“La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir”.

Camilo José Cela

lunes, 28 de enero de 2013

Vargas Llosa, el ídolo

El Centro de Convenciones estaba repleto. Una efervescencia silenciosa se sentía en el aire. Parecía que el público estuviera a punto de presenciar la llegada de una estrella de rock. Todo el auditorio esperaba ansioso su salida, por eso, el público abucheó a la presentadora del evento cuando anunció que la charla de Mario Vargas Llosa se pospondría unos minutos pues el gobernador de Bolívar y el alcalde de Cartagena planeaban, primero, condecorar al escritor con la Orden Rafael Núñez y las llaves de la ciudad. Todos habían pagado para oír a su ídolo, y la condecoración, fuera de lugar, solo reducía el tiempo que les quedaría para conocerlo. Los asistentes chiflaron, sin pudor, una y otra vez, pero debieron aguantar. 

Después de varios minutos de impaciente espera, Mario Vargas Llosa se sentó en el escenario y, con su voz amable y delicada, cautivó al público al recordar su inicio en literatura, su experiencia con su primera novela (La ciudad y los perros) y su visión del boom latinoamericano. Guiado por el ensayista Carlos Granés, terminó la conversación comentando su más reciente libro La civilización del espectáculo y revelando cuál será su próxima obra, a la que le puso punto final antes de viajar a Cartagena.    

La ciudad y los perros cumplió 50 años de vida, por esta razón, el evento fue, principalmente, una celebración a ese libro que muchas editoriales rechazaron antes de que Carlos Barral accediera a publicarlo y que marcó el inicio del escritor en el mundo de las letras. Para llegar a escribirlo, Vargas Llosa tuvo que pasar primero por una escuela de cadetes. “Mi padre descubrió mi vocación literaria y eso lo alarmó –aseguró el escritor durante la charla–. No sin cierta razón, pues esa vocación descarriada era un pasaporte hacia el fracaso, así que pensó que un colegio militar era la mejor cura”.  

Para el autor, esta experiencia fue desagradable pues, por primera vez, conoció el mundo.  Entendió que su país era víctima de grandes conflictos e injusticias, y que estaba lleno de diferencias económicas, sociales y raciales. Además se encontró con el machismo, que no solo era tolerado sino estimulado como una muestra de virilidad que se expresaba con violencia física. Su padre estaba seguro de que en ese contexto se olvidaría de la literatura, pero ocurrió todo lo contrario. “En esos dos años leí más que nunca –comentó–. Estuve castigado todo el tiempo y leía vorazmente. Nunca había escrito tanto. Creo que en esa época me convertí en un escritor profesional, pues escribía las cartas de amor que mis compañeros mandaban a sus enamoradas y me pagaban con cigarrillos. Además comencé a escribir novelitas pornográficas, la rama más viril de la literatura”.

A su salida de la escuela militar supo que tenía que contar su experiencia y así surgió La ciudad y los perros. Su padre, sin imaginárselo, terminó impulsando la vocación literaria de su hijo. Al igual que Sartre, a quien leyó con avidez y entusiasmo. “Le creí todo lo que escribía: en especial esa teoría que planteaba que a través de la literatura podía combatir la injusticia y la explotación. Las palabras son actos, con cada palabra puedes producir cambios. Esa idea eran muy estimulante”. 
Cuando tuvo la libertad de hacerlo, viajó a París pues esa era la ciudad en que la atmósfera permitía que las personas se volvieran creadoras. “Yo era un peruano que soñaba con ser un escritor francés, pero cuando llegué a París descubrí América Latina. Allá estaban Cortázar, García Márquez, Fuentes, Carpentier… Con ellos entendí que teníamos problemáticas comunes y que queríamos hacer cosas muy ambiciosas con la literatura. Entonces alcanzamos reconocimiento y entre nosotros surgió una amistad”. 

Después de permitirle revelar los secretos de su pasado, Carlos Granés devolvió a Vargas Llosa al presente y lo invitó a hablar de su último libro hasta ahora, La civilización del espectáculo. “La noción de cultura ha cambiado –anotó–. Ahora es más entretenida y exige menor esfuerzo intelectual. Si la cultura es solo entretenimiento se banaliza. Una sociedad no puede ser realmente democrática si el ciudadano no tiene imaginación, si no tiene un espíritu crítico y si no busca que el mundo sea mejor. La cultura existía para eso, para estimular la imaginación”. 

Luego de una conversación amena y sincera, Granés le pidió al escritor que se despidiera con la revelación de un último secreto: “El libro que acabo de terminar se llama El héroe discreto y ocurre en el Perú de hoy, que vive un periodo positivo –contó–. Espero que, como pasó con La ciudad y los perros, esta obra también sobreviva en los próximo 50 años.”

Cromos.com

miércoles, 16 de enero de 2013

A Ciudad Ojeda, como siempre.


“A pesar de que cuando llegaban a Venezuela los inmigrantes se encontraban con que las condiciones de trabajo no eran las que se les había hecho ver en una campaña engañosa, ellos contribuyeron con su trabajo, en los últimos 10 años, al progreso del país. Han impulsado el comercio y la industria privada. Ciudad Ojeda, la más nueva y también una de las más modernas ciudades venezolanas, está constituida en su mayoría por familiares italianos, cuyos hijos son venezolanos…”
“Cuando era feliz e indocumentado”
Gabriel García Márquez
  

Lo que hoy conocemos como  la cuarta ciudad del estado en población y capital del municipio Lagunillas, fue fundada el 19 de enero de 1937 por decreto del entonces presidente de la república Gral. Eleazar López Contreras. Ciudad Ojeda, seria su nombre en homenaje al descubridor del lago de Maracaibo


 Nuestra ciudad, creada para albergar a los pobladores de Lagunillas de Agua, fue una previsión gubernamental para solventar las dramáticas condiciones de vida de aquella población y prevenir la ocurrencia de accidentes con pérdidas de vidas humanas.  Sin embargo, por esas razones que sólo el apego al corazón entiende, los pobladores de Lagunillas, se resistieron a mudarse a un caserío sin futuro, apartado y solitario que llevaría por nombre una tal Ciudad Ojeda. Deciden hacerlo una vez que ocurre el pavoroso incendio del 13 de noviembre de 1939.

Entre las décadas de los años 40, 50 y 60  se mudaron a ella  gentes de todas partes del país, principalmente orientales y andinos que consolidaron con su permanencia la nueva ciudad. Del resto del mundo al calor de la febril actividad petrolera de la zona, vinieron italianos, españoles y antillanos que  sembraron para siempre en nuestra tierra su cultura, su manera de ser y costumbres, se amalgamaron a nuestra gente para fundir lo que hoy representamos en el Zulia y la Costa Oriental del Lago.

Ciudad Ojeda, inicialmente un caserío del antiguo distrito Bolívar, se ha levantado desde la inexistencia, desde no aparecer en el mapa y en la división político-territorial del estado, de la nada que solo constituía un papel en decreto de incierto porvenir, hasta llegar a ser la capital del distrito Lagunillas en 1978, luego de la separación del viejo y extenso distrito Bolívar. En el presente Ciudad Ojeda, es la capital del Municipio Lagunillas por virtud de las modificaciones de ley que crean los municipios como entidades territoriales autónomas y para esta fecha arriba a sus 76 años. 



Esta apacible, afectuosa y calurosa ciudad ha sido un sueño para muchos, la tierra prometida para algunos y un lugar donde  sembrar esperanzas para otros. Podríamos decir ahora que Ciudad Ojeda para nosotros ha sido el mayor privilegio que la vida nos ha dado al vivir en ella. 





Edinson Martinez
@emartz1

martes, 15 de enero de 2013

Cuatro décadas de un fantasma

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Como en los años 70, el espíritu de Pablo Neruda ronda las calles de esta capital. Se percibe 2013 como el año de la ratificación de la vigencia de la obra del gran poeta chileno, justo cuando se cumplen 40 años de su muerte, ocurrida días después de la caída del gobierno y de la muerte de su amigo Salvador Allende. En los círculos culturales y junto a los quioscos callejeros se habla de tres libros recién publicados: Sombras sobre Isla Negra, de Mario Amorós; El caso Neruda, de Roberto Ampuero, ya disponibles en librerías en Colombia, y El doble asesinato de Pablo Neruda, de Francisco Marín y Mario Casasus, basado en el testimonio de Manuel Araya, el chofer del escritor, quien lo acompañó durante sus últimos días de vida. 

La de Ampuero es una ficción plana con sello de best-seller, ambientada en el preámbulo del golpe; más una estructura notarial apoyada en hechos reales que una novela negra a la que le convenga la trama detectivesca del cubano Brulé, paralela a cinco historias femeninas. En cambio, Sombras y El doble asesinato son libros de investigación periodística bien logrados, que documentan la teoría de que el autor de Tentativa del hombre infinito no murió a los 69 años de edad a causa del cáncer de próstata, también motivo de los versos de “El gran orinador”. Habrpia sido efecto de una inyección que le aplicaron en la habitación 406 de la Clínica Santa María, a donde fue llevado enfermo y deprimido, aunque no grave, tras enterarse del asalto al Palacio de la Moneda, de la llegada de la dictadura que él había anunciado en el Estadio Nacional donde ahora torturaban y asesinaban a sus amigos de causa.

Los dos otorgan plena credibilidad a las declaraciones de Araya, detenido y torturado mientras su patrón agonizaba, e insisten en la exhumación de los restos como parte de la investigación reabierta en mayo de 2011 por el juez Mario Carroza, tras denuncia del Partido Comunista en el que militó Neruda. Fue luego de que el sociólogo Francisco Marín publicara un reportaje en la revista mexicana Proceso, sustentado por un informe judicial donde el doctor Sergio Draper reconoce que fue él quien ordenó que se le inoculara una dipirona. Para el libro, Marín se apoyó en pesquisas del periodista mexicano Mario Casasús.


Es el mismo hospital investigado por el asesinato por envenenamiento en 1982 del expresidente de Chile Eduardo Frei Montalva, predecesor de Allende, también a manos del régimen de Pinochet. La exhumación del poeta en la tumba de Isla Negra, donde está sepultado “frente al mar que conozco”, junto a Matilde Urrutia —Abrid junto a mí el hueco de la que amo, y un día/ dejadla que otra vez me acompañe en la tierra—, se anuncia como el hecho judicial para este año, medida que resultó definitiva en el caso Frei y en el del cantante Víctor Jara, cuatro de cuyos presuntos asesinos se entregaron la semana pasada. 

Amorós, periodista, doctor en historia y escritor español experto en Neruda, respalda la misma hipótesis y revela testimonios nuevos como el de Rosa Núñez, la enfermera que lo atendió en Isla Negra y, junto a declaraciones de diplomáticos que lo visitaron y horas antes lo vieron vital y no agónico, ratifica que los médicos le habían dado una expectativa de vida de seis o siete años más. 

Los dos libros rescatan las palabras y testimonios de Matilde, la viuda, su temor de que a Neruda le pasara algo desde días antes del golpe de Estado, razón por la cual el gobierno mexicano le había ofrecido un avión privado y asilo inmediato. Pero Neruda se negó a abandonar la patria de sus poemas, esperó a los militares en Isla Negra, los dejó allanar y les dijo: “aquí hay una sola cosa peligrosa para ustedes… ¡la poesía!”.

El autor no esconde su coincidencia política con el poeta, reconstruye con rigor sus luchas junto a Allende y con el mismo juicio acude a versos como los de “Los enemigos” del Canto general: No quiero que me den la mano/ empapada con nuestra sangre./ Pido castigo./ No los quiero de embajadores,/ tampoco en su casa tranquilos, los quiero ver aquí juzgados/ en esta plaza, en este sitio./ Quiero castigo. En “Siempre” escribió: Aunque los pasos toquen mil años este sitio,/ no borrarán la sangre de los que aquí cayeron./ Y no se extinguirá la hora en que caísteis,/ aunque miles de voces crucen este silencio./ La lluvia empapará las piedras de la plaza,/ pero no apagará vuestros nombres de fuego. Pinochet dijo a través de la radio: “nosotros no matamos a nadie y, si Neruda muere, será de muerte natural”.

Resultado de imagen para pablo nerudaAl tiempo, aquí se anuncian reediciones de todos sus libros, así como en la mayoría de países de habla hispana. En los quioscos encuentro una muy bonita de Arte de pájaros, presentada por Bernardo Reyes, escritor y sobrino nieto de Neruda. Un librero me asegura que a Neruda lo sobrecogían los Sonetos de la muerte, de Gabriela Mistral, también Nobel de literatura chilena. En Antofagasta hay filas para ver la exposición de la famosa colección de 207 caracolas, donadas por el poeta a la nación junto a 5.000 de sus libros. El escritor uruguayo Eduardo Galeano lanzó en Santiago Los hijos de los días y exaltó su memoria poética y política. El alma de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto vive.

El Espectador visitó La Chascona, la emblemática casa santiagueña concebida en 1952 para su amada Matilde, donde hace cuatro décadas su cuerpo fue velado, convertida en museo como la de Isla Negra y La Sebastiana, en Valparaíso. La poesía de Neruda nace en las cumbres de los Andes y desemboca en el Pacífico. Esa personalidad permanece en sus casas, es como subir a un barco capaz de navegar océanos y montañas. La Chascona está levantada en las acogedoras faldas del cerro San Cristóbal, calle arriba del barrio Bellavista, patrimonio de la humanidad construido con miles de detalles de “lamento marino”, porque hasta allí sintió el “deber de poeta” de dejar un “grito gris” para quienes no escuchan el mar en la ciudad; “la fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita”; “las aportaciones de la tierra y del alma”: puertas que parecen mascarones de proa, techos bajos, líneas circulares de ventanas y barandas en oleaje “errante”. “Ecos estrellados”, “quebranto de espuma y arenales”, “susurro de sal que se retira”. Se rescató buena parte del universo nerudiano a pesar de que la dictadura de Augusto Pinochet la arrasó apenas se tomó el poder, desviando incluso un canal de agua para que no quedara piedra sobre piedra, y el torrente que se grabó hasta en las rocas fue el del autor de “Cuándo de Chile”: Pueblo mío, ¿verdad que en primavera/ suena mi nombre en tus oídos/ y tú me reconoces/ como si fuera un río/ que pasa por tu puerta? 


Los generosos guías recitan a pedido, en español e inglés, los cantos y los sonetos mientras muestran dos versiones de La Chascona (Matilde) pintada por Diego Rivera en 1953, ocultando en sus cabellos desordenados el perfil de su calvo amante. El aroma de la florida dama de noche que acompaña el ascenso a la torre donde hacían realidad los Cien sonetos de amor. Sobre la cabecera de la cama la foto de ambos en Capri, lámparas de un barco holandés. Afura, ojos colgantes de Neruda, vigilantes, instalados por los curadores. Todo tipo de colecciones: vajillas coloridas, copas y botellas singulares, souvenires de África, de Europa; motivos indígenas de la Patagonia, de Isla de Pascua; el rastro de lo que fue la biblioteca, manuscritos de Los versos del capitán, las 11 matrioskas del Premio Lenin, sus gafas; más allá el balcón, el bar de verano. Pero a los empleados chilenos, que velan por el legado literario y material, se les ve descontentos en los corrillos porque sus condiciones laborales no mejoran a pesar de que los ingresos de la Fundación Neruda sí, lo cual se evidencia con la constante visita de turistas europeos y latinoamericanos —más de cien mil al año—, que aportan mucho dinero a los muchos millones de los derechos de autor.

Esta semana no aguantaron más, el lunes tomaron “la bandera” y la poesía del “compañero” Pablo Neruda y se declararon en huelga sindical. Las tres casas fueron cerradas y el viernes treinta de ellos hicieron una marcha de protesta desde La Chascona hasta el Ministerio de Cultura, con el respaldo de la Central Unitaria de Trabajadores. El paro seguirá en pie hasta que el ministro Luciano Cruz-Coke atienda sus reclamos. Imágenes del Chile nerudiano de hoy, premonitorias en “Voy a vivir” del Canto general: Yo no voy a morirme. Salgo ahora,/ en este día lleno de volcanes/ hacia la multitud, hacia la vida./ Aquí dejo arregladas estas cosas/ hoy que los pistoleros se pasean/ con la “cultura occidental” en brazos,/ con las manos que matan en España/ y las horcas que oscilan en Atenas/ y la deshonra que gobierna a Chile/ y paro de contar. 

Lo previó Neruda en el bello discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura 1971: “nosotros mismos vamos creando los fantasmas de nuestra propia mitificación”. No pretendía efigies ni que el salón VIP de la aerolínea de su país en el aeropuerto internacional de Santiago fuera bautizado con su nombre, sino que, más allá de los sectarismos de su condición humana, su poesía no cantara en vano.

“Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo: cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como signos de reunión donde se cruzaron los caminos, o como fragmento de piedra o de madera con que alguien, otros que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos”.
El Espectador

miércoles, 9 de enero de 2013

Cabrera Infante, el hombre de imágenes y palabras


Resultado de imagen para CABRERA INFANTELa gran duda que plantea el primer tomo de las obras completas de Guillermo Cabrera Infante, por parte de Galaxia Gutenberg, es dónde estaba el eje del verdadero amor del escritor cubano. ¿Estaba en las palabras o en las imágenes? A las palabras las cortejó, las sedujo, las rescató, las protegió, las reinventó, las poseyó y hasta violó en sus ejercicios paradójicos y jugueteos verbales. La relación con las imágenes no es menos intensa, y se remonta al momento en que con sólo 29 días su madre lo lleva a ver una película, en un premonitorio anticipo de la fuerte conexión con el cine que mantendría toda su vida. Si al final su casa en Londres estaba abarrotada de libros, eso no es nada con la cineteca privada que llegó a manejar. 
Novelista superdotado y crítico de cine francamente excepcional, la verdad es que Cabrera Infante no dejó de hacer ni un solo minuto literatura, aun cuando lo suyo se publicaba como periodismo diario, como crónica informativa o como crítica de cine. Tal como en el caso de Manuel Puig, para él también las fronteras entre el cine y la literatura fueron difusas. Nadie indagó mejor que él los vasos comunicantes entre una y otro. Lo hizo, claro, a su pinta y con su método, el del caos, el de la avalancha, el del disparate.

El volumen de Galaxia Gutenberg -edición al cuidado de Antoni Munné- se impone por nocaut. Es parte de una serie que llegará a ocho tomos, tiene arriba de 1.500 páginas, recoge toda la producción del autor como cronista de cine (siempre prefirió definirse así antes que como crítico), confisca el contenido de su libro Un oficio del siglo XX y suma al conjunto, sin agotarlos, escritos fílmicos inéditos, porque en el segundo tomo habrá más. Es un material que está vivo, muy vivo, no obstante que muchas de las películas de que habla están muertas. Y bien muertas. Cabrera Infante se inventó un personaje para escribir de cine, G. Caín, un tipo deslenguado, impenitente, agudo, lapidario, corrosivo, que hizo un trabajo profiláctico de señalados servicios a la humanidad demoliendo falsos prestigios, embistiendo contra algunas vacas sagradas, reivindicando talentos ninguneados, educando la percepción fílmica, tirándoles la cadena a supuestas obras maestras que ya entonces comenzaban a oler muy mal, y exaltando a los maestros del período clásico que más le gustaban: Welles, Hawks, Hitchcock, Huston y Minnelli. También solía contradecirse, y a mucho honor. Pensaba que sólo los burros y los tontos no cambian de opinión.
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Lejos de todo asomo de gravedad, inmune a los tics de la crítica docta o académica, el primer libro de recopilación de crítica de Cabrera Infante se abrió con tres citas que son un verdadero carné de militancia. Una es de Cyril Connolly, uno de los mayores y más incomprendidos críticos del siglo pasado; otra de James Agee, novelista, guionista y crítico durante varios años del Time; y la última, de Truffaut, modelo de espíritu libre en una época en que la cultura europea comenzaba a contraer como una suerte de viruela las pestes del intelectualismo y la radicalización política.

El tomo admite también otras lecturas. Esta es la biografía de un crítico que ejerció su oficio en plenitud, encarnizada y apasionadamente, y que en algún momento comenzó a darse de cabezazos con el régimen por el cual él mismo se la había jugado. Cabrera Infante fue un hombre de izquierda. Sus padres eran militantes comunistas y él fue uno de los tantos que vieron inicialmente en la revolución castrista un proceso liberador de antiguas desigualdades y ataduras. Esa cuerda no le duró mucho. En noviembre del 61 se clausura el semanario que dirigía y sus amigos logran sacarlo de Cuba como agregado cultural en Bruselas. Volvería a su patria sólo una vez, para enterrar a su madre, entregar el cargo y salir al exilio, que terminaría matándolo en 2005.
La Tercera