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viernes, 30 de diciembre de 2016

Una belga en Ciudad Ojeda

Una belga en Ciudad Ojeda
Crónicas perdidas
Por: Edinson Martinez
@emartz1


"No existe lugar en el que puedas estar, que no sea el lugar donde te tocaba estar".
John Lennon



Resultado de imagen para persona anciana caminando
Esta ciudad ha visto discurrir sus días, que luego han sido meses y, finalmente, hasta nuestro tiempo, ochenta vueltas al calendario las que se han sumado desde aquellas atribuladas fechas cercanas a la muerte del dictador más longevo del país, y por derivación, al ingreso de Venezuela, como bien dicen algunos, al siglo veinte.  En realidad, no es tanto el tiempo transcurrido, si con apego a las proporciones de otras latitudes tuviéramos que compararla; si conforme a las razonables expectativas de vida tiene cualquier persona, o más aún si hubiéramos de contrastarla con ciudades aledañas a su propio entorno geográfico, donde muchas de ellas llegan a acumular tres o cuatro centurias desde su fundación. Es, en efecto, principal y objetivamente hablando, una ciudad muy joven, de dimensiones modestas, calurosa y apacible, como pocas, refugio de gentes de lenguas extrañas que por el petróleo, el azar, o las carambolas –que viene a ser más o menos lo mismo–, de las que nadie está exento en la vida, llegaron y se quedaron para siempre. Para ellas, el mundo cabía en dos calles, luego, años después, en dos avenidas; Bolívar y Alonso de Ojeda, rectoras viales que todavía siguen orientando el crecimiento urbano del anterior caserío.  

En uno de esos días imprecisos de septiembre… –¿octubre?–  en que el cielo parece exprimirse hasta la última gota de lluvia, la vi correr buscando amparo bajo el techo de alguno de los locales comerciales de la avenida. El clima por esta época, sabiéndolo de sol caliente, no deja de ser caprichoso por momentos, como el humor de aquellas personas que van de la euforia a la iracundia, no sabiendo uno con certeza qué esperar de ellas en ciertas ocasiones. Asimismo, el sol por estas latitudes, de vez en cuando se permite ceder sus habituales rayos a una intempestiva lluvia sin que los registros meteorológicos lo adviertan a tiempo; exóticos comportamientos climatológicos a los que ya nos hemos acostumbrado irremediablemente. Entre el asfalto y la acera, el agua corría a raudales no sin atrincherarse en algunas de las deformidades del pavimento para formar varios de los lodazales que el sol luego secaría.  Con una agilidad propia de persona de menos edad, saltó de un brinco el charco formado súbitamente, uniéndose en fraternal encuentro a quienes también buscaban la protección de un techo. El pelo corto sobre su cuello largo, se movía para todos lados, ondeaba cenizo con el viento húmedo de la mañana temprana de aquel día. Sujeto a su hombro derecho pendía un bolso que con fuerza pegaba a su cuerpo liviano para evitar extraviarlo ante el esfuerzo intempestivo. Mientras pude la seguí con la vista hasta perderse entre el grupo de personas que se habían agrupado evitando el temporal. Con el paso de los días aquella imagen se fue desvaneciendo en mis recuerdos, el desplazamiento apresurado de la gente y los gestos que involuntariamente hacían procurando guarecerse, son rutina que fácilmente se almacena como datos prescindibles en la prodigiosa mecánica cerebral que los registra como archivos. Pasaron días, semanas, también meses, y no podría precisar si uno o dos años cuando nuevamente la vi. Atravesaba presurosa –como antes–  la misma avenida, siempre con el bolso y el cabello a igual altura. Sin embargo, lucía más delgada, o la ropa era de una talla ligeramente mayor, podría ser, incluso, esa dieta que ya sabemos el nombre asignado por estos días a la baja súbita de peso. Caminaba en dirección a una de nuestras calles transversales del centro de la ciudad.  En el paisaje humano de las ciudades, los rostros se van mezclando, confundiéndose, y nos vamos haciendo anónimos en la medida en que el inevitable crecimiento demográfico construye una nueva arquitectura social, donde, cada quién, entonces, pasa inadvertido entre la multitud, entre los sudores y humores humanos y, en el que un semblante, en ese hormigueo errabundo, pareciéndonos familiar, no significa nada porque sólo es la consecuencia del acervo fantasmal que llevamos dentro todas las personas. Hace un par de semanas, un sábado corriente por la tarde, me animé a tomar un café en una de las panaderías del centro, al llegar ahí, en el área del mostrador, que sólo tiene espacio para tres o cuatro sillas para los privilegiados que al momento tengan la fortuna de conseguir una disponible; en uno de esos asientos, la anciana tomaba un café junto a un “cachito” –croissant, para el buen decir de ella–. Sus pocos frecuentes ojos azules entre el paisanaje, se voltearon a mirarme cuando me senté en la silla justo a su lado.
–Buenas tardes, ¿cómo está? –atiné a decirle, como es, además, mi costumbre, tanto por cortesía como por ese acto reflejo que la urbanidad por fortuna nos ha impuesto.
Buenas tarrdes, señorr –un rostro surcado por diminutas arrugas, finas como hilos que se extienden desde las comisuras de sus labios delgados hasta la barbilla y, también, en el contorno de aquellos ojos claros, respondió mi saludo, mientras sujetaba entre sus dedos gruesos el «cachito» vespertino. Al hablar advertí un acento extraño, que no era italiano, como en cierto momento llegué a juzgarla por su apariencia. Tampoco inglés, y antes que seguir cavilando me atreví a invitarle lo que enseguida delató su origen: un croissant, pronunciado en inconfundible francés.
–¡Sí, otro croissant, por favor, muchas gracias, señorr! –me dijo.
–¿Cómo se llama usted? ¿Es francesa? –le pregunté.
–No, soy belga, Mi nombre es Élie, hace sesenta años que llegué al país y un poco más de cincuenta aquí, en ésta ciudad, y todavía me persigue ese tono medio rarito cuando hablo… –me respondió con una ligera sonrisa, arrastrando en contracción la “r” que estrella la punta de la lengua contra el inicio de la cavidad bucal.  ¡Una belga en Ciudad Ojeda! ¡Quién iba a pensarlo! Me dije internamente. Probablemente sea la única persona de esa nacionalidad en la ciudad. Por un momento había imaginado que era francesa, no sin dejar de acotar que habría sido asimismo una sorpresa encontrarse una persona de ese origen, cuando comúnmente nos llenamos de italianos, españoles, portugueses, chinos y recientemente árabes por montón. Pero, ¡una belga!, esa sí era una sorpresa.
–¿Cómo fue que llegó una belga a Ciudad Ojeda? –le insistí, mientras me tomaba el café. Es una mujer muy activa, tiene un andar muy ágil y un cierto aire juvenil cuando sonríe.
–Me casé con un polaco, en Europa, ya murió, hace varios años, él me trajo a vivir aquí cuando vino a trabajar en las petroleras. Tengo tres hijos, y cinco nietos, aquí moriré –me dijo con su acento tan particular, como cuando uno escucha el doblaje de una película que busca emular el tono afrancesado de las palabras; una cadencia melodiosa que obliga a la lengua a trabarse en algunas consonantes y a expulsar la voz con ese toque seductor en un acorde extendido de las vocales. Es una percepción, evidentemente, subjetiva, derivada probablemente de la influencia filmográfica francesa que eventualmente se proyectaba en nuestros cines de pueblo décadas atrás. Las escenas románticas tenían ese acompasado inspirador que luego ha servido para mofar el acento francés.  
–… Uno pertenece al lugar donde vive, no donde ha nacido… Cuando uno crece y se hace mayor en un sitio diferente, todo lo que ha construido en la vida se encuentra allí, lo demás son sólo recuerdos, a veces nos llegan a la mente, pero nada podemos hacer. Son como un aroma, un perfume que nos pasa repentino por la nariz, y nada más… –continuó hablándome, lo hacía espontáneamente, como en automático. Simplemente la escuché, dejé que expresara con libertad esa especie de sentencia con ribetes filosóficos que iba desgranando.
–Sí, así debería ser… –dije, por último, asintiendo con una declarada concesión a su meditación. Nada había que agregar. Me quedé pensando por unos segundos, y luego de una pausa común, nos despedimos con la misma cortesía que nos había encontrado hace unos minutos. Tras esos ojos del color del cielo nos miran ochenta años de historia, alguna vez tuvieron el embrujo de domar corazones, hoy de atesorar recuerdos entre los linderos de una nostalgia que busca evitarse. De vez en cuando la veo, veloz y diligente, como siempre, perdiéndose entre las calles tras los quehaceres que cada día le convocan. Pasado el tiempo, supe que aún se ganaba el pan en oficios domésticos. Se resiste a dejar de trabajar pese a sus años.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Hoy es el fin del mundo

                                                  “Para todos los que por mi mente han pasado mientras escribo este fin del mundo”
Edinson Martínez
@emartz1


Imagen relacionadaSi hoy es el fin del mundo, como tanto se ha dicho, probablemente nos lleguen esos minutos finales tratando de hacer las cosas que nunca hicimos en toda una vida. La mayor de las ironías será decir que nunca tuvimos tiempo para ello. Habrá quienes escojan ir de compras por el antojo postergado por años. Viajar al destino soñado.  Hartarse de la comida preferida o simplemente   estrenarse aquellos zapatos reservados en el closet para la ocasión especial. El último momento puede ser tan personal, íntimo y egoísta –en el mejor de los sentidos que ésta condición pueda tener–,  que dedicado enteramente a la satisfacción individual,  hasta una aspiración colectiva expresada por alguien singularmente, la convierte en “su” último deseo.

Por mi parte, hombre sin grandes propósitos mundanos, aprovecho  para escribirte ésta cuartilla de pendejadas que sólo se le ocurren a uno cuando se imagina el fin de los tiempos.  Decidí enviártela, hoy temprano, para que tengas tiempo de leerla antes de  hacer lo que  ya tienes dispuesto para tan valiosos instantes.

Hace un par de noches, mientras aguardaba que la electricidad retornara luego del apagón de rutina, me asomaba por la oscuridad de una ventana desde donde puedo ver caminar a  las personas a cualquier hora del día. Siempre hay gente en las calles, no se qué hacen a horas y deshoras, pero siempre las veo ir de un lugar a otro. Algunas veces van deprisa; otras, a paso lento, como seres distraídos que llevan sus historias de paseo en cada madrugada. En el cielo lleno de puntitos que todos sabemos son cuerpos celestiales sin el resplandor de la luz eléctrica, como el de hace dos noches, me acordé de ti, de vez en cuando lo hago y simplemente es un destello fugaz en mi pensamiento. 

Aquellos segundos -tal vez sea por la noche de estrellas, el ocio cultivado mientras retorna la luz, los buenos momentos de la vida o todas esas cosas a la vez-, mirando desde la oscuridad terrenal del pequeño lugar que ocupo en el universo,  se extendieron primero por unos minutos, y luego por un rato un poco más largo. Entonces, igual que ahora,  te siento  una estrella lejana, como esos luceritos destellantes que puede uno creer se encienden cuando los ve distantes en la inmensidad. Se esconden entre las nubes y uno los vuelve a ver, sin tener la certeza de que son los mismos de ayer.  Este día me llevará escribiendo para ti sobre aquella noche, desenfrenado para ganarle al tiempo que nos resta,  comiéndome desaforado los puntos y las comas en cada uno de los versos de ahora; están ellos perseguidos por el hechizo de la medianoche que nos invade irremediablemente, especie de sentencia que atormentaba las horas felices de La Cenicienta -ahora comprendo la angustia de saber el tiempo que nos queda-. Aquí dejaré  mi devoción final. Si hoy es el fin del mundo, aquí estaré frente al teclado, esperando como un rival ardiente, los minutos culminantes de esta larga travesía que ha hecho de la vida un sueño.


Nota: Este artículo, breve crónica, escrita primero a mano por la ausencia de electricidad,  y luego en computadora, lo hice el 12/12/2012, en medio de  lo que todos llamaban el fin del mundo


domingo, 5 de junio de 2016

Lago adentro

Lago adentro

No soy ecologista por los animales. Soy ecologista por las personas".
Jacques-Yves Cousteau.


 Edinson Martínez 
 @emartz1 


Desde 1972, hace ya casi 44 años -que uno los escribe de modo tan elemental con dos solitarios dígitos y por ello parecieran irrelevantes-, el tema del medio ambiente viene siendo noticia de primer orden en todo el planeta. En la distancia del tiempo de aquellos días, tormentosos y revoltosos que recuerdo, el mundo se sorprendió con la tragedia del avión uruguayo estrellado en las cumbres andinas. Tengo aún fresco en mi memoria esta época en que se incorporaba como una novedad en colegios y liceos hacer investigaciones sobre asuntos relativos a la contaminación y la ecología, se insertaba entonces por primera vez en nuestros deberes escolares las preocupaciones medioambientales de modo sistemático y permanente. Pero como antes refería, al inicio del último trimestre del año citado, el vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, se perdió con sus ocupantes durante setenta y dos días entre las heladas alturas de la cordillera de los Andes. Fue una noticia tremenda porque el avión trasladaba al equipo de Rugby del colegio Stella Maris de Montevideo hacia Santiago de Chile, como es natural suponer, se trataba de un grupo de jóvenes y animados deportistas que justamente se dirigían a una competencia deportiva en otro país. De este hecho terrible e inenarrable, no obstante la cinematografía que siempre suele ocuparse de estas cosas, una vez conocida la increíble historia de los sobrevivientes, el mundo quedó boquiabierto, pasmado, de todo cuanto hicieron estos muchachos para permanecer con vida. Tiempo después, se hizo una película, que de vez en cuando aún puede verse en la cartelera televisiva. En esos días, la Asamblea General de las Naciones Unidas en su resolución 2994 designó el 5 de junio como Día Mundial del Medio Ambiente. Para esa misma fecha, me refiero a 1972, el entonces presidente de Chile, Salvador Allende, visitó -creo que por única vez- nuestro país, era para esta ocasión primer mandatario nacional y casi culminando el quinquenio gubernamental, el Dr. Rafael Caldera. Traigo a referencia en esta breve crónica, la visita de Allende, porque revisando –ahora gracias a la inmediatez que nos permite la internet- el contexto histórico de aquellos años, que ya antes he calificado como tormentosos, y que mejor sería decir rebeldes, me encontré con una entrevista radial al expresidente chileno -en radio Portales, de Santiago de Chile-, supremamente interesante que vale la pena compartir con ustedes. En dicha entrevista, muy extensa por cierto, este culminaba su conversación con unas sabias e interesantes palabras, muy a tono con los tiempos, también tormentosos, dramáticos, pero sobre todo, desafortunados, que ahora nos toca vivir. Las cito textualmente porque en verdad no tienen desperdicio.

 “…Este es un país de gente joven y hay que decirle a la gente joven que tiene que comprender, que para poder hacer que un país progrese se necesita trabajar más, estudiar más, producir más. A mí, no me impresionan los revolucionarios verbalistas que son malos estudiantes, malos obreros, malos dirigentes, yo creo que la primera lección es, de un revolucionario, dar con su ejemplo la posibilidad que otros sigan su ejemplo. Por eso he repetido tantas veces qué buena frase escrita por un estudiante en la muralla de una Universidad de París "La revolución comienza por las personas antes que por las cosas" Y eso es muy serio y muy profundo”. 

Qué bueno sería lograr que quienes desde posiciones de gobierno en nuestro país, pudieran hacer suyas estas reflexiones finales del admirado y recordado mandatario sureño. 

Ahora bien, retornando al tema ambiental -una vez hecha esta mirada por la especie de hendija inventada por este servidor en la ventana de la historia-, muy oportuno para hoy 5 de junio, hemos de registrar que Venezuela se encuentra en una situación muy grave desde el punto de vista ecológico. Creo que bastaría pasearnos por dos casos emblemáticos. El primero de ellos referido a la barbárica explotación del oro en el sur del país, de la que solo se tienen noticias fiables por vía de reportajes periodísticos extranjeros, en unos casos, y en otros por medio del testimonio de algún valiente que arriesga su pellejo al hablar de los daños ambientales en la región, es a todas vistas una muestra viva de todo lo que es capaz la ruindad humana, una depredación de pocas comparaciones en el mundo. Dicha destrucción, que a referencias y explicaciones de terceros, luce como irreversible e irreparable en suelos, selva amazónica y ríos de esta privilegiada naturaleza, es en muy bien sentido el exterminio de un patrimonio ecológico de la humanidad por el cual somos responsables como nación.

  
El otro caso que hemos de agregar a la devastación ambiental nacional, y esta vez no tan lejos como en cierta manera nos pareciera el sur, es el mayor tributo a la indolencia ecológica que conoce el país, que en cámara lenta, pero persistente y arteramente ha evolucionado por décadas, sin tregua alguna, y a la vista de todos, sean autoridades públicas, y también, todo aquel ser viviente de esta comarca -permítaseme la expresión-, nos referimos al Lago de Maracaibo, el mayor reservorio de agua dulce del subcontinente, como todavía suele neciamente decirse. 

Descubierto el 24 de agosto de 1499 por Alonso de Ojeda, tuvo la mala suerte de poseer en el subsuelo unas de las mayores reservas de petróleo del hemisferio, que luego de casi 100 años de explotación petrolera han convertido el lecho lacustre en un nido con más de 24.000 kilómetros de tuberías e instalaciones petroleras, conformadas en lo sustancial por gasoductos, oleoductos, tuberías diversas, cables, y cualquier otro inimaginable dispositivo necesario para la extracción del crudo. Para el 2013, según fuentes curiosas de oficio por cuenta propia, porque las gubernamentales guardan el secreto a titulo de misterio inescrutable, del lago se extraían unos 700.000 barriles de petróleo por día. Lago adentro se generaban unos quince derrames de crudo al mes, estos sí registrados oficialmente por el Ministerio del Ambiente, pero de los cuales por sobradas razones y larga explicación dudamos de su cuantificación real, ameritando por ello una investigación de mayor rigor. Al propio tiempo, una cifra negra, que podría ser superior, consistente en el vertido de químicos, sustancias toxicas y derivados de hidrocarburos de diverso género es vertida habitualmente al lago, de ello no existen registros oficiales, entre otras razones por la limitada capacidad operativa de los entes encargados de la vigilancia ecológica, y también, porque su manifestación no es visible en la superficie lacustre de modo inmediato y extensivo, simplemente va al fondo… Lago adentro. 

A todo lo anterior tendríamos que sumar las descargas de aguas servidas sin tratamiento alguno que se vierten de las poblaciones asentadas en ambas costas del Lago de Maracaibo. Las plantas de tratamiento de aguas servidas de la cuenca del estuario, durante estos años, mas de década y media, buena parte de ellas han sido paralizadas y a medio construir, otras abandonadas a su suerte por el precario mantenimiento, y el resto, un proyecto engavetado de incierto porvenir.


Creo compartir con muchos paisanos de mi generación aquellos recuerdos de la niñez en que las vacaciones escolares, o algún fin de semana fuera de la rutina laboral de nuestros padres, en los que las visitas a las playas del lago eran un verdadero gozo familiar. Los hermanos, y en mi caso, mis primos más cercanos también, disfrutamos aquellas aguas tan gratamente que ahora puedo afirmar que son aquellos días parte de los momentos más felices de mi infancia. Es una pena advertir ahora que fuimos prácticamente casi los últimos en disfrutarlas a plenitud. 

Este lago que una vez inspirara a tantos poetas zulianos por sus cristalinas aguas, por su sabor salobre, por la calidez de su abrazo al sumergirnos en ellas, es ahora un gigantesco pozo séptico cuyas aguas verdosas y oleaginosas bañan nuestras costas en lo que pareciera un deterioro sin retorno. No habría que ser un conocedor profundo del tema para afirmar que el agua del lago ha perdido su capacidad para sostener vida. Desde hace 44 años hablamos del tema, hace tanto tiempo, y qué tan poco hemos logrado Lago adentro. 

 Ciudad Ojeda, 5 de junio de 2016 


 Nota: Algunas de las fotos de este artículo fueron tomadas por el suscrito en las costas de Cabimas, estado Zulia.

viernes, 3 de junio de 2016

Luisito, "el millonario"

Luisito, "el millonario"
Crónicas perdidas 
Por: Edinson Martínez
@emartz1

“Las hojas secas cubren en abundancia el camino de los recuerdos...”.

James Yoice


U
na de las leyendas urbanas más extendidas es la del mendigo millonario que simula una condición de pobreza para no revelar su verdadera condición de acaudalado. No ha faltado quien desde su ingenuidad haya creído y difundido las especies según las cuales alguno de esos parias urbanos que hemos visto en las esquinas extender su mano para pedir una limosna, son en realidad millonarios; ricos personajes disfrazados de pobres diablos que esconden su identidad quién sabe por cuáles razones.

Siendo niño, en la esquina donde transcurrieron mis primeros años, en aquella ciudad tan redonda como pequeña que era entonces, un personaje curioso en su apariencia y tanto más aún en su modo de vida, alimentó una de sus probablemente primeras leyendas urbanas. Surgió en el pueblo –que yo recuerde– prácticamente de la nada. Eso, naturalmente, sirvió de fundamento para aventurar cualquier historia grandilocuente. Algunos comenzaron por decir que Luisito –así le decían– se había escapado de un circo donde trabajaba como enano-payaso o malabarista. Que habiendo acumulado un buen dinero en su quehacer circense y cansado del ridículo al que se exponía en cada pueblo, escogió para huir o retirarse de la compañía de diversiones a nuestra ciudad, a Ciudad Ojeda, la última escala de un largo periplo pueblerino que había comenzado desde muy corta edad. 

Una mañana mis ojos de infante vieron pasar justo al lado de mi casa, a un hombre muy pequeño, vestía un traje oscuro o lo que quedaba de éste que, además, lucía extravagante en su cuerpo diminuto, caminando despacio, como contando sus pasos, con un sombrero gris percudido sobre una cabellera tupida que sobresalía del bombín más o menos aplastado. De su mano derecha pendía un saco de fique lleno de botellas de vidrio que descansaba encima de su espalda, tintineaban como una marimba desafinada cuando chocaban unas con otras, anunciando por anticipado su presencia taciturna. Se desplazaba por el callejón ubicado lateralmente a mi casa, en dirección a unos matorrales de un extenso terreno que para aquellas fechas quedaba detrás del grupo de viviendas que conformaban el sector donde viví. Todos los días lo veíamos salir muy temprano y regresaba cayendo la tarde, cuando los rayos del sol convocados por el ocaso se desmayaban atontados entre los copos de nubes que presagiaban la noche incipiente. Siempre hacía lo mismo, sujeto a una rutina cronometrada por razones de las cuales solo él era consciente. De vez en cuando nos miraba mientras pasaba a nuestro lado y, entonces, obsequiaba a los curiosos con una sonrisa escondida tras una barba poblada, canosa y revuelta de mesías errante. En el lugar que habitaba, una especie de choza fabricada por su tesón solitario, hecha de cartón, láminas de zinc y maderos viejos, una gran cantidad de botellas de vidrio, se apilaban multicolores, destacando entre ellas, verdes, marrones, transparentes, amarillentas, opacas y brillantes, que en obstinación de coleccionista se ordenaban por centenares o miles en una confusión de atolondrado empecinamiento. Mientras dejaba su cabaña por las horas en que hacía su recorrido citadino, los zagaletones del barrio husmeaban entre sus pertenencias, sacudían sus precarios enseres, y rompían algunas de sus frascos tornasolados. Siempre, como es natural, lo notaba; sin embargo, nunca llegaba a presentar reclamo alguno más allá de cierto señalamiento juicioso con un ademán de advertencia en sus manos.  Los comentarios sobre sus andanzas no se hicieron esperar en cada vecindario. En ellos, Luisito aparecía reiteradamente con su pose mansa en procura de los objetos que atesoraba con frenética devoción, todos se preguntaban sobre dicha afición que, aun sabiendo su propósito, preferían fantasear sobre él. Sin alardear, escudriñaba entre desperdicios, basureros fortuitos y solares abiertos sin dueños conocidos. Parecía un sabueso empecinado tras la presa esquiva. La leyenda fue cobrando fuerza conforme transcurrían los días y, sazonada con detalles ocurrentes según el ánimo del caserío visitado, llegaron a conferirle la condición de incógnito millonario. Comenzaba de este modo el mito urbano del impostor de pobre. Le vieron, incluso, salir de una de las escasas agencias bancarias locales después de guardar una suma considerable de dinero. Otros, todavía en mayor desborde fantasiosos, aseguraban haberlo visto, con sus propios ojos que habrían de comérselos los gusanos, cuando se apersonaba ante el cajero de unos de esos bancos con un saco lleno de monedas para depositarlas en su millonaria cuenta.

Pero, lo más curioso del personaje, es que no hablaba con nadie; tampoco era repelente o arisco, simplemente mostraba su cordialidad con el esbozo de aquella sonrisa inocente que parecía una mueca entre las barbas. “Es que no quiere trato con nadie porque pueden descubrirlo...”. Difundían en derroche imaginario los habituales de siempre. Unos y otros se repartían el producto de sus elucubraciones con la emoción del espejismo que ellos mismos habían creado. En fin de cuentas, en un pueblo donde las fantasías de otros lugares del mundo no eran cosas de extrañar, que un millonario autoexiliado escogiera esta modesta urbe para ocultarse, tampoco habría de ser un asunto como para asombrar las mentes alucinantes de una ciudad cuya historia en cierto modo se revelaba quimérica. A Ciudad Ojeda, como bien es sabido, llegaron –muchas veces de la noche a la mañana– personas de diferentes regiones del mundo y, junto a ellas, sus historias en las maletas de viajeros que portaban. “Yo era italiano”, nos comentó una vez a Miguel Apruzzesse y a mí, un viejo de ojos azules como el cielo y un pelo blanco platinado como un copo de nieve, que bien habría servido de molde viviente del San Nicolás que todos hemos conocido, durante una de esas visitas en campañas electorales que realizamos en uno de nuestros barrios en el siglo pasado. Nos sorprendió con su ocurrencia luego de increparlo sobre su origen, acompañado de un par de niños rubios percudidos por el sol y los mocos de una mañana solariega.

Luisito, en realidad, era mudo, apenas balbuceaba algunas palabras, y esa era la razón que explicaba aquella sonrisa extraviada entre el pelambre cenizo de su rostro, y los ademanes taciturnos, distraídos, como de siempre alelado, sin que de su boca saliera expresión alguna. Las botellas de vidrio las vendía, esa era la fuente de su miserable sustento. Todos lo sabían, pero la inventiva, fantasiosa y hablachenta de la monotonía pueblerina, le otorgaba aquel origen surrealista que pregonaban por doquier. Cuando nadie quiere ver lo que se exhibe evidente ante sus ojos, nada hará que se perciba en su diáfana verdad aquello que por sus pupilas se retrata en ostensible presencia.

Del mismo modo como apareció en la ciudad, también, se esfumó, algunos afirman que murió quemado en su casa, porque déjenme decirles, que tiempo después de habitar por el vecindario donde antes he comentado, uno de esos días que para entonces no tenían importancia para estos fines, decidió mudarse, naturalmente, sin decirle nada a nadie y, mucho menos consultar el parecer de sus curiosos vecinos. Nunca más se supo de él y en realidad pocos lo recuerdan. Es inevitable, pues aun siendo el mismo mar el que nos rodea, no siempre es la misma agua la que se bate entre las olas. Su historia se quedó en el tiempo como un recuerdo borroso, lleno del olvido en que se descuelgan las páginas caídas del almanaque de los humanos. Cuando comentaba sobre Luisito a varios de mi generación, en un ejercicio ocioso de mirar por el retrovisor de nuestras vidas, no faltó quien lanzara la pregunta que durante aquellos años varios se hicieran: ¿No sería verdad que Luisito era millonario?

Nota: Esta crónica forma parte del libro Desde mi ventana. Crónicas perdidas. Editorial A todo calor. 2020 

miércoles, 4 de mayo de 2016

Se hunde el barco

Por: Edinson Martínez 
@emartz1 

El título de este artículo es una grata invitación al recuerdo musical de los venezolanos, una evocación melodiosa que al mismo tiempo trasciende nuestras fronteras, especialmente, en el entorno geográfico del Caribe. Es un viejo merengue de la autoría del compositor dominicano Porfi Jiménez, quien en la penúltima década del siglo pasado se hizo popular –viral, como ahora se dice- en todos los convites, fiestas y celebraciones de variado género, además de ubicarse con lugar destacado en las carteleras musicales de las estaciones radiales del país. Fue todo un éxito, sin duda alguna, y con el tiempo fue integrándose en el inconsciente colectivo de varias generaciones de venezolanos. Escuchar en nuestros días Se hunde el barco, es una placentera y sabrosa evocación rumbera. Pero cuando ese hundimiento se refiere a un hecho real y concreto, es evidente que no tiene nada de jaranero o agradable, salvo que se trate del Titanic, es decir, de la versión fílmica de su naufragio, en tanto la diversidad de emociones que despierta entre los habituales del cine. Es en la cinta cinematográfica donde un grupo de resignados músicos acompañan hasta su destino final al célebre buque que ni el mismo Dios hundiría. En efecto, hay casos así, ciertamente -y qué no hay en este mundo de vivos…-, en que los momentos finales se acompañan de una suerte de banda sonora para la eternidad. Hace algunos años leí en la crónica roja de uno de nuestros diarios, una nota informativa sobre un difunto, cuyo último deseo se remitió a solicitar un cortejo fúnebre con el acompañamiento orquestal de la famosa canción de José Alfredo Rodríguez, El Rey. El tema musical de Porfi Jiménez guapachosamente nos habla de un barco que se hunde con un cambio de rumbo y un capitán que no sabe qué hacer. Y así parece que será en nuestra prosaica vida de por estas calles –valga el recuerdo del tema musical del mismo nombre, éxito de aquellos años de crisis que ahora nos lucen como un dolor de cabeza pasajero-, con músicos y todos los que en esta nave viajamos desde 1830. 

Este barco echado al mar de la vida en 1830 –fecha de nuestra partida de nacimiento como Venezuela-, con tanto prodigio natural, que ni el mismísimo Dios tampoco habría podido naufragar, está en barrena desde hace rato por causa de su capitán de relevo. Quién habría imaginado que este país pleno de abundantes y variadas riquezas en su subsuelo, con un clima, además, envidiable -elogio frecuente a voz en cuello por nacionales de otras regiones del mundo que padecen los rigores de crudos inviernos capaces de hacer crujir los huesos- para labores del campo sin alteraciones fatales. Con una amplia costa marina de dos mil setecientos kilómetros que ya quisieran para sí muchos países, algunos de los cuales no tienen ni un metro cuadrado de playa. Y, por si fuera poco, la escasísima presencia de amenazas naturales por huracanes o fenómenos similares. Que nunca nos ha importado si el vecino de al lado es musulmán, judío o budista, porque cuando pisan esta tierra, llamada de gracia alguna vez no por casualidad, se nos hacen compadres o amigos muy entrañables, que aquí quiere decir más o menos lo mismo, y las diferencias no pocas veces se resuelven con una fría de por medio. Que el azar, para no entrar en detalles sobre que otras razones privaron, nos conformó de norte a sur y de este a oeste con modos de ser tan ponderadamente compatibles, que un maracucho cuando visita oriente se siente como en casa. Y el andino apreciado en cualquier región del país, donde sobresale por su comportamiento ciudadano. Nunca hemos estado en guerra con nación alguna, y tampoco involucrados en conspiraciones internacionales para agredir a nadie. Por décadas fuimos el destino de miles de personas que huían de las confrontaciones bélicas que arrasaban sus países, en esos momentos de desesperación nos escogieron como el lugar para vivir y probablemente morir, como muchos lo hicieron, luego de empeñarse en hacer realidad sus sueños más preciados en este pedazo de tierra ubicado entre el Ecuador y el Trópico de Cáncer. 

Cómo es posible que un país así, con todas esas ventajas naturales y de competitividad económica, porque es válido apuntar, que el gobierno de este capitán, que viene a ser el mismo del anterior, tuvo la suerte de coincidir con uno de los ciclos de expansión capitalista más largos de los últimos años –todos sabemos que el capitalismo oscila su crecimiento entre lapsos de caídas y subidas de sus magnitudes económicas, que dichas fluctuaciones le son consustanciales a su metabolismo; y no como consecuencia de una mano providencial, mesiánica, en este caso la del narciso eterno, como una vez se intentó decir-, el cual hizo posible el incremento sostenido de las cotizaciones de las materias primas a nivel internacional, beneficiándonos, en consecuencia, de los altos niveles de precios experimentados por nuestro principal producto de exportación por al menos la mitad del periodo gubernamental; cómo es posible, reitero, que este país, pueda encontrarse en el estado ruinoso y desolado que hoy presenta.

Algo malo hemos debido hacer en otra vida, me decía karmáticamente una vieja amiga, casi que resignada al mal vivir que ya otras naciones han soportado por una eternidad –cuando conversaba con ella vino a mi memoria un recuerdo vago de la lectura de Antes que anochezca de Reinaldo Arenas, escritor cubano ya fallecido, donde relata que la compañera más intima que tenían era el hambre, las personas rogaban en los establecimientos que les vendieran pollos y huevos, que estaban dispuestas a pagarlos al precio que fuera, pero se les negaba porque estos locales eran del pueblo y no podían vender a particulares…-, y que hoy son una de esas tantas personas que integran una franja creciente de venezolanos que busca explicaciones astrales, religiosas y esotéricas a la situación del país. Que por cierto, valga la referencia, en este naufragio colectivo, la abundancia de comentarios y argumentaciones de este linaje que se envían por mensajes telefónicos y redes sociales, bien podrían engrosar el acervo mágico religioso de nuestra condición Caribe. 

Y así es, el barco se hunde, mi querido capitán, intentemos ponerlo a flote los venezolanos que nos resistimos a esta locura que ha usado la política como excusa para el pillaje. Comparto con ustedes la letra del tema musical referido en el título de este artículo.  

Se hunde el barco mi querido capitán 
Se hunde el barco no lo dejen naufragar 
Se hunde el barco si usted sabe navegar 
Se hunde el barco usted nos tiene que salvar 

Si usted es marinero usted debe saber 
que el barco se hunde y no lo puede perder 
Prepare la nave que va a naufragar 
y vuelva a ponerla en su mismo lugar 

Se hunde el barco... 
Capitán, capitán 
si sube la marea 
Capitán, capitán 
vamos a naufragar 
Capitán, capitán 
procure que se vea 
Capitán, capitán 
que usted nos va a salvar 

Se hunde el barco... 
El cambio de rumbo resultó fatal 
pues olas inmensas nos van a atacar 
corrija la ruta mi buen capitán 
pues se acaba el tiempo de rectificar 

Se hunde el barco... 
Capitán, capitán... 
Se hunde el barco mi querido capitán 
Se hunde el barco olas vienen y olas van 
Se hunde el barco si usted sabe navegar 
Se hunde el barco usted nos tiene que salvar 
Se hunde el barco este barco se va a hundir 
Se hunde el barco porque usted lo lleva mal 
Se hunde el barco si usted no lo lleva a puerto 
Se hunde el barco este barco va a naufragar

jueves, 24 de marzo de 2016

El Hombre cero

El Hombre cero
Crónicas perdidas

Edinson Martínez
@emartz1

“Los hombres en desgracia no atraen multitudes, sino curiosos”.

Francisco Martín Moreno



En las afueras del perímetro urbano de nuestras primeras ciudades –para entonces modestas y precarias poblaciones en transición al futuro anubarrado que hoy representan–, especie de suburbios del pecado, que para el goce y disfrute del amor furtivo se edificaban en torno a ellas. Pasiones desesperadas, celos atormentados y amores sin porvenir, culminaron en tragedias y ruinas personales acompasadas con las bandas sonoras de los éxitos musicales del momento. Fueron denominadas en aquellos tiempos como   “zonas de tolerancias” o “conventillos” –según o en acuerdo a cada nacionalidad–, conforme a una nomenclatura espontánea que surgía de la ocurrencia popular, evidentemente que no correspondía  a ninguna zonificación catastral de las que modernamente registran en el presente las autoridades de nuestras ciudades, pero a los efectos de la ubicación precisa en los andurriales urbanos de entonces, estos célebres lugares eran harto conocidos y de imperdible ubicación para propios y extraños. En uno de ellos, en fecha imprecisa entre abril y mayo de mil novecientos cuarenta y cinco, probablemente en sincronía que sólo construye el azar, al tiempo que en Europa, en torno a un tablero de operaciones estratégicas, se declaraba el fin de la segunda guerra mundial; al otro lado del atlántico y, también, intermediando una mesa, pero esta vez, bajo los acordes melodiosos de la “Rubia Mireya”, tres hombres disponían del destino de un muchacho vendedor de leche a domicilio.  Uno de ellos agraviado por la afrenta de su mujer –en realidad, la consorte de muchos por razones de oficio y no de amor, como es el caso que nos ocupa, sin embargo, no por ello menos lacerante su pena–, instruía a los otros dos del delito que horas después habrían de cometer

El alcohol, como dice la vieja conseja, llena de valor al cobarde –asimismo lo expresa en su melodramática lirica alguno que otro tango en su apuesta viril–, de nada valdría la noche estrellada que en toda su inmensidad se ofrecía al lupanar que hacía honor al género musical preferido por sus habituales; ni el aroma perfumado que dejaba al paso cada mujer engalanada para el paisanaje noctámbulo de ocasión; ni tampoco el miedo a la ley, que tan insuficientemente en aquellos años se aplicaba en el país. No era entonces de dudar, que la fechoría para satisfacción de la hombría de éste personaje, se consumaría irremediablemente. Era, por tanto, desde ese instante, el fin del mozo amancebado con las caricias de aquella cortesana del caporal de una finca aledaña. Pero, también, como el sello y la cruz de cada moneda, sería el comienzo de la historia del Hombre cero.

Esa noche Pirincho, entonando los acordes trágicos, arrebatados y apasionados en el vodevil de mala muerte, repetía desde la maquina estacionada al extremo izquierdo del amplio salón, los avatares de los “Tiempos viejos” –… ¿Te acordás, hermano, la Rubia Mireya?… ¡Casi me suicido una noche por ella, y hoy es una pobre mendiga harapienta! ¿Te acordás, hermano, lo linda que era? Se formaba rueda pa' verla bailar... –. El nombre real de “Pirincho” –versión sureña de lo que aquí llamamos “pelopincho”– era Francisco Canaro, bueno, en apego a la verdad, el primero era un apodo, el apellido un seudónimo, y finalmente, su correcta identidad era: Francisco Canarozzo. Un uruguayo, nacionalizado luego en Argentina.

A casa llena, y al amparo de la luz celestial de esas estrellas que a modo de ornamentos parecieran fabricadas especialmente para espacios como estos, un centenar de bombillas de colores a mediana intensidad se repartían por doquier, añadiendo en riguroso y teatral sentido, una iluminación gaseosa, etérea, suspendida sobre esta factoría de tragedias y de ilusiones vanas que llevaba por nombre el mismo del género musical sureño que tanto se escuchaba: Tango Bar. Los autores de la felonía que pretendían un crimen por encargo, pactaron esa misma noche la promesa de pago –música paga no suena, también reza el viejo dicho– en dos partes, no pudiendo obligar al desembolso completo sin antes cumplir la tarea. Conocieron, por otro lado, de boca del interesado, los detalles precisos de la rutina laboral que cada día desempeñaba el repartidor de leche, se precavían en ajustados pormenores de eventuales e inesperados yerros en la ejecución de lo dispuesto. Dos días después, una vez que el joven saliera de la finca con destino a la entrega acostumbrada, los agresores –asimismo jóvenes, pero de mayor edad que la víctima– lo interceptarían entre la zona más espesa de matorrales y lejana del caserío. 

Un amanecer nítido posterior a las primeras lluvias de la temporada, habían aliviado el cielo de los nubarrones que se formaban previos a los aguaceros iniciales de la estación. El camino terroso y polvoriento de mitad de año que el mozo acostumbraba vadear, se fue angostando por la crecida repentina de la maleza en sus cercanías, un monte que fue verdeándose con el tono oscuro que surge luego del riego abundante, invadiendo todo a su paso, sin más limitaciones que aquellas que vendrían posteriormente durante la época del verano. La trocha, embarrialada por los restos del agua caída tres días antes, entorpecía el andar diligente de la bestia amañada a otras condiciones del terreno. En la luz tenue del amanecer, los araguaneyes que han esperado todo el resto del año para florecer, jubilosos se encumbraban tiñendo con su amarillo intenso el paisaje que les acompañaba. En un recodo del camino, cuando el esfuerzo del animal se mengua por el peso de la carga y los accidentes de la senda le obligan a dar un traspiés inesperado, allí lo asaltarían. Uno de ellos, el de mayor estatura de los atacantes, trepa resuelto sobre el macho, ágil se desempeña con furia sobre la humanidad del joven lechero, lo golpea sin piedad hasta derribarlo, mientras la carga con los envases que llevan la leche para la venta, se agitan con violencia y el borrico trastabilla. El otro de los bandoleros se le encima cuando cae sobre el suelo fangoso. Entre ambos lo patean y arrastran por varios minutos, casi desmayado lo llevan secuestrado y posterior a una nueva embestida, en donde le refieren las causales de la paliza, terminan castrándolo. Arrojado en el monte, inconsciente, con la sangre corriéndole a borbollones desde sus partes íntimas, le transcurren las horas, mientras en el pueblo extrañan su ausencia. Habría sido hombre muerto, al muy poco tiempo de la agresión, si las cartas del destino le hubieran atribuido tal final, pero, también, como se ha dicho, cada quién tiene su propia hora. Pues bien, como de hechos insólitos está lleno el mundo. Luego de varios días, en los que no hay acuerdo sobre su número, Clímaco –ese era su nombre– fue encontrado agonizante, supurante en aquel lugar de su anatomía donde antes blandiera su hombría. Llevado con urgencia a Cabimas, en el centro de emergencias médicas donde fue recibido, un galeno atendió con esmero su caso. Logró salvarle la vida, restableciéndole en días su fuerza física. La noticia alcanzó niveles de escándalo como ninguna otra, circunstancia tan particular que hizo célebre al médico portador de tan destacada pericia. Su nombre se hizo conocido y, a consecuencia de ello, el interés de los curiosos en saber dónde había estudiado, en cuál universidad había obtenido su título, además de las inquietudes sobre su procedencia, no se hicieron esperar. Se descubre entonces, por una carambola imprudente, que Jaime Pérez, no era médico, ni venezolano.  Era un practicante de nacionalidad colombiana que se hacía pasar por facultativo. Clímaco Estrada, cuando contó su historia, refirió con veneración a niveles de obsesión que durante su agonía, un hombre negro le visitaba dándole agua y atención a su herida. Nunca le hablaba, sólo se limitaba a curarlo. Apenas eso recordaba desde su estado moribundo. Para él, sólo San Benito podría ser ese desconocido que le asistiera salvándole de morir. A él dedicó el resto de su vida, ataviándose con su traje de vasallo devoto, mientras cargando sobre sus hombros la imagen de aquel santo negro, recorría las calles polvorientas de Tasajeras durante aquellas celebraciones que en su honor convocaban al pueblo entero. Tres sujetos purgaron condena por el delito. Dos hermanos identificados como: Erasmo y Abelardo Bracho, y otro sujeto de nombre: Hermenegildo Colina.

En el ocaso de las minas, cuando la luz del firmamento ya no era la misma; ni tampoco las bombillas multicolores, ni el aroma del perfume femenino se mezclaba en el ambiente húmedo y caluroso de aquel lugar que aún sobrevivía a la tragedia de mil novecientos cuarenta y cinco, conocí esta historia, no de boca de la “Rubia Mireya”, naturalmente, porque en efecto, en esta tierra, aparte del petróleo, que con abundancia se ha extraído y todavía generosamente sigue fluyendo, también las historias y leyendas urbanas, abundan con frecuencia. Podría decirse que la muerte, un día impreciso de entre abril y mayo de aquel año, estuvo jugando agazapada esperando torcer el destino de Clímaco, no pudiendo hacerlo, dio paso a la historia trágica del Hombre cero. 

martes, 22 de marzo de 2016

El Jabón

El jabón

"La vida hay que tomarla con amor y con humor. Con amor para comprenderla y con humor para soportarla".
Anónimo

Edinson Martínez
 @emartz1

La costumbre de bañarse a diario –a veces más de una vez– en nuestros países, es un antiquísimo hábito de pulcritud, heredado de aquellos tiempos remotos del guayuco o taparrabo que modestamente exhibían nuestros antepasados. Esta práctica de higiene personal llamó poderosamente la atención de quienes pisaron por primera vez nuestro continente en el ocaso del siglo XV. Es oportuno advertir –y valga la digresión explicativa, no nos vaya a salir alguno de esos puntillosos que sobre temas históricos no perdonan el menor desliz– que demostrado está que desde mucho antes de aquella aventura transoceánica iniciada en Puerto de Palos –como se nos enseñaba desde el tercer grado de instrucción primaria, en esos lejanos días en que los maestros estaban autorizados por nuestros padres a doblarnos las rodillas y/o sacarnos las lágrimas por alguna travesura u omisión académica– hacia ésta parte del mundo, otros ya habían pasado revista con relativa asiduidad a los predios exóticos de lo que hoy en día es el subcontinente de las mayores desigualdades sociales del planeta: Latinoamérica. Pues bien, siendo el baño frecuente una novedad de ostensibles beneficios sobre nuestro cuerpo, su higiene, y naturalmente, el olor que emana de éste, no dudo en pensar que fue bien acogida por los conquistadores europeos, y como se acostumbra decir por estos días, fue nuestro legado para ellos que, dependiendo del cristal con que se mire el asunto, podría incluso ser uno de nuestros mejores aportes para el viejo mundo. 
Pero como en todas las sucesiones, los beneficiarios –¡y beneficiarias!, diría uno de estos maniáticos de las precisiones del género y no del idioma– pueden optar libérrimamente por tomarlas o asumirlas, o bien, rechazarlas, desentendiéndose de este modo del legado que a otros ha costado ingentes esfuerzos. Algunos, entonces, las recibieron y practicaron en lo sucesivo con absoluta devoción, mientras que otros la desdeñaron. Hace algunos años fui a Margarita, cuando tomar el sol en alguna de sus playas era una experiencia babélica. 
Al subir al avión, de regreso, una de las azafatas que por protocolo y cortesía aeronáutica recibe a los pasajeros, mostraba un semblante rígido, carente de aquella y obsequiosa sonrisa de rigor. Firme, elegante, y espigada como una mata de coco, nos saludaba con sus buenos días. Sin embargo, evitaba meter –tal vez, sería mejor decir: esquivaba dirigir su mirada– su cara hacia el interior de la aeronave. Dentro, con nuestro calorcito tropical expresado al máximo, una legión de caras rubias y cabellos de tonos Igora Royal 9FA, generaban un atmosférico* ambiente cargado de un vaho encebollado que súbitamente me hizo comprender la razón de la mirada toreada de la aeromoza. Había casi olvidado aquella escena de finales del siglo pasado, pero hace unos días volví a recordarla en medio de una interesante y estimulante aventura –de qué otro modo podría calificarse una experiencia como ésta, sino es a partir de la nueva interpretación de la realidad, aquella según la cual el mundo al revés para otros, es el derecho para nosotros: lo feo es bonito, lo malo es bueno, la guerra es la paz, una mentira la verdad, las colas una ficción, y la inseguridad una sensación– de una semana en cola, léase bien, una semana, para comprar una batería a mi carro que justo el treinta y uno de diciembre me dejó varado. La mezcla de aromas, tufos y tufillos que la ausencia de jabón, primero y, luego, desodorante –ese maravilloso invento de la modernidad para corregir nuestros defectos de fábrica– que fueron acumulándose al calor de los intensos rayos solares de esta región del mundo, democráticamente nos fue igualando a todos bajo la misma condición mal oliente.  Allí, entonces, descubrimos el barro del cual estamos hecho todos.

Cuando era niño solía venderse en todos los comercios, además con una abundante publicidad en medios impresos y audiovisuales en el país, un jabón de tocador conocido como Salvavidas, lo recuerdo de un color anaranjado, de forma hexagonal y muy duro al tacto, tenía un olor extraño, un aroma a no sé qué cosa horrible, tan desagradable que, al compararlo con los otros jabones disponibles en el mercado, bien podría emplearse para uso de mascotas. Hasta su forma, pero principalmente, su olor, remedaban las mismas propiedades de aquellos indicados específicamente para tales usos. Pues bien, en esos días de cola llegué a extrañar un Salvavidas. Comienzo a recordarlo hasta con cariño, en una especie de nostalgia en la que se reconcilian los malos recuerdos con el presente. Hecho que se repite con alguna frecuencia cuando los humanos intentamos edulcorar el pasado para contrastarlo con el presente, llegando incluso a extrañarlo, aun sabiéndolo horrible. Por eso, ahora: ¡qué maravilloso sería tener ahora un Salvavidas!

Llega a mi memoria un episodio jabonoso de hace algunos años, anecdótico como ha sido esta breve crónica. Para la primera mitad de la década de los ochenta. Estando de visita por razones laborales en una empresa transnacional, petrolera, mientras esperaba el turno para ser atendido, en la sala de recepción, una joven secretaria nos recibía a todos con exquisita cordialidad. Al cabo de unos minutos, tal vez un cuarto de hora, un hombre muy grande; inmenso de largo y ancho, hizo su entrada en la pequeña oficina, venía complaciente y jovial. Tenía idea de haberlo visto antes. Constantemente su fotografía aparecía en la prensa regional asociada con alguna noticia del ámbito en que se desempeñaba. Nunca lo había visto en persona, pero no habría sido necesario para identificarlo, pues su inolvidable cara destacaba por un bigote tan grueso como una brocha de tres pulgadas. Llevaba unos grandes anteojos de carey que no sé por qué hacían juego con un grotesco peinado hacia atrás al estilo Brylcreem. Indudablemente que su fisonomía era de una irrepetible singularidad. Se acercó diligente, ágil –como no se imaginaría nadie que lo viera a primera vista–, hasta la chica recepcionista.  Supe en el acto que se trataba de don Pedro Gauna Moreno, un veterano dirigente sindical de aquellos años. 
Por el trato hacia la chica concluí que la conocía y, luego del saludo con las cortesías zalameras de obligado cumplimiento mientras todos los visitantes, dos o tres personas, observábamos callados, sacó de uno de sus bolsillos grandotes del también mayúsculo pantalón de caqui, un par de jabones de tocador marca Cadum –el jabón cosmético de moda, perfumado y con bonita forma que a efectos subliminales a mí todavía me sigue pareciendo estar viendo a Susana Giménez con su shock de frescura–. Era evidente que se trataba de un halago para la recepcionista. La joven tomó el par de jabones, recuerdo eran de empaque verde, y los guardó discretamente en su escritorio. De inmediato, don Pedro entró raudo a la entrevista, antes –por supuesto– de quienes habíamos llegado previamente. Rato después, regresó y se despidió de la oficinista con la misma zalamería del comienzo. En esos tiempos –y en el presente con mucha más razón dada su ausencia absoluta de los anaqueles de toda clase de mercados en Venezuela–, los jabones abrían puertas.  ¡Qué bueno sería tener ahora uno de esos Cadum, aunque también vendrían bien un par de Salvavidas!

*.- Expresión de mi amigo Chemel Noguera -músico melenudo poseído por el rock, y diseñador gráfico de alucinante creatividad- para describir una situación particular fuera de lo común.

sábado, 12 de marzo de 2016

El fósforo

El fósforo

“Las fatigas de la vida nos enseñan únicamente a apreciar los bienes de la vida”.

Goethe

Edinson Martínez 
@emartz1 



Cuando me desperté en la mañana, tenía la boca seca, sentía los ojos pesados negándose a desperezárseme, resistiéndose tercamente a abrirse no obstante los repetidos intentos para conseguirlo. En la brevedad de los minutos iniciales, mis retinas fueron esquivando la luz que se asomaba por la ventana del cuarto. Lo último que recuerdo de la noche anterior fue la pregunta de mi madre: ¿desde cuándo no ves una caja de fósforos? Era tan grande la escasez de alimentos, medicinas y repuestos para automóviles, que las restricciones comenzaban a extenderse hacia aquellos bienes que no eran precisamente de consumo básico; sin embargo, no por ello menos importantes, en cierto modo, también, detrás de aquella carencia, con toda seguridad, se escondía algún drama íntimo, personal, tan válido como cualquier otro de los tantos que se manifiestan en nuestros quehaceres habituales; donde las privaciones cotidianas se multiplican con asombrosa velocidad. La falta de una cajetilla de fósforos puede, en efecto, trastocar la básica normalidad de cualquier familia cuando se enfrenta al hecho de encender la hornilla de una cocina.

Me quedé pensando un rato sobre la pregunta, que cuando me fue planteada no le presté atención. La mirada de ojos pardos de mi madre brillaba en medio de las plantas de helechos que detrás formaban una especie de pintura con ella en el centro. Es cierto, no he visto cajetillas de fósforos en ningún establecimiento comercial, su ausencia en los anaqueles pasaría desapercibida sino fuera porque aún -no obstante la variedad de dispositivos modernos para obtener fuego que, también, padecen el mismo mal de la escasez- en nuestros hogares una cajetilla de fósforos -cerillas, en el hablar de los naturales de la madre patria-, es un artículo imprescindible para encender la cocina. Este adminiculo cuyo origen realmente es incierto -como suele suceder con las cosas sencillas de la vida-; sin embargo, es atribuido a los chinos y asociado al mundo occidental por virtud de los legendarios viajes de Marco Polo en sus travesías por aquellos exóticos lugares. Pero su invención moderna, se remonta a 1805 en París, durante el periodo napoleónico. Su debut mundial se hizo en 1875 en el Nuevo Mundo, luego de superados los largos años de emancipación española, en Santiago de Chile, en la Exposición Internacional de Santiago. 

Una cerilla debe haber encendido algunos, sino todos, los cañones de la flota franco-española en la batalla de Trafalgar en 1805, la mayor batalla naval de la historia que enfrentó a las potencias militares más poderosas del planeta de aquel momento. Y como siempre se ha dicho, de todo se aprende en la vida, aun de los hechos más dolorosos. La célebre batalla que perdió la alianza franco-hispana a manos del no menos reconocido almirante Nelson de la escuadra inglesa, dejó para la historia varias enseñanzas militares, entre ellas, que la superioridad numérica no siempre es la clave para una victoria. Que no siempre los protagonistas salen indemnes. El almirante Nelson, en cuyo honor y hazaña estratégica, se erigió una plaza en Londres en 1830, la cual fue bautizada como Trafalgar Square, murió en combate de un certero disparo en la columna vertebral, y su cadáver debió ser envasado en un barril de brandy de Jerez para conservarlo hasta regresar a Londres. Recuerdo que para los tiempos de la guerra fría, una serie de TV americana de nombre “Viaje al fondo del mar”, tenía dentro su elenco de estrellas, un protagonista que similarmente se identificaba como almirante Nelson… ¿Sería mera casualidad?... ¡Claro que no! En la televisión, y muchísimo menos en aquellos tiempos, nada era casual o dejado al azar en la programación televisiva que llegaba a millones de norteamericanos y, desde luego, también a nuestros hogares, siendo como éramos, el área de influencia, geopolíticamente hablando, de eso que con frecuencia se alude al imperio.

Una sola chispa de un (fósforo) puede hacer encender la pradera, dijo en 1930 Mao Tse Tung en su larga marcha revolucionaria en China -por cierto, expresión de uso recurrente en la fraseología revolucionaria, y torpemente citada en nuestros días, por el diputado que instaló la recientemente electa Asamblea Nacional-. La chispa, Iskra, (chispa en ruso), fue el periódico de los revolucionarios rusos editado a partir de 1900. Su lema: “De una chispa el fuego se reavivará”, forma parte de la historiografía soviética, cuya autoría se atribuye a Vladimir Ilich Ulianov (Lenin). En nuestros predios más cercanos, fue La Chispa, un periódico artesanal, hecho a multígrafo de primera tecnología -la más antigua, quise decir- que hizo ganador a un movimiento político de izquierda -por primera vez desde su fundación, ahora remota, un 10 de marzo de 1936-, las elecciones sindicales del Sindicato Petrolero de Trabajadores de Lagunillas (STPL), el más grande e importante sindicato petrolero de Venezuela, con un lozano dirigente obrero a la cabeza, enfrentado a la clase sindical dominante del momento, su nombre era Gerásimo Chávez. Eso fue, sí mi memoria aún conserva la claridad de entonces, en el lapso de 1974 a 1975. 

Una cajetilla de fósforos, y por derivación, un fósforo, es algo tan sencillo, tan elemental, que quién podría notar la ausencia de tan insignificante artículo. Es tan poca cosa que por esa misma razón no debería escasear. No obstante… ¡No hay fósforos! Nunca se ha escuchado decir que alguien acapare fósforos; ni siquiera creo que sirvan en nuestro tiempo para encender los cañones de la guerra asimétrica; ni tampoco elemento estratégico de la guerra económica, esa nueva integrante de la garrulería doctrinaria del gobierno, que bien justifica la escasez de crema dental como la de fármacos para enfermedades crónicas. 

Cuando mi madre me preguntó por la cajetilla de fósforos, recién terminaba el mes de diciembre de 2015. Supongo, ahora que finalizamos el primer mes del año, que una caja de cerillas es un verdadero artículo de lujo, una opulencia que alguno de nuestros bolsillos conservaría para ocasiones especiales, como, en efecto, se nos han ido convirtiendo las cosas más sencillas de la cotidianidad, ni hablar de aquellas que en algún momento fueron excepcional disfrute de la modernidad.

Martes 09 de carnaval de 2016

jueves, 10 de marzo de 2016

Magüe

Magüe
Edinson Martínez
@emartz1

El texto que acompaña estas breves líneas de presentación, es un artículo publicado en los ahora lejanos días de comienzos de los años noventa del siglo pasado. Lleva un titulo curioso que en este momento confieso uso como seudónimo en algunos relatos de obligatoria presentación con esta formalidad.  No tengo por tanto, si es que debiera tenerla, explicación racional para argumentar por qué decidí transcribirlo de aquel, mi primer libro publicado en 1995, con el titulo de Mural de papel, a este blog. Mientras lo transcribo, un torbellino de recuerdos vienen a mi encuentro, imágenes de niño que hace un rato cuando releía Magüe, cruzaron mi mente. 
Recuerdo aquella mañana cuando  inclinándome sobre la cama, alcancé a mirar la lluvia que caía con fuerza desde temprano, miraba a través de la ventana de mi cuarto.  Las romanillas permanecían cerradas para evitar la lluvia, y apenas una hendija horizontal permitía la vista al exterior dado que las piezas de madera que las conformaban se acoplaban entornadas. Un pequeño frasco de medicinas, de pastillas, con su tapa de goma a presión, impedía el cierre hermético de aquellas rusticas hojas de madera, colocado a propósito para ver el patio de la casa, en su interior guardaba el tesoro más preciado para  mi entonces; un trío de metras de colores azules y verde mar que esperaban por el alivio de mis dolores y fiebre de varios días. Al mover las  romanillas, el aire fresco con el aroma de la lluvia, tocaba libre mi cara mocosa mientras miraba decepcionado  el campo de juego lleno de agua y lodo,  era el patio de mi casa que días después sería el terreno seco y polvoriento  que todo jugador de metras anhela.

Magüe

Cuando la avenida Bolívar no era entonces lo que es hoy, tampoco la Alonso de Ojeda, y la calle Vargas, mucho menos, a Ciudad Ojeda podía recorrérsele en unos cuantos minutos. En esos tiempos solía acompañar a mi abuela con bastante frecuencia en sus menesteres como vendedora a domicilio de mercancías diversas. Era su compañero inseparable en su actividad diaria por diferentes partes de Lagunillas, Cabimas y Ciudad Ojeda. Sus marchantes, como acostumbraba decir, eran también los míos. De hecho, me tocaba llevar las cuentas en una libreta pequeña con cada uno de los detalles. Era a veces un esfuerzo grande para mí porque a penas estaba aprendiendo a escribir y memorizando las tablas de matemáticas que la maestra Josefalina, con mano firme,  y amable, a la vez, se esmeraba en enseñarnos en la escuela. La vida era sencilla entonces.

Con la simplicidad que van dando los  años –eran tantos que con el tiempo perdió la cuenta sobre su edad, y cuando se la recordaba, me volvía niño otra vez al encontrar la misma mirada de siempre– resumía las cosas en  un antiguo dicho popular, tal vez, del siglo pasado por la referencia que hacía sobre personajes de la época. 
Servir para merecer
ninguno lo consiguió;
y lo vino a conseguir
aquel que menos sirvió.
De sus conversaciones me quedan cientos de nombres que, por la frecuencia con que los mencionaba, se nos fueron haciendo familiares. Historias de piel morena de sierra coriana que no están en ningún libro ni en ningún lugar. No le conocí a mi abuela resentimiento alguno hacia nadie, su larga vida estuvo llena  de muchas adversidades que estoy seguro habrían hecho a cualquiera rencoroso y envidioso de la dicha ajena. Sin embargo, nunca le escuche resentir de nadie. Creo que su tenacidad fue una de sus mayores virtudes, tanto que aún a los noventa y dos años aspiraba vivir por lo menos cien más... Y hasta me parecía que cada año cumplido la hacía más joven. 
De campesina serrana a manumisa de los Arcaya fue su adolescencia en Falcón. Llegó a ser lavandera de los campos petroleros cuando recién comenzaba el aturdido y afiebrado mundo de la industria petrolera, y  vendedora a domicilio de ropa, lencería y cosméticos recorriendo los pueblos y caseríos que se erigían al amparo petrolero.
Pocas veces llegué  a ver algo que la doblegara o afligiera seriamente. Una de ellas fue separarse de la amiga con la que por más de cuarenta años había compartido desvelos y anhelos desde los tiempos menesterosos de la explotación petrolera. Así, cada mañana debajo de las matas de mango valenciano que nunca vi crecer porque siempre fueron grandes, Ruperta atendía a mi abuela en su ritual visita, y sus conversaciones fueron variando con el tiempo desde el dulce de piñonate hasta ya en el ocaso de la vida, sobre los achaques del cuerpo que se resiste al tiempo: los dolores de espalda, rodillas, piernas, brazos y manos eran los temas avanzando el ocaso de sus días. Una tarde de mayo vio partir para siempre a Ruperta Subero de esta tierra rumbo a Margarita sin que Magüe  mi abuela pudiera despedirla por una confusión de horarios. Tiempo después nos enterábamos de que había muerto en la isla. Mi abuela siempre llevó en su pensamiento la tristeza por no haberla despedido.
Cuando en 1984 me tocó  ser candidato a concejal por el MAS y los resultados tampoco nos favorecieron, supe después que buena parte de su tiempo lo había dedicado mi abuela, tarjetón electoral en mano, a hacerme campaña. Qué razones daba para que votaran por mí, en verdad no las sé. No creo que ella entendiera mucho de estas cosas y pienso que la única, y la mejor razón para mí, es que sencillamente era su nieto. Y me dijo luego de conocidos los resultados: la vida no vale nada si no hay adversidad. Toda cara tiene su cruz  y toda derrota su victoria. Algún día será…

En el proceso que recién finalizó no tuve a Magüe en mi campaña. Los estragos del tiempo la vencieron finalmente a mitad de año. Pero estoy seguro que de haber estado presente, su conclusión habría sido la misma de 1984. No hay derrota sin victoria.

Ciudad Ojeda, 30/12/1992