Según se ha dicho de un reino lejano, cuyo lugar y nombre no vienen al caso, en el que un soberano víctima de los tormentos de no querer vivir más, harto de vivirlo y tenerlo todo, no quería continuar sufriendo la vida en su abundancia; eran tantos y tantos los placeres y dichas, que ya eran rutinas en su diario vivir. Y era tal su afortunada vida que otros soberanos comentaban y admiraban, a veces no sin envidia, que en edictos y proclamas este afortunado monarca era referido como muestra del reino ideal al que todos aspiraban llegar. Emulaban su comportamiento en casi todas sus ocurrencias y decisiones, queriendo con ello lograr algún día los privilegios de la felicidad que poseía el admirado rey.
Este
gobernante, dichoso en demasía, sin tener el valor para renunciar a su
privilegiada vida y así experimentarla en las carencias y limitaciones de sus
súbditos, opta, bajo la embriaguez de su suerte, por quitarse la vida. Pero,
tampoco teniendo el valor para ello, pide a la más amada de todas sus esposas –porque
este rey, dentro de todos los haberes que, en abundancia tenía, gozaba, obvia y
evidentemente, de todas las esposas que quisiera tener– que le quite la vida,
pero no queriendo que ella fuese juzgada y condenada a muerte por esto, decide
planear junto a ella su muerte.
Una
experiencia como esta, después de todo, le haría, aun cuando fuere por unos
días o tal vez meses, salirse de la rutina de fortuna que le agobiaba. Llegar a
dicha decisión implicaba un conjunto de asuntos que deberían ser bien planeados
a objeto de no causar sobre la responsable directa de su óbito, sanciones
morales y físicas que culminarían, naturalmente, con la condena y
ajusticiamiento de la esposa seleccionada para su propósito redentor.
II
Este
rey tenía treinta esposas, todas ellas hermosas, amables y diligentes. Sus
edades oscilaban entre 19 y 49 años, es decir, la misma cantidad de años que
resultaba de restar entre la primera y última esposa. Su majestad tenía por
costumbre desposar una doncella por año, no por otra razón que no fuera la de la
prudencia o sano juicio real. Llegar a esa conclusión, era obviamente, también,
parte de su larga e inagotable fuente de sabiduría que le prodigaba su afortunada
vida.
El monarca se había impuesto como norma de selección marital, el simple cálculo matemático de restar un año de edad a la última de sus consortes, para así escoger un año menor a la nueva doncella. Naturalmente, con los años, las diferencias de edades entre su primera pareja, la de mayor edad de todas, y la última a quien desposaba, se incrementaría para hacerlas siempre coincidir con el número de esposas que tenía. De este modo, había llegado a poseer, al momento de no querer vivir más, treinta parejas durante también treinta años de vida conyugal con su primera mujer.
El
rey debía seleccionar, ajustado a su buen juicio de soberano, aquella que
habría de asesinarlo, para tal cometido decidió establecer como criterio que
debía escoger esa por la cual profesaba el mayor amor, la que en suma resumiera
el mayor deseo y afecto de su parte. Para el regente era claro que debía
establecer una regla como esta, dado que sólo sería capaz de pedir semejante
propósito a la persona más amada, sólo ella comprendería la dimensión de sus
tormentos, de sus abundancias que quisieran conocer fin. Pero como a todas, en
efecto, les tenía amor y se debatía entre varias el deseo, se percató de que no
sería cosa fácil la selección, por lo que ideó una preselección entre las que
se ajustaban al criterio establecido de afecto y deseo simultáneos.
Bajo la agrupación de esposas que más deseaba y amaba, el número llegaba a la docena. Ante semejante descubrimiento, el rey, en un comienzo, se lamentó por el hecho de poder desear y amar a la vez a tantas de sus mujeres, atinaba a cavilar que, seguramente, habrían sido muchas más de no haber establecido la norma que sólo le habilitaba a una esposa por año. «¡Qué asco de fortuna!» Llegó a musitar. Al detenerse en esta observación, el rey notó que probablemente este parámetro había sido equivocado, que tal vez no había sido sabia y, menos, en estricto sentido, atinada, la norma de escoger una nueva esposa anualmente. Llegó a convencerse de que en su lugar han debido ser muchas más en cada anualidad, de esta manera, ahora, habría tenido un mayor número de parejas que amara y deseara con la misma intensidad. Había fallado en la selección del precepto marital, y con ello, descubría una nueva fuente de inconformidad existencial. Pero, como su interés en el presente, era dejar de vivir, hastiado, como se ha indicado, por su excesiva suerte, no podía distraerse en detalles como estos que, luego de treinta años, determinaban una desacertada decisión; madre de un solitario e irrelevante infortunio en el presente. Concentrado, entonces, en el tema, durante –primero horas– días y más tarde meses, el señor meditaba sobre esta docena de esposas, las entrevistaba, observaba, amaba con pasión y miraba a hurtadillas como queriendo encontrar la presencia de alguna decepción que le hiciera descartar al mayor número de ellas en el menor tiempo posible. Era evidente que todas tenían atributos: eran bellas, amables y por sobre todo inteligentes. Por algo había sido tan afortunado al escogerlas como consortes. En su interior, se compadecía de semejante privilegio, de la suerte con que había contado durante la escogencia de tales mujeres y, desde luego, el dilema que ahora padecía a fin de seleccionar a una de ellas para que le diera muerte.
Su majestad, absorto
como estaba, comprendía que la redención aspirada a través de su asesinato,
requería de una escogencia adecuada, muy bien atinada, de quién finalmente sería
la responsable del magnicidio, por lo que se dedicaba con esmero particular,
con carácter de asunto de Estado, a esta agotadora búsqueda entre sus
amadas.
Mientras se
consagraba a estos quehaceres, su reino crecía y extendía a otros dominios, sin
que para ello hubiera tenido que realizar batallas, acuerdos o alianzas con soberanos
de otras comarcas. La felicidad se multiplicaba de manera espontánea en su
feudo, se propagaba por doquier, como hierba a campo abierto para agobio del
rey. A este tiempo, los meses y los días transcurrían sin decisión sobre el
asunto que se había propuesto; se amilanaba y entusiasmaba cambiando de humor a
cada rato por la indecisión que le consumía un periodo que antes no había
previsto, hasta que una hermosa y soleada mañana, habiendo pasado un año de
meditación y dedicación casi absoluta, el rey, mientras reprochaba a la
naturaleza la frecuencia con que días así le adornaban su vida, en medio de su
queja, un rayo de luz que asomaba entre las flores de su jardín, le encendió
como un chispazo, el pensamiento sobre la determinación que seguidamente habría
de tomar.
Pese a sus
reproches, el verde de la hierba bien cortada del jardín, junto al colorido de
todas las clases de flores que en forma de corazón tenía la entrada de su
palacio, mostraban en todo su esplendor la panorámica que siempre le inspiraba
en momentos como estos, esos angustiosos instantes de felicidad a los que tanto
deseaba poner fin.
III
De
las doce esposas preseleccionadas se impuso como criterio escoger la cantidad
de seis de entre aquellas de menor edad. Esa era la idea que brillantemente se
le ocurrió durante aquella grata mañana.
El gobernante al establecerse este parámetro de decisión lo hacía
pensando en la predilección que tenía por las cónyuges de menos años; si bien
es cierto que a las doce amaba, y deseaba a todas en igual proporción, el regente
apreciaba la lozanía y frescura propias de la juventud como un atributo de
especial consideración. Pues, la condición juvenil, sólo se tiene una vez en la
vida. Sacrificaba de este modo, la experiencia y la madurez de otras esposas
que, siendo igualmente amadas y deseadas, sin embargo, prefería a las más
jóvenes porque tendría con ello mayor seguridad de convencer entre ellas,
aquella que finalmente acometería lo que tanto deseaba.
Estas
seis esposas pasaron nuevamente por varias sesiones de entrevistas, de
introspección y meditación profunda del rey, buscando fundamentar sin yerros
lamentables su determinación. Se consultaba a sí mismo sobre a quién de ellas
amaba y deseaba en mayor medida, puesto que seguía siendo esta la principal regla
de escogencia. A estas mujeres no tenía por qué espiarlas, observarlas o
descubrir en su comportamiento algo que no le agradara, para él era suficiente
lo que sentía por ellas; no tenía entonces ninguna importancia lo que a su vez
ellas sintieran por él, ya la propia condición de encontrarse entre la media
docena de finalistas, significaba para el afortunado monarca, prueba absoluta
de amor hacia él.
El tiempo continuó transcurriendo y luego de meses de reflexión atendiendo, como se ha dicho, casi en exclusiva este delicado asunto, su majestad notó que había sobrepasado el segundo año. Decidió, dispuesto a no extender más su decisión, concluir con este proceso justo cuando llegara a cumplir treinta meses dedicados a seleccionar a su esposa homicida. La razón de esta determinación la establecía para hacer coincidir el número de meses con la cantidad de parejas que tenía. El rey, una vez que optó por llevar adelante el plan para acabar con su vida, no desposó a ninguna otra doncella, pues habría significado no llevar a término el plan. Se mantenía entonces con sus mismas treinta consortes de siempre.
En la siguiente etapa, de las seis mujeres procedió a seleccionar tres, repitiendo igualmente aquella predilección por entre las más jóvenes: una morena, una blanca y otra negra. Todas eran bellas, amables y diligentes. Pero, además, estas tres destacaban sobre las otras por su gran inteligencia. Sin proponérselo, el rey había escogido las tres de mayor atributo intelectual, decantación que se había producido en espontánea lid sin que ellas lo supieran. Al percatarse en las nuevas sesiones de entrevistas de esta cualidad, el soberano se alegró de la selección, hacía mucho tiempo que no sentía un alborozo como el que ahora manifestaba; se alegraba no de la inteligencia de sus tres esposas, sino de su buen juicio por preferirlas. Entre estas tres mujeres distribuiría su tiempo, a ninguna de ellas, naturalmente, les insinuaba y menos revelaba lo que en su interior planeaba. Les conversaba sobre la vida, la felicidad, la dicha, la fortuna, de lo que conocía en abundancia que esto significaba. Las exploraba sobre sus meditaciones en torno a la muerte, la eternidad, el paraíso y el infierno. Quería saber qué opinaban sobre cada uno de estos temas, tal vez descubriera algún prejuicio o condición ética sobre la vida y la muerte, por lo que, lógicamente, una eventualidad como esta, las inhabilitaría para llevar a cabo el regicidio.
Las
tres eran de pensamiento ágil, con creencias y valores diferentes. Una era tan religiosa
como una santa; la de piel blanca, para quien la vida continuaba después de la
muerte. De acuerdo con el comportamiento terrenal se podría ir al paraíso o al
infierno, así lo creía. La de piel morena era absolutamente racional,
cartesiana en todas sus deducciones, dudaba de todo aquello que tangiblemente
no pudiera observar. La de piel oscura, inteligentemente despreocupada, sin
Dios y sin diablo en sus inquietudes, opinaba que aquel quien tuviera una vida
plena en equidad y justicia, obviamente, las grandes retribuciones en su
existencia no le habrían de faltar.
Mientras el señor realizaba todas estas sesiones de entrevistas y conversaciones, –en otros momentos también las amaba con pasión, experimentando el amor y deseo en su máxima expresión con cada una de ellas– comprendía que su tiempo se le agotaba, debía, entonces, tomar una resolución prontamente. Así, luego de entregarse por semanas al placer, y agotadas los cónclaves de entrevistas, en el mes número veintinueve, eligió a la esposa que llevaría adelante el propósito que tanto había buscado: su muerte
Le
quedaba justo un mes para finiquitar los asuntos legales requeridos para
salvaguardar de responsabilidad a su amada esposa, además de hacer su
testamento y ordenar aspectos relativos al afortunado y extendido reino. Debía
este regente garantizar la continuidad y vigencia de la monarquía bajo gobierno
de su primogénito, como era tradición legal desde cientos de años. Aún tenía
pendiente resolver la manera de cómo explicar a su predilecta el porqué ella
habría de darle muerte, y adicionalmente dilucidar la forma particular de cómo
habría de hacerlo. Notaba, justo en este momento que, dedicado a seleccionar a
la autora de su deceso, no había pensado sobre cómo le gustaría hacerlo.
IV
La
primera semana del mes veintinueve inició la redacción del testamento, en cuyo
contenido legaba a cada una de sus treinta cónyuges una treintava parte de sus
riquezas, las cuales no incluían los territorios y dominios del reino, puesto
que estarían bajo gobierno y administración del monarca sucesor. Todas las
esposas y sus descendientes, estarían bajo la tutela del nuevo rey. Ninguna de
ellas, so pena de perder el legado de riquezas a su nombre, podría tener nuevo
esposo o pareja.
La
seleccionada como homicida no sería sometida a juicio alguno, tampoco
penalizada moralmente ni obligada a hablar sobre el tema. Su actuación a los
ojos de la ley consistía en un acto de redención solicitado explícitamente por su
majestad y, como tal, se beneficiaba expresa y previamente de la absolución
real de cualquier acusación. Así lo dejaba escrito con la autoridad que tenía
de gobernante de todos los soberanos y Rey de la felicidad de todos los
tiempos.
Para la segunda semana del mismo mes estaban listos los asuntos legales y testamentarios, restaba explicar a la esposa seleccionada los detalles del acto que habría de cometer. A ella dedicó la tercera semana colmándola de mimos y agrados, la amaba con pasión única y en cada tertulia, insinuaba en un principio su propósito, y luego lo comentaba abiertamente. Observaba las reacciones de la mujer con detalle, notaba que a cada explicación asentía con naturalidad, no contrariaba su decisión en ningún sentido. Llegó a parecerle en un instante que no tendría remordimiento alguno de ejecutarlo. Llegado el momento, al inicio de la cuarta semana, una vez que la esposa había aceptado asesinarlo, esta se mostraba, según apreciación del propio rey, en cierto modo, entusiasta de llevar a cabo el plan, hasta orgullosa parecía sentirse por haber sido ella la elegida.
El
regente, al percatarse de la resuelta actitud de la mujer, cae en cuenta que, luego de treinta meses de meditar y planear su redención por la consorte que él
más amaba y deseaba, nunca había considerado quién era la esposa que más lo
adoraba y deseaba. Había colocado cualquier clase de criterios y parámetros de
selección, pero jamás se había detenido a pensar, si aquella que elegiría,
sería, en efecto, quien más lo amaba. Pues, de haberlo considerado, habría
concluido que quien menos lo quería, seguro habría tenido mayor facilidad para
poner fin a sus tormentos. El Rey de la felicidad descubrió, entonces, que
había seleccionado a la esposa que menos lo amaba, a lo que, de seguidas, se
preguntó: ¿cómo era posible que hubiera tenido esposas, cuando menos una, que
no lo hubiera amado suficientemente, al punto que disfrutaba con la idea, o
cuando menos, no se inmutaba con el hecho de quitarle la vida?
Pero
el plan ya estaba en marcha y no podía detenerse por un descubrimiento o
presunción de última hora. La esposa de piel blanca, aquella devota y creyente
mujer que en nada le contrariaba, ya tenía todo listo para proceder, obedecía
estrictamente a los designios de Dios. Si era a ella a quien correspondía tal
misión, no era por virtud de la casualidad, era su destino quien así lo
determinaba, senda inexorable en la cual, primero estaba Dios, como su único
guía, y luego su rey y esposo, quienes gobernaban su vida terrenal. Las
instrucciones del soberano eran muy precisas sobre no retroceder bajo ninguna
circunstancia, sólo pedía que su muerte se hiciera sin dolor y de ser posible
sin que él se diera cuenta de ello.
En la noche del penúltimo día de su vida, el monarca se acostó temprano, se quedó dormido con la placidez de siempre, la que tanto reprochaba y no deseaba volver a experimentar. Tras quedarse dormido comenzó a soñar con sus treinta esposas, a las que veía más bellas que nunca. Le decían cosas que no entendía, todas estaban desnudas y giraban en torno a él. El sueño era de un rojo encendido que le cegaba, alucinándose con los giros que, en cámara lenta, daban sobre él en un principio, y posteriormente, desquiciándolo cuando fueron moviéndose a una mayor velocidad. Todas hablaban y reían a la vez, como celebrando su aturdimiento. Cuando intentaba atraparlas, desaparecían y seguían riendo a carcajadas sin que pudiera verlas. El rey intentaba despertar y no podía, su cuerpo no respondía debatiéndose entre el sueño y una vigilia paralizante. Una fuerza poderosa lo atraía y anulaba su voluntad. Eran las dos de la madrugada del último día de la semana treinta.
La esposa seleccionada había acordado con él, antes de acostarse, que dormiría en otra habitación para dejarlo solo en compañía de sus pensamientos. Sin embargo, las razones de retirarse a otro lugar tenían que ver más con sus oraciones. Pedía devotamente que la misión encomendada no fallara, que pudiera proporcionar al señor el descanso de la felicidad que tanto le agobiaba. Nada hubo de hacer al siguiente día. La poción venenosa que debía darle muy temprano durante el desayuno, no fue necesaria. Un té inocente para procurarle un relajado sueño le fue suministrado antes de irse a la cama.
Del
sueño rojizo el gobernante desesperaba por regresar, los latidos de su corazón
aumentaban con fuerza descomunal, el cuerpo tembloroso sudaba en cantidades, y
la cama toda mojada, parecía bañada en agua. Su majestad se estremecía sin
control en el placentero lecho. Entre las sabanas sedosas, un líquido caliente
comenzaba a correr desde sus piernas, la elegante bata de dormir mostraba la
humedad que de su cuerpo brotaba; el corazón, entonces, de sus pulsaciones
súbitamente elevadas, deviene en languidez, habiéndose resistido al sueño
extravagante con tanta tenacidad, le sobreviene un abatimiento sosegado hasta
detenerse; sus latidos cesan y el cuerpo exangüe se aquieta, mientras la orina
de su majestad, como un rio alocado, en descarga de alivio corporal, se
extiende sin pudor entre las mullidas sabanas de su lecho soberano. Su cuerpo
desfallece por ansiedad, atenazado por la angustia de querer ver llegar el día
treinta en la mañana, entonces su corazón no resiste semejante tensión, pero,
sobre todo, debido a la ejecución que, por iniciativa propia, hiciera su
esposa.
La
mujer, sin haberle comentado, por su cuenta, había cambiado la pócima por otra,
también con ello, la hora de su ejecución.
En
el sueño sus esposas lo toman de la mano y elevándose en el aire pudo ver su
reino de flores, el verde de la hierba que tantas veces reprochaba, los campos
extensos que se perdían de vista sobre todos los dominios de su reino
afortunado. El cielo por donde volaba de la mano de todas sus consortes se fue
haciendo oscuro y lleno de centellas, frente a una puerta de madera muy vieja
que le crujían las cerraduras, lo dejaron sus mujeres que, apresuradas se
fueron volando. Al abrir la puerta, una garganta de fuego, con una sombra mitad
humana y mitad serpiente, lo recibe a modo de bienvenida. El rey asustado y
sorprendido pregunta a esta figura dónde se encuentra, y esta le responde:
FIN
Nota: El Rey de la felicidad es un relato publicado en el libro de relatos cortos titulado Una historia por descubrir. (2016), de Edinson Martínez. Editorial A todo calor.
MUY BUENO EL ARTICULO CUANDO UNO NUNCA ESTA CONFORME A PESAR DE LAS SITUACIONES, TREMENDA ENSEÑANZA
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