El doctor Dávila
Crónicas perdidas
Crónicas perdidas
Edinson Martínez
@emartz1
“... Así, marchamos un
poco como sonámbulos, pero con la misma seguridad de los sonámbulos, hacia los
seres que de algún modo son desde el comienzo nuestros destinatarios…”.
Ernesto Sabato
Cuando
entré a la casa tuve la sensación de que el tiempo se había detenido en ella.
El piso, las paredes, incluso, sus colores de entonces, y hasta las mismas
grietas que en un tiempo surgieron en el techo, lucían iguales que a comienzos
de los años ochenta del siglo pasado cuando dejamos de vivir en ella. Con la
vista logré recorrerla en segundos al ingresar con la mente llena de recuerdos,
pude apreciarla en aquellos detalles mínimos que todavía conserva mi memoria, y
que parecieran imperturbables con el paso de los años mientras caminábamos por
sus entrañas. En la habitación donde la encargada nos indicó había encontrado
aquella mañana el cuerpo inerme del doctor
Dávila, las paredes conservaban el tono rosado pálido que alguna vez exhibieran
mientras fuera el cuarto de mis hermanas. Una telaraña como un fino manto en
tono marfil desteñido se había extendido generosa en uno de los recodos del
techo colindante con la ventana. Unos metros más adelante, en el otro extremo
de la misma estancia, con una sala sanitaria dividiéndolas en dos secciones de
similares dimensiones, nos recibía la habitación que compartíamos mi hermano
menor y yo hasta que nos mudamos. Allí también, nuestra abuela tejía sus
sueños junto a nosotros en un trio de confraternidad que de vez en cuando
recuerdo con nostalgia. La cocina, amplia y colorida como entonces, permanecía
intacta, como si ninguna persona se hubiese atrevido a trastocar aquel lugar de
celosa dedicación de la abuela y mi madre. La luz tenue que penetraba por la
ventana aligeraba la oscuridad del interior sombreándolo con un aspecto de
museo para simple contemplación. El consultorio donde el facultativo atendía a
sus pacientes, se había instalado a mano derecha de la sala, en el dormitorio
principal de la casa. Allí entré aquella mañana de un lunes ordinario de un mes
que no requiere precisión, acompañado por la encargada de la casa y quien por
años fuera la asistente del conocido oficiante de galeno. Tenía las mismas
características del resto del interior, un trozo del tiempo congelado para
admiración de quienes lo visitaran. Volver a la casa después de tanto tiempo,
fue un acto de curiosidad impulsado por mi madre y una de mis hermanas, porque
en cierto momento pasó por nuestras mentes, intentar comprar de nuevo la casa que fuera
vendida a este personaje muchos años atrás. Un escritorio modesto, una
prehistórica máquina de escribir portátil, marca Brother, y un par de sillas
plásticas era todo el mobiliario del despacho. Un lugar austero que emparentaba
absolutamente con la personalidad asceta del sujeto. Un hombre de baja estatura
con una poblada barba blanca que se alargaba hasta cubrirle el cuello semejando
una gran mota algodonosa. Tenía los ojos claros y una tez blanca, algo curtida
por el sol inclemente al que se exponía en su diario trajinar de caminatas
relajantes antes de emprender sus menesteres curativos. En su rostro, unas
largas arrugas le circundaban los ojos, se le extendían hasta perderse entre la
densa espesura de los cabellos canosos que dibujaban sus patillas. Esa imagen
de místico oriental le concedía un halo de sabiduría etérea que, supongo, por
virtud de los estereotipos instalados en nuestra psiquis, era lo que mayormente
inspiraba la confianza de sus pacientes. El oficio, según parece, nos va
cincelando como el escultor que moldea a su obra, a tal punto que nos parecemos
a lo que en efecto practicamos. Este hombre no era médico de profesión, era un
curandero que a través del iris de los ojos podía diagnosticar el mal que
aquejaba a las personas. No les recetaba ninguno de los fármacos o remedios
conocidos por la ciencia; ni tampoco, se explicaba en términos terapéuticos
convencionales cuando precisaba la causa de la enfermedad que afectaba a
quienes acudían en su ayuda. Sus diagnósticos eran sencillos, breves,
lapidarios en ocasiones, y sin divagaciones que dieran lugar a otras
suposiciones patológicas, porque, en efecto, resultaban de la auscultación que
con su mirada penetrante de ojos azulados hacía sobre la de aquellos sufridos
demandantes de sanación. No había, por tanto, una vez hecho el dictamen, duda
alguna entre sus pacientes en torno a la causa que ocasionaba la afección de
salud que los había llevado hasta él. Posteriormente venia la terapia curativa
que a veces se remitía a indicarles se pusieran de pie con vista a la salida
del sol, al Levante, en el decir de algunos, y cerraran los ojos, mientras les
posaba su mano abierta sobre el cuello por unos relajados segundos en los que
musitaba una ola serena de palabras que sólo él conocía. Un murmullo inaudible
que como una brisa mansa rozando las arenas de un desierto, va dejando sus
huellas sobre la superficie indefensa. Después de unos instantes, los hacía
sentar y les escribía unas indicaciones que, por lo general, consistían en
preparados a base de hierbas, frutas y alimentos naturales. Con una serenidad
instruida desde las profundidades de lo desconocido, desde el halo enigmático
de su andar, las teclas amarillentas de su trepidante Brother, saltaban prestas
sobre la hoja de récipe insertada en el carrete atormentado por el uso, en ella
cada letra dejaba su registro impreso en una secuencia que luego serían las
frases de una oración completa; leyenda escueta del sortilegio de la cura
anhelada.
Este
hombre era un ser ermitaño, vegano consumado y consagrado con devoción a su
oficio. De él no se conocía nada más. Durante algunos años estuvo ausentándose
y viniendo a la ciudad con relativa frecuencia, eran viajes rodeados del mismo
misterio con que se alimentaba su presencia cuando se encontraba en ejercicio
de su profesión. Todo en su derredor tenía una proyección mística, de esas que
les da sentido y justificación a cada evento con el que se tropieza en la vida.
Un día apareció interesado en comprar la vivienda, en una fecha en la que mis
padres no bien se habían decidido en venderla; ya no vivíamos allí, tiempo
hacía en que nos habíamos mudado; sin embargo, aparte de los rodeos sin
fundamento sobre su porvenir, nada había en concreto sobre su venta. El caso es que el doctor Dávila terminó comprándola cuando realmente no estaba en
nuestros planes venderla con la inmediatez con la que se hizo. Casi tres
décadas pasaron para que volviéramos, y cada rincón nos hablaba desde nuestros
recuerdos de toda una vida construida entre sus paredes. Cuando la asistente
nos iba mostrando aquello que ya conocíamos, muchos de los días que vivimos en
aquel lugar desfilaron como una ráfaga de imágenes por nuestro pensamiento. La
joven, sin percatarse de ese torbellino de evocaciones que poblaban nuestra
mirada puesta en el pasado, nos iba indicando con entusiasmo cada una de las
secciones de la casa. También para ella, era un lugar lleno de afectos y
recuerdos, en fin de cuentas, había estado familiarizada con la vivienda por
muchos años. Al llegar a la habitación de aquel rosado pálido que se negaba a
esfumarse, su rostro se quebró en evidente muestra de pesar.
–Aquí
lo encontré esa mañana. Estaba acostado en la cama mirando hacia el cielo, con
los ojos abiertos y las manos sobre el pecho –dijo, finalmente, señalando un
desgastado colchón que se mostraba sin sábanas en medio del cuarto. Un olor a
destierro, a humedad con mezcla de abandono flotaba en el ambiente. La mujer
descubrió el cadáver del doctor
después de un fin de semana al despedirse de él la tarde del viernes anterior.
–¿Murió
solo? ¿No había nadie más en la casa? –recuerdo haberle preguntado.
–Nadie
más… Él vivió siempre solo. Nunca quiso que se le acompañara –respondió, y en
fracciones de tiempo inestimables, agregó la cantidad de años que el finado
había acumulado en su vida.
–Según
su cédula tenía ciento tres años cuando murió…
–¡Carajo!
¡Larga vida! –dije, sorprendido. Mi madre me miró con los mismos ojos pardos
que nos emparentan, y una sonrisa se le dibujó prístina en sus labios.
–¡Cónchale!
La verdad, no los aparentaba. Lucía de mucho menos edad… –expresó a media voz,
en tono que evidenciaba su similar asombro con el mío. Observando la habitación
como quien pasa revista en giro de trescientos sesenta grados, no pude evitar
franquear la distancia que la separaba de aquella que por años fuera la mía.
¡Estaba igual! Semejante al resto de la casa. A veces he soñado con ella, me he
visto dentro como en aquellos tiempos adolescentes en que la ocupaba. Nunca
imaginé que tendría la ocasión de regresar y menos conseguirla como reliquia
de museo detenida en el tiempo. Recuerdo que una madrugada, ya en los albores
del nuevo día, tres golpes sentí en el cristal de una de las dos ventanas, tres
llamadas seguidas una de las otras, como quien toca una puerta para entrar con
el esmero intencionado de espaciar cada uno de los toques. Me desperté
enseguida, miré a mi alrededor y todos dormían. Armado de valor salté de la
cama y salí corriendo hasta el exterior, hacia el lugar de donde provenían las
llamadas a un costado de la casa. No había nadie allí, un silencio absoluto
llenaba aquel recodo del patio mientras la luz de una luna llena aún permanecía
rebelde en el cielo de esa hora. Le
conté a mi abuela horas después, y con su particular modo de decir las cosas,
me dijo:
–Eso
es alguien que se está anunciando…
Días
más tarde, un familiar de parentesco relativamente cercano, falleció. Aquella
asociación excéntrica de la muerte con las tres llamadas sobre la ventana, ha
quedado para siempre impresa en mis recuerdos como una singularidad de esas que
jamás se olvidan.
El
doctor Dávila estuvo haciendo su
trabajo hasta los días finales de su vida. A veces cuando por alguna razón
debía pasar por esa calle donde se encuentra la casa, una cantidad notable de
vehículos se veían estacionados frente a ella. En el porche, asimismo, varias
personas colmaban a título de paciente espera la atención médica que les
dispensaba. Es la calle Lara de esta ciudad, una de las más céntricas de ella,
cuyos linderos nacen en la propia plaza Alonso de Ojeda, epicentro de su vida
urbana, y culminan en intersección con la Piar, algunos metros más delante del
curalotodo. Esta fue una de las primeras vías construidas en aquella ciudad
primaria que caprichosamente se concibió de forma concéntrica. En sus tiempos
iniciales, era una callejuela que de noche se transformaba en una boca de lobo
plena de terrenos baldíos y enmontados a ambos lados, donde se ocultaban los
fantasmas que el alumbrado público hizo desaparecer años después, y que ahora
pudieran retornar por su progresivo deterioro. Por años fue la calle del barco
porque muy cerca de donde se estableció el personaje citado, una embarcación,
de esas que luego he conocido como una lancha común y corriente, seguramente de
dimensiones modestas, pero como suele ocurrir con las apreciaciones de la
niñez, aquello que se observa gigante, resulta, entonces, la más ordinarias de
todas las cosas cuando nos llega el discernimiento adulto. No sé, ni sabo –como dice Joaquín Sabina en una de
sus canciones– cómo se remolcó hasta el patio grande de una de las pocas casas de la
calle y, por años, debajo de un enorme árbol de Caimito, permaneció encallada
para disfrute andariego de la muchachada durante el día, y de espanto
sobrecogedor por las noches, con piratas, malhechores, un ahorcado y la mujer
sin cabezas como habitantes noctámbulos.
Corriendo
los meses finales del dos mil doce una mujer de edad superior a los sesenta,
blanca y de baja estatura, en compañía de un hombre de unos cuarenta años, se
acercaron a mi bufete recomendados por el familiar de una de mis colegas en la
ciudad de Cúcuta –me cuenta otra de mis hermanas–. Las personas venían a San
Cristóbal en busca de un asesoramiento legal en Venezuela debido al reclamo que
se veían precisadas a realizar sobre unos bienes dejados por un pariente
difunto. Una vez que despejamos las formalidades iniciales de la presentación –continúa
diciéndome–, el hombre, un sujeto, también de talla pequeña, que sin habérnoslo
dicho inicialmente a mi colega y a mí, saltaba a la vista que eran madre e
hijo. Nos expone los detalles de su pretensión. Nos explica que su padre había
fallecido en el estado del Zulia, lugar donde nunca ellos habían estado, y al
parecer dejaba un par de propiedades. Una de estas en el sur del Lago de
Maracaibo, y la otra en Ciudad Ojeda, una casa. Cuando el individuo menciona
éste último lugar, enseguida me sobresalto –sigue refiriéndome mi hermana–, y
de inmediato le pregunto en qué parte de Ciudad Ojeda. En la calle Lara… Me
dice con absoluta precisión. Sorprendida, le insisto; ¿en la calle Lara?, ¿y
cuál es el número de la casa? Y éste me responde: Sí, en la calle Lara, casa
número 42. ¡Pero, si allí viví yo! ¡Esa era mi casa!, le dije impresionada.
Asombrada por el albur que esto ha significado, una casualidad de las que con
acuerdo a las estadísticas ocurrirían en poquísimas ocasiones. Madre e hijo resultaron tan impactados como
yo, y esto sirvió para que formalizáramos en un clima de mayor confianza una
asesoría que finalmente no pudo ejecutarse porque estas personas no acudieron
nunca más después de esta primera entrevista. Jamás supimos de ellos –me dijo
finalmente mi hermana–.
Cada
vez que doblo en la esquina donde aún permanece la casa, mi mirada inevitable
se posa sobre ésta. En aquel lugar, como el célebre poema de Antonio Machado, lejos del hogar, cubriéndole el polvo de un país vecino, murió sin pretender la gloria ese extravagante
personaje; depositario estoico de la fe de muchos, y clavo ardiente de
aquellos desahuciados aferrados a su última esperanza. Algunos creyeron
encontrarla, y el placebo de la fe prolongó sus vidas más allá de lo que
hubiera sido posible sin ella. Otros, cuando inexorable era su fin,
experimentaron, al menos, el consuelo de haber intentado posponer con el último
de sus alientos la hora predestinada.
Excelente historia... como siempre
ResponderEliminarUna historia llena de coincidencias y casualidades... definitivamente todo un personaje que alivio a muchos de los que acudieron a el...
ResponderEliminarCatherine Oliveros
Increíble y evocadora narración...me llegaron igualmente muchos recuerdos porque yo fui parte también de esa casa # 42 en la Calle Lara...Gracias Encho
ResponderEliminarExcelente crónica, hermano.
ResponderEliminarMarcelo Morán
Se vienen recuerdos de mi estadía en esa casa y de la calle Lara recuerdo que en esa misma calle o cerca vivió el maestro David el trinitario que tenía fama de educador recio muy temido
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