“La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir”.

Camilo José Cela

viernes, 1 de marzo de 2024

Cuando las palabras seducen y estremecen

  Por Edinson Martínez
@emartz1

Ante un trozo de papel en blanco hay alguien más que un escritor queriendo desatar una tormenta de palabras para describir una realidad. Hay una comunión de dioses apostados en el lado sedicioso del Edén haciendo sus milagros con todas las voces concurriéndole apresuradas para transformarse en historias. Fábulas que luego intentarán colmar de sueños a los lectores, y entonces, ya algunos de aquellos no volverán a ser los mismos de antes, como tampoco quien las concibe.

La creación literaria ayuda a las personas a elevarse sobre sí mismas, influye en quien las escribe y al propio tiempo en quien las lee. Porque cada texto al mostrar una realidad, sensibiliza doblemente, así sea una mera fantasía, pues concita una reflexión y un ejercicio de la intelectualidad con la fuerza suficiente para modificar convicciones.

Hace poco culminé de leer Otras fabulas del agua. (2022), de Alexis Fernández, bajo el sello editorial de Editorial Kuruvinda.  Hay un gran trabajo ahí, una esmerada labor con las palabras, sólo comparable al oficio de un alquimista cuando a través de una afinada fusión consigue su quimérico propósito. Pues, esa cadencia melodiosa, como un solfeo de palabras con que aborda el exótico paisaje del sur del lago de Maracaibo, nos acerca al misterio de lo que mucho se desconoce de aquellos parajes.

Es un viaje por aquella naturaleza indómita, pleno de todos los inimaginables matices del verde invadiendo nuestras pupilas. Ese cosmos vernáculo, en sí mismo, tiene mérito poético propio, un elan vital que aturde los sentidos para que sólo sea la contemplación, en una suerte de numen precipitado, quien termine atrapando al espectador con estoica admiración, olvidándose de sí mismo, como ocurre en casos de absorta observación.  

Es un libro de una exquisita sensibilidad, profundamente humano; un tributo a los sentidos, cuya narrativa, unida a las bellas ilustraciones de Hilario Atienzo para complemento de lo que ya hermosamente se describe, es un bálsamo con el efecto atemperante de un blue. Su prólogo, a cargo de Orlando Villalobos Finol, nos alienta en la lectura. Es tan esmerado como el contenido mismo que se despliega en sus 137 páginas.   

Entonces, comienza mi reflexión, unas anotaciones espontáneas, que fui haciendo en mi libreta de rigor al cabo de varios días, acaso arrobado por la narrativa y también la curiosidad. A veces, aunque tenemos la capacidad de la observación, patrimonio acumulado de nuestra especie, apenas comprendemos el papel del hombre en su conjunto, en especial, su relación con la naturaleza. Así, en el metafórico trayecto de Otras fabulas del agua, su autor nos une a la corriente desbocada de los ríos que atraviesan poblaciones, sin cuya presencia jamás habría fecundado la poesía de la obra. Todos los tiempos se han alineado en torno a ellos; son los ríos Escalante, Chama, Catatumbo, Torondoy, dibujando las formas de los pueblos levantados en sus dominios, para en una osada convivencia con inimaginables seres que nos observan desde su asombrosa constelación de azares, integrarnos a criaturas del agua, del aire y de la tierra, dejando que esta humana discordancia, apenas advirtiendo la presencia de semejante prodigio, trastoque con sus menesteres profanos el equilibrio natural que millones de años han logrado establecer. En ese mundo descomunal siento mi fragilidad, mi atronada comparecencia, como aquel punto sobrevenido en una agenda de trabajo universal.

“Hay un colegio en Ologá y en sus paredes de viento las pizarras suelen colgar de las nubes y sus libros de agua y cuadernos y lápices de salitre y tormenta penden de algunos astros y pájaros cercanos mientras nosotros con tizas de colores azuzamos el celeste luminoso de las canaguaras que asoman sus ojos de fuego por las ventanas sin ventanas.
¡Pero es lunes! Dice un personaje escapado de uno de los libros llevados por uno de los pájaros que portan en sus alas el alma de la laguna.
¡Hay clases de geografía! Susurra otro personaje saltado de unas páginas coloreadas hora cuando la laguna gira tras los astros, los pájaros y las pizarras que siguen los empeños del viento.
El maestro habla de torrentosos ríos de frágiles nacientes y anchurosas desembocaduras.
Habla de un río tan largo como el mundo y tiene por nombre ¡Catatumbo!
Habla de un río sin una sola cachama que se hace llamar ¡El Chama!
Habla de un río que tiene la vida por delante y lo nombran ¡Escalante!
Mientras tanto nosotros pintamos un relámpago que desborda nuestros cuadernos.
Un amarillo extendido que lanza atarrayas como rayos sobre las aguas.
A plena luz del día el relámpago sin trueno se torna invisible.
Un amarillo espantado que sale a trote del colegio y avanza en sus callejuelas de agua y revuelve los trastos de cocina y desata los espejos inclinados y regresa ya tarde relinchando como un potro desinflado.
Sin embargo, no podemos contener la llamarada que se desborda de nuestras manos.
Un relámpago silente y errático, rutilante y esquivo se reanima en nuestros cuadernos.
Los ríos del maestro con sus nombres sonoros y crujientes se cuecen bajo su lumbre.”

COLEGIO EN LAS AGUAS
Para David y Victoria
Otras fabulas del agua. (2022). Alexis Fernández. Editorial Kuruvinda.

La mariposa Monarca recorre cuatro mil quinientos kilómetros de distancia, viajando sólo a la luz del día para cumplir su destino; su misión de vida en su eterno retorno preservando su especie, llevando en sus genes los códigos de su infinita reproducción que pocos llegan a presentir, como señala Alexis Fernández, en Veintiocho días en la vida de una Mariposa Monarca.

Las mariposas repiten su ciclo en un imperecedero regreso, acaso dictado por el destino, o por la genética secular que las eterniza como especie, que al final no siendo lo mismo, como canta Silvio Rodríguez, resulta igual a los efectos de su perenne regreso, porque no hay cambios en la rutina que conforme a sus leyes invisibles, repite cada vida como una réplica de la anterior, sin que aquello sea expiación de culpas o pecados que nunca han tenido, pese al atrevimiento de obsequiar a los únicos seres inteligentes del planeta, la maravilla de su aleteo policromático y el encanto de las flores deleitando nuestras pupilas en virtud de su menester persistente. Son seres de una inocente belleza en masiva travesía cumpliendo con el sino de su existencia. Entonces recuerdo al amante perseguido por la interrogante:
–Si vivieras otra vida, ¿la harías conmigo?
–Aunque así quisiera, no hay modo de escapar a la ya vivida. En un eterno retorno, siempre será la misma vida junto a ti, porque no hay ensayo para la vida, aun regresando eternamente, lo único que conseguiremos es repetirla ad infinitum.
Lucubraciones de aire estrafalario, admito, que únicamente se le ocurren a un conciliador de ficciones contagiado por la rebelión de ingenio que conforma Otras fabulas del agua.
La prosa y la poesía se toman de la mano cuando la realidad que se observa trastoca los sentidos, mientras conmueve el pensamiento obligando al autor a refugiarse en la palabra para intentar transferir al lector el mismo encanto que le apasiona. En la obra comentada, existe una armoniosa conjunción de ambas vertientes de la literatura. Oportuno, en consecuencia, me ha parecido citar a Eduardo Liendo en torno al tema.  

“El proceso de la creación según lo refieren muchos autores es complejo y exigente, y puede transitar o transcurrir por diversos estados de ánimo: Ideas, intuiciones, dudas desánimos, motivaciones, aflicciones, despechos, alegrías y otras manifestaciones, de acuerdo con el temperamento y la experiencia de cada autor. Cada obra es única y, por lo tanto, sujeta a imponderables, si no fuese así, no valdría la pena escribirla.”

En torno al oficio de escritor. Eduardo Liendo. Literales. TalCual. 10 y 11 de diciembre de 2011.

En la presentación de la obra, Orlando Villalobos Finol nos dice, en acuerdo con el comentario precedente del escritor Eduardo Liendo lo siguiente:   

“Todo libro se corresponde con el ímpetu de contar y testimoniar.
Algunas veces con la pretensión de convencer, pero quizás, principalmente, para decir las dichas y desdichas, las alegrías y las derrotas que nos desconciertan. Como dice Ricardo Piglia.
“Un buen narrador no es solamente el que ha vivido la experiencia, el sentimiento de la experiencia, sino aquel que es capaz de transmitir al otro esa emoción”.

Es eso lo que encontramos en este libro que intento mostrarles. Se presenta un mundo desde la experiencia personal y desde la investigación que busca descifrar enigmas y misterios; la investigación para conocer, pero sobre todo para entender el sentido de ese pedazo del cosmos.
En Otras fábulas del agua (2022), Alexis Fernández completa el arco iris narrativo que nos reencuentra con las ficciones, sensaciones y emociones de lo que somos o de quienes andamos sobre la misma tierra, según lo trazado por Rómulo Gallegos.”

Ahora bien, están plasmadas en el libro un conjunto de inquietudes de orden histórico y cultural que tal vez trasciendan el ámbito de la poesía, o digamos mejor que son recogidas en una narración épica dando cuenta sobre la conformación sociocultural de las poblaciones asentadas en la región a las cuales se consagra su contenido. Es un canto apasionado e ingenioso de fina composición poética, con una fábula encantadora dando paso a la curiosidad histórica sobre determinados episodios de los pueblos de agua del sur del lago de Maracaibo. Y comprendo la sensibilidad por temas que, al fin y al cabo, son la base de la multiculturalidad que da fundamento a su labor como escritor. Entonces, he querido franquear las fronteras de la poesía, de aquella tempestad de los sentidos, de las palabras, ya con propósito de entrometido explorador –qué importa si estas locuras diurnas no pueden alcanzar las idas y venidas de más de cuatro siglos de historias en estos lugares que tanto apasionan a Alexis Fernández. ¡A veces huyen las palabras!– para dar una rápida mirada a ese cimiente que da vida tanto a la prosa como a los versos del autor en Ajé Benito Ajé Benito. MARULLOS y en Fiesta y desolación en Gibraltar.

I

Lecturas en las hogueras
Las voces antiguas de los Bobures
leerán en las brasas las señales del delirio.
Llegarán naves como zancudos gigantescos
que dominarán las corrientes.
Tendrán alas y no volarán
pero dominarán los vientos.
De su vientre brotarán bestias
montadas por seres portados
de armaduras cortantes
y empuñaduras de fuego
que invocaran la muerte.
Grandes insectos
como canoas viajarán por el Coquivacoa.
Tienen alas fijas y dominarán los marullos.
¡Se acercan, será el fin!
Repetía el piache
clarividente
ante los códigos del fuego. […]

Ajé Benito Ajé Benito. MARULLOS.
Otras fábulas del agua. (2022). Alexis Fernández. Editorial Kuruvinda.

“¡De la mar océano venían las embarcaciones! ¡Venían de Europa! ¡Venían de España! Al divisar a Isla de Toas, se alineaban rumbo a la barra y luego proa al Sur, dejaban atrás a Maracaibo y las poblaciones costeras y seguían hasta San Antonio de Gibraltar. Al arribar a sus costas, uno a uno, disparaban dos cañonazos de salva para indicar que venían en son de paz. Los oficiales, alguaciles y escribanos, llevaban una contabilidad estricta de la mercancía declarada. En dos, tres días descargaban, contaban y acomodaban las mercaderías en los almacenes del puerto. Luego, terminada la feria navegaban hacia Cartagena de Indias para comerciar esos rubros y regresar otra vez en octubre para la segunda feria y al terminar seguían rumbo a Santo Domingo, Veracruz, Sevilla, llevando aquellos productos que deslumbraban por su excelencia y exquisitez.

Los arrieros, indios, esclavos y mayordomos, regresaban a las poblaciones costeras y a los páramos de niebla y encantos.

¡Gibraltar respiraba solaz y prosperidad!”

Fiesta y desolación en Gibraltar
Otras fábulas del agua. (2022). Alexis Fernández. Editorial Kuruvinda.

Pues resulta que hay una larga historia en esta región, riquísima por demás, que se remonta a los orígenes mismos de nuestro gentilicio como nación.

Gibraltar, como de modo persistente se ha comentado en diferentes momentos de nuestro devenir, fue fundada en 1592, conforme a Real Cédula fechada en Santa Fe de Bogotá el 12 de septiembre de ese mismo año. Su fundador fue Gonzalo Piña Ludueña, quien también se desempeñó como Gobernador de la Provincia de Venezuela entre 1597 y 1600. Los primeros habitantes de esta subregión lacustre fueron los aborígenes de las etnias misoas, motatán, tomoporos, motilones, ceutas y bobures. Todos estos pobladores ancestrales fueron sometidos al trabajo esclavo, expulsados de sus tierras y diezmados durante la Conquista. Más tarde, en tiempos de la Colonia, llegaron las primeras oleadas de esclavos traídos desde el África para iniciar las plantaciones de cacao, café y caña de azúcar, cultivos que nos perfilaron como un importante productor de estos rubros agrícolas durante buena parte de nuestra historia.

El escritor e investigador Gilberto Mora Muñoz, en su publicación Gibraltar 400 años. (Memorias). (1995), nos señala sobre el tema lo siguiente:  

“Gibraltar fue la segunda población fundada por los conquistadores en este costado occidental de Venezuela; y antes que Maracaibo, el primer puerto, a la vez que nudo comunicacional primigenio con Cartagena de Indias y la Audiencia de Santa Fe, con el Reino de Méjico, el Puerto de Veracruz y La Habana. Fue, asimismo, por donde salieron para otros países, los productos agrícolas y pecuarios, y riquezas de Mérida, Trujillo, Táchira, Barinas, de Tunja y de Pamplona.  […]

El Puerto de Gibraltar, fue el vínculo aglutinador de ese entorno de riquezas que en nuestros días constituye la Subregión Sur del lago de Maracaibo. […]

Aquella prosperidad, cuya consolidación fue el mérito de la mano de obra esclava africana, despertó la codicia en metrópolis europeas, y desde Inglaterra, Francia, Holanda, salieron piratas, filibusteros, corsarios, a saquear, incendiar y asesinar en nuestras costas. Gibraltar aparece en diversos relatos de la época, en textos escritos posteriormente, y en documentales cinematográficos que destacan las actuaciones criminales de William Jackson, Henry Morgan, Miguel Vascongados, Francisco Nau, Gramont y otros. Todos ellos, transportaron a sus países de origen, inmensas riquezas, obtenidas con rapiña y muerte.”

            Gibraltar 400 años. (Memorias). (1995). Gilberto Mora Muñoz.

Quizás sea algo aventurado, atrevido, formular un parecer que relaciona a la literatura como un único compromiso del autor para mostrar con su oficio la develación de una realidad de injusticias que no siempre es percibida abiertamente por el común, o que, en algunos casos, es acallada, enmudecida, por determinados intereses de acuerdo al sistema de valores culturales imperantes. En efecto, podría opinarse, como en este caso hago, que se trataría de una literatura al servicio de una causa determinada. Esto no le resta valor si fuera posible conciliar la estética de las palabras con el propósito instrumental de ellas. Del mismo modo, cuando la trascendencia del escritor se empina más allá de las formas, del solfeo esmerado causando admiración por las maneras en cómo se narra una historia, el cometido insurgente de las letras cobra otras dimensiones. En tal sentido, y visto así, las obras literarias dejarían de concebirse privilegiadamente como un instrumento social, un panfleto incendiario con fines al margen de la creación literaria. Hecha esta reflexión, que de seguro ha sido realizada en mejores términos por otros, me animo a decir que Otras Fabulas del agua, logra conciliar admirablemente los propósitos estéticos con los históricos con interés pedagógico.

VI

Vazimba

Él, negrero
Ella, esclava en las plantaciones de Gibraltar
Él, prisionero de sí mismo
Ella, princesa de ébano en su despojado reino
Él, esclavista, mercader de sueños
Ella, memoria del reino usurpado
Los aromas del chorote y las fragancias
del melao de panelas se cuecen
en calderos a fuego de leño
en el estremecido trópico.
Los látigos, los cepos y las carimbas
enrarecen el límpido cielo.
Nace Vazimba
Lleva el nombre de sus ancestros
Madre África descarta otros bautismos
Vazimba se llamará
La niña que de mis entrañas brotó
Es río y miel que en mi sangre navegó.
Y Vazimba por nombre llevará
Crece en los ranchones al calor de los cautivos
Nace irredenta, huracán en los cañaverales,
Inquietud del cacaotal.
Desencuentros entre el traficante de sueños
y la mujer de ébano, impuso
la voluntad del amo.
Vazimba, una pieza de Indias, sería vendida
a tratantes de otra hacienda en el caserío La Barúa,
uno de los seis caseríos del municipio Urdaneta
del cantón Gibraltar.
Vazimba es joven
Es primavera en la turbidez del trópico,
es aire, tierra, agua y
fuego en la memoria de su madre quien la recuerda ante
el esplendor de un relámpago silente y siente en sus entrañas
el fulgor de las estrellas en Madagascar,
los antiguos ríos de astros que alguna vez navegaron en su sangre.
Vazimba es movimiento
Invoca la voluntad de sus ancestros
y concita su fuga
y azuza partidarios
y crea en inhóspita región montañosa
un cumbe para el encuentro
adonde concurren cimarrones de Capiú,
Cimonó, Muyapá y Bobures.
Cazadores de cimarrones asaltaron el cumbe.
Las aves bajo las oraciones de un anciano
incorporado al recinto se convirtieron en resistentes defensores
portando arco y flechas curtidas en ponzoña de macaurel y dientes de tigre,
lanzas armadas con punzantes como cortantes lajas y macanas con garras de jaguar,
defendieron el lugar del anhelado encuentro.
Liberaron a los cimarrones de sus cazadores,
que marcaron retirada.
Los cimarrones de Vasimba
rehicieron los muros de piedra y las empalizadas,
el reino de la ansiada libertad.
Volvieron a sembrar y a cuidar de sus sembradíos y cosechas
y otra vez volvieron a encender las
hogueras y a tocar los tambores
y a bailar y a cantar y a tocar
y a beber
-Una luna intensa lanzaba
geranios sobre el cumbe
en ocasión de celebrar a Legba
y volvieron los cazadores con
sus dogos hambrientos
y sus armas de muerte.
Muchos perecieron,
entre ellos el anciano poseso de las oraciones
y ya jamás se convirtieron los pájaros
en los guardianes del recinto.
Otros partieron montaña arriba,
más adentro del silencio.
El dolor se acrecentó
en la despiadada lluvia,
el tambor silenció su
trueno.
Entonces la sangre corría en sus ríos
y las aves entonaron un
canto que aún se escucha entre
las piedras.

Ajé Benito Ajé Benito. MARULLOS
Otras fábulas del agua. (2022). Alexis Fernández. Editorial Kuruvinda

Nuestro poeta Rafael Cadenas tiene una valiosa reflexión sobre la literatura en nuestros tiempos, es una afirmación realizada hace ya mucho, sin embargo, a mi juicio, conserva una pertinencia insoslayable en el presente. 

“Al hablar de la contribución que la literatura podía darle al hombre en estos momentos, pensábamos sobre todo en la posibilidad de que lo ayudara a descubrirse; le asignábamos un trabajo doloroso, un trabajo que tiene mucho de desenmascaramiento y contemplábamos la idea de una literatura implacable. En realidad, casi toda hoy es un monumento a la distracción. Ella seduce al hombre, es la Circe de la cultura; lo mete en un cerco verbal y lo cubre de ideas, impidiéndole muchas veces el contacto directo consigo mismo, con todo. Se convierte entonces en otro de sus escapes: en lugar de sacudirlo, lo arrulla; lo mece, no lo estremece.”

Realidad y literatura. (Editorial Equinoccio). Rafael Cadenas.

En Otras fábulas del agua de Alexis Fernández, su contenido no sólo estremece, seduce ingeniosamente con sus palabras bien concebidas. 

lunes, 12 de febrero de 2024

Una mirada al pasado

 Una mirada al pasado

Por Edinson Martínez
@emartz1

Un viejo amigo y tocayo a la vez, regresando de Chile se trajo un montón de libros para obsequiar entre sus conocidos, en el grupo venían títulos nuevos y otros ya no tan recientes, a mí me correspondieron con su respectiva dedicatoria dos de estos últimos. Uno de Isabel Allende (El plan infinito), y el otro de nuestra paisana María Elena Lavaud (La Habana sin tacones). Ambos me los leí con especial interés, de modo simultáneo mientras escribo estas notas y culmino al propio tiempo Otras fabulas del agua (2022) del poeta zuliano Alexis Fernández, a quien dedicaré un artículo especial en los próximos días.

Sobre la escritora chilena es poco lo que este servidor podría agregar en torno a su ya prolongada carrera literaria, abunda en todo el ámbito de las letras, crítica y análisis de su obra, de modo que prefiero limitarme a comentar el otro de los títulos, La Habana sin tacones

Este libro, en realidad, es una extensa crónica periodística realizada por la autora sobre su visita a la mencionada ciudad. La obra fue editada por Libros Marcados en 2011, de modo que a la fecha tiene ya casi trece años de haberse publicado. En ella recoge las impresiones que le causaron su estadía; su particular desasosiego ante una realidad que muestra tan opresivamente la desigualdad entre sus habitantes. En su relato se manifiesta, en no pocas ocasiones, a modo de reflexión, sus aprensiones sobre el devenir político de nuestro país. Así, entonces, el libro viene a ser la consecuencia de una mirada escrutadora de quien escribe, indagando con perspicacia y cautela sobre aquella realidad mezcla de mito y lucubraciones. Su narrativa no tiene el desempeño de la prosa poética de un escritor de novelas, ni las reflexiones con las vertientes filosóficas que con frecuencia se escogen para justificar el proceso cubano o bien para vituperarlo. Es un trabajo periodístico que reúne habilidosamente testimonios, pondera lo que observa y traga grueso ante el surrealismo trágico de lo que sus sentidos perciben.

“A raíz del triunfo de la Revolución, en 1959, la mayoría de las familias que vivían en aquellas hermosas casas de Miramar, abandonaron Cuba. Algunas de las casas fueron adjudicadas por el gobierno. Otras quedaron durante algunos años en manos de las mucamas y jardineros, en espera del posible regreso de sus dueños, muchos de los cuales hasta el sol de hoy no han vuelto, con lo que han pasado a las irremediables manos del gobierno.”
La Habana sin tacones. (2011). María Elena Lavaud.

La periodista viajó a La Habana a mediados de agosto de 2010, treinta y dos años antes, casualmente durante el mismo lapso, quien les escribe este texto, caminó con mochilas aquellas calles que tan bien describe en su crónica María Elena Lavaud. Nada de lo que relata me es extraño, incluido el tormentoso agobio calórico con su humedad atontando al más pintado. Aquel disco leonado sembrado en la bóveda celestial pareciendo levantado con exclusividad para esa ciudad, no daba tregua a ninguna hora del día, sin embargo, para los jóvenes que asistíamos al XI Festival de la Juventud y los Estudiantes, el interés se enfocaba sobre los aspectos centrales de aquella convocatoria masiva de ilusos de todos los continentes. A ratos esa porción de la isla se transformaba en una bulliciosa presencia de jóvenes por todas partes, algunos asistíamos a charlas, a conferencias o foros y a intercambio de experiencias intelectuales de diverso género, mientras otros simplemente disfrutaban aquel carnaval mudado para el séptimo y octavo mes del año a causa de tantos buscando novedades en la exótica revolución.

Entre muchos de mi edad, dos muchachos mexicanos que todavía recuerdo, Roberto Zamarripa y Marina Stavenhagen, durante la primera semana de estadía nos hermanamos para desandar juntos los diversos rincones de aquella ciudad asediada por extranjeros imaginando cambiar el mundo desde una isla que, como en un relato de realismo mágico, tenía por primera autoridad a una leyenda viviente, un mítico líder que nadie sabía desde dónde despachaba y en qué momento, del modo más sorpresivo, podría aparecerse en una esquina cualquiera conduciendo aquel jeep que usó durante el recorrido por La Habana junto a Salvador Allende años antes. Fidel estaba en todas partes, en los afiches, en sus lemas escritos en las paredes como versículos de alucinante emulación; en grandes carteles, y en boca de la gente. Su apellido era una inexistencia, ya no hacía falta, bastaba su nombre de pila para verse multiplicado en cientos de miles.

En la plaza de la Revolución, lo vimos y escuchamos una multitud enorme de personas, había de todas las edades y en especial una legión de muchachos levitando con la cabeza alborotada por quimeras que cada vez que intentaban construirse resultaban peor que la enfermedad queriéndose curar. En aquella plaza de convocatorias frecuentes, el Comandante, iniciaba con una arenga que, para ser una cita de jóvenes por la paz; sin embargo, elevaba a términos dramáticos su verbo guerrerista. Como en la novela de George Orwell (1984), donde el Ministerio de la Paz, en verdad se dedicaba a los asuntos de la guerra, en esta oportunidad, aquella congregación de encandilados bajo el lema Por la solidaridad, la paz y la amistad, aplaudía fervorosamente todo lo opuesto al sentido de la convocatoria de más de 18.000 jóvenes creyendo ver, como alguien escribió, la primavera con la turbidez del trópico.      

“Todas las causas justas, las más nobles actividades a las que consagra hoy sus esfuerzos el género humano estuvieron aquí representadas.

Brillaron especialmente los sentimientos de solidaridad y paz, que inspiraron el lema de este Festival. Solidaridad necesaria, imprescindible, ineludible entre los abanderados y combatientes del progreso humano, para darnos las manos, estrechar filas, multiplicar fuerzas, derribar obstáculos, vencer poderosos enemigos y marchar unidos por los caminos de la libertad, la dignidad, el bienestar y la felicidad del hombre. Paz que los pueblos anhelan, que los jóvenes y niños del mundo demandan con fuerza incontrastable en esta era nuclear, para preservar su derecho a la vida y un destino mejor para todos los pueblos. Frente a los aventureros, los guerreristas, los insaciables devoradores de hombres y de pueblos.

¡Guerra a la guerra! proclaman los jóvenes del mundo.”

Fragmento del discurso de Fidel Castro durante la clausura del XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. Agosto de 1978

Contraria a la costumbre del gobernante, su discurso fue corto, quizás unos veinte minutos o un poco más, un verdadero record por su brevedad, conocida su tradición por hacer alocuciones de varias horas apenas pausadas por los aplausos. Mientras hablaba, mis amigos y yo, aunque pendientes de lo que decía, una pareja de edad madura, entusiastas como todos los que allí estábamos, en un instante fugaz cruzamos nuestros gestos y miradas, y enseguida se nos presentaron con extrema cordialidad, con esa musicalidad en el habla tan propia de los cubanos, al poco rato ya estábamos hablándonos como viejos amigos que se encontraban después de mucho tiempo. Tenían dos hijos, más o menos de la misma edad que Roberto, Marina y yo. Ambos habían sido enviados a Angola como parte de la avanzada militar de Cuba en África para combatir al lado del MPLA (Movimiento para la Liberación de Angola) respaldado por la URSS contra una facción aupada por fuerzas prooccidentales en una prolongada guerra civil después de conseguida la independencia de Portugal. Una vez que regresaran de aquella confrontación que tan ajena les era, serían condecorados y ostentarían el prestigioso título de Guerrilleros Internacionalistas o algo parecido.

La presencia cubana en Angola se inicia a finales de 1975 y de manera consistente se mantuvo por varios años. Se ha señalado que el número de efectivos cubanos entre Angola y Mozambique alcanzó la cifra de 35.000 soldados a través de la llamada Operación Carlota. En 1991 concluyó esa estrambótica asistencia militar, que solo es comprensible en el marco de una confrontación geopolítica con la que se mueven las piezas del ajedrez mundial por las grandes potencias del momento, Cuba era apenas un peón del tablero.

Por toda la ciudad proliferaban las ventas de libros, usados en su mayoría, en muchas de ellas nos detuvimos a curiosear y comprar ejemplares de varios autores y temas, abundaban, naturalmente, los concernientes al ámbito político, los discursos de Fidel, sus escritos y reflexiones, y desde luego, su imagen, como parte de esa omnipresencia siguiéndonos a todas partes. En una de las librerías me llamó la atención un libro -que todavía conservo- en formato de esos que llaman de bolsillo, tenía una curiosa portada consistente en una especie de diosa mitológica levantando su brazo derecho al cielo con un ramillete de flores en la mano, como la figura aparece plasmada en tonos de gris y negro, en un contraste de sombras con fondo naranja, su cabeza, parecía tener una boina similar a las que usaba el Che. Su título es Circunstancias de poesía y su autor Roberto Fernández Retamar, el mismo que Pablo Neruda volvió trizas en sus memorias y Reynaldo Arenas lo remata con sus opiniones en Antes que anochezca. (1992). Entonces no tenía idea de quién era, le di una hojeada a la obra, me gustó y la compré, y debo confesar que aún me gusta su poesía. Y quizás sea un buen poeta, pese a su incondicionalidad política a un modelo que no tiene nada de poético. Para algunos el autor cubano, quien fuera presidente de la Casa de las Américas (la institución cultural oficial de Cuba), y además miembro del Consejo de Estado, máximo organismo ejecutivo del país, que encabezaba Fidel Castro, es una suerte de perseguidor intelectual, fervoroso defensor de esa versión del quehacer cultural que solo admite la que cultiva el Estado. De allí que su obra ocupa un lugar menos destacado que su gestión oficial al servicio de un proceso político, es, en dos platos, un poeta de la Revolución, y con ese cristal se lee su obra, por lo demás, él mismo pareciera sentirse cómodo con esa apreciación cuando refiere en una entrevista en la Revista Trilce lo siguiente:   

“Debo decir que tengo una desconfianza enorme sobre lo que un autor pueda decir de sí. Trabado entre modestias y vanidades (que pueden ser lo mismo), y sobre todo impedido insalvablemente de mirarse con los ojos con que los ven —y sobre todo lo verán— los otros, su testimonio sólo puede tomarse con las mayores cautelas. Desautorizadas así la líneas que siguen, añadiré que quizás en el futuro, si algún ocioso quiere ocuparse de mis versos, descubrirá que, después de ilusionados pastiches, a mis veintitantos años, voluntariamente influido por la poesía inglesa (que en general conocí y sigo conociendo mal, pero así son las cosas), y especialmente por Eliot (que acaso conocía un poco menos mal), y queriendo salir de un ambiente poético enrarecido, di en buscar una poesía que se acercara a la conversación en su idioma, a los inmediato en sus asuntos (...) pero no fue sino hasta la Revolución Cubana, en 1959, que empecé a trabajar con ese idioma que había intuido, necesitado.”

Revista Trilce. Chile.  1968

El poemario Circunstancias de poesía fue editado en 1977, en La Habana. Es una compilación de poemas con un acento intimista en su mayoría, ausentes de la torcedura proselitista aspirando devotos para una causa, ese hecho convierte su trabajo en una obra de calidad excepcional. Pero, ese, en definitiva, es otro Retamar, incluso no de su agrado enteramente, por lo que él mismo expresa en su entrevista.

En los sistemas totalitarios el predominio que el sesgo ideológico impone sobre la creación artística es la peor de las invenciones humanas, algunos lo hacen convencidos de su labor, otros para sobrevivir, y otros más por escasez de talento. Para el lector despreocupado de ambiciones proselitistas a través de unos versos, de seguro advertirá en este Retamar a un escritor menos confesional, quién sabe si más auténtico, y con una perspectiva de entrañable sensibilidad. Al admirado Pepe Mujica en cierta ocasión le escuché decir “Todo hombre tiene un lado heroico y otro miserable”.          

Los amantes tienen un poco de presente,
Hecho de encuentros furtivos, de llamadas
azarosas;
Y hasta pueden tener una especie de pasado,
Intercambiándose a retazos nostalgias del uno
o del otro,
Ráfagas de la infancia, un sitio roto, una ruina
que fue una casa.
Lo que apenas tienen los amantes es porvenir,
Y por eso la dama del perrito se irrita o solloza
silenciosamente junto a la lámpara,
Porque sabe que no pueden alimentarse de esa
sustancia impalpable
Sin la cual la vida es como una danza grotesca,
Aunque la iluminen los relámpagos de los besos
y la sacudan tempestades reales.

Tiempo de los amantes.
Circunstancias de poesía. 1977

De Roberto y Marina nunca más supe, nos despedimos intercambiando promesas que jamás cumplimos, tampoco de la pareja con ambos hijos en Angola, abrigo la esperanza de que hayan vuelto vivos para recibir al menos sus respectivas medallas. A ellos dedico esta mirada al pasado.

Pasaron los años y cuando parecía que soplaban vientos de cambios, después del desplome de la Unión Soviética, y de una probable apertura económica durante la presidencia de Raúl Castro, hace unos días las noticas sobre la isla destacan un nuevo plan de ajustes que no presagia sino más penurias.

La creación literaria ayuda a las personas a elevarse sobre sí mismas, influye en quien escribe y al propio tiempo en quien las lee. Porque cada texto al mostrar una realidad, sensibiliza doblemente, así sea una mera ficción, pues concita una reflexión y un ejercicio de la intelectualidad; el atributo más extraordinario de los seres humanos, el único que posibilita la permanencia de la civilización.   

Por eso, María Elena Lavaud, en un fragmento del epílogo de La Habana sin tacones, entre la conmoción y el espanto, se despide aún con optimismo.

“He escrito estas crónicas desde el corazón, en una suerte de tributo a cada uno de esos seres especiales que me mostraron su realidad con tanta franqueza. Desde aquí los admiro, y lo haré siempre, guardando la secreta esperanza de poderlos tener más cerca en futuro no muy lejano.”

 

lunes, 22 de enero de 2024

La última página de una dictadura

 La última página de una dictadura

Por Edinson Martínez

@emartz1

Estas largas notas las inicio culminando ya la primera semana de enero, después de sacudirme la somnolencia que suele acompañar los días siguientes al cierre de año. Son el resultado de un conjunto de ideas que fueron dándome vueltas en la cabeza después de terminar de leer un libro de Igor Delgado Senior sugerentemente titulado Última Página. (Cronicuentos), editado por la Fundación El perro y la rana en 2021, y cuya publicación original es de 2016 a cargo de Lector Cómplice. Es una obra que compila 48 relatos cortos, textos de ficción heñidos con los datos de una realidad cruel, hiriente, insólita, subterránea al común de las personas, que se muestra a la luz del día con una lucidez narrativa sin cortapisas. Son las crónicas de última página de un periódico imaginario con el añadido literario de un perspicaz narrador.

Ahí me encontré con un relato –y a este se debe principalmente el aliento del presente texto– que al instante me obligó a investigar y atar cabos para seguirle la pista al hecho que sucedió en la turbulenta realidad trastocada con fines literarios que Igor Delgado Senior nos presenta. Su título: Esbirros de la dictadura perezjimenista asesinaron a famoso cantante mexicano.

 “Supo esa noche sin estrellas que algo iba a ocurrirle: los presagios volaban como briznas secretas y el aire daba vueltas con filosa intensidad. Cosmos profundos, estrépitos inaplazables.”

                                    Última Página. (Cronicuentos) (2021). Igor Delgado Senior.

Así comienza la historia del personaje de la crónica, Renato Colinas, un vuelo ficcional del autor sobre los últimos momentos de un cantante en la Caracas a punto de cerrar el ciclo de la última dictadura militar. Corría el año 1957, a nueve meses del fin de ella, aspecto que pude establecer una vez iniciada la labor de desbrozar los elementos de ficción narrativa de aquellos que, en efecto, constituyeron parte de la realidad, de la observación del contexto en que, ciertamente, ocurrieron los hechos y al mismo tiempo conformaron el magma para desarrollar la trama. Nueve meses mediaron entre aquel lance fatídico y el colapso del gobierno militar, como igual pudiera decirse del lapso que entraña la vida humana en el vientre materno. Muy probablemente para las personas que vivieron en edad adulta aquel periodo, el argumento del relato podría sonarles familiar, incluso aun en la clave de redacción literaria con que está presentado en el libro. Sin embargo, para el resto, para una buena porción de los venezolanos del presente, y también para los de la fecha en que se edita la obra por primera vez (2016), el tema les es absolutamente desconocido; una crónica más de las muchas que en este género se cultivan que, si no fuera por el título con el que se publica, tampoco habría despertado en mí la curiosidad de investigarlo y, muchísimo menos, motivarme a escribir estas líneas. Y, he aquí, entonces, un aspecto clave relativo a la memoria colectiva sobre la calificación de un tiempo que comienza a desvanecerse, a palidecer como esas fotografías familiares que van tornándose amarillentas, descoloridas, acumulando tanto pasado sobre lo que alguna vez fuera un vívido presente hasta que, incluso, en trueque insólito de la memoria, muchas veces llegar a apreciar con buenos ojos lo que en su momento no valió la pena o fueron instantes desagradables.  

Venezuela tiene una historia de regímenes militares tan extendida que sus gobiernos civiles en realidad han sido una minoría. El caudillo, las autocracias y las conspiraciones cuartelarias, nos han sido tan genuinamente criollas como la arepa.  Ya explicarán los historiadores esa propensión vernácula por la bota militar sino ejerciendo el gobierno, al menos merodeando como fantasma en la oscuridad los ejercicios civiles de la cosa pública. Y también ha sido así, en honor a la verdad, en casi todo el Caribe. Nuestra literatura da cuenta de ello de manera excepcional, abordando el tema de modo tan recurrente como creo que en ninguna otra parte del mundo. Y es que, el dictador militar latinoamericano, es un personaje novelesco, surrealista. Tomaría prestada la expresión que emplea Gabriel García Márquez para definirlo al amparo de sus fines literarios: “es un personaje mitológico”. Y, creo, como él, que es así. En ese sentido, el escritor colombiano, sobre el particular, nos ofrece en su retórica reflexión: 

“El tema ha sido una constante de la literatura latinoamericana desde sus orígenes, y supongo que lo seguirá siendo. Es comprensible, pues el dictador es el único personaje mitológico que ha producido la América, y su ciclo histórico está lejos de ser concluido.”

El olor de la guayaba. Gabriel García Márquez. Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza. (1982). Editorial La Oveja Negra. 

Nuestra última dictadura militar se instaló con un golpe de estado perpetrado contra el gobierno de Rómulo Gallegos en 1948, se despidió en enero de 1958. Los momentos finales los describe Guillermo García Ponce y Francisco Camacho Barrios en su libro El diario desconocido de una dictadura. (1980). Publicaciones Seleven. 

“La Junta Patriótica está en vela, Fabricio Ojeda permanece toda la noche en contacto con Centeno Lusinchi. También con el comando de la Huelga de Prensa. Díaz Rangel informa de los datos recogidos en el Puesto de Socorro y varios hospitales. Hasta las 11 de la noche del 22: 302 muertos y 1234 heridos.

Es la una menos treinta minutos de la madrugada. Pérez Jiménez llama por teléfono al coronel Pedro José Quevedo. La llamada es atendida por el capitán José Vicente Azopardo y el teniente José Luis Fernández.

–Coronel Quevedo. ¿Qué pasa en la Escuela Militar?... Dígale a los oficiales que si hay algún problema que vengan a conferenciar conmigo. Hablando podemos arreglar todo.

–General, los oficiales de la Escuela Militar no tenemos nada que conferenciar con usted. Esta es una batalla y la gana quien tenga más fuerza. Nosotros estamos ganando esa batalla. Si usted quiere conferenciar venga a la Escuela Militar. […]

Pérez Jiménez envía a su edecán mayor Cova Rey a averiguar cuál es el estado de ánimo en el Motoblindado, el Urdaneta y en Conejo Blanco…

[…] Es la una y treinta minutos. Cova Rey vuelve de su misión y conferencia a solas con Pérez Jiménez. La situación en los cuarteles no es buena.  […]

Llovera habla:

–Yo ya he tomado mi decisión. Me voy del país. Las Fuerzas Armadas están divididas…

[…] El mayor Cova Rey va a La Carlota a preparar el avión presidencial, La Vaca Sagrada. También llama a casa del presidente para que la familia esté lista a viajar. 

[…] Una hora después, una caravana de automóviles llega a La Carlota. El avión presidencial toma pista y levanta vuela hacia Santo Domingo. En los controles va el mayor Cova Rey y como pasajeros el general Marcos Pérez Jiménez, su esposa, sus tres hijas y su suegra; el general Luis Felipe Llovera Paéz, su esposa y dos hijos; el doctor Pedro Gutiérrez Alfaro, el doctor Antonio Pérez Vivas, el doctor Raúl Soulés y el señor Fortunato Herrera.

Por Radio Caracas habla Fabricio Ojeda, presidente de la Junta Patriótica.”. Páginas 407, 409, 413.

Durante la primera mitad del siglo XX y bastante más adelante, en el continente prosperaban las dictaduras como la verdolaga. Las hubo de diversa naturaleza política, no digamos ideológica si hubiera que referirse a una elaboración enjundiosa de argumentos que fuera más allá de la médula mesiánica que las caracterizaba. Todas ellas hacían gala de una verborrea de exaltación patriotera o chovinista que se resumía naturalmente en una persona, por lo general, en un militar con el pecho cargado de tantas medallas como un general soviético, como era el caso del dictador Rafael Leónidas Trujillo, conocido como “Chapitas”, por el gran número de condecoraciones que ostentaba en el pecho. Una observación fuera de lo común me llamó la atención sobre un comentario de Gabriel García Márquez sobre los rasgos comunes a los dictadores, a los más grandes, como aclara, destaca que tienen un similar origen familiar, educados siempre por una madre viuda, o con la ausencia del padre por cualquier otra razón en el núcleo familiar. Curiosamente Marcos Pérez Jiménez quedó huérfano a los 11 años de edad, su madre entonces ocupo el centro de su crianza. No digo nada más para no meterme en honduras psicoanalíticas que no son de mi dominio.

A todos estos autócratas precedentemente a sus nombres, se les identificaba con un fatuo cognomento pronunciado en exaltación adulante: el Salvador de la Patria, el Restaurador, el Benemérito y tantos otros.  

Nunca faltaron los dictadores pintorescos, estrafalarios, personajes de carne y hueso que se dudaría si en realidad no eran más bien protagonistas del universo narrativo del realismo mágico en el que tanto nos reconocemos. En Haití, por ejemplo, el dictador conocido como Papa Doc (François Duvalier), se cuenta que en una oportunidad ordenó exterminar todos los perros negros que había en el país porque uno de sus enemigos se había convertido en perro, en un perro negro. En Paraguay, el dictador que más tiempo estuvo en ejercicio (40 años), como presagiando la historia que habría de sobrevenir en el siguiente ciclo, el llamado doctor Francia (José Gaspar García y Rodríguez de Francia Velasco y Yegros), según ordenó que todo hombre mayor de 21 años debía casarse, tomando a continuación acciones gubernamentales para cumplir con semejante ocurrencia. En El Salvador, Maximiliano Hernández Martínez, dispuso forrar en papel rojo todo el alumbrado público, para combatir una epidemia de sarampión y cuentan que, en estrambótica erudición, usaba un péndulo para antes de comer los alimentos, lo levitaba encima de los platos a fin de determinar si estaban envenados.  El general Jorge Ubico, dictador en Guatemala, mandaba a apagar las luces de los pueblos a las nueve de la noche, para que las personas se levantaran temprano con ánimo y ganas de trabajar, y cuando una mujer se fugaba con un hombre, ordenaba buscarlos con la policía y después de darles unos cuerazos en la plaza del pueblo, los casaba con todos los rigores de la ley. Creo que no se salvaría ninguno de historias y ocurrencias grotescas más o menos similares, dando lugar a que la literatura las incorpore en la memoria de los pueblos con su impronta narrativa para resistir las embestidas del olvido.

Gabriel García Márquez confiesa en el texto citado –El olor de la guayaba– cómo fue que se le ocurrió escribir su novela El Otoño del patriarca, donde relata la historia de un dictador, un mandamás, que gobierna su nación por largos años con mano férrea, sometiendo a sus enemigos a torturas y humillaciones impensables para mantenerse en el poder, valiéndose a su vez de toda clase de artimañas que lo elevan a la condición de mito viviente.

“Mi intención fue siempre la de hacer una síntesis de todos los dictadores latinoamericanos, pero en especial del Caribe. Sin embargo, la personalidad de Juan Vicente Gómez era tan imponente, y además ejercía sobre mí una fascinación tan intensa, que sin duda el Patriarca tiene de él mucho más que de cualquier otro.”

El momento preciso para desarrollar una historia –como ocurre por lo general en los escritores–, suele llegar del modo más inesperado, a partir de una imagen que lo resume todo, que condensa en la ínfima parte de un instante toda la intención del propósito narrativo, como, en efecto, comenta García Márquez le ha sucedido en varias oportunidades para dar inicio a su alquimia creativa. Esto es precisamente lo que señala ante la pregunta de Plinio Apuleyo Mendoza sobre la novela que tan bien retrata al dictador rural caribeño.

“[…] En aquel antiguo caserón colonial, con una fuente en la mitad del patio y tiestos de flores alrededor, García Márquez encontró a un viejo mayordomo que servía allí desde los tiempos remotos de otro dictador, Juan Vicente Gómez. Viejo patriarca, de origen rural, de ojos y bigotes de tártaro, Gómez había muerto en su cama, tranquilamente, después de gobernar con puño de hierro a su país por cerca de treinta años. El mayordomo recordaba todavía al General; la hamaca donde dormía su siesta; el gallo de riña que le gustaba.

–¿Fue después de hablar con él cuando tuviste la idea de escribir la novela?

–No, fue el día en que la Junta de Gobierno estaba reunida en aquel mismo lugar, en Miraflores, dos o tres días después de la caída de Pérez Jiménez, ¿recuerdas?

Algo ocurría, periodistas y fotógrafos esperábamos en la sala presidencial. Eran cerca de las cuatro de la madrugada, cuando se abrió la puerta y vimos a un oficial, en traje de campaña, caminando de espaldas con las botas embarradas y una metralleta en la mano. Pasó entre nosotros, los periodistas. […]

Fue en ese instante, en el instante en que aquel militar salía de un cuarto en el que se discutía cómo iba a formarse definitivamente el nuevo gobierno, cuando tuve la intuición del poder, del misterio del poder.”        

Como antes comenté, la última dictadura militar en Venezuela fue depuesta en enero de 1958. Cumplió un ciclo de 10 años con un saldo de toda clase de agravios, persecuciones, desapariciones y asesinatos de líderes políticos, gremiales y sindicales, así como la aniquilación de las libertades públicas para asegurarse al poder, sin dejar de lado la ausencia de garantías civiles y el proceder arbitrario de los funcionarios adscritos a la seguridad para despachar asuntos personales por cuenta propia al amparo de su autoridad, tal como ocurrió con el cantante que motiva el presente texto y sobre el cual volveremos más adelante.

Este periodo de nuestra historia no requiere de mayores explicaciones para su caracterización: fue un gobierno militar, una dictadura.

El propio jerarca al respecto resumía su idea de democracia con olímpico desprecio en manifiesta consideración de acuerdo con su visón del Estado: el Nuevo Ideal Nacional.

En el libro de Agustín Blanco Muñoz –historiador y profesor titular de la Universidad Central de Venezuela– de la serie Testimonios violentos, titulado Habla el general Marcos Pérez Jiménez, (1983), editado por El Centro de Estudios de Historia Actual de la FACES-UCV, el autor nos entrega una extensa entrevista al exgobernante donde se pasea por diversos tópicos relativos a su asunción al poder, su desarrollo gubernamental y su caída. Transcribo para ustedes varias de sus aseveraciones en las que se retrata claramente, sin fingimiento alguno, su ideal tiránico del ejercicio del poder.

Así, ante el requerimiento del historiador sobre su parecer respecto a la legitimidad de origen de los gobiernos, este responde lo siguiente:

En cuanto al problema de la legitimidad de los gobiernos…

Ya vamos a volver a caer en el mismo terreno. Se lo he dicho: yo no comulgo con eso. Me parece que los hechos que son los que realmente importan bien o mal a la humanidad, sean superados por la legitimidad. […] La legitimidad, el origen de los gobiernos es para mí completamente secundario. Son los resultados los que importan a las colectividades inteligentes. Son las resultantes las que hacen que un gobierno sea deseado y repudiado. Pero la legitimidad me parece una cuestión de segunda categoría...”. Página 258.

Este asunto –la legitimidad de origen–  que introduce Agustín Blanco Muñoz en la entrevista es, sino crucial, al menos determinante a la hora de deslindar los límites entre una democracia y un régimen autoritario. Ya conocemos de propia fuente su punto vista. Y un poco al margen, permítaseme la digresión aprovechando la oportunidad, recuerdo haber leído en la propuesta fallida de reforma constitucional sometida a referendo en 2007, una redefinición de la legitimidad de origen, en donde el voto popular, perdía tal atributo y, en consecuencia, se introducía la idea de otras formas de legitimidad de origen contrarias a la tradición democrática conocida. Un tema controversial que pareciera hacer coincidir a quienes tienen una misma ascendencia profesional de tan persistente protagonismo en nuestra historia. 

En otra parte de la entrevista el autor del citado libro aborda directamente el aspecto relativo a la dictadura.

“Usted ha dicho reiteradas veces que son los resultados los que justifican un gobierno. Ahora bien, ¿por qué su gobierno en determinado momento también se cuida de la apariencia? Es decir ¿por qué acude, por ejemplo, a unas Cámaras Legislativas, a cuerpos institucionales, etc.? ¿Por qué no acepta simplemente que se es una dictadura?

Nunca me he sentido molesto porque me digan dictador. Hasta ahora no he visto en la historia de la humanidad que se llame dictador a quien se le pueda considerar un pendejo…”. 

[…] Recuerdo que en una oportunidad el padre Hernández, creo que era el párroco de San José, dijo que la Iglesia Católica era lo más parecido a la democracia. Y que por eso tenía que haber afinidad entre ambas instituciones.   Pero analicemos un poquito la expresión. ¿Qué es la Iglesia Católica? En principio está regida por alguien. Un Ser Supremo que no ha sido elegido por nadie. Dios en ese sentido se asemeja más a un dictador, en el buen sentido del término, que a un demócrata. Los fueros divinos en los que se basa la Iglesia no tienen nada de democráticos. […] Entonces, la estructura de la Iglesia Católica en sus orígenes divinos, y en su mecánica terrenal, no tiene nada de democrática. Y creo que eso es lo que le ha permitido a la Iglesia Católica durar sus dos mil años.”. Páginas 289 y 294.          

Marcos Pérez Jiménez apenas necesita excusas para convertir en paradigma aquello que únicamente es válido para los dogmas de fe. Se siente cómodo con la definición y proceder de un dictador y así lo admite. Una elocuente exhibición de la engreída percepción de sí mismo.   

Ahora bien, de vuelta con el aspecto relativo a la memoria colectiva sobre la calificación de aquel periodo que, como dije antes, su recuerdo comienza a desvanecerse y, de pronto para la presente y futuras generaciones de venezolanos, los resonantes nombres y ejecutorias de muchos de aquellos personajes, con el paso del tiempo les significará muy poca cosa o casi nada. Por eso creo que es importante que la sociedad toda, o al menos sus sectores más esclarecidos por su comprensión del valor de la democracia como el sistema de gobierno más cercano a las posibilidades reales de mayores garantías para el desarrollo integral del ser humano, reaccionen, diría que, en labor pedagógica, se me ocurre, quizás comenzando por usar el término “dictadura” en su justa medida para diferenciarlo de las prácticas arbitrarias de un gobierno, que por muy frecuentes que sean, si no resultan de un proceder sistémico, debidamente engranado en una perspectiva totalitaria, no deberíamos emplear. Sin una cultura democrática no es posible cimentar libertades y derechos civiles. Puede haber, como en algunos casos ocurre, progresos materiales, pero de nada valen si no hay una democracia sólida, con instituciones garantes de los derechos civiles, si no hay libertad.

En tal sentido, nunca estará de sobra destacar la gesta que hizo posible la caída de la dictadura; la crónica y explicación rigurosa de aquel lapso de nuestra historia, de ello surgirán lecciones nada desestimables para el presente y, naturalmente, para el futuro institucional del país. Hay tanto arrojo en esos años, tantas muestras desmesuradas de valentía, de desprendimiento personal y camaradería y, en especial, ejemplos de unidad y organización, que bien vale la pena recordar como especiales atributos en el desempeño de los actores políticos y las organizaciones civiles involucradas en esa lucha.

Héctor Rodríguez Bauza, protagonista de aquellos días nos regala una excelente crónica bajo el título Ida y Vuelta de la Utopía. (2015). Editorial Punto. De la cual les comparto su parecer sobre definiciones muy precisas relativas al 23 de enero de 1958. 

“Otra característica del 23 de enero, analizada casi hasta el agotamiento, es la amplia unidad que existió en Venezuela y que no se limitó al campo político, en el que los cuatro partidos existentes integraron la Junta Patriótica y el Frente Universitario, organismos que iniciaron y dirigieron la lucha del sector civil. Posteriormente se incorporaron los distintos colegios profesionales, las organizaciones obreras, los empresarios y los periodistas quienes jugaron un papel importantísimo en esas luchas.”

[…] En síntesis, los civiles por sí solos no hubieran logrado en fecha temprana la salida del dictador. Pero los militares opuestos a Pérez Jiménez por sí solos tampoco lo hubieran alcanzado. Por eso no se puede disminuir ni exagerar el papel de uno u otro en tales acontecimientos ni se puede catalogar lo ocurrido como un golpe militar más.”. Página 219.

Pero regresemos al relato sobre el cantante mexicano, Renato Colinas, a su trágico fin, que Igor Delgado Senior escribe en género de ficción, pero que, sin embargo, es una historia verídica.  

“Según las invocaciones de Renato, aquella Caracas exhibía progresos de granito y cemento que inauguraba en persona el dictador Pérez Jiménez (y escondía las torturas, los crímenes y la persecución contra los adversarios del régimen). El bolerista comenzó presentaciones en El Ancla y hasta ahí llegó a buscarlo una Cloe Ducaste de lentes oscuros, residenciada en Venezuela, piernas aún frescas y escoltas ubicuos que la cuidaban desde las sombras. Al finalizar la tanda musical, Cloe lo convidó a la mesa para envolverlo de abrazos y jurarle, como en las telenovelas, pasión inmortal: “Aunque estoy casada con un gran personero de este gobierno, todavía te amo a vos, ¿me comprendés?”. Luego susurró: “¡Debo marcharme! ¡Nos veremos pronto, cariño!”, y se fue en el hálito de su tibia fragancia. El pianista, un dominicano, precavido y fraterno, le advirtió a Renato: “¡Cuidado, chico!, es la mujer del temible Miguel Silvino Lanza, el Negro Lanza, segundo jefe de la Seguridad Nacional. Aléjate de ella, no te conviene, es un riesgo mayor; es como suicidarse de antemano”.    

Última Página. (Cronicuentos) (2021). Igor Delgado Senior. Página 25.

Renato Colinas no era ningún activista político ni un conspirador, quizás nada de eso le importaba, su interés se centraba únicamente en ver cómo redondeaba unos centavos para cubrir los gastos derivados de su residencia en Caracas. Era un artista que, de tanto dar vueltas entre el Caribe y Latinoamérica cuesta abajo, hasta el sur profundo, había malbaratado sus minutos de gloria –“La vida es un suspiro”, atinó a escribir en 1934 Carlos Gardel en su célebre tango Volver–, así que, instalado en la capital de Venezuela, buscaba afanosamente el modo de ganarse la vida alternándose entre los diferentes clubes nocturnos citadinos.

El cantante en la vida real fue un sujeto perseguido por las intrigas del medio artístico, desde México a la Argentina, donde compartió escena con los grandes intérpretes del momento, su trayectoria con frecuencia despertaba deslealtades. Renato se había casado en Cuba con una chilena, también artista, y después de un tiempo decidieron viajar a la Argentina, donde se radicaron. Para su perdición, fue en Buenos Aires, donde inició una relación extramarital con la mujer fatal que años más tarde, emigrada ella a Venezuela, le causaría la tragedia que el pianista dominicano le presagiara en el relato del autor de Última Página. (Cronicuentos).

Genaro Salinas era su nombre verdadero y la mujer, era la conocida actriz argentina de teatro y televisión Zoe Ducós, esposa entonces de Miguel Silvio Sanz, uno de los jefes de la Dirección de Seguridad Nacional, la policía política de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Se cuenta, de acuerdo con las versiones que circularon al margen de la prensa oficial que, el domingo 28 de abril de 1957, Genaro Salinas fue encontrado agonizante debajo de un puente de la Avenida Victoria de Caracas, tenía politraumatismos generalizados por lo que falleció ese mismo día. Al parecer, varios agentes de la Seguridad Nacional lo esperaron a la altura del puente y lo arrojaron a empellones al vacío, una vez en el piso le pasaron un automóvil por encima. La versión que circuló en los medios allegados a la dictadura refiere al caso como una caída al vacío a causa de una borrachera del artista.

Se cuenta que el cantante murió con los ojos exageradamente abiertos, y que Daniel Santos, al visitarlo en la funeraria, sacó un puñal de cruz guardado en su cintura, se lo puso en la frente y enseguida sus ojos se cerraron para siempre.  

Salinas fue amigo de Mario Suárez, Alfredo Sadel y Daniel Santos, era estimado en el ambiente caraqueño por la calidad de su voz y trato amable. Su muerte se convirtió en un lío de conjeturas, en un misterio, apuntando las saetas de las sospechas al manejo discrecional de la autoridad en un sistema sin garantías civiles. Una de las notas de última página de un régimen cuyo tinglado no podría ser menos presuntuoso: El Nuevo Ideal Nacional.  

 Ciudad Ojeda, 17 de enero de 2024.

domingo, 3 de diciembre de 2023

Historias profanas. De Gardel a Sarli

Historias profanas
De Gardel a Sarli


Por Edinson Martínez

En la ciudad donde he vivido siempre, durante mi niñez y parte de la adolescencia, había dos salas de cine emblemáticas, estaban ubicadas en el mismo perímetro urbano de su casco central, frente a la plaza principal de aquel bucólico pueblo de entonces.
 Uno de aquellos cines exhibía las novedades de la pantalla grande que llegaban con el retraso comprensible para un apartado pueblo a orillas del lago de Maracaibo lleno de migrantes europeos y gente venida de todas partes atraída por la explotación petrolera. El otro de los cines no se detenía mucho en escogencias fílmicas, todos los días tenía cartelera de dos turnos; el primero de ellos cayendo la noche, y el otro, inmediatamente después, cuando el común de los habitantes de aquella ciudad redonda con unas cuatro calles más o menos importantes, comenzaba a cabecear por el cansancio de la jornada laboral. Ciudad Ojeda es su nombre.

Así, en esos instantes dando paso a la noche plena, la pantalla del viejo establecimiento a cielo abierto, irónicamente identificado como Cine Nuevo, se encendía tentadora ante sus lúbricos espectadores para seducirlos durante casi dos horas con las imágenes impúdicas de la proyección para adultos. Hasta el filo de la medianoche se extendía la función, y luego, como una romería de noctámbulos impenitentes, en silencio, o en alegría contenida, cada quien buscaba el modo de regresar a su casa en un pueblo vencido por el sueño.   

Por razones de edad, como adolescente, nunca pude entrar a ninguna de esas proyecciones, pues, siendo tan pequeño el poblado, cada portero, casi siempre seleccionado por su cara de vinagre para desempeñar su papel a cabalidad, conocía a las generaciones de muchachos deseosos de conseguir un asiento en una de estas funciones sin tener la edad respectiva. Así que la única opción consistía en burlar las prescripciones reglamentarias, entrañando de este modo una doble infracción para los menores de edad: ver una película pornográfica sin edad para ello, y, además, violar la seguridad del cine para conseguir semejante propósito. Más tarde, cuando aquel cine erótico de los años sesenta y setenta del siglo pasado se convirtió en una risible y atontada muestra libidinosa del género, por virtud de las fronteras lujuriosos que fueron superándose en las grotescas escenas de las sucesivas producciones, pues dejó de interesarnos. Al portero, podía verlo de vez en cuando en una de las cafeterías aledañas al cine; un pintoresco lugar propiedad de los únicos dos suizos que vivían en la ciudad. Ya no era el ácido personaje de aquellos años, sino un sujeto reservado, flaco y largo con cara de chino viejo que tomaba una taza de café con manos temblorosas en evidente muestra de un Parkinson avanzando sin remedio.    

De aquellos días inquietos que el recuerdo comienza a palidecer, tengo presente las imágenes de la fachada del Cine Nuevo, en cuyos flancos de su entrada principal se exhibían llamativos afiches o posters de la película de turno, mientras en la parte superior, en grandes letras, destacaba el título del estreno para adultos. De muchas de ellas tengo el recuerdo vivo anunciándose tentadoramente en sus carteles de promoción. En ellos se mostraba la figura voluptuosa de la estrella en pose sugestiva, en tanto, de manera visiblemente calculada, destacaban el nombre de la protagonista y el respectivo lema publicitario: Isabel Sarli en Lujuria Tropical. Pasión en sus ojos, fuego en sus labios, deseo en su cuerpo.

La ficha técnica de la producción fílmica, era lo de menos, a nadie le interesaba, apenas el nombre del director, en algunos casos, dada la filiación existente entre él y la sensual interprete, del resto, como podría ser el guionista, edición y montaje, musicalización, o el nombre del conjunto de actores y actrices que asimismo formaban parte de la realización cinematográfica, a pocos importaba. Nadie se detenía en semejantes detalles.

En realidad, esta clase de filmes era un producto de consumo masivo para hombres, correspondiendo estrictamente a los valores y cultura dominante de la sociedad machista y sexista de aquella época, así que sólo interesaban las escenas de los desnudos que realizaba la protagonista. La propia actriz argentina mencionada antes, en algún momento, contando varias de sus anécdotas en diversas apariciones, llegó a referir que, sus películas cuando no tenían desnudos, su éxito era muy limitado y de poca aceptación del público. En una entrevista con Jorge Coscia en Puerto Cultura en septiembre de 2012, así lo afirma: 

“…Y la película, yo no hice desnudos porque decían que, si Armando era un comerciante, que me ponía desnuda y así ganaba dinero, el otro que era un intelectual, tan querido por los periodistas, y a Armando no lo querían, era el loco, le decían el loco…bueno, yo no voy a hacer desnudos, y no hice desnudos… Setenta veces siete [comenta el entrevistador], un fracaso de público, una película con muchos valores artísticos […]

Hablábamos de Setenta veces siete [continua Jorge Coscia], dirigida por Torre Nilsson, una película que desilusionó a muchos de los seguidores de las películas de Armando Bo porque no había desnudos […]

Viste … [refiere Isabel Sarli] Que iba siempre un hombre con un cuenta ganado para contar la gente que entra al cine y dicen que, cuando se estrenó Setenta veces siete, uno dijo:

“¡Esta es la peor de Armando Bo!”. Porque no había ningún desnudo…”

Mientras escribo esta crónica, lindando la medianoche, se desata una tormenta surgida del calor húmedo que ha sofocado todo el día; se levanta rabiosa viniendo del oeste, marcando el inicio del cambio de temporada climática en la región. En mayo, las lluvias se anuncian con unos calorones pegajosos que, cuando menos las personas esperamos, de pronto en el cielo incandescente que un sol como un disco leonado alumbra, se forma una ventolera que rápidamente trasmuta en oscuros nubarrones lanzando unas gotas pareciendo proyectiles de agua. Así es nuestro trópico deslumbrante –pienso–, ese que Regis Debray con su mirada de otras latitudes, admitiera alucinado en la narrativa de una de sus novelas.

“¿Cómo inventar la melodía de un tiempo cómplice en una región que no tiene estaciones? ¿Cómo componer una partitura para dos voces y un violoncelo donde hace más de treinta grados a la sombra desde la mañana a la noche y nunca menos de veinte desde el atardecer a la mañana? ¿Dónde el verano está separado del invierno por un aguacero y no por un otoño? ¿Dónde los verdes son verdes lo mismo en julio que en enero y las corolas de los tulipanes escarlatas durante todo el año…? El año de Europa es una montaña rusa, un folletín de episodios…”      

          El Indeseable (1975). Regis Debray

El 25 de abril de 1935 Carlos Gardel llegó a Venezuela, venía de Puerto Rico, y era la primera vez que se encontraba en América del Sur, sí en América del Sur, si tomáramos en serio, con la prescindencia obvia del sarcasmo implícito que tiene aquel episodio comentado por el también argentino Tomas Eloy Martínez, cuando de regreso a Buenos Aires, después de pernoctar en Caracas, el taxista muy solemnemente le pregunta: “¿qué tal van las cosas por América Latina?

En efecto, era la primera ocasión en que el ídolo tocaba tierra tropical en el subcontinente. Fue un jueves de abril cuando arribó al puerto de La Guaira, una localidad del centro norte costero de Venezuela, precipitada sobre una extendida costa del mar Caribe, teniendo de fondo el paisaje verde de las montañas que rodean la capital del país. El Caribe, para quienes por primera vez se le acercan, tiene una impresión deslumbrante, de desconcierto no siempre bien comprendida por quienes en un principio lo descubren: una realidad llena de hechos extraordinarios rodeada de un paisaje natural exótico, y una alucinante variedad de formas culturales que amalgama las ancestrales con las raíces africanas y la presencia europea de la Conquista, y también, además, la subsiguiente a causa de los grandes conflictos armados del siglo pasado.  Gabriel García Márquez, así lo apunta en sus Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, en una publicación titulada El olor de la guayaba (1982).  

“Yo creo que el Caribe me enseñó a ver la realidad de otra manera, a aceptar los elementos sobrenaturales como algo que forma parte de nuestra vida cotidiana. El Caribe es un mundo distinto cuya primera obra de literatura mágica es el Diario de Cristóbal Colón, libro que habla de plantas fabulosas y de mundos mitológicos.

Sí la historia del Caribe está llena de magia traída por los esclavos negros de África, pero también por los piratas suecos, holandeses […]. La síntesis humana y los contrastes que hay en el Caribe no se ven en otro lugar del mundo…” 

Aquel día, Carlos Gardel se sintió rodeado del júbilo parroquiano de un país dominado por el conservadurismo y una autocracia de más de un cuarto de siglo. Pocas veces un suceso con esas características ocurría en la cotidianidad soporífera de la dictadura. Más tarde atemperados los ánimos en ciudad costera, Gardel y su comitiva se trasladan a Caracas en un viaje de dos horas por vía férrea. Su llegada a la capital causó el mismo entusiasmo y veneración con el que fuera recibido en La Guaira.

El cantante venía a Venezuela a realizar varias presentaciones, por eso los organizadores de la gira escogieron las ciudades de mayor población y dinamismo económico, y de acuerdo con ello ofrecieron recitales en Caracas, Valencia, Maracay y Maracaibo. Ante el mismísimo dictador Juan Vicente Gómez, en la ciudad de Maracay, realizó una presentación con exclusividad. El viejo y taimado autócrata espantaba entonces de sus alrededores, la mosca de la muerte olfateando su destino –Gómez falleció el 17 de diciembre de ese mismo año–, acaso también la de algún otro en asombrosa fatalidad poco después. Enguantado, como de costumbre, y con su proceder austero, recibió a Gardel y sus acompañantes, igualmente seducido por su talento.    

Una vez concluida la bien estructura gira en el centro del país, continuó a Maracaibo, la capital del naciente emporio petrolero de Venezuela, donde haría una exquisita actuación en los escenarios más importantes de la ciudad, conocidos como teatro Baralt y teatro Metro. En ellos estuvo los días 18 y 19 de mayo de 1935, ovacionado y venerado como todo un ídolo.

Así pues, el éxito del periplo artístico había desbordado las expectativas de sus promotores. Entonces, en último momento, fuera de los planes iniciales, un empresario de espectáculos de nombre Giovanny Pasini, persuade a los organizadores de la prolongada gira, de la idea de incorporar una nueva presentación. Sería un evento relámpago, muy rápido, a pocas horas, en una ciudad cercana, de nombre Cabimas; el verdadero epicentro de la producción petrolera nacional, incluso del hemisferio occidental, a la que Eduardo Galeano, el escritor uruguayo, visitaría décadas después y bautizara como El pezón de América. 

Esta ciudad contaba con una población de unos quince mil habitantes y era el asiento, por otra parte, de las más importantes empresas transnacionales que explotaban el petróleo en todo el planeta. Para trasladarse a ella debían viajar atravesando las aguas del lago de Maracaibo, un estuario de 13.210 km² de superficie que separa a la capital –Maracaibo– del resto de la geografía regional. La travesía la realizarían en una embarcación pequeña durante dos horas surcando el remanso lacustre.

Así, el 20 de mayo, el empresario y propietario del lugar –Cine Internacional– donde actuaría Carlos Gardel, se vistió de gala para recibirlo.

Una multitud se concentró en el muelle de Cabimas para darle la bienvenida al Zorzal Criollo. Personas de todas las edades y sexo se agolparon para ver pasar al célebre cantante quien, con su cortesía habitual, saludaba a todos los admiradores que más tarde vería en el Cine Internacional.

A las 7 de la noche la locación estaba de bote en bote, no cabía un alma. Todo presagiaba un éxito rotundo. Al parecer, Gardel había sido contratado para cantar únicamente tres temas, presumimos, sólo eso, que fueron los tangos de mayor popularidad, entre ellos, quizás, el infaltable Cuesta abajo, o Por una cabeza, tal vez, Tomo y obligo, o Mi Buenos Querido, si asumiéramos que fueron cuatro y no tres. “La memoria es, al fin de cuentas, una cuestión de lenguaje”, diríamos, acompañando aquellas palabras de Tomás Eloy Martínez durante el verano sureño de 2006 en su artículo Con el pasado que vuelve. Pues, la cantidad no alteraría en nada, los sucesos que habrían de presentarse en poco tiempo. 

El caso es que, promediando las diez de la noche, el espectáculo da inicio con la aparición en escena del ídolo tanguero, sus guitarristas acompañaron la ejecución acordada y, al finalizar, sin mayores explicaciones, Carlos Gardel se retiró apresurado sin despedirse. El público, en medio del calor sofocante, del alboroto expectante cobrando fuerza, al darse cuenta, como siempre ocurre en estos casos, siguiendo a una voz incendiaria surgida de la euforia, se enardeció tanto que, en cuestión de segundos, generó una revuelta. Ese descontrol alcanzó fue tan brutal que, las instalaciones del cine, ante la vista de todos, de pronto comenzaron a ser devoradas por un fuego desenfrenado que se extendía desde el fondo del austero proscenio. En pocos minutos las lenguas flameantes del candelero siniestro consumieron el cine de Pasini,

Carlos Gardel regresó a Maracaibo, probablemente no se enteró de lo ocurrido en Cabimas, quizás llegó a tener alguna información vaga, o imprecisa del incidente, nadie lo podría asegurar. El cantante, como estaba previsto, en poco tiempo partió a Curazao, posteriormente a Colombia, y a Medellín, en donde a treinta y cuatro días de aquel incidente en la levantisca tierra petrolera, fallece en el trágico accidente aéreo que marca un antes y un después en la historia del tango.    

La leyenda urbana que surge de aquel suceso en Cabimas, registra los hechos de otra manera: una desmelenada salida del artista, perseguido por una multitud reclamándole por una pésima presentación, en la que nunca pudo escucharse nítidamente su voz ni los acordes de los guitarristas en la abreviada interpretación. Acaso Jorge Luis Borges, en su genialidad, comprendiera este proceder humano de fabular al margen de la realidad, como el camino a la inmortalidad.

“La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecuta puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo entre los mortales tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso.”

El Aleph (1949). Jorge Luis Borges

En mayo, el mes escogido por los indescifrables caprichos del azar, Gustavo Cerati –y esto lo recuerdo ahora– nos visitó en Venezuela para ofrecer el recital que le traía de gira por varios países de la región. Fue el último concierto del paisano de Gardel. El 15 de mayo de 2010, después de ofrecer su presentación en Caracas, Cerati sufrió un accidente cerebrovascular isquémico del cual nunca pudo recuperarse.

En el juego de la vida, un poco en manifestación sarcástica al fortuito vaivén de los hechos que trastocan el discurrir parsimonioso de la vida, Daniel Santos canta esa reconocida melodía tropical. He aquí el estribillo de la canción estrenada en 1953.

En el juego de la vida

Juega el grande y juega el chico

Juega el blanco y juega el negro

Juega el pobre y juega el rico.

En el juego de la vida

Nada te vale la suerte

Porque al fin de la partida

Gana el albur de la muerte…

Y confieso que quizás sea una tentación de escritor la de atar casualidades, donde no existe sino una circunstancia transmutando en la imaginación del autor. Al fin y al cabo, el oficio, pareciera que nos va cincelando como el escultor moldea a su obra. En Panamá, en la recepción del hotel donde me hospedé años atrás, aquella tarde mientras esperaba por el taxi, caminaba de un lugar a otro, un poco impaciente me movía, y de pronto, un señor que me observaba sin percatarme, se me acerca amable y después de un saludo con tanta cortesía que parecía un esgrimista de las palabras, me preguntó: “¿Usted es escritor?”

Entonces, pensé –mirándolo sonriente–, que cada quien busca en este mundo de anónimos andantes, a lo mejor sin saberlo, a sus propias contrapartes, o quizás la levadura de la alquimia creativa que a veces le absorta. Los celosos suelen ver infieles en el conjunto; los policías a los maleantes; los médicos, los signos del enfermo en el paciente que aún no tiene. El político, a un seguidor tras cada gesto inocente y, el escritor, a sus personajes del próximo libro. Aquel encuentro, también fue durante un mayo caluroso presagiando tormenta, justo como ahora, cuando escribo esta crónica de historias profanas.

Y es que suelen ser tan indescifrables las vertientes del azar, los cabos sueltos de una realidad que se muestra en episodios aislados, que, si no fuera porque es muy larga y lenta la historia de los hombres, las casualidades nunca se advertirían. En 1958 Pascual Nicolás Pérez, boxeador argentino, campeón mundial del peso mosca, tuvo como retador al único venezolano que hizo mérito para destronarlo, su nombre: Ramón (Ramoncito) Arias, natural de Cabimas. La contienda se llevó a cabo el 19 de abril de 1958, en Caracas, y esa noche, Arias fue derrotado por decisión. Su pueblo, Cabimas, atento a los pormenores, lo vio ganador.

En mayo de 2007, de regreso de Buenos Aires, tal vez a unos cuatro o cinco días, posiblemente en la semana siguiente, una noche ahora imprecisa, ya tarde, costándome un poco conciliar el sueño, decidí mirar la televisión para intentar dormirme. Así, jugando con el control remoto, fui paseándome por varios de los canales sin interés específico en ninguno, de repente, al detenerme en América TV, noto que, en un programa de entrevistas, al parecer de personalidades del medio artístico, una mujer mayor conversaba amenamente con el periodista. Se trataba de una anciana muy atractiva, elegante, con gran facilidad para expresarse y, sobre todo, bastante espontánea para referir cada comentario, eso, precisamente, fue lo que hizo –si obviamos el imperativo albur de las casualidades– que me quedara siguiendo la entrevista hasta conocer de quién se trataba. Al cabo de unos minutos, no muchos, el presentador finalmente dice su nombre: ¡Isabel Sarli!

Sí, nada más y nada menos, que la chica sensual, medio desnuda que aparecía en los posters de mi adolescencia anunciando sus películas en el Cine Nuevo de mis recuerdos. Nunca había visto una entrevista de ella ni tan siquiera escuchado su voz hasta esa medianoche. Hablaba de su experiencia como actriz de cine erótico, de la censura en la Argentina para las producciones de este género. De aquellas cintas que mejor recordaba por su desafío artístico y técnico; de sus filmaciones en Brasil, Uruguay, Paraguay, México, Estados Unidos y otros países; de su amor devoto por Armando Bo, su esposo, en fin, un repaso más o menos nostálgico de su vida, a propósito del cual, el entrevistador, quizás aprovechando ese soplo mustio con el que en ocasiones giraba la conversación, le inquiere de pronto sobre alguna anécdota que particularmente recuerde. Aquí, entonces, la Coca Sarli, como también se le conoció, comienza por decir con una sonrisa llena de gracia:

Sí, tengo una anécdota que recuerdo muy particularmente, fue en Venezuela [Entonces, todos mis sentidos se pusieron alerta], en una región petrolera…, que ahora, esperáte…, no recuerdo bien…, sí, ya está, en Cabimas, fue en Cabimas…, donde nos contrataron para hacer una presentación, una promoción o algo así, aquello estaba lleno, el cine, muchos hombres, trabajadores petroleros, seguro... El caso es que se formó un alboroto tan grande, todos exaltados, volaron sillas y cosas, y la gente se nos venía encima. Tuvimos que salir prácticamente corriendo de aquel lugar.

De aquella entrevista conservo nítidamente en mis recuerdos sus comentarios, y eso es justamente lo que hago al transcribirlos. No pudo ella establecer la fecha de aquel episodio ni el momento preciso en que estuvo en Venezuela.

En 1964 se estrenó la película Lujuria Tropical, llegó a las carteleras de los cines comenzando el año, según anotaciones de la época, fue todo un éxito taquillero. El filme es una coproducción argentino-venezolana rodada en el oriente de Venezuela, en una paradisiaca playa emplazada en las costas del mar Caribe de nombre playa Colorada, una verdadera incitación al pecado por la calidez de sus aguas y un paisaje estimulante. Allí estuvo Hilda Isabel Gorrindo Sarli (Isabel Sarli) junto al resto del elenco de la producción cinematográfica, y naturalmente, su director y guionista Armando Bo –que aquí, de acuerdo con la chispa caribeña para referirnos a situaciones como estas, diríamos sobre él: “que era el novio de la madrina, cuarto bate y dueño del equipo”–. 

Es probable que, en la oportunidad del rodaje, la actriz haya visitado a Cabimas, o, más tarde, durante el estreno, en enero de 1964, y fue entonces, cuando ocurrió el episodio contado por ella ya de manera graciosa en América TV.

El caso es que de esa visita apenas queda el recuerdo, una luz viajando huérfana entre el sueño y la realidad.