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domingo, 29 de diciembre de 2013

Un diario inédito de Carpentier revela sus angustias literarias

Alejo Carpentier (1904-1980) era un hombre meticuloso y capaz de acumular una ingente información enciclopédica que luego vertía en su obra. El novelista y musicólogo cubano anotaba todo lo que veía, oía y le llegaba a través de su cosmopolita vida, ya estuviera en París, Caracas o La Habana. De hecho, varios estudios sobre su obra narrativa han apuntado ese rigor documental que luego se volvía estilo. Faltaban los diarios publicados ahora por la Fundación Alejo Carpentier que revelan sus angustias y preocupaciones durante el proceso de creación literaria. Un hallazgo que permite asistir a parte del asomo creativo de obras como El siglo de las Luces, Los pasos perdidos, El acoso y El camino de Santiago.
También se sabe que Carpentier estaba ordenando parte de su correspondencia cronológicamente con la idea de publicarla en forma de diario epistolar, empeño que quedó en suspenso a la muerte del escritor. Este hallazgo, editado ahora comoDiario, quizás contenga también las claves del giro copernicano de su obra, su inmersión, por otra parte frustada, en una épica política a la que cantaba desde un corsé tan artificial como evidente.
De cualquier manera, resulta sorprendente que estos cuadernos se mantuvieran solapados dentro de la papelería de Carpentier, muy estudiada y clasificada, al ser el único escritor cubano, además de José Martí que cuenta con una institución propia dedicada en exclusiva a estos menesteres. Mientras vivió su viuda Lilia, vieron la luz numerosos inéditos de otro carácter, literario o ensayístico, pero no de algo, tan precioso por íntimo y revelador. Puede especularse con que el celo custodio de ella reservara en el tiempo este hallazgo, lo postergara hacia un tiempo donde los testigos oculares y directos, y por enden los aludidos, ya no estarían en el reino de este mundo.
El Diario consta de 149 folios sobre el día a día de su estancia en Venezuela entre 1951 y 1957. Los textos hallados están escritos a máquina, con notas a mano al margen y correcciones. Para la directora de la Fundación, Graziella Pogolotti, se trata de una "invitación a la relectura de Carpentier, al redescubrimiento de su obra a partir de las pistas que esta confesión parcial -como todas las confesiones- nos da sobre sus búsquedas y sus inquietudes".
El autor del prólogo de Diario, Armando Raggi, explicó que el texto descubre el "tortuoso" proceso creativo de Carpentier, sus dificultades editoriales, los periodos de poca productividad creativa, su ocupación en la publicidad radiofónica y la televisión, pasajes enigmáticos y episodios de su estancia en París entre 1938 y 1939, así como sus frecuentes sueños y pesadillas.
Al repasar detalles del texto, Graziella Pogolotti analizó que en 1951 cuando Carpentier está comenzando este diario "responde al apremio de una necesidad interna en un momento de crisis singular". "Necesita encontrar un interlocutor, una suerte de espejo en el que se reconoce y explora una vez más el lugar donde se encuentra, en aquel momento estaba terminando la elaboración de Los pasos perdidos, una novela que significó un punto de giro en su obra".
"Al leer un diario como este podemos percibir hasta qué punto en la obra de un escritor está su experiencia, su vida", apuntó Pogolotti y adelantó que "tiene de todo", "elementos anecdóticos, de algún modo las mujeres que pasaron por su vida", y también están "algunos amigos y amigos que dejaron de serlo".
Actualmente la Fundación sigue un plan de publicaciones críticas de su obra que ha incluido la novela Ecué Yambaó, trabaja ahora en Concierto Barroco y tiene en perspectiva "El arpa y la sombra, su última novela publicada, donde hizo un retrato elocuente de la soledad de un pontífice frente a sus decisiones trascendentales
Para ese fin aseguran que disponen de la documentación esencial y la biblioteca personal de escritor con más de 4.500 volúmenes, un tesoro para dar a conocer y socializar.
El Pais

domingo, 17 de noviembre de 2013

Elvis y el fotógrafo invisible

“Todo. Lo recuerdo todo”, afirma con firmeza Alfred Wertheimer desde su casa en Nueva York. Envidiable seguridad teniendo en cuenta que ha cumplido 83 años y habla de las semanas que pasó retratando a Elvis Presley entre marzo y julio de 1956. “Yo fui solo un nombre en una lista de fotógrafos. El freelance que contestó al teléfono cuando llamaron de RCA. El que estaba disponible el 17 de marzo. Y al final se ha convertido en el encargo más largo de mi vida. Dura ya 57 años”.
Son tantos los detalles que atesora —desde la marca de la maquinilla de afeitar de Elvis al repertorio de los conciertos— que o su memoria es colosal o ha repasado muchas veces las 2.500 instantáneas que tiró. “La primera vez que le vi estaba en una habitación, antes de actuar en televisión. Se miraba con atención la mano izquierda. Le dije: ‘Elvis, vengo a hacerte fotos, si no te parece mal’, pero me ignoró. Siguió fijándose en sus dedos. Entonces vi que llevaba un anillo con una cabeza de caballo de oro rodeada de diamantes. Lo había encargado y estaba decidiendo si se lo quedaba. Se concentraba mucho en cada cosa que hacía. Daba igual que estuviera peinándose, ligando o cantando. No le importaba lo que pasaba a su alrededor y eso le hacía perfecto para mi forma de entender la fotografía. Me gusta volverme invisible. Llegó un momento en el que podía estar a 90 centímetros de él, y ni siquiera me saludaba”.
Pensé: ‘Este hombre es especial, es único. Pégate a él’. Tenía cualidades que nunca había visto en nadie".
Wertheimer tenía 26 años cuando le reclamaron para fotografiar al futuro Rey del rock, que con 21 visitaba Nueva York para hacer su debut en la televisión nacional. Todavía era solo un cantante de moderado éxito. Un paleto del sur, mal visto en la gran ciudad. “¿Elvis quién?’, pregunté cuando me dijeron su nombre. Jamás había oído hablar de él”.
Algunas de esas instantáneas, convertidas en documento histórico, se exponen en Mondo Galería, en Madrid. Están a la venta y su precio va de los 1.700 a los 4.000 euros.
Pero tan precisas son sus memorias como escasos sus juicios de valor. Apenas habla del Elvis persona. Él era su objetivo. Solo eso. “No soy un crítico musical ni un psicólogo, soy un testigo. Lo que intento hacer es desaparecer para que el fotografiado aparezca. Para mí tenía dos grandes virtudes. Permitía que me acercase y hacía a las chicas llorar. Tenía poder, era increíble. Yo había fotografiado a Sinatra o a Paul Anka, pero esto era distinto. Pensé: ‘Este hombre es especial, es único. Pégate a él’. Tenía cualidades que nunca había visto en nadie. Por eso aquella tarde decidí viajar con Elvis si conseguía permiso”.
Lo consiguió y paso varias semanas a su lado. Haciendo fotografías en cualquier momento. Elvis en el baño y en el escenario. En trenes, hoteles o en la tele. Meses después, su fama le aislaría del mundo, pero entonces viajaba casi solo, con su primo Junior como consejero y con sumanager, el siniestro Coronel Parker.
De la hora de charla con el fotógrafo se deduce que el Elvis que conoció es el que aparece en las fotos: un mocetón apuesto, callado y carismático. Un carisma que empleaba para la seducción, ya fuera en masa en sus apariciones públicas, o en privado, en la constante caza de presas, de las que, al parecer tenía un apetito voraz. “Una de mis fotos favoritas es la de Elvis con su primo en un restaurante. Una camarera les pregunta que van a pedir. Junior está pensando en el menú. Elvis está fijándose en ella. Quince minutos después de la imagen estaba abrazándola”.
O su más famosa foto, en la que el cantante aparece besando a una fan. “Ella era solo una chica en el backstage. En mi imaginación era unafemme fatale, y para Elvis solo era una pequeña conquista en el tiempo libre que tenía antes de salir al escenario. Lo demás carecía de importancia para mí. Soy una persona visual. Mi única preocupación es conseguir la imagen”.
Y un carisma que otros sabían aprovechar. El Elvis de los retratos parece saber que lo tiene todo para conseguir el éxito, pero el cómo conseguirlo se lo dejaba a otros. “En aquel momento todo el mundo le decía lo que tenía que hacer. Yo era el único que le dejaba ser él. Era mi primer año como profesional y no me atrevía a dirigirle. Si me hubiera pillado dos más tarde lo hubiera hecho. Pero por eso las fotografias han envejecido tan bien”.
Incluso el ejército se aprovechó. La última vez que se vieron fue en el puerto de Brooklyn, en 1958, cuando partía al servicio militar. “Lo negaban, pero le usaron como un imán para conseguir reclutas. Por eso iba con uniforme de gala y no con el mono verde que vestían los 6.000 que embarcaron con él. Seguía pareciendo una estrella. La única diferencia era que se había cortado el tupé”.
El Pais

lunes, 14 de octubre de 2013

"No queremos una negra"

Era una mañana de invierno del año 1960. La ciudad de Nueva Orleans (estado de Luisiana) estrenaba las horas de un lunes que podía prometer muchas cosas, menos normalidad. Desde temprano, un grupo conformado por amas de casa y adolescentes se aglomeró en la entrada de la escuela William Franz. Llevaban pancartas en las que se leían ofensas y amenazas dirigidas a ella, la causante del malestar común que unió en la indignación a más de 150 personas. El sonido de las sirenas anunció su llegada. De los dos autos negros que se estacionaron frente a la escuela salió un cuarteto de agentes federales vestidos con trajes y sombreros. Hicieron un reconocimiento del área y dieron la orden: ella podía bajar del automóvil. Llevaba un lazo blanco en el pelo, chaquetilla y calcetines también blancos. Era la hija mayor del matrimonio conformado por Abon y Lucille Bridges y hacía seis años que había nacido en el estado de Mississippi. Ruby Bridges era la primera niña negra que entraba en la escuela para blancos William Franz.
“Dos, cuatro, seis, ocho, no queremos la integración. Ocho, seis, cuatro, dos, no queremos una negra”. Ruby creía que el estribillo que gritaban a su paso era como una de esas canciones que amenizaban las tardes en las que saltaba la cuerda con sus amigos. Su madre le dijo: “Hoy vas a una nueva escuela, tienes que portarte bien. No tengas miedo. Puede haber algunas personas molestas afuera, pero yo voy a estar contigo”. La pequeña mano de Ruby se aferró con fuerza a la de su madre mientras se abrían paso entre la multitud. La niña pensaba: “Hoy es el Mardi Gras, y yo estoy en un desfile”. El Mardi Gras es la fiesta anual de carnaval que se celebraba en Nueva Orleans antes del Miércoles de Ceniza. Ruby no estaba segura, quizá se equivocaba. Las personas que le gritaban no tenían rostros alegres y las cosas que arrojaban a su paso no eran los típicos collares de cuentas de cristal.
La familia Bridges dejó la granja de los abuelos paternos en Mississippi para empezar la búsqueda de una mejor vida en Nueva Orleans. Fijaron su nueva residencia en la calle Francia, en el barrio de La Florida. Ruby asistía a la escuela, ayudaba a su madre y cada domingo visitaba la iglesia con su familia. Durante la primavera de 1960, algunos niños negros que acudían a las escuelas del sur se presentaron a unas pruebas que determinarían su participación en el programa de integración propuesto por la Asociación Nacional para el Progreso del Pueblo de Color (Naacp). Ruby estaba entre los niños y niñas que aprobaron el examen y fue seleccionada para empezar el nuevo año escolar en la escuela William Franz, que hasta entonces sólo admitía niños blancos.
“Creo que nos estamos metiendo en problemas”, advirtió el señor Bridges a su esposa. El padre de Ruby no estaba muy convencido de que un cambio de escuela fuera bueno para su hija. Pensaba que la niña debía continuar su educación en la escuela Johnson Lockett. La William Franz quedaba a pocas cuadras de la casa de los Bridges, pero la Johnson Lockett, aunque estaba mucho más lejos, no sólo tenía buenos maestros sino que todos sus alumnos eran negros, igual que su hija. Los habitantes del barrio de La Florida estaban separados por bloques y esta separación estaba determinada por el color de la piel. El señor Bridges se mostraba preocupado por las inevitables consecuencias que, sin duda, acarrearía este cambio. Por su parte, la señora Bridges insistía en que ésta era una buena oportunidad. Después de discutir mucho el asunto y de orar a Dios para que los ayudara a decidir, la señora Bridges consiguió convencer a su marido.
En mayo de 1954, en un dictamen histórico a favor en el caso Brown contra la Junta Escolar, la Corte Suprema de los Estados Unidos aprobó la eliminación de la segregación en las escuelas. La demanda contó con una estrategia diseñada por McKinley Burnett y estuvo encabezada por Oliver Brown y doce ciudadanos de Topeka, en Kansas, un estado que entre 1881 y 1949 había interpuesto once demandas contra los sistemas escolares segregados. La parte demandante del caso Brown estaba compuesta por padres de familia que exigían un trato igualitario para sus hijos, un total de 20 niños. Existen datos que confirman que en 1849, en Boston, Massachusetts, tuvo lugar una demanda similar. El caso Brown se destaca por ser la primera demanda de esta naturaleza que obtuvo un fallo positivo por parte del Tribunal Supremo. Fue un principio difícil. Una gran parte de la población blanca mostró su rechazo ante la resolución y los gobernadores de algunos estados del sur prefirieron ordenar el cierre de las escuelas. En 1955 el tribunal emitió una segunda sentencia que fue acogida en Nueva Orleans, seis años después de que se emitiera la primera.
“Tal vez estoy en la universidad”, fue la conclusión a la que llegó Ruby mientras pasaba su primer día de clases sentada en el despacho del director. Los amigos de la familia la felicitaban por haber aprobado los exámenes; sin duda había logrado algo que la colocaba en una posición diferente a la de los demás niños. Tenía la impresión de que aquellas pruebas suponían otro nivel, algo completamente nuevo para ella. Ruby tardaría en enterarse de que los padres de sus compañeros habían ido a retirar a sus hijos de la escuela y que cuando pasaban por delante de ella y de su madre les gritaban insultos que ningún medio de comunicación se atrevió a reproducir. El mismo día en que Ruby entraba por primera vez en la escuela William Franz, las niñas Leona Tate, Tessie Prevost y Gail Etienne ingresaban en McDonogh Nº 19, otra escuela para blancos de Nueva Orleans que se iniciaba en el proceso de integración en medio de protestas e incidentes desagradables.
Las cosas no cambiaron demasiado el segundo día de clases. En la entrada de la escuela había mucha más gente y los manifestantes incorporaron a la protesta un elemento que asustó a Ruby: un pequeño ataúd que en su interior llevaba una muñeca negra. El Consejo de Ciudadanos Blancos convocó una reunión en el Auditorio Municipal que fue respaldada por más de 5.000 personas, que reafirmaron su oposición a la integración y planificaron nuevas protestas.
No se escuchaban risas ni murmullos, no había un solo niño en el aula y Ruby no tenía compañeros de clase ni maestros. Muchos profesores decidieron abandonar sus puestos de trabajo, algunos por convicción, otros por la presión que deberían enfrentar si permanecían desempeñando sus funciones. En el estado de Luisiana se aplicaron leyes represivas que consistían en suspender los sueldos a los maestros que continuaran enseñando en las escuelas integradas.
La profesora Barbara Henry y su marido llevaban sesenta días viviendo en Nueva Orleans. Hicieron la mudanza desde Boston y apenas empezaban a adaptarse a la vida sureña cuando a Barbara le propusieron trabajar en la escuela William Franz. Antes de dar una respuesta, la maestra quiso saber si la escuela estaba participando en el programa de integración. “¿Esto influirá en su decisión?”, preguntó el superintendente que esperaba al otro lado del teléfono. Barbara Henry dijo que no.
“Bienvenida. Soy la señora Henry, tu nueva maestra”. Barbara Henry se presentó ante Ruby provocándole un asombro que la niña no pudo disimular: “Pero ¡si usted es blanca!”. La pequeña estaba desconcertada, no sabía qué podía esperar de ella, nunca antes había tenido una maestra blanca y los acontecimientos de la últimas horas acrecentaban su confusión. La gente que le gritaba cosas en la entrada de la escuela era blanca, pero los agentes federales que la protegían también eran blancos. Pese a la primera impresión, entre alumna y profesora hubo buena sincronía. Durante mucho tiempo, Ruby fue la única alumna de la señora Henry. La niña almorzaba sola, jugaba sola y hasta para ir al baño precisaba de la custodia de los agentes federales. Ruby recuerda que todos los días la señora Henry la recibía con un abrazo y se sentaba a su lado para enseñarle las letras del alfabeto con paciencia y cariño. Cuando el año escolar estaba a punto de finalizar, se incorporaron a clase cuatro alumnos blancos que no tuvieron inconvenientes en compartir el salón de clases con una niña negra, quizá porque “todavía no habían aprendido los prejuicios”, como comentaría Barbara Henry años más tarde.
 Consecuencias
La tensión provocada por la iniciativa del programa de integración desencadenó una serie de disturbios que se extendieron por toda la ciudad. Los empresarios mostraron su preocupación por el impacto negativo que podía provocar esta situación en la economía local. La familia Bridges empezó a sufrir las consecuencias de su decisión. El padre de Ruby fue despedido de la estación de servicios en la que trabajaba. Los propietarios de una tienda de la ciudad les comunicaron a los Bridges que ya no les venderían más comestibles y los dueños de las tierras de Mississippi en las que los abuelos de Ruby llevaban trabajando más de dos décadas les reclamaron que su nieta estuviera alterando el orden en Nueva Orleans.
La otra cara de la moneda estaba compuesta por las familias que desafiaron las afrentas de la oposición y que, a pesar de los ataques, volvieron a llevar a sus hijos a la escuela William Franz. Desconocidos de todos los estados empezaron a mostrar su apoyo a la familia. A los agentes federales que recogían a Ruby en la puerta de su casa para acompañarla hasta la escuela, se sumó un grupo de vecinos que hacía el mismo trayecto a pie todos los días. El doctor Robert Coles, psiquiatra infantil, se puso a disposición de Ruby y su familia, y semanalmente visitaba su casa para ayudarla a gestionar las implicaciones de su experiencia y brindarle apoyo emocional. Cuando finalizó el año escolar, el número de manifestantes había reducido notablemente. El tiempo de la tormenta transcurrió deprisa para Ruby que, según sus propias palabras, aprendió una de las lecciones más importantes de su vida: “Para la gente no es fácil cambiar una vez que se ha acostumbrado a vivir de cierta manera”.
Durante las vacaciones, Ruby recordaba a su maestra; estaba convencida de que se reencontrarían cuando terminara el verano. No fue así. Barbara Henry fue trasladada a otra escuela. A la ausencia de su profesora se sumaron otros cambios en la rutina escolar de Ruby: los pupitres de su salón de clases ya no estaban vacíos, estaban ocupados por niños blancos y también por niños de origen afroamericano. Aun así, el programa de integración no dejó de ser un proceso lento y sumamente controlado. Los alumnos afroamericanos que se incorporaron a cada una de las escuelas integradas en la ciudad de Nueva Orleans no superaba la docena, y sólo seis escuelas participaban en el programa.
En la actualidad Ruby Bridges es madre de cuatro hijos, vive en Nueva Orleans y dirige la Ruby Bridges Foundation, una corporación que promueve la igualdad y la justicia social. Para concretar sus aspiraciones, Bridges recorre las escuelas de su país compartiendo su testimonio, confiada en que su historia podrá servir de ejemplo para apartar a las nuevas generaciones del resentimiento y del odio, “para que puedan abrazar sus diferencias raciales y culturales y avanzar. Para intentar hacer realidad el sueño de Martin Luther King”.
Por: Sorayda Perguero Isaac

miércoles, 31 de julio de 2013

Vik Muniz, el brasileño que hace arte con basura

El artista utiliza la tierra, el chocolate y los diamantes para crear obras impactantes. Su trabajo se presentará en el Museo de Arte del Banco de la República, en Bogotá, desde el 2 de agosto.

Vik Muniz convierte la basura en arte. Contrario a los artistas de marras, que recurren al lápiz, al pincel, al óleo o a la acuarela, el brasileño se vale de latas oxidadas, llantas desinfladas, botellas de gaseosa desocupadas y tapas de inodoros desechadas para construir imágenes poéticas y enigmáticas que, vistas desde lejos, parecen creadas por un dibujante cualquiera. De cerca, sin embargo, revelan que fueron armadas por una mente audaz, interesada en reflexionar sobre el poder que tiene el arte para crear ilusiones y el interés del espectador en creer en ellas. 

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Muniz pasó tres años en el vertedero más grande del mundo, ubicado en Río de Janeiro, para crear su serie Imágenes de basura (2008). Allí conoció a un grupo de personas que sobrevivían vendiendo los materiales reciclables que encontraban en el basurero. Era gente que existía en medio de los deshechos de otra gente. Muniz tuvo una idea: cambiar la vida de esas personas con los mismos materiales con los que trabajaban. Tomó fotos de los recicladores en medio del vertedero y luego las reconstruyó utilizando los objetos que ellos recolectaban. Después las fotografió, las enmarcó y las puso a la venta. Uno de los recicladores estuvo presente en la subasta en la que su imagen fue vendida en 50 000 dólares. Al oír la cifra, el humilde joven no pudo contener el llanto. El retrato, que revelaba tanto la dignidad como la desesperación de su oficio, transformaría su vida, ya que todas las ganancias fueron para él y sus colegas. 


Muniz, embajador de buena  voluntad de la ONU, no solo trabaja con basura. Para él, cualquier material tiene el potencial de convertirse en arte y transformar la manera en que las personas ven el mundo: alambre, hilo, chocolate, tierra, polvo, caviar, diamantes, algodón… La obra de Muniz es tan ingeniosa e insólita que lo ha convertido en uno de los artistas contemporáneos más llamativos de nuestro tiempo. Su trabajo hace parte de colecciones en Nueva York, Washington, Londres, Tokio, Madrid y París, entre muchas otras.


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Una muestra de cien de sus obras llegará al Museo de Arte del Banco de la República con la exposición Vik Muniz, más acá de la imagen, que estará abierta entre el 2 de agosto y el 28 de octubre.


Por un disparo



Muniz nació en un hogar humilde de São Paulo en 1961. El arte siempre estuvo en su cabeza, pero fue el método con el que aprendió a leer y a escribir el que detonó su necesidad de comunicarse artísticamente: “Mi abuela me enseñó a leer como ella había aprendido de manera autodidacta: memorizando la forma completa de las palabras –le explicó Muniz al pintor español Juan Uslé en una entrevista que hace parte del catálogo de la exposición–. Al empezar la escuela, ya podía leer La isla del tesoro, pero no era capaz de escribir, así que empecé a dibujar las palabras". Cuando el profesor de física vio su cuaderno, lo eligió para representar al colegio en un concurso artístico en el que consiguió una beca para aprender dibujo académico.


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Pero fue la mala suerte lo que determinó su futuro. Un día, cuando salía de un evento, una bala perdida alcanzó su pierna. Se despertó en el hospital y su atacante le ofreció dinero por los daños ocasionados. Con esa plata viajó a Estados Unidos, donde pudo probar la escultura, el dibujo y la fotografía, para, finalmente, construir un estilo único en el que confluyen las tres artes. 


De azúcar y diamantes



Aunque hace 30 años vive en Brooklyn, el trabajo de Muniz está marcado por Brasil. “Yo soy un producto de la dictadura militar –dijo hace unos años en una galería de Nueva York–. En una dictadura no puedes confiar en la información o difundirla con libertad por la censura. Así que los brasileños nos volvimos flexibles en el uso de metáforas. Además, surgió un tipo de sensibilidad desorganizada, satírica y burlesca”. Por esta razón, en su obra resalta el doble sentido, pero sobre una base divertida y lúdica que atrae a todo tipo de espectadores.


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Esto ocurre en su serie Niños de azúcar (1996), la primera en la que el artista empezó a tener claridad de su lenguaje artístico. Muniz viajó a la isla St. Kitts y se preguntó por qué los niños que trabajaban en las plantaciones de azúcar eran luminosos mientras que sus padres se veían grises y devastados. Pronto descubrió que la diferencia se debía a que los adultos habían pasado toda una vida en esos tortuosos campos de caña. Tras este hallazgo, decidió recrear con brillantes granos de azúcar –sobre papel negro– los rostros felices de esos niños, antes de que ese endulzante les robara la luz. Después de crear los retratos, el brasileño dirigió la cámara hacia las imágenes, presionó el obturador, recogió el azúcar y su obra desapareció –como todas sus piezas de ahí en adelante–. Pero su reflexión sobre el trabajo en las plantaciones de caña quedó fijada para siempre en fotos que le han dado la vuelta al mundo.

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Algunos materiales son más difíciles de manejar que otros. Para trabajar con azúcar, como ocurre con la tierra, hay que ser delicado y usar copitos o algodones húmedos. Para trabajar con chocolate se necesita rapidez, ya que se seca muy pronto y solo puede ser manipulado en el transcurso de una hora. Pero para Muniz no es problemático aprender a emplear el material, siempre y cuando este le permita comunicar algo y, sobre todo, crear una ilusión. Él hace que en sus obras los diamantes parezcan glamurosas estrellas de cine, pero, en realidad, solo son fotos de piedras preciosas. Consigue que un algodón se convierta en nube, aunque no es más que algodón. “No se trata de engañar a las personas –dijo en la conferencia que dictó en TED–, se trata de que midan su sistema de creencias y  descubran qué tanto quieren ser engañadas”. Algunos tardan un tiempo en ver los diamantes, otros los ven de inmediato. Para Muniz, el arte tiene el poder de crear ilusiones, como la religión o los noticieros, y depende de la gente si cree o asume con sospecha eso que está ante sus ojos.

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Inspirado en los niños de las plantaciones de azúcar, en los recicladores de Río de Janeiro o en obras emblemáticas de la historia del arte universal, Muniz trata de enseñarle al espectador que siempre hay diferentes maneras de mirar, de interpretar, de conocer. “Quisiera que la gente se acercara a la foto para ver cómo cambia a medida que camina–contó en una entrevista con Mark Magill para la revista Bomb–. Según la distancia, las imágenes significan cosas diferentes”. El trabajo de Muniz es juguetón, invitador, audaz y él, como artista, se deleita subvirtiendo las expectativas del espectador, de tal forma que, al igual que los magos, su truco artístico trascienda la ilusión: “No se trata de producir algo increíble, sino de producir algo en lo que quieres creer”.


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martes, 25 de junio de 2013

Las mil vidas de la ‘Rayuela’ infinita

Antes fueron Bestiario y Las armas secretas, dos libros que tuvieron una recepción muy limitada en Buenos Aires, igual que había sido limitada la aceptación del primer libro de Jorge Luis Borges. Pero aquellos dos primeros libros de Julio Cortázar le abrieron al gran escritor de Rayuela,que entonces era un muchacho todavía, las puertas de un conocimiento excepcional que marcaría su trayectoria editorial y la propia existencia de su novela más famosa. Ese editor era Francisco Porrúa, trabajaba en Minotauro, pero pronto se asoció con Sudamericana, donde Cortázar acabaría publicando esa novela hace ahora, esta semana, 50 años.
Rayuela empezó a crecer en seguida. Pero para llegar a ser la novela más exigente de Julio Cortázar, este tuvo que cumplir algunos requisitos muy exigentes consigo mismo. En primer lugar, como él le contaría poco tiempo después a Luis Harss (Los nuestros, recientemente reeditado por Alfaguara), tuvo que desprenderse para escribir esa novela de modos y de precipitaciones que eran habituales en sus libros anteriores, y sobre todo en Los premios, un divertimento que precedió, hasta en ciertas estructuras, a la Rayuela que lo hizo escritor de culto en todo el mundo, para jóvenes y no tanto. Hasta entonces, concedía Cortázar en su conversación con Harss, se fijó poco en las personas y más en su propia imaginación, en las figuras que poblaban su mente y por tanto sus libros. Rayuela iba a ser rabiosamente humana; en otras palabras, era una novela del ser más que una novela del estar.
En sus conversaciones epistolares incesantes con Francisco Porrúa (que figuran en un apéndice de la edición de Rayuela con la que Alfaguara conmemora ahora el cincuentenario de la primera edición) Cortázar hizo evidente esa preocupación existencialista de su obra y quizá de su pensamiento de la época, en el tiempo en que aún mandaban en la estructura intelectual contemporánea las consecuencias de la guerra en Europa. No solo eso, también las heridas elementales que causaba en los emigrantes argentinos la lejanía de su patria. Era una novela extraña entonces, pues en ella cabía todo el mundo, como en las obras de Shakespeare, y había ritmos y canciones y conversaciones sincopadas como el jazz. En esas conversaciones, así como en las notas editoriales, que eran asimismo abundantes, Cortázar dejó muy claro que él no quería engañar al lector, sino escribir una contranovela, un libro que no se pareciera a las novelas y que tampoco se pareciera a nada de lo que había escrito hasta entonces, aunque sería inevitable que los rayuelitas (como dice Harss) se sintieran tambiénrayuelitas leyendo la extraordinaria colección de cronopios en los que Cortázar se hace eco de cosas que oye en la calle o en su casa.
Rayuela no nació para ser un libro cualquiera; no es una colección de narraciones, tiene una estructura natural, que se lee de corrido, o bien tiene la estructura que Cortázar quiso reglar a sus más audaces seguidores; los capítulos se podían suprimir o seguir en el curso que el autor indicaba. Ese juego (como todos los juegos de Cortázar) tenía una alta graduación poética, le permitía romper, él lo decía, con la solemnidad de discurso que a veces tienen los libros y, además, estaban concebidos para hacerle hueco a la enorme capacidad de dialoguista que ya había ensayado con maestría en Los premios.Fueron juegos que combinó con momentos extremadamente solemnes o duros de la novela, cuando muere el niño Rocamadour (alrededor hay un ruido que no se entiende) o cuando Olivetira, el héroe de la novela, requiere en Buenos Aires ciertos materiales de fontanería que ha de entregarle la mujer a la que ama desesperadamente, sobre todo porque duerme con otro.
Es un libro genial que la gente recuerda como un emblema. Del amor (capítulo siete), del existencialismo (la muerte, la conversación sin límite, el destino) y de la poesía. Quien toca este libro toca a un hombre, y no solo toca a su autor, que es el médium en realidad de un aire que flotaba entonces, la extrañeza de la vida trasladada a la extrañeza de la literatura. ¿Por qué cautivó a tanta gente (y por qué indignó a algunos)? Porque era esperada. Y se convirtió en un lento éxito mundial. Una joya que aún se degusta como si no hubiera pasado medio siglo. Algunos creen que pasó de moda, que el tiempo la sepultó hasta convertirla en una reliquia de exquisitos. Hace 20 años ya se decía eso, sobre todo en España, donde hubo entonces una reticencia suicida con respecto a lo que hizo posible el boom de la literatura latinoamericana. Entonces, un grupo de editores de Alfaguara, que ahora reedita Rayuela, decidió, con la complicidad del artista Eduardo Arroyo (que dibujó el capítulo siete) y la Fundación March, Aurora Bernárdez y Carmen Balcells organizar una campaña para elevar el espíritu del conocimiento de Cortázar. La campaña se llamó Queremos tanto a Julio y consistió en una serie de actos en la fundación. Un grupo enorme de jóvenes se acercó, como para ir a un concierto. Fue entonces la resurrección española de Cortázar y, sobre todo, el regreso solemne, o divertido, de una novela que quien la leyó, no solo la leyó dos o tres o más veces, sino que ahora querría leerla nuevo. No para saber cómo era, sino para saber cómo es.
El Pais

miércoles, 12 de junio de 2013

Lima se maquilla con aerosol

Desde que el grafiti es apreciado como una emergente disciplina del arte contemporáneo, las ciudades de todo el mundo son una suerte de lienzo mutante; un enorme taller de expresión libre abierto a todas las voces, a todas las visiones, a todos los públicos. El grafiti ha democratizado el concepto de arte, liberándolo de su atávico encierro en museos y galerías, donde su acceso es restringido y muchas veces elitista, para sacarlo a la calle.
Lima no es ajena a esta tendencia artística, aunque su aceptación y consolidación tardó en llegar. Durante las décadas de los ochenta y noventa, cuando una cruenta guerra interna tuvo lugar en Perú, el hecho de pintar un muro estaba relacionado con las actividades subversivas de Sendero Luminoso, cuyas milicias tomaban por asalto las paredes de Lima para realizar sus pintas rojas con lemas revolucionarios. La intervención mural al margen del oficialismo era duramente reprimida, y el impulso creativo de los grafiteros estaba coaccionado por la amenaza de ser vinculados con la violencia armada.
No fue hasta que llegaron a su fin los años de confrontación armada cuando el grafiti, como máximo exponente del street art, fue abriéndose camino en las calles de Lima. El genuino trabajo de pioneros como Entes y Pésimo o iniciativas colectivas como la muralización de la calle Quilca, llevada a cabo por el Centro Cultural Averno en el año 2003, posibilitaron que el ciudadano limeño pusiera una mirada renovada en el arte del grafiti, ganándose su aprecio y desligándolo de prejuicios negativos y connotaciones violentas.
En la actualidad, eventos como el Festival de Arte Urbano Latidoamericano, que tuvo lugar el pasado mes de marzo en Lima, ponen de manifiesto que el grafiti goza de buena salud en la capital peruana. Una treintena de creadores del street artinternacional, provenientes en su mayoría de países latinoamericanos, reciclaron los muros del centro histórico de la ciudad para convertirlos en lugares de exposición. Artistas urbanos como el chileno INTI, el mexicano Saner o los colombianos Colectivo Toxicómano son algunos de los nombres que han dejado su firma en el paisaje urbano de Lima, que ahora luce más guapa, maquillada con aerosol.
Para recorrer esta galería de arte urbano al aire libre la mejor opción es perderse por el centro histórico de Lima y andar a la búsqueda de lo imprevisto. Pero, para los más precavidos, se puede trazar una ruta orientativa: se parte de la Escuela Nacional de Bellas Artes, en el jirón Ancash, cuyas paredes son un enorme mural colectivo, para luego recorrer el jirón Cuzco, el jirón Lampa, la avenida Roosevelt, el jirón Zepita y la calle Quilca Este itinerario callejero finalizaría en la Alameda Chabuca Granda, a orillas del río Rímac, donde se reúnen las obras de artistas como el estadounidense PHETUS o la argentina Cuore.
Es incierto cuánto tiempo resistirán las creaciones de los grafiteros que ahora están redefiniendo la estética callejera de Lima. La esperanza de vida de las obras urbanas es efímera, y lo que está va paulatinamente desapareciendo, de la misma manera que lo que no existía se apodera una noche de lo que antes permanecía intacto. Esta es una de las leyes no escritas del grafiti, y Lima no es impune a ella. Pero, a fin de cuentas, de eso se trata: de que el arte viva en la calle y que también muera en ella.
Autor de texto y fotografías: Javier Gragera
Tomado de EL PAIS

lunes, 1 de abril de 2013

Milan Kundera, el otro K



“Como a una pulga, Milan Kundera, el otro K de Checoslovaquia, no necesita acudir a forma alegórica alguna para provocar la extrañeza y la incomodidad con las que Franz Kafka inundó de sombras luminosas un mundo que ya existía sin saberlo […] los personajes de Milan K. viven en un mundo donde todos los presupuestos de la metamorfosis de Franz K. se mantienen incólumes, con una sola excepción: Gregorio Samsa (protagonista de La Metamorfosis de Kafka), la cucaracha, ya no cree que sabe, ahora sabe que cree”.

Con esta reflexión, el mexicano Carlos Fuentes muestra la influencia en la historia de la antigua Checoslovaquia, hoy República Checa, de dos de los más representativos escritores quienes a través de la novela encontraron mucho qué decir no solo sobre la situación social, política, así como la historia, sino sobre la situación del hombre, en términos existencialistas.

La novela es género que le ha permitido explorar los caminos que conducen a lo que alguna vez catalogó como la “aprehensión del yo”, esa búsqueda de respuestas a los enigmas del hombre, característica de sus personajes, por los cuales Milan Kundera se considera como uno de los autores más importantes de la literatura moderna.

Este novelista checo nació en Brno, en 1929. Después de la Segunda Guerra Mundial, trabajó como comerciante y músico de jazz antes de comenzar sus estudios en la Universidad Charles de Praga, en donde estudió musicología, cine y literatura. Después de graduarse en 1952, se convirtió en profesor en la Facultad de Cine en la Academia de Praga de Artes Escénicas, por lo que tuvo la oportunidad de dar conferencias sobre literatura mundial.

Durante este tiempo publicó poemas, ensayos y obras de teatro y se unió al grupo editorial de las revistas literarias Literarni Noviny y Listy. Posteriormente se unió al Partido Comunista en 1948, al igual que otros tantos intelectuales. Sin embargo, en 1950 fue expulsado del partido por lo que catalogaron como sus tendencias individualistas, reincorporándose nuevamente desde 1956 hasta 1970.

Durante los años 50, Kundera trabajó como traductor, ensayista y autor de obras de teatro. Aunque ya había publicado varias colecciones de poesía, ganó notoriedad apostando a la narrativa con la publicación de una colección de cuentos titulada Amores risibles, escrito entre 1958 y 1968. Su primera novela, La Broma, escrita en 1967, trata sobre el estalinismo. Después de la invasión búsqueda existencial de las novelas del autor, cuya guía es un mundo idílico, lleno de ternura, esa que Jaromil anhela y que “nace en el momento en que el hombre es escupido hacia el umbral de la madurez y se da cuenta, angustiado, de las ventajas de la infancia que, como niño, no comprendía”.

Con esta novela obtuvo el Premio Médicis a la mejor novela extranjera publicada en Francia ese mismo año. Y con su siguiente novela, La despedida, obtuvo otro galardón. Se trata del Premio Mondello, el cual mereció por ser el mejor libro editado en Italia.
En 1975, Kundera se convirtió en profesor invitado en la Universidad de Rennes, Francia. Le fue retirada la ciudadanía checoslovaca en 1979 en reacción a su texto El libro de la risa y el olvido. Las novelas que le siguieron fueron prohibidas en Checoslovaquia, hoy República Checa.

En su libro Geografía de la novela, Carlos Fuentes indaga sobre las circunstancias así como el contexto político en las que el escritor produce sus novelas, en las que la ironía resulta reveladora, de lo que Fuentes agrega: “Se puede reír amargamente: la gran literatura de una lengua frágil y sitiada en el corazón de Europa tiene que ser escrita y publicada fuera de su territorio”.

Finalmente obtuvo su ciudadanía francesa en 1981. En 1984 se publica La insoportable levedad del ser, relato ambientado en Praga de 1968 en el que su protagonista se cuestiona la existencia y en donde se plantea la necesidad del eterno retorno nietzscheano. “El hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive solo una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni enmendarla en sus vidas posteriores”, podemos leer en sus páginas.

El libro tuvo una gran aceptación por parte del público e igualmente de la crítica, en efecto, al año siguiente de su publicación, dicho libro recibió el Premio Jerusalén, el cual se otorga durante la Feria Internacional del Libro de esta ciudad.

En 1987, el estadounidense Philip Kaufman adaptó y dirigió La insoportable levedad del ser en su versión cinematográfica, en la que los actores Daniel Day- Lewis y Juliette Binoche interpretan los roles principales. Dicho filme obtuvo dos candidaturas para los premios de la Academia, al mejor guión adaptado y mejor fotografía.

Cinco años después publicó su primera obra escrita en francés, el ensayo L’Art du Roman (El arte de la novela), una recopilación de ensayos sobre sus reflexiones sobre este género, al cual no es de extrañar que lo considere “el arte nacido de la risa de Dios”. En éste se incluye sus famosas Setenta y siete palabras, un diccionario creado por el escritor, que recoge las palabras clave de su novelística, en un intento por solventar el problema de las traducciones. Alguna vez afirmó: “La impresión que me produjeron las traducciones de La broma me marcó para siempre. Por suerte, encontré más tarde a traductores fieles. Pero también a otros menos fieles”.

La inmortalidad (1988), La despedida (1975), Jacques y su amo (1981), La lentitud (1994), Los testamentos traicionados (1995) y La identidad (1996), son otros de sus textos con los que ha obtenido también galardones como el Austriaco de Literatura Europea en 1987 y el Cino Del Duca, en el 2009.

Recientemente, el escritor checo nacionalizado francés ha entrado en la prestigiosa colección de la Biblioteca de la Pléiade de la editorial francesa Gallimard —reservada para textos de los más grandes autores-, con la edición de su obra seleccionada, que incluye El Libro de los amores ridículos; nueve novelas como La broma, El vals de despedida, La insoportable levedad del ser o La inmortalidad; un obra de teatro, Jacques y su amo; y ensayos como El arte de la novela o los Testamentos traicionados.

El nuevo siglo no ha abreviado la actividad de Kundera. En el 2006, luego de veintidós años de publicada en Francia, La insoportable levedad del ser es editada en su país natal, revocando así la prohibición de su obra, la cual es finalmente reconocida, al concedérsele al año siguiente el Premio Nacional Checo de Literatura.

Sin embargo, tanto la popularidad como la reputación del autor se puso en entredicho en el 2008, ya que fue objeto de una polémica al ser acusado por el semanario checo Respekt, que publicó un reportaje titulado La delación de Milan Kundera, que lo señalaba de haber delatado a un disidente comunista en 1950, lo cual suscitó opiniones divididas entre los intelectuales. Algunos como Salman Rushdie, Philip Roth, Carlos Fuentes, J. M. Coetzee, Gabriel García Márquez, Nadine Gordimer y Orhan Pamuk, firmaron un manifiesto en el que denunciaban la “campaña de difamación” en contra del escritor, mostrando de esta forma su apoyo.

Al respecto, es casi inevitable no recordar un pasaje La vida está en otra parte, un momento en la vida de su autor, en el que escribía: “Todos los jóvenes contestatarios alrededor de ustedes, tan simpáticos por lo demás, hubiesen reaccionado, en la misma situación, de la misma manera (...). Me siento estupefacto ante la incapacidad occidental de ver su rostro en el espejo de nuestra historia. La tragicomedia que se representa en mi país es también la de vuestras ideas, vuestro entusiasmo, vuestras doctrinas, vuestro entusiasmo, vuestros sueños y vuestra inocencia cruel”. Palabras de su protagonista, el poeta Jaromil, quien Carlos Fuentes nos recuerda que delata en nombre de la revolución, ese mundo idílico “que suple las insuficiencias de la vida”.

Pero la paradoja e ironía no solo está presente en sus ficciones, ya que a pesar de ese episodio de su vida, los reconocimientos a su trabajo no cesan. Además del Mondello en Italia y el Jerusalén, asimismo ha tenido los méritos para recibir otros premios internacionales, como el Prix Médicis Étranger, el Nelly Sachs, el Commonwealth, y más recientemente, en el 2010, el escritor español Javier Marías le concedió el X Premio Reino de Redonda, “por la gran calidad de su obra de ficción, que refleja las ambigüedades y contradicciones de los individuos de nuestro tiempo, tanto bajo regímenes dictatoriales como democráticos, y por la perspicacia y profundidad de sus ensayos literarios, en los que ha rastreado y reivindicado algunas de las tradiciones novelísticas más importantes y sin embargo menos visibles”.

Ochenta y cuatro años, un tiempo finito en el que se mide la existencia de este poeta-filósofo de la levedad y la incertidumbre del yo, quien jamás utilizó la palabra “Checoslovaquia” en sus novelas, por parecerle muy joven, carente de belleza y de raíces en el tiempo, y a quien le debemos la revelación de que la levedad del ser es insoportable.

domingo, 3 de marzo de 2013

El embrujo de Cortázar


Se cumplen 50 años de la publicación de ‘Rayuela’




Como un juego empezó a descubrir la vida mientras caminaba y brincaba por las calles de Banfield y se inventaba Rayuelas sobre el asfalto, uno, dos, uno, dos. Algo tenía que salirse de la lógica de los mayores, pensaba. Tendría que haber leyes de la excepción, magia, fantasía, verdad en la mentira, credibilidad en la ficción. Él jugaba, nada más. “Desde niño todo lo que tuviera vinculación con un laberinto me resultaba fascinador —explicaría muchos años después—. Creo que eso se refleja en mucho de lo que llevo escrito. De pequeño fabricaba laberintos en el jardín de mi casa. Me los proponía”. Su camino hacia la escuela era un laberinto. Él lo había diseñado, piedra tras piedra, grieta tras grieta. En una esquina saltaba con un pie para caer un metro más adelante con los dos. “Si por casualidad no podía hacerlo o me fallaba el salto, tenía la sensación de que algo andaba mal, de que no había cumplido con ese ritual. Varios años viví obsesionado por esa ceremonia, porque era una ceremonia”.
Pasados 40 años, mientras escribía Rayuela, Julio Florencio Cortázar llegó a pensar que la titularía Mandala, como el juego sagrado de los hindúes. “Luego me pareció pedante y recordé que la rayuela es un mandala, sólo que los niños la juegan sin ninguna intención sagrada”. Rayuela, mandala, laberinto, juego, fantasía, lo sagrado y lo profano, lo místico, lo real, el humor —humor negro— y la ingenuidad. La política, sus diversos rostros, el amor y sus irónicos rostros. Cortázar mezcló la vida, su vida y la que vio, en sus libros, y sus libros acabaron por parecerse a su vida. Todo laberinto, todo impredecible. Su primer libro, Presencia, lo firmó con un pseudónimo, Julio Denis. Con el mismo falso nombre suscribió un artículo sobre Rimbaud, en 1941, y un relato que llevaba por título Llama el teléfono, Delia, publicado en El Despertador, de Chivilcoy, el mismo año. Luego, cuatro años más tarde, firmó La estación de la mano como Julio A. Cortázar, y pasados algunos meses, escribió un ensayo sobre la poesía de John Keats bajo el nombre de Julio F. Cortázar.
Aquellos tiempos, cuando Cortázar aún no era Cortázar, fueron tiempos de dificultades económicas, de ir de un lado para el otro y dictar clases. Pasó de Chivilcoy, al sur de la Capital Federal de Buenos Aires, a Mendoza; de dictar cursos, a hacerse cargo de tres cátedras de literatura francesa y de Europa septentrional. En una carta dirigida a su amiga Mercedes Arias, decía: “Creo que aquí estaré bien. Las clases las principié el miércoles pasado, y puede figurarse la diferencia que significa dictar seis horas por semana (dos por cátedra) y no dieciséis. Lo mismo en cuanto al número de alumnos; en tercer año me encontré con una multitud compuesta por dos señoritas. Luego, el trabajo universitario es hermoso, ¡por fin puedo yo enseñar lo que me gusta!”. Cortázar hablaba en aquel entonces, años 40, de la poesía francesa y su incidencia en las vanguardias del siglo XX, y dictó su primera charla en Mendoza, sobre Paul Verlaine.
Los diarios mendocinos, Los Andes y La Libertad, reseñaron la conferencia en sus páginas culturales. “Cortázar comenzó señalando la imposibilidad de comunicar las características esenciales de una poesía, por cuanto sus esencias son de orden personal y en modo alguno comunicables con otro lenguaje que no sea el de la poesía”, decía una de las notas. Medio irónico, y muy en serio, Cortázar criticó que su exposición hubiera sido juzgada como “difícil”, y le preguntó a Lucienne C. de Duprat, la esposa de su gran amigo por entonces, Sergio Sergi, “¿cree usted sinceramente que en un medio universitario puede haber dificultades para alcanzar las simples, hasta vulgares ideas que allí se expresan?”. Sergi era artista plástico, grabador, e influyó en varios de los conceptos de Cortázar. Incluso, le escribió un poema, Un goulash para el oso, que se iniciaba con un verso que decía “receta del goulash, tómese un pedazo de estrella y una / ortiga”.
Sergi había combatido en la Primera Guerra Mundial con el ejército austríaco. “En 1915 estuve en el frente, pero no maté a nadie y nadie quiso matarme a mí”, diría, y confesaría que “la única valentía que tengo es la de confesar mi cobardía, que es la condición biológica del hombre normal”. Dentro de sus juegos, de nuevo irónico, pero veraz, y varios años después, Cortázar le escribió una carta en la que le aclaraba: “Por otra parte presumo que usted guarda cuidadosamente todas mis cartas, ya que en el futuro habrán de publicarse en suntuosas ediciones y usted se beneficiará con menciones como ésta: ‘El coronel Osokovsky, cuya fotografía no aparece aquí, fue uno de los corresponsales más fieles del gran cuentista J.C.’. Ya ve su conveniencia de guardar mis cartas. Por otra parte, si usted me manda todos su grabados, yo me ofrezco a guardarlos celosamente, para retribuirle la atención”.
Cuando Juan Domingo Perón llegó a la presidencia, Cortázar renunció a sus cátedras en la Universidad de Cuyo, Mendoza. No quería hacer parte del peronismo. Luego, muy luego, aclaró en una entrevista que él había confundido el fenómeno del peronismo, y por aversión a sus nombres, sus sujetos, había ignorado “que con Perón se había creado la primera gran convulsión, la primera gran sacudida de masas en el país; había empezado una nueva historia argentina. Esto es hoy clarísimo, pero entonces no supimos verlo”. En el 46 retornó a Buenos Aires y trabajó en la Cámara del Libro. Vivía solo, convencido de ser “un solterón irreductible, amigo de muy poca gente, melómano, lector a jornada completa, enamorado del cine, burguesito ciego a todo lo que pasaba más allá de la esfera de lo estético, traductor nacional”. Su obra evolucionaría, desde allí, hacia el compromiso social y las revoluciones de Cuba y de Nicaragua, y hacia las Revoluciones.
“La verdadera cara de los ángeles / es que hay napalm y hay niebla y hay tortura. / La cara verdadera / es el zapato entre la mierda, el lunes de mañana, / el diario”. En los 60, Cortázar escribía ya a favor del negro y el cholo y en contra del franco, que era Franco y eran todos los fascistas que en el mundo hubieran sido y fueran, pero aún le quedaba la lucha. “Digamos que mis decisiones políticas ya estaban tomadas y daban hacia la izquierda, pero no pasaban de una opinión (…). En cambio, la revolución cubana me mostró, me metió en algo que ya no era una visión política teórica, una postura política meramente oral”, escribía. Luego concluía que tanta ofensa, tanta humillación, debían desembocar en algo, “hay que hacer algo y tratar de hacerlo”. Lo hizo con sus libros y sus palabras. Con ellos, por ellos, taladró conciencias, transformó pensamientos, cambió vidas, aunque tal vez no lo llegara a saber.
Oliveira, su Horacio Oliveira de Rayuela, decía: “Nadie negará que el problema de la realidad tiene que plantearse en términos colectivos, no en la mera salvación de algunos elegidos. Hombres realizados, hombres que han dado el salto afuera del tiempo, y que se han integrado en una suma, por decirlo así... Sí, supongo que los ha habido y los hay. Pero no basta, yo siento que mi salvación suponiendo que pudiera alcanzarla, tiene que ser también la salvación de todos, hasta el último de los hombres. Y eso, viejo... Ya no estamos en los campos de Asís, ya no podemos esperar que el ejemplo de un santo siembre la santidad, que cada gurú sea la salvación de todos los discípulos”. Cortázar cedió derechos de autor en pro de Nicaragua, se enfrentó a unos y a otros, pues, como solía repetir, “jamás escribiré expresamente para nadie, mayorías o minorías”, y fue en sí mismo una revolución estética y literaria. Sin lo sagrado del mandala, pero con el juego de una rayuela, siempre.
Fernando Araújo Vélez 
Elespectador.com

miércoles, 27 de febrero de 2013

El poeta latinoamericano ya no hace la revolución


Ernesto Cardenal apretó el puño y sacudiendo el brazo en el aire gritó al público que lo escuchaba: "¡Viva Sandino!"La noche era fresca en la colonial ciudad nicaragüense de Granada, sede anual del Festival Internacional de Poesía más grande América Latina. Corrientes de aire provenientes del Gran Lago de Nicaragua zigzagueaban entre la gente, levantando sombreros, erizando los pelos de la piel. Decenas de personas se congregaron para homenajear al poeta revolucionario, posiblemente el último de una casta de creadores latinoamericanos comprometidos con el cambio político en la región. “Soy poeta, sacerdote y revolucionario”, se definió el hombre que en Nicaragua usó la cultura para enfrentarse a la dictadura de Somoza. Cardenal obtuvo el año pasado el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.
La poesía de Cardenal sigue inspirando a la nueva generación de poetas latinoamericanos, pero la lírica de la región ha experimentado una transformación radical. A decir de escritores y editores, la poesía latinoamericana se ha vuelto individualista, minimalista, nihilista. Los poetas jóvenes han dejado atrás el compromiso político, que caracterizaba a vates como Mario Benedetti o Pablo Neruda, para cantar historias más personales. “La poesía ya no es un instrumento del cambio político como hace 30 años, al menos no de la misma manera”, explicó la escritora Gioconda Belli, también poeta, y quien en abril presentará en España su nuevo libro de poesía, En la avanzada juventud. “Ahora los cambios políticos van a ser mucho más lentos, ya no son procesos románticos, porque las revoluciones eran procesos románticos, heroicos, épicos”, dijo Belli. 
Los jóven
En América Latina los poetas alzaron su voz para ayudar a los movimientos revolucionarios que hace treinta, cincuenta años, germinaron en la región. La revolución cubana inspiró a decenas de poetas, que con sus versos apoyaron la caída de Fulgencio Batista. Luego vino la revolución nicaragüense, quedó la épica del Che Guevara, la lucha guerrillera en El Salvador. Ahí estaban los poetas para mover a la gente, para hinchar, sobre todo en los más jóvenes, la idea del compromiso con el cambio político armado. Pero el deterioro de los regímenes revolucionarios, su involución y la llegada de la democracia a Latinoamérica cambiaron la forma de hacer poesía en la región. 
“La poesía comprometida coincidió con el auge de las revoluciones de los setenta, ochenta; esa poesía tuvo un eco enorme porque estaba identificada con lo que la gente estaba viviendo. Ahora la poesía es más nihilista, es más preciosista, cultiva más la creatura verbal, que es más de consumo entre poetas. Ha habido una desconexión entre la poesía y la gente, lo que tiene que ver con una poesía más individual, más hermética, más cerrada”, dijo Belli. 
Carla Pravisani es una joven poeta argentina, radicada en Costa Rica. Ella participó como invitada en el Festival de Granada, dentro de una nueva generación de poetas de la región. Coincide con Belli en relación a la nueva lírica de la región, principalmente de Centroamérica. “Hay una nueva mirada que no es tan social, sino basada en los pequeños acontecimientos personales que nos definen”, dijo. “Ya no estamos en ese momento político que caracterizó a la poesía”, agregó Pravisani, aunque reconoció el peso y la influencia que poetas como Cardenal tienen en esta nueva generación. 
“Ernesto Cardenal es una estrella a seguir, como poeta, como ser humano, como persona que se ha dedicado a ser consecuente. Cada proyecto que hace sigue produciendo fenómenos de cambios culturales. Y es ahí como persona donde yo mejor me nutro, en cómo Cardenal ha utilizado el arte como herramienta para mejorar el mundo”, dijo la poeta. 
Hubo un tiempo en la que la poesía latinoamericana era muy seguida en Europa, aseguró Lutz Kliche, director de Verlagsdienstleistugen, de Alemania, y editor de Cardenal al alemán. “Todos los de mi generación leíamos a Mario Benedetti, pero la poesía en Alemania, y me atrevo a decir que casi en toda Europa, ya no es un género de acogida entre el público. La gente prefiere leer grandes novelas o autores que se leen fácil y rápido. Lo que más se vende es una buena mezcla de tensión, de suspenso, de crimen. La poesía es un género muy difícil”, explicó. 
En América Latina los poetas alzaron su voz para ayudar a los movimientos revolucionarios
Kliche cree que ya termino la época en la que la literatura, y principalmente la poesía, era un instrumento al servicio de los grandes cambios políticos. “En Europa algunos autores se han editado por situaciones circunstanciales, pero creo que van a surgir nuevos escritores y nuevos poetas alrededor de nuevos temas, porque los temas cambian, ahora es la violencia, la pobreza. La literatura no debe ser panfletaria, comprometida, debe dedicarse a los temas de los seres humanos, los grandes temas de la condición humana, que afectan a la vida de cada uno de nosotros”, dijo el editor. 
Kliche cree que la poesía debe aprovechar nuevas formas de difusión, basadas en la música y las nuevas tecnologías. “Las nuevas generaciones, en Europa por lo menos, ya no son tan afines a la poesía, son más afines a la música. Todos los estilos de música abren nuevas formas, incluso literarias, porque creo que la frontera de las distintas expresiones artísticas tienden a desvanecerse y hacerse más permeables, y creo que ahí radica la esperanza de los poetas, de no solo pensar en un libro, sino publicar su poesía en blogs, hacerla más accesibles para un público que no está tan acostumbrado a leer”, dijo Kliche. 
La escritora Gioconda Belli piensa igual que el editor alemán. Belli aseguró que ve con fascinación cómo una nueva generación de músicos nicaragüenses utiliza el bagaje literario creado por la poesía para hacer arte. “He visto en Nicaragua varias voces importantes, gente que está haciendo cosas nuevas, aunque todavía no se puede decir que exista ya el relevo a nivel tan conocido. Quizá va a tomar más tiempo conocerlos, que en los tiempos en los que el cultivo de la poesía y los libros circulaban a un nivel más amplio, pero la poesía latinoamericana siempre ha tenido un vigor muy especial, aun ahora que la poesía está más concentrada en la interioridad, todavía hay una característica peculiar de la poesía latinoamericana, que tiene que ver con la capacidad que hemos tenido de reflejar eso que llaman la realidad mágica de América Latina, no mágica por bella, sino por exagerada, por loca, por casi imposible, porque viola todas las reglas de la realidad”.
El Pais

lunes, 28 de enero de 2013

Vargas Llosa, el ídolo

El Centro de Convenciones estaba repleto. Una efervescencia silenciosa se sentía en el aire. Parecía que el público estuviera a punto de presenciar la llegada de una estrella de rock. Todo el auditorio esperaba ansioso su salida, por eso, el público abucheó a la presentadora del evento cuando anunció que la charla de Mario Vargas Llosa se pospondría unos minutos pues el gobernador de Bolívar y el alcalde de Cartagena planeaban, primero, condecorar al escritor con la Orden Rafael Núñez y las llaves de la ciudad. Todos habían pagado para oír a su ídolo, y la condecoración, fuera de lugar, solo reducía el tiempo que les quedaría para conocerlo. Los asistentes chiflaron, sin pudor, una y otra vez, pero debieron aguantar. 

Después de varios minutos de impaciente espera, Mario Vargas Llosa se sentó en el escenario y, con su voz amable y delicada, cautivó al público al recordar su inicio en literatura, su experiencia con su primera novela (La ciudad y los perros) y su visión del boom latinoamericano. Guiado por el ensayista Carlos Granés, terminó la conversación comentando su más reciente libro La civilización del espectáculo y revelando cuál será su próxima obra, a la que le puso punto final antes de viajar a Cartagena.    

La ciudad y los perros cumplió 50 años de vida, por esta razón, el evento fue, principalmente, una celebración a ese libro que muchas editoriales rechazaron antes de que Carlos Barral accediera a publicarlo y que marcó el inicio del escritor en el mundo de las letras. Para llegar a escribirlo, Vargas Llosa tuvo que pasar primero por una escuela de cadetes. “Mi padre descubrió mi vocación literaria y eso lo alarmó –aseguró el escritor durante la charla–. No sin cierta razón, pues esa vocación descarriada era un pasaporte hacia el fracaso, así que pensó que un colegio militar era la mejor cura”.  

Para el autor, esta experiencia fue desagradable pues, por primera vez, conoció el mundo.  Entendió que su país era víctima de grandes conflictos e injusticias, y que estaba lleno de diferencias económicas, sociales y raciales. Además se encontró con el machismo, que no solo era tolerado sino estimulado como una muestra de virilidad que se expresaba con violencia física. Su padre estaba seguro de que en ese contexto se olvidaría de la literatura, pero ocurrió todo lo contrario. “En esos dos años leí más que nunca –comentó–. Estuve castigado todo el tiempo y leía vorazmente. Nunca había escrito tanto. Creo que en esa época me convertí en un escritor profesional, pues escribía las cartas de amor que mis compañeros mandaban a sus enamoradas y me pagaban con cigarrillos. Además comencé a escribir novelitas pornográficas, la rama más viril de la literatura”.

A su salida de la escuela militar supo que tenía que contar su experiencia y así surgió La ciudad y los perros. Su padre, sin imaginárselo, terminó impulsando la vocación literaria de su hijo. Al igual que Sartre, a quien leyó con avidez y entusiasmo. “Le creí todo lo que escribía: en especial esa teoría que planteaba que a través de la literatura podía combatir la injusticia y la explotación. Las palabras son actos, con cada palabra puedes producir cambios. Esa idea eran muy estimulante”. 
Cuando tuvo la libertad de hacerlo, viajó a París pues esa era la ciudad en que la atmósfera permitía que las personas se volvieran creadoras. “Yo era un peruano que soñaba con ser un escritor francés, pero cuando llegué a París descubrí América Latina. Allá estaban Cortázar, García Márquez, Fuentes, Carpentier… Con ellos entendí que teníamos problemáticas comunes y que queríamos hacer cosas muy ambiciosas con la literatura. Entonces alcanzamos reconocimiento y entre nosotros surgió una amistad”. 

Después de permitirle revelar los secretos de su pasado, Carlos Granés devolvió a Vargas Llosa al presente y lo invitó a hablar de su último libro hasta ahora, La civilización del espectáculo. “La noción de cultura ha cambiado –anotó–. Ahora es más entretenida y exige menor esfuerzo intelectual. Si la cultura es solo entretenimiento se banaliza. Una sociedad no puede ser realmente democrática si el ciudadano no tiene imaginación, si no tiene un espíritu crítico y si no busca que el mundo sea mejor. La cultura existía para eso, para estimular la imaginación”. 

Luego de una conversación amena y sincera, Granés le pidió al escritor que se despidiera con la revelación de un último secreto: “El libro que acabo de terminar se llama El héroe discreto y ocurre en el Perú de hoy, que vive un periodo positivo –contó–. Espero que, como pasó con La ciudad y los perros, esta obra también sobreviva en los próximo 50 años.”

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