cada obra es única y, por lo tanto, sujeta a imponderables, si no fuese así, no valdría la pena escribirla.”

En torno al oficio de escritor. Eduardo Liendo. Literales. TalCual. 10 y 11 de diciembre de 2011.

En la presentación de la obra, Orlando Villalobos Finol nos dice, en acuerdo con el comentario precedente del escritor Eduardo Liendo lo siguiente:   

“Todo libro se corresponde con el ímpetu de contar y testimoniar.
Algunas veces con la pretensión de convencer, pero quizás, principalmente, para decir las dichas y desdichas, las alegrías y las derrotas que nos desconciertan. Como dice Ricardo Piglia.
“Un buen narrador no es solamente el que ha vivido la experiencia, el sentimiento de la experiencia, sino aquel que es capaz de transmitir al otro esa emoción”.

Es eso lo que encontramos en este libro que intento mostrarles. Se presenta un mundo desde la experiencia personal y desde la investigación que busca descifrar enigmas y misterios; la investigación para conocer, pero sobre todo para entender el sentido de ese pedazo del cosmos.
En Otras fábulas del agua (2022), Alexis Fernández completa el arco iris narrativo que nos reencuentra con las ficciones, sensaciones y emociones de lo que somos o de quienes andamos sobre la misma tierra, según lo trazado por Rómulo Gallegos.”

Ahora bien, están plasmadas en el libro un conjunto de inquietudes de orden histórico y cultural que tal vez trasciendan el ámbito de la poesía, o digamos mejor que son recogidas en una narración épica dando cuenta sobre la conformación sociocultural de las poblaciones asentadas en la región a las cuales se consagra su contenido. Es un canto apasionado e ingenioso de fina composición poética, con una fábula encantadora dando paso a la curiosidad histórica sobre determinados episodios de los pueblos de agua del sur del lago de Maracaibo. Y comprendo la sensibilidad por temas que, al fin y al cabo, son la base de la multiculturalidad que da fundamento a su labor como escritor. Entonces, he querido franquear las fronteras de la poesía, de aquella tempestad de los sentidos, de las palabras, ya con propósito de entrometido explorador –qué importa si estas locuras diurnas no pueden alcanzar las idas y venidas de más de cuatro siglos de historias en estos lugares que tanto apasionan a Alexis Fernández. ¡A veces huyen las palabras!– para dar una rápida mirada a ese cimiente que da vida tanto a la prosa como a los versos del autor en Ajé Benito Ajé Benito. MARULLOS y en Fiesta y desolación en Gibraltar.

I

Lecturas en las hogueras
Las voces antiguas de los Bobures
leerán en las brasas las señales del delirio.
Llegarán naves como zancudos gigantescos
que dominarán las corrientes.
Tendrán alas y no volarán
pero dominarán los vientos.
De su vientre brotarán bestias
montadas por seres portados
de armaduras cortantes
y empuñaduras de fuego
que invocaran la muerte.
Grandes insectos
como canoas viajarán por el Coquivacoa.
Tienen alas fijas y dominarán los marullos.
¡Se acercan, será el fin!
Repetía el piache
clarividente
ante los códigos del fuego. […]

Ajé Benito Ajé Benito. MARULLOS.
Otras fábulas del agua. (2022). Alexis Fernández. Editorial Kuruvinda.

“¡De la mar océano venían las embarcaciones! ¡Venían de Europa! ¡Venían de España! Al divisar a Isla de Toas, se alineaban rumbo a la barra y luego proa al Sur, dejaban atrás a Maracaibo y las poblaciones costeras y seguían hasta San Antonio de Gibraltar. Al arribar a sus costas, uno a uno, disparaban dos cañonazos de salva para indicar que venían en son de paz. Los oficiales, alguaciles y escribanos, llevaban una contabilidad estricta de la mercancía declarada. En dos, tres días descargaban, contaban y acomodaban las mercaderías en los almacenes del puerto. Luego, terminada la feria navegaban hacia Cartagena de Indias para comerciar esos rubros y regresar otra vez en octubre para la segunda feria y al terminar seguían rumbo a Santo Domingo, Veracruz, Sevilla, llevando aquellos productos que deslumbraban por su excelencia y exquisitez.

Los arrieros, indios, esclavos y mayordomos, regresaban a las poblaciones costeras y a los páramos de niebla y encantos.

¡Gibraltar respiraba solaz y prosperidad!”

Fiesta y desolación en Gibraltar
Otras fábulas del agua. (2022). Alexis Fernández. Editorial Kuruvinda.

Pues resulta que hay una larga historia en esta región, riquísima por demás, que se remonta a los orígenes mismos de nuestro gentilicio como nación.

Gibraltar, como de modo persistente se ha comentado en diferentes momentos de nuestro devenir, fue fundada en 1592, conforme a Real Cédula fechada en Santa Fe de Bogotá el 12 de septiembre de ese mismo año. Su fundador fue Gonzalo Piña Ludueña, quien también se desempeñó como Gobernador de la Provincia de Venezuela entre 1597 y 1600. Los primeros habitantes de esta subregión lacustre fueron los aborígenes de las etnias misoas, motatán, tomoporos, motilones, ceutas y bobures. Todos estos pobladores ancestrales fueron sometidos al trabajo esclavo, expulsados de sus tierras y diezmados durante la Conquista. Más tarde, en tiempos de la Colonia, llegaron las primeras oleadas de esclavos traídos desde el África para iniciar las plantaciones de cacao, café y caña de azúcar, cultivos que nos perfilaron como un importante productor de estos rubros agrícolas durante buena parte de nuestra historia.

El escritor e investigador Gilberto Mora Muñoz, en su publicación Gibraltar 400 años. (Memorias). (1995), nos señala sobre el tema lo siguiente:  

“Gibraltar fue la segunda población fundada por los conquistadores en este costado occidental de Venezuela; y antes que Maracaibo, el primer puerto, a la vez que nudo comunicacional primigenio con Cartagena de Indias y la Audiencia de Santa Fe, con el Reino de Méjico, el Puerto de Veracruz y La Habana. Fue, asimismo, por donde salieron para otros países, los productos agrícolas y pecuarios, y riquezas de Mérida, Trujillo, Táchira, Barinas, de Tunja y de Pamplona.  […]

El Puerto de Gibraltar, fue el vínculo aglutinador de ese entorno de riquezas que en nuestros días constituye la Subregión Sur del lago de Maracaibo. […]

Aquella prosperidad, cuya consolidación fue el mérito de la mano de obra esclava africana, despertó la codicia en metrópolis europeas, y desde Inglaterra, Francia, Holanda, salieron piratas, filibusteros, corsarios, a saquear, incendiar y asesinar en nuestras costas. Gibraltar aparece en diversos relatos de la época, en textos escritos posteriormente, y en documentales cinematográficos que destacan las actuaciones criminales de William Jackson, Henry Morgan, Miguel Vascongados, Francisco Nau, Gramont y otros. Todos ellos, transportaron a sus países de origen, inmensas riquezas, obtenidas con rapiña y muerte.”

            Gibraltar 400 años. (Memorias). (1995). Gilberto Mora Muñoz.

Quizás sea algo aventurado, atrevido, formular un parecer que relaciona a la literatura como un único compromiso del autor para mostrar con su oficio la develación de una realidad de injusticias que no siempre es percibida abiertamente por el común, o que, en algunos casos, es acallada, enmudecida, por determinados intereses de acuerdo al sistema de valores culturales imperantes. En efecto, podría opinarse, como en este caso hago, que se trataría de una literatura al servicio de una causa determinada. Esto no le resta valor si fuera posible conciliar la estética de las palabras con el propósito instrumental de ellas. Del mismo modo, cuando la trascendencia del escritor se empina más allá de las formas, del solfeo esmerado causando admiración por las maneras en cómo se narra una historia, el cometido insurgente de las letras cobra otras dimensiones. En tal sentido, y visto así, las obras literarias dejarían de concebirse privilegiadamente como un instrumento social, un panfleto incendiario con fines al margen de la creación literaria. Hecha esta reflexión, que de seguro ha sido realizada en mejores términos por otros, me animo a decir que Otras Fabulas del agua, logra conciliar admirablemente los propósitos estéticos con los históricos con interés pedagógico.

VI

Vazimba

Él, negrero
Ella, esclava en las plantaciones de Gibraltar
Él, prisionero de sí mismo
Ella, princesa de ébano en su despojado reino
Él, esclavista, mercader de sueños
Ella, memoria del reino usurpado
Los aromas del chorote y las fragancias
del melao de panelas se cuecen
en calderos a fuego de leño
en el estremecido trópico.
Los látigos, los cepos y las carimbas
enrarecen el límpido cielo.
Nace Vazimba
Lleva el nombre de sus ancestros
Madre África descarta otros bautismos
Vazimba se llamará
La niña que de mis entrañas brotó
Es río y miel que en mi sangre navegó.
Y Vazimba por nombre llevará
Crece en los ranchones al calor de los cautivos
Nace irredenta, huracán en los cañaverales,
Inquietud del cacaotal.
Desencuentros entre el traficante de sueños
y la mujer de ébano, impuso
la voluntad del amo.
Vazimba, una pieza de Indias, sería vendida
a tratantes de otra hacienda en el caserío La Barúa,
uno de los seis caseríos del municipio Urdaneta
del cantón Gibraltar.
Vazimba es joven
Es primavera en la turbidez del trópico,
es aire, tierra, agua y
fuego en la memoria de su madre quien la recuerda ante
el esplendor de un relámpago silente y siente en sus entrañas
el fulgor de las estrellas en Madagascar,
los antiguos ríos de astros que alguna vez navegaron en su sangre.
Vazimba es movimiento
Invoca la voluntad de sus ancestros
y concita su fuga
y azuza partidarios
y crea en inhóspita región montañosa
un cumbe para el encuentro
adonde concurren cimarrones de Capiú,
Cimonó, Muyapá y Bobures.
Cazadores de cimarrones asaltaron el cumbe.
Las aves bajo las oraciones de un anciano
incorporado al recinto se convirtieron en resistentes defensores
portando arco y flechas curtidas en ponzoña de macaurel y dientes de tigre,
lanzas armadas con punzantes como cortantes lajas y macanas con garras de jaguar,
defendieron el lugar del anhelado encuentro.
Liberaron a los cimarrones de sus cazadores,
que marcaron retirada.
Los cimarrones de Vasimba
rehicieron los muros de piedra y las empalizadas,
el reino de la ansiada libertad.
Volvieron a sembrar y a cuidar de sus sembradíos y cosechas
y otra vez volvieron a encender las
hogueras y a tocar los tambores
y a bailar y a cantar y a tocar
y a beber
-Una luna intensa lanzaba
geranios sobre el cumbe
en ocasión de celebrar a Legba
y volvieron los cazadores con
sus dogos hambrientos
y sus armas de muerte.
Muchos perecieron,
entre ellos el anciano poseso de las oraciones
y ya jamás se convirtieron los pájaros
en los guardianes del recinto.
Otros partieron montaña arriba,
más adentro del silencio.
El dolor se acrecentó
en la despiadada lluvia,
el tambor silenció su
trueno.
Entonces la sangre corría en sus ríos
y las aves entonaron un
canto que aún se escucha entre
las piedras.

Ajé Benito Ajé Benito. MARULLOS
Otras fábulas del agua. (2022). Alexis Fernández. Editorial Kuruvinda

Nuestro poeta Rafael Cadenas tiene una valiosa reflexión sobre la literatura en nuestros tiempos, es una afirmación realizada hace ya mucho, sin embargo, a mi juicio, conserva una pertinencia insoslayable en el presente. 

“Al hablar de la contribución que la literatura podía darle al hombre en estos momentos, pensábamos sobre todo en la posibilidad de que lo ayudara a descubrirse; le asignábamos un trabajo doloroso, un trabajo que tiene mucho de desenmascaramiento y contemplábamos la idea de una literatura implacable. En realidad, casi toda hoy es un monumento a la distracción. Ella seduce al hombre, es la Circe de la cultura; lo mete en un cerco verbal y lo cubre de ideas, impidiéndole muchas veces el contacto directo consigo mismo, con todo. Se convierte entonces en otro de sus escapes: en lugar de sacudirlo, lo arrulla; lo mece, no lo estremece.”

Realidad y literatura. (Editorial Equinoccio). Rafael Cadenas.

En Otras fábulas del agua de Alexis Fernández, su contenido no sólo estremece, seduce ingeniosamente con sus palabras bien concebidas. 

lunes, 12 de febrero de 2024

Una mirada al pasado

 Una mirada al pasado

Por Edinson Martínez
@emartz1

Un viejo amigo y tocayo a la vez, regresando de Chile se trajo un montón de libros para obsequiar entre sus conocidos, en el grupo venían títulos nuevos y otros ya no tan recientes, a mí me correspondieron con su respectiva dedicatoria dos de estos últimos. Uno de Isabel Allende (El plan infinito), y el otro de nuestra paisana María Elena Lavaud (La Habana sin tacones). Ambos me los leí con especial interés, de modo simultáneo mientras escribo estas notas y culmino al propio tiempo Otras fabulas del agua (2022) del poeta zuliano Alexis Fernández, a quien dedicaré un artículo especial en los próximos días.

Sobre la escritora chilena es poco lo que este servidor podría agregar en torno a su ya prolongada carrera literaria, abunda en todo el ámbito de las letras, crítica y análisis de su obra, de modo que prefiero limitarme a comentar el otro de los títulos, La Habana sin tacones

Este libro, en realidad, es una extensa crónica periodística realizada por la autora sobre su visita a la mencionada ciudad. La obra fue editada por Libros Marcados en 2011, de modo que a la fecha tiene ya casi trece años de haberse publicado. En ella recoge las impresiones que le causaron su estadía; su particular desasosiego ante una realidad que muestra tan opresivamente la desigualdad entre sus habitantes. En su relato se manifiesta, en no pocas ocasiones, a modo de reflexión, sus aprensiones sobre el devenir político de nuestro país. Así, entonces, el libro viene a ser la consecuencia de una mirada escrutadora de quien escribe, indagando con perspicacia y cautela sobre aquella realidad mezcla de mito y lucubraciones. Su narrativa no tiene el desempeño de la prosa poética de un escritor de novelas, ni las reflexiones con las vertientes filosóficas que con frecuencia se escogen para justificar el proceso cubano o bien para vituperarlo. Es un trabajo periodístico que reúne habilidosamente testimonios, pondera lo que observa y traga grueso ante el surrealismo trágico de lo que sus sentidos perciben.

“A raíz del triunfo de la Revolución, en 1959, la mayoría de las familias que vivían en aquellas hermosas casas de Miramar, abandonaron Cuba. Algunas de las casas fueron adjudicadas por el gobierno. Otras quedaron durante algunos años en manos de las mucamas y jardineros, en espera del posible regreso de sus dueños, muchos de los cuales hasta el sol de hoy no han vuelto, con lo que han pasado a las irremediables manos del gobierno.”
La Habana sin tacones. (2011). María Elena Lavaud.

La periodista viajó a La Habana a mediados de agosto de 2010, treinta y dos años antes, casualmente durante el mismo lapso, quien les escribe este texto, caminó con mochilas aquellas calles que tan bien describe en su crónica María Elena Lavaud. Nada de lo que relata me es extraño, incluido el tormentoso agobio calórico con su humedad atontando al más pintado. Aquel disco leonado sembrado en la bóveda celestial pareciendo levantado con exclusividad para esa ciudad, no daba tregua a ninguna hora del día, sin embargo, para los jóvenes que asistíamos al XI Festival de la Juventud y los Estudiantes, el interés se enfocaba sobre los aspectos centrales de aquella convocatoria masiva de ilusos de todos los continentes. A ratos esa porción de la isla se transformaba en una bulliciosa presencia de jóvenes por todas partes, algunos asistíamos a charlas, a conferencias o foros y a intercambio de experiencias intelectuales de diverso género, mientras otros simplemente disfrutaban aquel carnaval mudado para el séptimo y octavo mes del año a causa de tantos buscando novedades en la exótica revolución.

Entre muchos de mi edad, dos muchachos mexicanos que todavía recuerdo, Roberto Zamarripa y Marina Stavenhagen, durante la primera semana de estadía nos hermanamos para desandar juntos los diversos rincones de aquella ciudad asediada por extranjeros imaginando cambiar el mundo desde una isla que, como en un relato de realismo mágico, tenía por primera autoridad a una leyenda viviente, un mítico líder que nadie sabía desde dónde despachaba y en qué momento, del modo más sorpresivo, podría aparecerse en una esquina cualquiera conduciendo aquel jeep que usó durante el recorrido por La Habana junto a Salvador Allende años antes. Fidel estaba en todas partes, en los afiches, en sus lemas escritos en las paredes como versículos de alucinante emulación; en grandes carteles, y en boca de la gente. Su apellido era una inexistencia, ya no hacía falta, bastaba su nombre de pila para verse multiplicado en cientos de miles.

En la plaza de la Revolución, lo vimos y escuchamos una multitud enorme de personas, había de todas las edades y en especial una legión de muchachos levitando con la cabeza alborotada por quimeras que cada vez que intentaban construirse resultaban peor que la enfermedad queriéndose curar. En aquella plaza de convocatorias frecuentes, el Comandante, iniciaba con una arenga que, para ser una cita de jóvenes por la paz; sin embargo, elevaba a términos dramáticos su verbo guerrerista. Como en la novela de George Orwell (1984), donde el Ministerio de la Paz, en verdad se dedicaba a los asuntos de la guerra, en esta oportunidad, aquella congregación de encandilados bajo el lema Por la solidaridad, la paz y la amistad, aplaudía fervorosamente todo lo opuesto al sentido de la convocatoria de más de 18.000 jóvenes creyendo ver, como alguien escribió, la primavera con la turbidez del trópico.      

“Todas las causas justas, las más nobles actividades a las que consagra hoy sus esfuerzos el género humano estuvieron aquí representadas.

Brillaron especialmente los sentimientos de solidaridad y paz, que inspiraron el lema de este Festival. Solidaridad necesaria, imprescindible, ineludible entre los abanderados y combatientes del progreso humano, para darnos las manos, estrechar filas, multiplicar fuerzas, derribar obstáculos, vencer poderosos enemigos y marchar unidos por los caminos de la libertad, la dignidad, el bienestar y la felicidad del hombre. Paz que los pueblos anhelan, que los jóvenes y niños del mundo demandan con fuerza incontrastable en esta era nuclear, para preservar su derecho a la vida y un destino mejor para todos los pueblos. Frente a los aventureros, los guerreristas, los insaciables devoradores de hombres y de pueblos.

¡Guerra a la guerra! proclaman los jóvenes del mundo.”

Fragmento del discurso de Fidel Castro durante la clausura del XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. Agosto de 1978

Contraria a la costumbre del gobernante, su discurso fue corto, quizás unos veinte minutos o un poco más, un verdadero record por su brevedad, conocida su tradición por hacer alocuciones de varias horas apenas pausadas por los aplausos. Mientras hablaba, mis amigos y yo, aunque pendientes de lo que decía, una pareja de edad madura, entusiastas como todos los que allí estábamos, en un instante fugaz cruzamos nuestros gestos y miradas, y enseguida se nos presentaron con extrema cordialidad, con esa musicalidad en el habla tan propia de los cubanos, al poco rato ya estábamos hablándonos como viejos amigos que se encontraban después de mucho tiempo. Tenían dos hijos, más o menos de la misma edad que Roberto, Marina y yo. Ambos habían sido enviados a Angola como parte de la avanzada militar de Cuba en África para combatir al lado del MPLA (Movimiento para la Liberación de Angola) respaldado por la URSS contra una facción aupada por fuerzas prooccidentales en una prolongada guerra civil después de conseguida la independencia de Portugal. Una vez que regresaran de aquella confrontación que tan ajena les era, serían condecorados y ostentarían el prestigioso título de Guerrilleros Internacionalistas o algo parecido.

La presencia cubana en Angola se inicia a finales de 1975 y de manera consistente se mantuvo por varios años. Se ha señalado que el número de efectivos cubanos entre Angola y Mozambique alcanzó la cifra de 35.000 soldados a través de la llamada Operación Carlota. En 1991 concluyó esa estrambótica asistencia militar, que solo es comprensible en el marco de una confrontación geopolítica con la que se mueven las piezas del ajedrez mundial por las grandes potencias del momento, Cuba era apenas un peón del tablero.

Por toda la ciudad proliferaban las ventas de libros, usados en su mayoría, en muchas de ellas nos detuvimos a curiosear y comprar ejemplares de varios autores y temas, abundaban, naturalmente, los concernientes al ámbito político, los discursos de Fidel, sus escritos y reflexiones, y desde luego, su imagen, como parte de esa omnipresencia siguiéndonos a todas partes. En una de las librerías me llamó la atención un libro -que todavía conservo- en formato de esos que llaman de bolsillo, tenía una curiosa portada consistente en una especie de diosa mitológica levantando su brazo derecho al cielo con un ramillete de flores en la mano, como la figura aparece plasmada en tonos de gris y negro, en un contraste de sombras con fondo naranja, su cabeza, parecía tener una boina similar a las que usaba el Che. Su título es Circunstancias de poesía y su autor Roberto Fernández Retamar, el mismo que Pablo Neruda volvió trizas en sus memorias y Reynaldo Arenas lo remata con sus opiniones en Antes que anochezca. (1992). Entonces no tenía idea de quién era, le di una hojeada a la obra, me gustó y la compré, y debo confesar que aún me gusta su poesía. Y quizás sea un buen poeta, pese a su incondicionalidad política a un modelo que no tiene nada de poético. Para algunos el autor cubano, quien fuera presidente de la Casa de las Américas (la institución cultural oficial de Cuba), y además miembro del Consejo de Estado, máximo organismo ejecutivo del país, que encabezaba Fidel Castro, es una suerte de perseguidor intelectual, fervoroso defensor de esa versión del quehacer cultural que solo admite la que cultiva el Estado. De allí que su obra ocupa un lugar menos destacado que su gestión oficial al servicio de un proceso político, es, en dos platos, un poeta de la Revolución, y con ese cristal se lee su obra, por lo demás, él mismo pareciera sentirse cómodo con esa apreciación cuando refiere en una entrevista en la Revista Trilce lo siguiente:   

“Debo decir que tengo una desconfianza enorme sobre lo que un autor pueda decir de sí. Trabado entre modestias y vanidades (que pueden ser lo mismo), y sobre todo impedido insalvablemente de mirarse con los ojos con que los ven —y sobre todo lo verán— los otros, su testimonio sólo puede tomarse con las mayores cautelas. Desautorizadas así la líneas que siguen, añadiré que quizás en el futuro, si algún ocioso quiere ocuparse de mis versos, descubrirá que, después de ilusionados pastiches, a mis veintitantos años, voluntariamente influido por la poesía inglesa (que en general conocí y sigo conociendo mal, pero así son las cosas), y especialmente por Eliot (que acaso conocía un poco menos mal), y queriendo salir de un ambiente poético enrarecido, di en buscar una poesía que se acercara a la conversación en su idioma, a los inmediato en sus asuntos (...) pero no fue sino hasta la Revolución Cubana, en 1959, que empecé a trabajar con ese idioma que había intuido, necesitado.”

Revista Trilce. Chile.  1968

El poemario Circunstancias de poesía fue editado en 1977, en La Habana. Es una compilación de poemas con un acento intimista en su mayoría, ausentes de la torcedura proselitista aspirando devotos para una causa, ese hecho convierte su trabajo en una obra de calidad excepcional. Pero, ese, en definitiva, es otro Retamar, incluso no de su agrado enteramente, por lo que él mismo expresa en su entrevista.

En los sistemas totalitarios el predominio que el sesgo ideológico impone sobre la creación artística es la peor de las invenciones humanas, algunos lo hacen convencidos de su labor, otros para sobrevivir, y otros más por escasez de talento. Para el lector despreocupado de ambiciones proselitistas a través de unos versos, de seguro advertirá en este Retamar a un escritor menos confesional, quién sabe si más auténtico, y con una perspectiva de entrañable sensibilidad. Al admirado Pepe Mujica en cierta ocasión le escuché decir “Todo hombre tiene un lado heroico y otro miserable”.          

Los amantes tienen un poco de presente,
Hecho de encuentros furtivos, de llamadas
azarosas;
Y hasta pueden tener una especie de pasado,
Intercambiándose a retazos nostalgias del uno
o del otro,
Ráfagas de la infancia, un sitio roto, una ruina
que fue una casa.
Lo que apenas tienen los amantes es porvenir,
Y por eso la dama del perrito se irrita o solloza
silenciosamente junto a la lámpara,
Porque sabe que no pueden alimentarse de esa
sustancia impalpable
Sin la cual la vida es como una danza grotesca,
Aunque la iluminen los relámpagos de los besos
y la sacudan tempestades reales.

Tiempo de los amantes.
Circunstancias de poesía. 1977

De Roberto y Marina nunca más supe, nos despedimos intercambiando promesas que jamás cumplimos, tampoco de la pareja con ambos hijos en Angola, abrigo la esperanza de que hayan vuelto vivos para recibir al menos sus respectivas medallas. A ellos dedico esta mirada al pasado.

Pasaron los años y cuando parecía que soplaban vientos de cambios, después del desplome de la Unión Soviética, y de una probable apertura económica durante la presidencia de Raúl Castro, hace unos días las noticas sobre la isla destacan un nuevo plan de ajustes que no presagia sino más penurias.

La creación literaria ayuda a las personas a elevarse sobre sí mismas, influye en quien escribe y al propio tiempo en quien las lee. Porque cada texto al mostrar una realidad, sensibiliza doblemente, así sea una mera ficción, pues concita una reflexión y un ejercicio de la intelectualidad; el atributo más extraordinario de los seres humanos, el único que posibilita la permanencia de la civilización.   

Por eso, María Elena Lavaud, en un fragmento del epílogo de La Habana sin tacones, entre la conmoción y el espanto, se despide aún con optimismo.

“He escrito estas crónicas desde el corazón, en una suerte de tributo a cada uno de esos seres especiales que me mostraron su realidad con tanta franqueza. Desde aquí los admiro, y lo haré siempre, guardando la secreta esperanza de poderlos tener más cerca en futuro no muy lejano.”