miércoles, 21 de diciembre de 2016

Hoy es el fin del mundo

                                                  “Para todos los que por mi mente han pasado mientras escribo este fin del mundo”
Edinson Martínez
@emartz1


Imagen relacionadaSi hoy es el fin del mundo, como tanto se ha dicho, probablemente nos lleguen esos minutos finales tratando de hacer las cosas que nunca hicimos en toda una vida. La mayor de las ironías será decir que nunca tuvimos tiempo para ello. Habrá quienes escojan ir de compras por el antojo postergado por años. Viajar al destino soñado.  Hartarse de la comida preferida o simplemente   estrenarse aquellos zapatos reservados en el closet para la ocasión especial. El último momento puede ser tan personal, íntimo y egoísta –en el mejor de los sentidos que ésta condición pueda tener–,  que dedicado enteramente a la satisfacción individual,  hasta una aspiración colectiva expresada por alguien singularmente, la convierte en “su” último deseo.

Por mi parte, hombre sin grandes propósitos mundanos, aprovecho  para escribirte ésta cuartilla de pendejadas que sólo se le ocurren a uno cuando se imagina el fin de los tiempos.  Decidí enviártela, hoy temprano, para que tengas tiempo de leerla antes de  hacer lo que  ya tienes dispuesto para tan valiosos instantes.

Hace un par de noches, mientras aguardaba que la electricidad retornara luego del apagón de rutina, me asomaba por la oscuridad de una ventana desde donde puedo ver caminar a  las personas a cualquier hora del día. Siempre hay gente en las calles, no se qué hacen a horas y deshoras, pero siempre las veo ir de un lugar a otro. Algunas veces van deprisa; otras, a paso lento, como seres distraídos que llevan sus historias de paseo en cada madrugada. En el cielo lleno de puntitos que todos sabemos son cuerpos celestiales sin el resplandor de la luz eléctrica, como el de hace dos noches, me acordé de ti, de vez en cuando lo hago y simplemente es un destello fugaz en mi pensamiento. 

Aquellos segundos -tal vez sea por la noche de estrellas, el ocio cultivado mientras retorna la luz, los buenos momentos de la vida o todas esas cosas a la vez-, mirando desde la oscuridad terrenal del pequeño lugar que ocupo en el universo,  se extendieron primero por unos minutos, y luego por un rato un poco más largo. Entonces, igual que ahora,  te siento  una estrella lejana, como esos luceritos destellantes que puede uno creer se encienden cuando los ve distantes en la inmensidad. Se esconden entre las nubes y uno los vuelve a ver, sin tener la certeza de que son los mismos de ayer.  Este día me llevará escribiendo para ti sobre aquella noche, desenfrenado para ganarle al tiempo que nos resta,  comiéndome desaforado los puntos y las comas en cada uno de los versos de ahora; están ellos perseguidos por el hechizo de la medianoche que nos invade irremediablemente, especie de sentencia que atormentaba las horas felices de La Cenicienta -ahora comprendo la angustia de saber el tiempo que nos queda-. Aquí dejaré  mi devoción final. Si hoy es el fin del mundo, aquí estaré frente al teclado, esperando como un rival ardiente, los minutos culminantes de esta larga travesía que ha hecho de la vida un sueño.


Nota: Este artículo, breve crónica, escrita primero a mano por la ausencia de electricidad,  y luego en computadora, lo hice el 12/12/2012, en medio de  lo que todos llamaban el fin del mundo


viernes, 3 de junio de 2016

Luisito, "el millonario"

Luisito, "el millonario"
Crónicas perdidas 
Por: Edinson Martínez
@emartz1

“Las hojas secas cubren en abundancia el camino de los recuerdos...”.

James Yoice


U
na de las leyendas urbanas más extendidas es la del mendigo millonario que simula una condición de pobreza para no revelar su verdadera condición de acaudalado. No ha faltado quien desde su ingenuidad haya creído y difundido las especies según las cuales alguno de esos parias urbanos que hemos visto en las esquinas extender su mano para pedir una limosna, son en realidad millonarios; ricos personajes disfrazados de pobres diablos que esconden su identidad quién sabe por cuáles razones.

Siendo niño, en la esquina donde transcurrieron mis primeros años, en aquella ciudad tan redonda como pequeña que era entonces, un personaje curioso en su apariencia y tanto más aún en su modo de vida, alimentó una de sus probablemente primeras leyendas urbanas. Surgió en el pueblo –que yo recuerde– prácticamente de la nada. Eso, naturalmente, sirvió de fundamento para aventurar cualquier historia grandilocuente. Algunos comenzaron por decir que Luisito –así le decían– se había escapado de un circo donde trabajaba como enano-payaso o malabarista. Que habiendo acumulado un buen dinero en su quehacer circense y cansado del ridículo al que se exponía en cada pueblo, escogió para huir o retirarse de la compañía de diversiones a nuestra ciudad, a Ciudad Ojeda, la última escala de un largo periplo pueblerino que había comenzado desde muy corta edad. 

Una mañana mis ojos de infante vieron pasar justo al lado de mi casa, a un hombre muy pequeño, vestía un traje oscuro o lo que quedaba de éste que, además, lucía extravagante en su cuerpo diminuto, caminando despacio, como contando sus pasos, con un sombrero gris percudido sobre una cabellera tupida que sobresalía del bombín más o menos aplastado. De su mano derecha pendía un saco de fique lleno de botellas de vidrio que descansaba encima de su espalda, tintineaban como una marimba desafinada cuando chocaban unas con otras, anunciando por anticipado su presencia taciturna. Se desplazaba por el callejón ubicado lateralmente a mi casa, en dirección a unos matorrales de un extenso terreno que para aquellas fechas quedaba detrás del grupo de viviendas que conformaban el sector donde viví. Todos los días lo veíamos salir muy temprano y regresaba cayendo la tarde, cuando los rayos del sol convocados por el ocaso se desmayaban atontados entre los copos de nubes que presagiaban la noche incipiente. Siempre hacía lo mismo, sujeto a una rutina cronometrada por razones de las cuales solo él era consciente. De vez en cuando nos miraba mientras pasaba a nuestro lado y, entonces, obsequiaba a los curiosos con una sonrisa escondida tras una barba poblada, canosa y revuelta de mesías errante. En el lugar que habitaba, una especie de choza fabricada por su tesón solitario, hecha de cartón, láminas de zinc y maderos viejos, una gran cantidad de botellas de vidrio, se apilaban multicolores, destacando entre ellas, verdes, marrones, transparentes, amarillentas, opacas y brillantes, que en obstinación de coleccionista se ordenaban por centenares o miles en una confusión de atolondrado empecinamiento. Mientras dejaba su cabaña por las horas en que hacía su recorrido citadino, los zagaletones del barrio husmeaban entre sus pertenencias, sacudían sus precarios enseres, y rompían algunas de sus frascos tornasolados. Siempre, como es natural, lo notaba; sin embargo, nunca llegaba a presentar reclamo alguno más allá de cierto señalamiento juicioso con un ademán de advertencia en sus manos.  Los comentarios sobre sus andanzas no se hicieron esperar en cada vecindario. En ellos, Luisito aparecía reiteradamente con su pose mansa en procura de los objetos que atesoraba con frenética devoción, todos se preguntaban sobre dicha afición que, aun sabiendo su propósito, preferían fantasear sobre él. Sin alardear, escudriñaba entre desperdicios, basureros fortuitos y solares abiertos sin dueños conocidos. Parecía un sabueso empecinado tras la presa esquiva. La leyenda fue cobrando fuerza conforme transcurrían los días y, sazonada con detalles ocurrentes según el ánimo del caserío visitado, llegaron a conferirle la condición de incógnito millonario. Comenzaba de este modo el mito urbano del impostor de pobre. Le vieron, incluso, salir de una de las escasas agencias bancarias locales después de guardar una suma considerable de dinero. Otros, todavía en mayor desborde fantasiosos, aseguraban haberlo visto, con sus propios ojos que habrían de comérselos los gusanos, cuando se apersonaba ante el cajero de unos de esos bancos con un saco lleno de monedas para depositarlas en su millonaria cuenta.

Pero, lo más curioso del personaje, es que no hablaba con nadie; tampoco era repelente o arisco, simplemente mostraba su cordialidad con el esbozo de aquella sonrisa inocente que parecía una mueca entre las barbas. “Es que no quiere trato con nadie porque pueden descubrirlo...”. Difundían en derroche imaginario los habituales de siempre. Unos y otros se repartían el producto de sus elucubraciones con la emoción del espejismo que ellos mismos habían creado. En fin de cuentas, en un pueblo donde las fantasías de otros lugares del mundo no eran cosas de extrañar, que un millonario autoexiliado escogiera esta modesta urbe para ocultarse, tampoco habría de ser un asunto como para asombrar las mentes alucinantes de una ciudad cuya historia en cierto modo se revelaba quimérica. A Ciudad Ojeda, como bien es sabido, llegaron –muchas veces de la noche a la mañana– personas de diferentes regiones del mundo y, junto a ellas, sus historias en las maletas de viajeros que portaban. “Yo era italiano”, nos comentó una vez a Miguel Apruzzesse y a mí, un viejo de ojos azules como el cielo y un pelo blanco platinado como un copo de nieve, que bien habría servido de molde viviente del San Nicolás que todos hemos conocido, durante una de esas visitas en campañas electorales que realizamos en uno de nuestros barrios en el siglo pasado. Nos sorprendió con su ocurrencia luego de increparlo sobre su origen, acompañado de un par de niños rubios percudidos por el sol y los mocos de una mañana solariega.

Luisito, en realidad, era mudo, apenas balbuceaba algunas palabras, y esa era la razón que explicaba aquella sonrisa extraviada entre el pelambre cenizo de su rostro, y los ademanes taciturnos, distraídos, como de siempre alelado, sin que de su boca saliera expresión alguna. Las botellas de vidrio las vendía, esa era la fuente de su miserable sustento. Todos lo sabían, pero la inventiva, fantasiosa y hablachenta de la monotonía pueblerina, le otorgaba aquel origen surrealista que pregonaban por doquier. Cuando nadie quiere ver lo que se exhibe evidente ante sus ojos, nada hará que se perciba en su diáfana verdad aquello que por sus pupilas se retrata en ostensible presencia.

Del mismo modo como apareció en la ciudad, también, se esfumó, algunos afirman que murió quemado en su casa, porque déjenme decirles, que tiempo después de habitar por el vecindario donde antes he comentado, uno de esos días que para entonces no tenían importancia para estos fines, decidió mudarse, naturalmente, sin decirle nada a nadie y, mucho menos consultar el parecer de sus curiosos vecinos. Nunca más se supo de él y en realidad pocos lo recuerdan. Es inevitable, pues aun siendo el mismo mar el que nos rodea, no siempre es la misma agua la que se bate entre las olas. Su historia se quedó en el tiempo como un recuerdo borroso, lleno del olvido en que se descuelgan las páginas caídas del almanaque de los humanos. Cuando comentaba sobre Luisito a varios de mi generación, en un ejercicio ocioso de mirar por el retrovisor de nuestras vidas, no faltó quien lanzara la pregunta que durante aquellos años varios se hicieran: ¿No sería verdad que Luisito era millonario?

Nota: Esta crónica forma parte del libro Desde mi ventana. Crónicas perdidas. Editorial A todo calor. 2020 

jueves, 10 de marzo de 2016

Magüe

Magüe
Edinson Martínez
@emartz1

El texto que acompaña estas breves líneas de presentación, es un artículo publicado en los ahora lejanos días de comienzos de los años noventa del siglo pasado. Lleva un titulo curioso que en este momento confieso uso como seudónimo en algunos relatos de obligatoria presentación con esta formalidad.  No tengo por tanto, si es que debiera tenerla, explicación racional para argumentar por qué decidí transcribirlo de aquel, mi primer libro publicado en 1995, con el titulo de Mural de papel, a este blog. Mientras lo transcribo, un torbellino de recuerdos vienen a mi encuentro, imágenes de niño que hace un rato cuando releía Magüe, cruzaron mi mente. 
Recuerdo aquella mañana cuando  inclinándome sobre la cama, alcancé a mirar la lluvia que caía con fuerza desde temprano, miraba a través de la ventana de mi cuarto.  Las romanillas permanecían cerradas para evitar la lluvia, y apenas una hendija horizontal permitía la vista al exterior dado que las piezas de madera que las conformaban se acoplaban entornadas. Un pequeño frasco de medicinas, de pastillas, con su tapa de goma a presión, impedía el cierre hermético de aquellas rusticas hojas de madera, colocado a propósito para ver el patio de la casa, en su interior guardaba el tesoro más preciado para  mi entonces; un trío de metras de colores azules y verde mar que esperaban por el alivio de mis dolores y fiebre de varios días. Al mover las  romanillas, el aire fresco con el aroma de la lluvia, tocaba libre mi cara mocosa mientras miraba decepcionado  el campo de juego lleno de agua y lodo,  era el patio de mi casa que días después sería el terreno seco y polvoriento  que todo jugador de metras anhela.

Magüe

Cuando la avenida Bolívar no era entonces lo que es hoy, tampoco la Alonso de Ojeda, y la calle Vargas, mucho menos, a Ciudad Ojeda podía recorrérsele en unos cuantos minutos. En esos tiempos solía acompañar a mi abuela con bastante frecuencia en sus menesteres como vendedora a domicilio de mercancías diversas. Era su compañero inseparable en su actividad diaria por diferentes partes de Lagunillas, Cabimas y Ciudad Ojeda. Sus marchantes, como acostumbraba decir, eran también los míos. De hecho, me tocaba llevar las cuentas en una libreta pequeña con cada uno de los detalles. Era a veces un esfuerzo grande para mí porque a penas estaba aprendiendo a escribir y memorizando las tablas de matemáticas que la maestra Josefalina, con mano firme,  y amable, a la vez, se esmeraba en enseñarnos en la escuela. La vida era sencilla entonces.

Con la simplicidad que van dando los  años –eran tantos que con el tiempo perdió la cuenta sobre su edad, y cuando se la recordaba, me volvía niño otra vez al encontrar la misma mirada de siempre– resumía las cosas en  un antiguo dicho popular, tal vez, del siglo pasado por la referencia que hacía sobre personajes de la época. 
Servir para merecer
ninguno lo consiguió;
y lo vino a conseguir
aquel que menos sirvió.
De sus conversaciones me quedan cientos de nombres que, por la frecuencia con que los mencionaba, se nos fueron haciendo familiares. Historias de piel morena de sierra coriana que no están en ningún libro ni en ningún lugar. No le conocí a mi abuela resentimiento alguno hacia nadie, su larga vida estuvo llena  de muchas adversidades que estoy seguro habrían hecho a cualquiera rencoroso y envidioso de la dicha ajena. Sin embargo, nunca le escuche resentir de nadie. Creo que su tenacidad fue una de sus mayores virtudes, tanto que aún a los noventa y dos años aspiraba vivir por lo menos cien más... Y hasta me parecía que cada año cumplido la hacía más joven. 
De campesina serrana a manumisa de los Arcaya fue su adolescencia en Falcón. Llegó a ser lavandera de los campos petroleros cuando recién comenzaba el aturdido y afiebrado mundo de la industria petrolera, y  vendedora a domicilio de ropa, lencería y cosméticos recorriendo los pueblos y caseríos que se erigían al amparo petrolero.
Pocas veces llegué  a ver algo que la doblegara o afligiera seriamente. Una de ellas fue separarse de la amiga con la que por más de cuarenta años había compartido desvelos y anhelos desde los tiempos menesterosos de la explotación petrolera. Así, cada mañana debajo de las matas de mango valenciano que nunca vi crecer porque siempre fueron grandes, Ruperta atendía a mi abuela en su ritual visita, y sus conversaciones fueron variando con el tiempo desde el dulce de piñonate hasta ya en el ocaso de la vida, sobre los achaques del cuerpo que se resiste al tiempo: los dolores de espalda, rodillas, piernas, brazos y manos eran los temas avanzando el ocaso de sus días. Una tarde de mayo vio partir para siempre a Ruperta Subero de esta tierra rumbo a Margarita sin que Magüe  mi abuela pudiera despedirla por una confusión de horarios. Tiempo después nos enterábamos de que había muerto en la isla. Mi abuela siempre llevó en su pensamiento la tristeza por no haberla despedido.
Cuando en 1984 me tocó  ser candidato a concejal por el MAS y los resultados tampoco nos favorecieron, supe después que buena parte de su tiempo lo había dedicado mi abuela, tarjetón electoral en mano, a hacerme campaña. Qué razones daba para que votaran por mí, en verdad no las sé. No creo que ella entendiera mucho de estas cosas y pienso que la única, y la mejor razón para mí, es que sencillamente era su nieto. Y me dijo luego de conocidos los resultados: la vida no vale nada si no hay adversidad. Toda cara tiene su cruz  y toda derrota su victoria. Algún día será…

En el proceso que recién finalizó no tuve a Magüe en mi campaña. Los estragos del tiempo la vencieron finalmente a mitad de año. Pero estoy seguro que de haber estado presente, su conclusión habría sido la misma de 1984. No hay derrota sin victoria.

Ciudad Ojeda, 30/12/1992

sábado, 16 de enero de 2016

Una historia por descubrir

En “Una historia por descubrir”, Edinson Martínez nos lleva de la mano por las galerías de un mundo real e imaginario donde los personajes, desperdigados en los retazos del tiempo, van construyendo la historia en la que nos miramos y en la que pareciera hallarse la felicidad que tanto anhelamos.


Es una evocación a un pasado que pervive en la cotidianidad y una osadía de la imaginación contada en un lenguaje conciso y sencillo, en la que se abordan temas de nuestro tiempo, como la  inconformidad, la muerte y la esperanza en un universo que bulle en constante transformación.


En este compendio de relatos el autor, como en su primera novela “Vidas paralelas” (2014), se rebela como un dios, que hastiado de moldear infinidad de mundos, decide escamotear situaciones a través de un afán lúdico para que el mismo lector coloque la pieza faltante y participe en el fascinante juego de la creación literaria.

Marcelo Morán  
Escritor

El libro se encuentra a la venta en el portal de compras por internet: Amazon.com  al que puedes ingresar directamente a traves de: http://tinyurl.com/hkztzm9
Desde marzo de 2016 se encuentra disponible en las siguientes librerías de Venezuela: 

Maracaibo: Librerías Europa, Don Quijote, Universal Book y Aeropuerto ( en todas sus sucursales).

Caracas: Librerías Lido, Nueva Chacao, Americana y Liber Caracas.

Maiquetía: Librerias Bookland y Urimare (Aeropuerto nacional e internacional de Maiquetía)

Valencia: Libros y Papeles 565. C.A. 

Mérida: Librería Temas

Cabimas: Librerías L'Magazin Office, La gran papelería y Librería del Pueblo

Valera: Librerías Betsy y  Omega librería y papelería

Barquisimeto: Librerias El Clip, Antonio 2000 y Ciencias

Ciudad Ojeda: Librerías San Agustin, Sucre, Ojeda, Kiosco Ultimas Noticas, La tienda del peluquero, Il Cafe. 

“Una historia por descubrir” es editado bajo el sello editorial de Ediciones A todo calor que entre los meses de abril y junio de 2016 también pondrá a rodar la segunda edición de "Vidas paralelas" del mismo autor en las librerías de Venezuela, no sin antes, lanzar la misma edición en Amazon.com en el mes de febrero de 2016